—Qué va —dijo Isis—, es el primero, que te hace toser un poco todavía.
—No —dijo Chloé—. ¿Dónde está Colin? ¿Ha salido a traerme flores?
—Ya viene —dijo Isis—. Yo ya le he visto. ¿Tiene dinero? —añadió.
—Sí —dijo Chloé—. Todavía tiene un poco. Pero para qué sirve eso si no resuelve nada.
—¿Te duele? —preguntó Isis.
—Sí —dijo Chloé—, pero no mucho. La habitación ha cambiado, como puedes ver.
—Me gusta más así —dijo Isis—. Antes era demasiado grande.
—¿Cómo están las demás habitaciones? —dijo Chloé.
—Ah, bien… —dijo Isis evasivamente.
Recordaba todavía la sensación del parqué frío como un pantano.
—A mí no me importa que esto cambie —dijo Chloé—. Mientras esté calentito y confortable…
—¡Claro! —dijo Isis—. Un pisito pequeño resulta más simpático.
—El ratón se queda conmigo —dijo Chloé—. Ahí abajo lo tienes, en el rincón. Yo no sé qué es lo que hace. No quería volver al pasillo.
—Sí, comprendo —dijo Isis.
—Déjame otra vez tu clavel —dijo Chloé—, me hace bien.
Isis lo desprendió de su cabellera y se lo dio a Chloé que se lo acercó a los labios, aspirando largamente.
—¿Cómo está Nicolás? —dijo.
—Bien —dijo Isis—. Pero ya no tiene la alegría de antes. Yo te traeré más flores cuando vuelva.
—Yo lo quería mucho a Nicolás —dijo Chloé—. ¿Te vas a casar con él?
—No puedo —murmuró Isis—. No tengo su misma categoría…
—Eso no importa, si él te quiere… —dijo Chloé.
—Mis padres no se atreven a hablarle de ello —dijo Isis—.
¡Oh!…
El clavel palideció de repente, se ajó y pareció secarse. Después cayó, hecho fino polvo, sobre el pecho de Chloé.
—¡Oh! —dijo también Chloé—. Voy a toser otra vez. ¿Has visto…?
Se interrumpió para llevarse la mano a la boca. Un violento acceso se apoderaba de ella de nuevo.
—Es… esta cosa que tengo… lo que hace morir a todas las flores… —balbuceó.
—No hables —dijo Isis—. No tiene ninguna importancia.
Colin te va a traer más flores.
En la habitación, la luz era azul y casi verde en los rincones. No había allí todavía trazas de humedad y la alfombra seguía siendo bastante gruesa, pero una de las cuatro ventanas cuadradas estaba ya casi completamente cerrada.
Isis oyó el ruido húmedo de los pasos de Colin en la entrada.
—Aquí está —dijo—. Seguro que te trae flores.
Apareció Colin. Llevaba un gran ramo de lilas en los brazos.
—Toma, Chloé, cariño —dijo—. ¡Cógelas!
Ella tendió los brazos.
—Eres muy bueno, amor mío —dijo.
Colocó el ramo sobre la otra almohada, se volvió de lado y hundió su rostro en los tallos blancos y azucarados.
Isis se levantó.
—¿Te vas? —dijo Colin.
—Sí —dijo Isis—. Me esperan. Volveré con flores.
—Serías muy amable si pudieras venir mañana por la mañana —dijo Colin—. Tengo que ir a buscar trabajo, y no quiero dejarla completamente sola antes de haber vuelto a ver al doctor.
—Descuida, vendré… —dijo Isis.
Se inclinó un poquito, con precaución, y besó a Chloé en la tierna mejilla. Chloé levantó la mano y acarició la cara de Isis, pero no volvió la cabeza. Respiraba con avidez el perfume de las lilas, que se desprendía en lentas volutas en torno a sus cabellos brillantes.
Colin caminaba penosamente a lo largo de la carretera. Ésta se sumía oblicuamente entre terraplenes coronados por cúpulas de cristal que adquirían, a la luz, un brillo glauco e incierto.
De vez en cuando levantaba la cabeza para leer las placas indicadoras a fin de cerciorarse de que iba en la buena dirección y veía entonces el cielo, listado transversalmente de marrón sucio y de azul.
A lo lejos, delante de él, podía percibir, por encima de los taludes, las chimeneas alineadas del invernadero principal. Llevaba en el bolsillo el periódico en el que se solicitaban hombres de veinte a treinta años para organizar la defensa del país. Caminaba lo más rápidamente posible, pero los pies se le hundían en la tierra caliente que, por todas partes, tomaba lentamente posesión de las construcciones y de la carretera.
No se veían plantas. Por todas partes tierra, en bloques uniformes, amontonados a ambos lados, formando terraplenes muy inclinados en equilibrio inestable; algunas veces, una masa pesada oscilaba, rodaba talud abajo y se desplomaba blandamente sobre la superficie del camino.
En algunos sitios los terraplenes eran más bajos y Colin podía distinguir, a través de los cristales turbios de las cúpulas, formas de color azul oscuro que se agitaban vagamente sobre un fondo un poco más claro.
Apretó el paso, arrancando los pies de los agujeros que él mismo iba haciendo. La tierra se volvía a cerrar en seguida, como un músculo circular, y no quedaba más que una leve depresión apenas perceptible y que se borraba casi inmediatamente.
Las chimeneas se aproximaban. Colin sentía que el corazón le daba vueltas dentro del pecho, como un animal rabioso. Apretó el periódico por encima de la tela de su bolsillo.
El suelo estaba resbaladizo y se desprendía bajo sus pies, pero se iba hundiendo cada vez menos y la carretera se endurecía perceptiblemente. Vio la primera chimenea cerca de él, clavada en tierra como una estaca. Pájaros oscuros volaban en torno de la cúspide, de donde escapaba una fina humareda verde. En la base de la chimenea había un abultamiento redondeado que la afianzaba. Los edificios comenzaban un poco más lejos. No había más que una puerta.
Entró, restregó los pies en una rejilla reluciente de lamas aceradas y continuó por un pasadizo bajo flanqueado por apliques de luz titilante. El suelo era de ladrillo rojo y la parte de arriba de las paredes, así como el techo, estaban guarnecidos de placas de vidrio de varios centímetros de espesor a través de las cuales se entreveían masas oscuras e inmóviles.
Al final del pasadizo había una puerta. Ostentaba ésta el número indicado en el periódico y Colin entró sin llamar, tal como indicaba el anuncio.
Un hombre anciano con una blusa blanca y los cabellos enmarañados leía un manual detrás de su mesa. De la pared colgaban armas variadas, gemelos brillantes, fusiles de fuego, lanzamuertes de diversos calibres y una colección completa de arrancacorazones de todos los tamaños.
—Buenos días —dijo Colin.
—Buenos días —dijo el hombre.
Tenía la voz cascada y espesa por la edad.
—Vengo por el anuncio —dijo Colin.
—¿Ah, sí? —dijo el hombre—. Pues hace un mes que lo publicamos sin fruto. Se trata de un trabajo bastante duro, sabe usted…
—Sí —dijo Colin—, ¡pero está bien pagado!
—¡Pardiez! —dijo el hombre—. Este trabajo desgasta, ¿sabe?, y quizá no valga la pena. Bueno no me corresponde a mí denigrar a mi administración. Además, como puede ver, yo continúo vivo…
—¿Hace mucho tiempo que trabaja aquí? —dijo Colin.
—Un año —dijo el hombre—. Ahora tengo veintinueve.
Pasó una mano arrugada y temblorosa por los pliegues de su cara.
—Y, ahora, yo he llegado, como puede ver. Puedo estar en mi despacho y leer el manual toda la jornada.
—Yo tengo necesidad de dinero —dijo Colin.
—Eso sucede con frecuencia —dijo el hombre—, pero el trabajo le vuelve a uno filósofo. Al cabo de tres meses tendrá menos necesidad.
—Es para cuidar a mi mujer —dijo Colin.
—¡Ah! ¿Sí? —dijo el hombre.
—Está enferma —explicó Colin—. A mí no me gusta el trabajo.
—Lo siento por usted —dijo el hombre—. Cuando una mujer está enferma, ya no sirve para nada.
—Pero yo la amo.
—Sin duda —dijo el hombre—. Si no fuera por eso, usted no querría trabajar. Voy a enseñarle su puesto. Es en el piso de arriba.
Guió a Colin a través de pasadizos de bóvedas rebajadas y de escaleras de ladrillo rojo, hasta llegar a una puerta contigua a otras y que estaba marcada con un símbolo.
—Ya estamos —dijo el hombre—. Entre, le voy a explicar el trabajo.
Colin entró. Era una pieza pequeña y cuadrada. Las paredes y el suelo eran de cristal. Sobre el piso había un gran bloque de tierra en forma de ataúd, pero de gran espesor, un metro por lo menos. Al lado, en el suelo, había una pesada manta de lana enrollada. No había mueble alguno. En un pequeño nicho, practicado en la pared había un cofre de hierro azul. El hombre se dirigió al cofre y lo abrió. Sacó de él doce objetos brillantes y cilíndricos, con un minúsculo agujero en el centro.
—La tierra es estéril, ya sabe usted lo que pasa —dijo el hombre—. Hacen falta materias de primera calidad para la defensa del país. Pero, para que los cañones de fusil crezcan de una manera regular y sin distorsiones, se ha comprobado hace largo tiempo que hace falta calor humano. Por otra parte, esto vale para todas las armas.
—Sí —afirmó Colin.
—Hace usted doce agujeros pequeños en la tierra —dijo el hombre— repartidos en el medio del corazón y del hígado, y se tiende usted sobre la tierra después de haberse desnudado.
Luego se cubre con el tejido de lana estéril que hay ahí, y se las arregla para desprender un calor perfectamente regular.
Rió con una risa cascada y se dio unas palmaditas en el muslo derecho.
—Yo hacía catorce de éstos los primeros veinte días de cada mes. ¡Ah!… ¡yo era fuerte!…
—¿Y entonces? —preguntó Colin.
—Entonces permanece usted así durante veinticuatro horas y al cabo de estas veinticuatro horas los cañones de fusil habrán crecido. Vienen a retirarlos. Se riega la tierra con aceite y vuelve usted a empezar.
—¿Crecen hacia abajo? —preguntó Colin.
—Sí, están iluminados por debajo —dijo el hombre—. Poseen un fototropismo positivo, pero crecen hacia abajo porque son más pesados que la tierra, así que se iluminan sobre todo por debajo para que no se produzcan distorsiones.
—¿Y las estrías? —dijo Colin.
—Los granos de esta especie crecen con todas las estrías. —dijo el hombre—. Se trata de simientes seleccionadas.
—¿Y para qué sirven las chimeneas? —preguntó Colin.
—Son para ventilar y esterilizar las mantas y los edificios. No vale la pena tomar precauciones especiales porque se hace muy enérgicamente.
—¿Y no se puede hacer esto con calor artificial? —dijo Colin.
—Muy mal —dijo el hombre—. Les hace falta el calor humano para crecer bien.
—¿Emplean ustedes mujeres? —preguntó Colin.
—No pueden hacer este trabajo —repuso el hombre—. Las mujeres no tienen el pecho lo suficientemente plano para que se reparta bien el calor. Bien, le dejo trabajar.
—¿Podré ganarme diez doblezones por día? —dijo Colin.
—Ciertamente —dijo el hombre—, y una prima si supera usted la cifra de doce cañones…
Salió de la pieza y cerró la puerta.
Colin tenía los doce granos en la mano. Los dejó a su lado y empezó a desnudarse.
Tenía los ojos cerrados y sus labios temblaban de vez en cuando.
—Yo no sé lo que pasa —dijo el hombre—. La cosa marchaba bien al principio, pero con los últimos cañones sólo podremos hacer armas especiales.
—Pero ¿me pagarán de todas maneras? —pregunto Colin, inquieto.
Debía cobrar setenta doblezones más una prima de diez doblezones.
Él había hecho todo lo que había podido, pero el control de los cañones revelaba ciertas anomalías.
—Véalo usted mismo —dijo el hombre.
Sostenía uno de los cañones delante de sí y le mostraba a Colin su extremo abocinado.
—No lo entiendo —dijo Colin—. Los primeros salían perfectamente cilíndricos.
—Desde luego, se pueden utilizar para hacer trabucas —dijo el hombre—, pero es el modelo de hace cinco guerras y tenemos ya grandes existencias. Es enojoso.
—Yo hago todo lo que puedo —dijo Colin.
—Claro —dijo el hombre—. Le voy a dar sus ochenta doblezones.
Cogió del cajón de su mesa de despacho un sobre cerrado.
—He hecho que lo trajeran aquí para ahorrarle a usted tener que ir al servicio de pagos —dijo—. A veces tardan meses en pagar y usted daba la impresión de tener prisa.
—Se lo agradezco —dijo Colin.
—Todavía no he examinado su producción de ayer —dijo el hombre—. Llegará enseguida. ¿No quiere usted esperar un instante?
Su voz temblona y débil era un sufrimiento para los oídos de Colin.
—Sí. Esperaré —dijo.
—Mire usted —dijo el hombre—, nosotros tenemos que tener mucho cuidado con estos detalles, porque, ocurra lo que ocurra, tiene que ser igual a otro, aun cuando no haya cartuchos…
—Sí, claro… —dijo Colin.
—A menudo no hay cartuchos —dijo el hombre—, hay retraso en los programas de cartuchos; hay grandes reservas para un modelo de fusil que ya no se fabrica, pero no se ha recibido la orden de hacerlos para los fusiles nuevos, así que no se pueden utilizar. Por lo demás, no importa. Qué quiere que haga un fusil contra una máquina de ruedas. Los enemigos fabrican una máquina de ruedas por cada dos fusiles que hacemos nosotros. Lo que quiere decir que tenemos la superioridad numérica. Pero una máquina de ruedas no se preocupa por un fusil, ni siquiera por diez fusiles, y menos si no hay cartuchos…
—¿No se fabrican aquí máquinas de ruedas? —preguntó Colin.
—Sí —dijo el hombre—, pero apenas se está terminando el programa de la última guerra, con lo que no marchan bien y hay que desguazarlas, y, como están construidas muy sólidamente, se tarda mucho tiempo en hacerlo.
Llamaron a la puerta y apareció el intendente empujando un carrito blanco esterilizado. Debajo de un lienzo blanco estaba la producción de Colin del último día. El lienzo se levantaba por uno de los extremos. Esto no habría debido producirse con cañones bien cilíndricos y Colin se sentía inquieto. El intendente salió, cerrando la puerta.
—¡Ay!… —dijo el hombre—. Esto no tiene aspecto de haberse arreglado.
Alzó el lienzo. Había doce cañones de acero azul y frío, pero en el extremo de cada uno de ellos se abría una hermosa rosa blanca, fresca y sombreada de ocre en los huecos de los aterciopelados pétalos.
—¡Oh!… —murmuró Colin—. ¡Qué bonitas son!
El hombre no decía nada. Tosió dos veces.
—No creo que valga la pena que vuelva al trabajo mañana —dijo, vacilante.
Sus dedos se agarrotaban nerviosamente en el borde del carrito.