—No es caro —dijo el librero—, pero tengo cosas mejores. Espéreme un momento.
Se levantó, desapareció detrás de un medio tabique que dividía la tienda en dos, rebuscó algo y volvió enseguida.
—Mire —dijo lanzando un pantalón sobre el mostrador.
—¿Qué es esto? —murmuró Chick con ansiedad.
Una deliciosa excitación se apoderaba de él.
—¡Unos pantalones de Partre! —proclamó orgullosamente el librero.
—¿Cómo se las ha arreglado para conseguirlos? —dijo Chick extasiado.
—Aproveché una conferencia… —explicó el librero—. Ni siquiera se dio cuenta. Tiene quemaduras de pipa, sabe…
—Lo compro —dijo Chick.
—¿Cómo dice? —preguntó el librero—, porque tengo todavía otra cosa…
Chick se llevó la mano al pecho. No conseguía dominar los latidos de su corazón y le dejó desbocarse un poco.
—Mire —dijo el comerciante de nuevo.
Se trataba de una pipa en cuya boquilla Chick reconoció fácilmente la marca de los dientes de Partre.
—¿Cuánto? —dijo Chick.
—Ya sabe usted —dijo el librero— que en estos momentos está preparando una enciclopedia de la náusea en veinte volúmenes, ilustrados con fotos, y yo tendré acceso a manuscritos…
—Pero yo no podré nunca… —dijo Chick aterrado.
—Eso a mí me importa un bledo —dijo el librero. —¿Cuánto por estas tres cosas? —preguntó Chick.
—Mil doblezones —dijo el comerciante—. De ahí no baja. Ayer rechacé mil doscientos, y se los doy así de barato porque usted tiene aspecto de ser una persona cuidadosa.
Chick sacó su cartera. Estaba horriblemente pálido.
—Como ves —dijo Colin—, ya no ponemos mantel.
—Eso no tiene ninguna importancia —dijo Chick—. Sin embargo, lo que yo no comprendo es por qué está la madera tan grasienta…
—No lo sé —dijo Colin, distraídamente—. Y creo que ya no se puede limpiar. El pringue sale constantemente de dentro.
—Y la alfombra, ¿no era antes de lana? —preguntó Chick—. Ésta parece de algodón…
—Es la misma —dijo Colin—. No, no creo que sea diferente.
—Es chocante —dijo Chick—, parece como si el mundo se achicara alrededor de uno.
Nicolás les traía una sopa grasienta en la que nadaban cuscurros. Les sirvió raciones abundantes.
—¿Qué es esto, Nicolás? —preguntó Chick.
—Es una sopa de Cubit y harina de maíz —respondió Nicolás—. Está estupenda.
—¡Ah! —dijo Chick—. Habrás sacado la receta del Gouffé…
—Qué dices —dijo Nicolás—. Es una receta de Pomiane. Gouffé es bueno para los esnobs. Además, requiere una materia prima que ya ya…
—Pero tú tienes todo lo que hace falta —dijo Chick.
—¿Cómo? —dijo Nicolás—. Tenemos justamente la cocina de gas y un frigiplocus, como en todas partes. ¿Qué te piensas?
—Bueno, ¡nada! —contestó Chick.
Se removió en la silla. No sabía cómo continuar la conversación.
—¿Quieres vino? —preguntó Colin—. No me queda más que éste en la bodega. No es malo.
Chick tendió el vaso.
—Hace tres días Alise vino a ver a Chloé —dijo Colin—. Yo no estaba y Nicolás llevó ayer a Chloé a la montaña.
—Sí —dijo Colin—. Alise ya me lo ha dicho.
—He recibido una nota del profesor Tragamangos. Pide una cantidad exorbitante. Tiene que ser un hombre muy competente.
A Colin le dolía la cabeza. Le habría gustado que Chick hablara, que contara historias, lo que fuera. Chick miraba atentamente algo en el vacío a través de la ventana. De repente, se levantó y, sacando un metro del bolsillo, fue a medir el bastidor de la ventana.
—Tengo la impresión de que esto está cambiando —dijo.
—¿Cómo va a ser eso? —preguntó Colin con indiferencia.
—Eso se está achicando y la sala también —dijo Chick.
—Pero ¿no ves que no puede ser? —dijo Colin—. Carece de sentido común…
Chick no respondió. Sacó un cuaderno y un lapicero y se puso a anotar cifras.
—¿Has encontrado trabajo? —preguntó.
—No… —dijo Colin—. Tengo una cita esta tarde y otra mañana.
—¿Qué tipo de trabajo buscas? —preguntó Chick.
—¡Bueno! Cualquier cosa —dijo Colin—. Con tal de que me den dinero. Las flores cuestan muy caras.
—Es verdad —dijo Chick.
—¿Y tu trabajo? —dijo Colin.
—Ya te acuerdas de que hacía que me supliera un tipo —dijo Chick— porque yo tenía muchas cosas que hacer…
—¿Y ellos accedieron? —preguntó Colin.
—Sí, la cosa marchaba. Él estaba muy al corriente.
—¿Y bien? —preguntó Colin.
—Cuando he querido volver me han dicho que el otro lo hacía muy bien, y que, si quería otro puesto, tenían uno que ofrecerme. Sólo que estaba peor pagado…
—Tu tío ya no puede darte más dinero… —dijo Colin.
Él ni siquiera se planteaba la cuestión. Le parecía obvio.
—Yo no podré pedírselo —dijo Chick —. Se ha muerto.
—No me lo habías dicho…
—No tenía interés —murmuró Chick.
Nicolás volvía con una sartén grasienta en la que se debatían tres salchichas negras.
—Coméosla así —dijo—. Yo no me hago con ellas. Son resistentes hasta un punto extraordinario. Les he puesto ácido nítrico, por eso están negras, pero no ha sido suficiente. —Colin consiguió atrapar una de las salchichas con su tenedor. La salchicha se retorció en un espasmo postrero.
—Yo ya tengo una —dijo—. ¡Ahora te toca a ti, Chick!
—Yo lo intento, pero está dura.
Lanzó un gran chorro de grasa sobre la mesa.
—¡Atiza! —dijo.
—No importa —dijo Nicolás—. Es bueno para la madera.
Chick consiguió servirse y Nicolás se llevó la tercera salchicha.
—Yo no sé qué pasa aquí —dijo Chick—. ¿También eran las cosas así antes?
—No —confesó Colin—. Esto está cambiando por todas partes y yo no puedo hacer nada. Es como la lepra. Es desde que se me acabaron los doblezones…
—¿No tienes ya nada en absoluto? —preguntó Chick.
—Apenas… —respondió Colin—. He pagado por adelantado el viaje a la montaña y las flores porque no quiero escatimar nada por sacar a Chloé adelante. Pero, aparte de eso, las cosas van mal por sí mismas.
Chick había terminado su salchicha.
—¡Ven a ver el pasillo de la cocina! —dijo Colin.
—Te sigo —dijo Chick.
A través de los cristales, a ambos lados, se distinguía un sol apagado, macilento, sembrado de grandes manchas negras, un poco más luminoso en el centro. Algunos haces miserables de rayos solares lograban penetrar en el pasillo, pero, al contacto con las baldosas, tan brillantes en otros tiempos, se fluidificaban y corrían en forma de largas manchas húmedas. Las paredes desprendían olor a sótano. El ratón de los bigotes negros se había hecho en un rincón un nido sobreelevado. Ya no podía jugar en el suelo con los rayos de oro, como antaño. Estaba acurrucado en un montón de trapitos, y tiritaba con sus largos bigotes enviscados por la humedad. Durante algún tiempo, había conseguido rascar un poco los baldosines para que brillaran de nuevo, pero la tarea era demasiado inmensa para sus patitas, y ahora permanecía en un rincón, tembloroso y sin fuerzas.
—¿No calientan los radiadores? —preguntó Chick, subiéndose el cuello de la chaqueta.
—Sí —dijo Colin—. La calefacción está puesta todo el día, pero no hay nada que hacer. Es aquí donde eso ha empezado…
—¡Es la pera! —dijo Chick—. Habría que llamar al arquitecto.
—Ya vino —dijo Colin—. Se puso enfermo después.
—¡Oh! —dijo Chick—. Bueno, probablemente se arreglará.
—No lo creo —dijo Colin—. Ven conmigo, vamos a terminar de almorzar con Nicolás.
Entraron en la cocina. También allí se había encogido la pieza. Nicolás, sentado delante de una mesa lacada de blanco, comía distraídamente, leyendo un libro.
—Oye, Nicolás… —dijo Colin.
—Sí, sí —dijo Nicolás—, ya iba a llevaros el postre.
—No se trata de eso —dijo Colin—. Nos lo tomaremos aquí, es otra cosa. Nicolás, ¿no quieres que te despida?
—No me apetece —dijo Nicolás.
—Pero es necesario —dijo Colin—. Aquí vas de mal en peor. Has envejecido diez años en ocho días.
—Siete años —rectificó Nicolás.
—Yo no quiero verte así. Tú no tienes culpa de nada. Es la atmósfera de esta casa.
—¿Y tú? —dijo Nicolás—. ¿A ti no te afecta?
—No es lo mismo —dijo Colin—. Yo tengo que curar a Chloé y todo lo demás me da igual, por eso la cosa no hace presa en mí. Y tu club ¿cómo marcha?
—Ya no voy… —dijo Nicolás.
—No quiero saber nada más —repitió Colin—. Los Ponteauzanne buscan un cocinero. He firmado por ti. Quería que me dijeras si estabas de acuerdo.
—No —dijo Nicolás.
—¡Es igual! —dijo Colin—. Irás de todas maneras.
—Es una putada por tu parte —dijo Nicolás—. Parece que me largue como una rata.
—No —dijo Colin—. Es que es necesario. Sabes bien cuánto me duele…
—Lo sé —dijo Nicolás. Cerró el libro y sumió la cabeza entre los brazos.
—No tienes razón para enfadarte —dijo Colin.
—No estoy enfadado — respondió Nicolás.
Levantó la cabeza. Estaba llorando silenciosamente.
—Soy un idiota —dijo.
—Eres un tipo fantástico, Nicolás —dijo Colin.
—No —dijo Nicolás—. Me gustaría largarme a Colonia. Por el olor. Y porque así estaría tranquilo…
Colin subió la escalera, vagamente iluminada por vidrieras inmóviles, y se encontró en el primer piso. Ante él, una puerta negra cortaba la fría piedra de la pared. Entró sin llamar, llenó una ficha y se la entregó al conserje quien la vació, hizo una bolita con ella, la introdujo en el cañón de una pistola ya perfectamente preparada y apuntó con cuidado a una ventanilla practicada en el tabique vecino. Apretó el gatillo tapándose la oreja derecha con la mano izquierda y el disparo partió. Reposadamente, volvió a dedicarse a cargar su pistola para el siguiente visitante.
Colin permaneció de pie hasta que un timbre ordenó al conserje que lo introdujera en el despacho del director.
Siguió al hombre por un largo pasillo con curvas peraltadas. En estas curvas, las paredes seguían siendo perpendiculares al suelo y se inclinaban, por consiguiente, en el valor del ángulo suplementario correspondiente, por lo que tenía que andar muy deprisa para mantener el equilibrio. Antes de darse cuenta de lo que le ocurría, se encontró delante del director. Obediente, se sentó en un bronco sillón que se encabritó bajo su peso y tan sólo se detuvo ante un gesto imperativo de su dueño.
—¿Y bien? —dijo el director.
—Bueno, aquí estoy… —dijo Colin.
—¿Qué sabe usted hacer? —preguntó el director.
—Yo aprendí rudimentos… —dijo Colin.
—Lo que yo quiero decir —aclaró el director— es: ¿en qué invierte usted el tiempo?
—La mayor parte de mi tiempo —dijo Colin— la paso empequeñeciéndola.
—¿Por qué? —preguntó el director en voz más baja.
—Porque no me gustan las cosas grandes —dijo Colin.
—¡Ah!… ¡Hum!… —masculló el director—. ¿Sabe usted para qué empleo buscamos nosotros una persona?
—No —dijo Colin.
—Yo tampoco… —dijo el director—. Tendré que preguntar a mi subdirector. Pero usted no parece capacitado para ese empleo.
—¿Por qué? —preguntó Colin a su vez.
—No sé… —dijo el director.
Parecía inquieto y echó el sillón un poco hacia atrás.
—¡No se acerque!… —dijo rápidamente.
—Pero si…, pero si yo no me he movido… —dijo Colin.
—Sí… sí… —gruñó el director—. Siempre se dice eso… y luego…
Se inclinó con actitud desconfiada sobre su mesa de despacho sin perder de vista a Colin, y descolgó su teléfono, que agitó vigorosamente.
—¡Oiga!… —gritó—. ¡Venga aquí inmediatamente!…
Colocó el receptor en su sitio y continuó examinando a Colin con mirada suspicaz.
—¿Qué edad tiene usted? —preguntó.
—Veintiún… —dijo Colin.
—Lo que yo pensaba… —murmuró su interlocutor.
Se oyeron unos golpecitos en la puerta.
—¡Entre! —gritó el director, y su semblante se sosegó.
Entró en el despacho un hombre minado por la absorción continua de polvo de papel; podían adivinarse sus bronquiolos colmados hasta arriba de pasta celulósica reciclada. Traía un expediente debajo del brazo.
—Ha roto usted una silla —dijo el director.
—Sí —contestó el subdirector.
Dejó el expediente sobre la mesa.
—Se puede reparar, sabe usted…
Se volvió hacia Colin.
—¿Sabe usted reparar sillas?…
—Yo creo… —dijo Colin, desconcertado—. ¿Es muy difícil?
—Yo —afirmó el subdirector— he utilizado hasta tres botes de cola de oficina y no he conseguido nada.
—¡Esos botes los va a pagar usted! —dijo el director—. Se los voy a descontar del sueldo.
—Ya he hecho que se los descuenten del sueldo a mi secretaria —dijo el subdirector—. Esté tranquilo jefe.
—¿Es para reparar sillas para lo que ustedes solicitan un empleado? —preguntó tímidamente Colin.
—¡Claro está! —dijo el director.
—Yo ya no me acuerdo bien —dijo el subdirector— Pero usted no es capaz de reparar una silla…
—¿Por qué? —dijo Colin.
—Sencillamente, porque usted no es capaz —dijo el subdirector.
—Y yo me pregunto, ¿en qué lo ha notado usted? —dijo el director.
—En particular —dijo el subdirector— porque estas sillas son irreparables. Y, en general, porque este señor no me da la impresión de saber reparar una silla.
—Pero, ¿qué tiene que ver una silla con un empleo de oficina? —dijo Colin.
—¿Es que usted se sienta, quizá, en el suelo para trabajar? —dijo el director con sarcasmo.
—Entonces es que usted no debe de trabajar a menudo —ponderó el subdirector.
—Yo le voy a decir lo que es usted —dijo el director—, ¡usted es un holgazán!…
—Eso es… —aprobó el subdirector—, un holgazán…
—Nosotros —añadió el director— no podemos de ningún modo contratar a un holgazán…
—Y menos cuando no tenemos trabajo que darle… —dijo el subdirector.
—Esto es absolutamente ilógico —dijo Colin, aturdido por sus voces oficinescas.
—Ilógico por qué, ¿eh? —preguntó el director.
—Porque lo que hay que hacer con un holgazán es no darle trabajo —contestó Colin.
—Eso es, así que lo que usted quiere es sustituir al director… —dijo el subdirector.