La espuma de los días (12 page)

Read La espuma de los días Online

Authors: Boris Vian

Tags: #Relato

BOOK: La espuma de los días
5.85Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pues, venga usted… —dijo Colin.

—Sí, claro… —dijo el profesor.

Colin le condujo hasta la puerta de la habitación, súbitamente, pero se acordó de algo.

—Tenga cuidado al entrar —dijo—, es redonda.

—Bueno, ya estoy acostumbrado —dijo Tragamangos—, ¿está encinta?

—No, hombre, no… —dijo Colin—, es usted idiota… la que es redonda es la habitación.

—¿Completamente redonda? —preguntó el profesor—. Entonces ¿ha puesto usted un disco de Ellington?

—Sí —contestó Colin.

—Yo también tengo discos suyos en casa —dijo Tragamangos—. ¿Conoce usted
Slap Happy
?

—Prefiero… —empezó Colin, pero se acordó de Chloé, que estaba esperando, y empujó al profesor dentro de la alcoba.

—Buenos días —dijo el profesor.

Subió la escalerilla.

—Buenos días —contestó Chloé—. ¿Cómo está usted?

—A fe —respondió el profesor— que el hígado me da la lata de vez en cuando. ¿Sabe usted lo que es eso?

—No —dijo Chloé.

—Está claro —contestó el profesor—, que no tiene usted mal el hígado.

—Se acercó a Chloé y le cogió la mano.

—Un poquito caliente, ¿eh?

—Yo no me doy cuenta.

—Sí —dijo el profesor—, pero hace mal.

Se sentó en la cama.

—Voy a auscultada, si no le molesta.

—Sí, hágalo, por favor —dijo Chloé.

El profesor sacó de su maletín un estetoscopio con amplificador y aplicó la campana a la espalda de Chloé.

—Cuente usted —dijo.

Chloé empezó a contar.

—Así no hacemos nada —dijo el doctor—, después del veintiséis va el veintisiete.

—Sí, es verdad —dijo Chloé—. Perdóneme.

—Por otra parte, ya basta —dijo el doctor—. ¿Tose usted?

—Sí —dijo Chloé, Y tosió.

—¿Qué tiene, doctor? —preguntó Colin—. ¿Es grave?

—Hum… —dijo el profesor—. Tiene algo en el pulmón derecho, pero no sé qué es…

—¿Y entonces? —preguntó Colin.

—Sería necesario que viniera a mi consulta para hacer un examen más a fondo —dijo el profesor.

—No me gusta mucho la idea de que se levante —dijo Colin—. ¿Y si se pone mala, como esta tarde?

—No —dijo el profesor—, lo que tiene no es grave. Voy a hacerle una receta, pero hay que seguirla al pie de la letra.

—Sí, doctor —dijo Chloé.

Se llevó la mano a la boca y se puso a toser.

—No tosa —dijo Tragamangos.

—No tosas, cariño —dijo Colin.

—No puedo evitado —dijo Chloé con voz entrecortada.

—Se oye una música rara en su pulmón —dijo el profesor.

Parecía un poco molesto.

—¿Es normal eso, doctor? —preguntó Colin.

—Hasta cierto punto… —contestó el profesor.

Se tiró de la perilla, que volvió a su sitio con un chasquido seco.

—¿Cuándo debemos ir a verlo, doctor? —preguntó Colin.

—Dentro de tres días —dijo el profesor—. Tengo que poner en condiciones mis aparatos.

—¿No los utiliza habitualmente? —preguntó a su vez Chloé.

—No —dijo el profesor—. Prefiero mucho más construir modelos a escala de aviones, pero me están interrumpiendo constantemente, así que llevo con el mismo desde hace un año y no encuentro tiempo para terminado. ¡Es exasperante!

—No cabe duda —dijo Colin.

—Son como tiburones —dijo el profesor—. Yo me complazco en compararme con el desdichado náufrago cuya somnolencia acechan los monstruos voraces para volcar su frágil esquife.

—Es una imagen muy bella —dijo Chloé, y se echó a reír con suavidad para no empezar a toser otra vez.

—Preste atención, niña mía —dijo el profesor poniéndole la mano en el hombro—. Es una imagen completamente estúpida, porque según el
Génie Civil
de 15 de octubre de 1944, en contra de la opinión general, de las treinta y cinco especies de tiburones que se conocen, tan sólo tres o cuatro son devoradoras de hombre. Y aun así, atacan menos al hombre que el hombre a ellos.

—Habla usted muy bien —dijo Chloé con admiración. Le gustaba mucho este doctor.

—Y es Génie Civil quien lo dice —afirmó el doctor—, no soy yo. Y con esto, les dejo.

Dio a Chloé un sonoro beso en la mejilla derecha, le dio una palmadita en el hombro y empezó a bajar la escalerilla.

Se enganchó el pie derecho en el pie izquierdo y éste con el último escalón y cayó al suelo.

—Esta instalación suya es un poco peculiar —hizo observar a Colin mientras se frotaba vigorosamente la espalda.

—Le ruego me excuse —dijo Colin.

—Además —añadió el profesor—, esta habitación esférica tiene algo de deprimente. Pruebe a poner
Slap Happy
, probablemente le devolverá la normalidad; o, si no, acepíllela.

—De acuerdo —dijo Colin—. ¿Qué tal un pequeño aperitivo?

—No estaría mal —dijo el profesor—. ¡Hasta la vista, pequeña! —gritó a Chloé, antes de salir de la alcoba.

Chloé seguía riéndose. Desde abajo, se la veía sentada en el gran lecho rebajado como sobre un estrado majestuoso, iluminada desde un lado por la lámpara eléctrica. Los rayos de luz se filtraban a través de sus cabellos del color del sol en la hierba recién nacida, y la luz que había pasado por su piel se posaba, dorada, sobre las cosas.

—Tiene usted una linda mujer —dijo el profesor a Colin en la antecámara.

—Sí, es verdad —dijo Colin.

Y, de repente, se puso a llorar, porque sabía que estaba enferma.

—Vamos, vamos… —dijo el profesor—, me pone usted en una situación embarazosa… Voy a consolarle… Tenga…

Rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una carterita de cuero rojo.

—Mire, ésta es la mía.

—¿La suya? —preguntó Colin, que trataba de serenarse.

—Mi mujer, quiero decir —explicó el profesor.

Colin, maquinalmente, abrió la carterita y explotó de risa.

—Ya está… ¿lo ve? —dijo el profesor—. No falla nunca. Todos se desternillan. Pero, en fin, ¿qué es lo que es tan divertido?

—Yo… yo… yo no sé —balbuceó Colin, y se desplomó, presa de una crisis de hilaridad.

El profesor cogió su carterita.

—Son ustedes todos iguales —dijo—. Piensan que las mujeres tienen que ser bonitas a la fuerza… Bueno, ¿qué hay de ese aperitivo?

35

Colin, seguido de Chick, empujó la puerta del tratante de remedios. La puerta hizo «¡Ding!…» y el cristal se desplomó sobre un complejo tinglado de frascos y aparatos de laboratorio.

Alertado por el ruido, apareció el tratante. Era alto, viejo y delgado, con la cabeza empenachada por una crin blanca, erizada.

Se precipitó hacia el mostrador, cogió el teléfono y marcó un número con la rapidez propia de una larga costumbre.

—¡Oiga! —dijo.

Su voz sonaba como la sirena de un buque y el suelo, bajo sus pies largos, negros y planos, se inclinaba de un modo regular de delante hacia atrás, mientras que sobre el mostrador se abatían oleadas de salpicaduras.

—¡Oiga! ¿Es la casa Gershwin? ¿Querrían venir a cambiar el cristal de la puerta de entrada? ¿Dentro de un cuarto de hora?… Dense prisa, porque puede venir otro cliente… Está bien…

Volvió a poner en su sitio el auricular, que se encajó con mucho esfuerzo.

—Bien, señores, ¿en qué puedo servirles?

—Ejecutando esta prescripción médica… —sugirió Colin.

El farmacéutico cogió el papel, lo dobló, hizo con él una tira larga y estrecha y lo introdujo en una pequeña guillotina de mesa.

—Eso está hecho —dijo, apretando un botón rojo.

Cayó la cuchilla y la receta perdió su rigidez y se desplomó.

—Pasen esta tarde a las seis; sus medicamentos estarán listos.

—Es que… —dijo Colin—, nos urge bastante…

—A nosotros nos gustaría llevárnoslos ahora mismo —añadió Chick.

—Entonces, si quieren ustedes esperar, voy a disponer lo necesario.

Colin y Chick se sentaron en un banquillo de terciopelo color púrpura justamente enfrente del mostrador, y esperaron. El tratante se agachó detrás del mostrador y abandonó el lugar por una puerta oculta, reptando casi, sin hacer ruido. El roce de su cuerpo largo y delgado con el parqué se fue atenuando hasta desvanecerse en el aire.

Miraron las paredes. En largos estantes de cobre patinado se alineaban tarros que encerraban especias simples y tópicos soberanos. Del último de cada ringlera emanaba una fluorescencia compacta. En un recipiente cónico de vidrio grueso y corroído, unos renacuajos hinchados daban vueltas en espiral en dirección descendente hasta llegar al fondo, de donde volvían a partir como flechas hacia la superficie, adquiriendo aquí nuevamente un movimiento excéntrico de giro, y dejaban tras de sí una estela blancuzca de agua espesada. Al lado, en el fondo de un acuario de varios metros de largo, el tratante había montado un banco de pruebas de ranas con toberas, y, aquí y allá, yacían algunas ranas inutilizables, cuyos cuatro corazones latían aún débilmente.

Detrás de Chick y Colin se extendía un vasto fresco que representaba al tratante de remedios fornicando con su madre vestido de César Borgia en las carreras. Sobre distintas mesas había una multitud de máquinas de fabricar píldoras, y algunas estaban funcionando, aunque al ralentí.

Saliendo de tubos de vidrio azul, las píldoras eran recogidas por unas manos de cera que las ponían en cucuruchos de papel.

Colin se levantó para ver más de cerca la máquina más próxima y levantó el cárter herrumbroso que la protegía. En el interior, había un animal mixto, mitad carne, mitad metal, que se mataba a tragar la materia básica y a expulsada en forma de bolitas, todas iguales.

—¡Ven a ver, Chick! —dijo Colin.

—¿Qué pasa? —preguntó Chick.

—¡Es muy curioso!… —dijo Colin.

Chick miró. El bicho tenía una mandíbula alargada que se desplazaba por medio de rápidos movimientos laterales.

Bajo la transparente piel, se podían distinguir costillas tubulares de acero ligero, y un conducto digestivo que se movía perezosamente.

—Es un conejo modificado —dijo Chick.

—¿Tú crees?

—Eso se hace normalmente —dijo Chick—. Se conserva la función que se desea. En este caso, se han conservado los movimientos del tubo digestivo, prescindiendo de la parte química de la digestión. Es mucho más sencillo que fabricar las píldoras con un aparato corriente.

—¿Qué es lo que come eso? —preguntó Colin.

—Zanahorias cromadas. Las hacíamos en la fábrica en que yo trabajaba al salir del tajo. Después, se les dan los elementos constitutivos de las píldoras.

—Está muy bien pensado —dijo Colin—, y además hace unas píldoras muy bonitas.

—Sí —dijo Chick—. Son muy redonditas.

—Dime una cosa, Chick —dijo Colin volviéndose a sentar…

—¿Qué? —preguntó Chick.

—¿Cuánto te queda de los veinticinco mil doblezones que te di antes de salir de viaje?

—¡Ah!… —contestó Chick.

—Ya es hora de que te decidas a casarte con Alise. ¡Es tan molesto para ella seguir como estáis!

—Sí, claro… —respondió Chick.

—Vamos, al grano, ¿te quedan por lo menos veinte mil doblezones? De todas maneras… es bastante para casarte…

—Es que… —dijo Chick.

Calló, porque era duro empezar.

—¿Qué es lo que pasa? —insistió Colin—. No eres el único que tiene problemas de dinero…

—Ya lo sé —dijo Chick.

—¿Entonces? —dijo Colin.

—Lo que pasa es que no me quedan más que tres mil doscientos doblezones…

Colin se sentía infinitamente fatigado. Objetos puntiagudos y borrosos daban vueltas dentro de su cabeza con un vago rumor de marea. Se sentó, rígido, en el banquillo.

—No puede ser verdad… —dijo.

Estaba cansado, cansado como si acabaran de hacerle correr una carrera de obstáculos dándole con una fusta.

—No puede ser verdad… —repitió—, estás bromeando.

—No… —dijo Chick.

Chick estaba de pie. Rascaba con la punta del dedo la esquina de la mesa más cercana. Las píldoras rodaban por los tubos de vidrio haciendo un ruidito como si fueran canicas y el doblamiento del papel por las manos de cera creaba una atmósfera de restorán magdaleniense.

—¿Pero qué has hecho con el dinero? —preguntó Colin.

—He comprado cosas de Partre —dijo Chick.

Rebuscó en el bolsillo.

—Mira esto. Lo encontré ayer. ¿No es una maravilla?

Se trataba de
Envio de flores en tafilete perlado
, con láminas fuera de texto de Kierkegaard.

Colin cogió el libro y lo miró, pero no veía las páginas. Estaba viendo los ojos de Alise en su boda y la expresión de fascinación triste con que miraba el traje de novia de Chloé. Pero Chick no podía verlo. Los ojos de Chick nunca llegaban tan alto.

—¿Qué quieres que te diga?… —murmuró Colin—. ¿Así que te lo has gastado todo?…

—Compré dos manuscritos suyos la semana pasada —dijo Chick, y su voz vibraba de excitación contenida—. Y ya tengo grabadas siete de sus conferencias…

—Sí… —dijo Colin.

—¿Además, por qué me preguntas eso? —dijo Chick—. A ella, a Alise, le da lo mismo que me case con ella. Es feliz así.

—Yo la amo muchísimo, ya sabes, pero ella también ama enormemente a Partre.

Una de las máquinas parecía que se estaba desbocando.

Las píldoras salían a chorro y saltaban rayos violeta cuando caían en los cucuruchos de papel.

—¿Qué pasa con eso? —dijo Colin—. ¿Será peligroso?

—No creo —dijo Chick—. De todas maneras, no debemos quedarnos al lado.

Oyeron, bastante lejos, cerrarse una puerta y el tratante de remedios apareció súbitamente detrás del mostrador.

—Les he hecho esperar —dijo.

—No tiene importancia —le aseguró Colin.

—Sí… —dijo el tratante—. Lo he hecho expresamente. Es para mantener mi categoría.

—Una de sus máquinas parece estar embalándose… —dijo Colin señalando el aparato en cuestión.

—¡Ah!… —dijo el tratante de remedios.

Se agachó, cogió una carabina de debajo del mostrador, apoyó el arma contra el hombro y disparó. La máquina dio un respingo en el aire y cayó, aún palpitante.

—No es nada —dijo el tratante—. De vez en cuando el conejo puede al acero y hay que suprimirlos.

Levantó la máquina, oprimió el cárter inferior para hacerla mear y la colgó de un clavo.

—Aquí tienen ustedes sus medicinas —dijo, sacando una caja del bolsillo—. Tengan cuidado, se trata de algo muy activo. No se excedan en la dosis.

Other books

Cold Turkey by Shelley Freydont
Dark Secrets by Jessica Burnett
Miras Last by Erin Elliott
The Sacred Scarab by Gill Harvey
Forty Signs of Rain by Kim Stanley Robinson
Beguiled by Catherine Lloyd