La esquina del infierno (24 page)

Read La esquina del infierno Online

Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

BOOK: La esquina del infierno
11.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tras aquel cruel juicio personal la mujer suavizó las facciones.

—Lo cierto es que lo he vuelto a revisar, me refiero a lo que ocurrió en Pensilvania. En realidad ese es el motivo por el que he venido a verte.

—¿Y por qué revisar los hechos? Por lo que parece ya has presentado el informe.

—Mira, estoy cabreada. Tom era amigo mío. Necesitaba un objetivo y te pusiste a tiro.

—Ya —‌dijo Stone con tranquilidad.

—La cuestión es que no estoy convencida de que hicieras algo mal. Entrevisté a los agentes estatales. Dijeron que probablemente les salvaras la vida, que actuaste antes de que ellos siquiera se dieran cuenta de lo que pasaba, que disparaste al tirador y que fuiste a por él mientras ellos intentaban enterarse de qué pasaba.

—Tengo un poco más de experiencia que ellos para lidiar con esas situaciones.

—Eso creo —‌repuso ella con franqueza‌—. Y Tom podía haber pedido refuerzos cuando contactó con la policía local. De hecho, es lo que debería haber hecho.

—Pensé que el peligro estaba en la casa de Kravitz, no en el vivero.

Ashburn exhaló un suspiro de resignación.

—Te creo.

—Y espero que me creas cuando digo que no descansaré hasta encontrar al culpable.

Ella se lo quedó mirando durante un buen rato.

—Te creo.

Los dos agentes se estrecharon la mano con fuerza y luego Ashburn desapareció en la oscuridad. Al cabo de unos instantes Stone miró hacia la luz roja parpadeante y luego hacia unos puntos imaginarios en la hierba, donde calculó que impactarían las balas basándose en una trayectoria estimada. Marcó el número de Chapman.

—Sube una planta —‌indicó.

Al cabo de unos instantes, las luces volvieron a aparecer.

La llamó.

—Creo que es ahí. ¿Ves algún indicio de que dispararan desde ahí?

—No hay cartuchos, pero hay una zona manchada de aceite o grasa. Tomaré una muestra para analizar. Cuando he abierto la ventana no he oído ni un crujido ni nada.

—Como si la hubieran abierto recientemente.

—Sí, pero, Oliver, no me habías dicho que este sitio es un edificio del gobierno de Estados Unidos en el que están haciendo reformas.

—Deseaba no estar en lo cierto.

46

Stone y Chapman regresaron a la casita del cementerio. Acababan de acomodarse para charlar sobre el último descubrimiento cuando Chapman apagó la luz del escritorio de Stone y la estancia quedó sumida en la oscuridad.

—¿Qué pasa? —‌susurró Stone.

Chapman no tuvo tiempo de responder.

La puerta se abrió de golpe y Stone contó que al menos tres hombres habían entrado.

Iban enmascarados, vestidos de negro y llevaban MP-5. Se movían como uno solo, como una fuerza imparable.

Chapman atacó al primer hombre asestándole un golpe demoledor en la rodilla y se la dislocó. Cayó al suelo gritando y agarrándose la extremidad destrozada. Stone cogió la pistola del cajón del escritorio, pero ni siquiera tuvo tiempo de apuntar, porque Chapman dio unas cuantas volteretas laterales por el suelo con el objetivo de esquivar una ráfaga de disparos procedente de la metralleta de los otros dos hombres de la unidad.

Pronto solo quedaría uno.

Chapman alzó el puño contra la garganta del hombre al tiempo que suspendía el cuerpo formando un ángulo que parecía imposible, moviéndose alrededor de él como si fuera una barra y ella una bailarina. Le dio una patada en las piernas y le asestó un golpe demoledor en la nuca. Tosió una vez y se quedó quieto.

Sin perder un segundo, Chapman se abalanzó sobre el hombre que quedaba, que ya estaba camino de la puerta, batiéndose en retirada.

—¡Cuidado! —‌gritó Stone cuando vio lo que el hombre había tirado. Disparó. Las balas atravesaron madera y yeso pero, por desgracia, no al intruso.

La explosión hizo añicos el lugar. La granada aturdidora cumplió la mitad de su objetivo, el destello cegador. Stone se había tapado los ojos justo a tiempo.

A Chapman le estalló justo delante de la cara y gritó de dolor.

Stone se metió el cuello de la camisa en las orejas y luego se las tapó con los brazos. Al cabo de un instante se produjo la explosión. «Ahora se reagruparán con los refuerzos y regresarán para acabar el trabajo», pensó Stone.

Con lo que no habían contado era con que Stone no se quedara paralizado. Rodó hacia la derecha, le quitó la Walther a Chapman y la sostuvo en la mano izquierda. Agarró a Chapman por el brazo y la arrastró hasta detrás del escritorio. Sujetó su pistola personalizada con la mano derecha y aguardó.

El primer hombre entró por la puerta con la metralleta en automático. Stone se agachó, se deslizó lateralmente y disparó por la abertura de debajo del escritorio. Las balas alcanzaron su objetivo: las rodillas del tirador. No llevaba kevlar en las piernas. El hombre se vino abajo gritando. El segundo hombre empezó a aparecer por la abertura, pero Stone lanzó tres disparos por el hueco.

Varios segundos de silencio. Luego una sirena a lo lejos.

—¡Hagamos un trato antes de que llegue la policía! —‌gritó Stone‌—. Os dejo que saquéis de aquí a vuestros colegas heridos. Tenéis cinco segundos. Si no os parece bien volvemos a enfrentarnos, pero aunque sois buenos yo soy mejor.

La sirena sonó más cerca.

—De acuerdo —‌dijo una voz.

Sacaron a los hombres a rastras. Al cabo de unos segundos Stone oyó que un vehículo se ponía en marcha. Luego otra vez silencio. La sirena también fue desvaneciéndose a lo lejos. Al parecer iba a otro sitio.

Le dio la vuelta a Chapman, le comprobó el pulso. Estaba viva. La acunó en sus brazos.

Al cabo de un momento abrió los ojos y lo miró fijamente.

—Joder —‌exclamó. Miró a su alrededor‌—. Sé que he pillado a dos de ellos. Creo que a uno lo he matado. ¿Dónde coño están?

—Hemos hecho un trato.

Los dos se sobresaltaron cuando algo chocó contra lo que quedaba de la puerta delantera.

Stone apuntó al umbral con la pistola y Chapman se puso en pie de un salto mientras Stone le lanzaba la Walther.

—¿Oliver?

—¿Annabelle? —‌preguntó cuando la vio aparecer en el umbral.

Al cabo de unos instantes Reuben se desplomó en el suelo de madera de la estancia.

—¡Reuben! —‌exclamó Stone.

Annabelle ayudó a Stone a levantar al hombretón y a colocarlo en una silla. La sangre le resbalaba por el antebrazo y estaba pálido.

—¿Qué ha ocurrido? —‌preguntó Stone.

—Nos han seguido en Pensilvania. Se ha producido un tiroteo. Reuben ha recibido un disparo. Necesita un médico.

Reuben le puso una mano a Stone en el brazo y tiró de él hacia abajo.

—Me pondré bien —‌dijo Reuben con un hilo de voz‌—. Una me ha atravesado el brazo limpiamente, pero me duele horrores. La otra me ha hecho un corte en la pierna.

Stone miró el agujero que Reuben tenía en la pernera del pantalón.

—Tienes que ir al hospital ahora mismo. —‌Miró enfadado a Annabelle‌—. ¿Por qué no lo has llevado todavía?

—Ha insistido en venir aquí. Reuben quería que me marchara a pedir ayuda, pero cuando he oído los disparos he vuelto para cerciorarme de que estaba bien.

Stone lanzó una mirada a Chapman antes de observar de nuevo a Reuben.

—¿Has visto algo que sirva para identificar a los hombres?

—Eran buenos, Oliver —‌reconoció‌—. Estaban muy bien preparados. Eso es lo que quería decirte. No sé cómo me he librado de ellos. Debe de ser mi día de suerte. Les he arrebatado un arma, he abierto fuego y se han ido todos corriendo.

—¿Muy bien preparados? ¿Qué quieres decir? —‌preguntó Stone.

Se volvió hacia Annabelle.

—Ve a buscarla al coche.

—Pero, Reuben, tenemos que llevarte al …

—Ve a buscarla y luego iré sin rechistar.

Annabelle corrió al coche y regresó en cuestión de segundos. Llevaba algo en la mano y se lo tendió a Stone.

Stone le echó un vistazo y luego lanzó una mirada a Reuben.

—¿Sabes qué es esto?

Reuben asintió.

—Me imaginaba que tú también lo sabrías.

Chapman lo observó por encima del hombro de Stone.

—Es una ametralladora Kashtan de 9 mm.

—Sí —‌convino Stone‌—. De fabricación rusa.

Reuben hizo una mueca y se agarró el brazo.

—Eso es, de fabricación rusa. —‌Alzó la vista hacia Annabelle‌—. ¿El idioma raro que hablaban esos tíos cuando descolgaron la canasta?

—¿Crees que hablaban ruso?

—Apuesto el salario de un año a que sí. No es que sea mucho dinero, pero de todos modos … —‌Hizo otra mueca.

—¿Idioma raro?

Annabelle empezó a explicar lo ocurrido, pero Stone la interrumpió.

—Ya me lo contarás luego. Tenemos que llevarlo a un hospital. —‌Stone le pasó un brazo a Reuben por debajo del hombro y le ayudó a incorporarse. Se dirigió a Annabelle‌—: Quédate aquí y llama a Harry para asegurarte de que está bien, y lo mismo con Caleb. Luego reúnete con nosotros en el Georgetown Hospital.

—Vale.

Chapman se colocó al otro lado de Reuben y los tres se dirigieron lentamente hacia el coche de ella. El trayecto hasta el hospital fue rápido y, mientras examinaban a Reuben, Stone se quedó en la sala de espera con Chapman y Annabelle, que acababa de llegar.

—¿Has conseguido localizarlos? —‌preguntó Stone.

Ella asintió.

—Los dos están bien. Finn sigue en la misión. Caleb está en su apartamento. Le he dicho a Harry que vaya con sumo cuidado y a Caleb que no salga.

—Vale, ahora cuéntanos qué ha sucedido en Pensilvania.

Les resumió lo que había pasado en el bar y en la arboleda. Cuando le dio la ubicación exacta del ataque, Stone salió corriendo a hacer una llamada. Al poco, regresó y Annabelle prosiguió relatando los hechos.

—Después de encontrar a Reuben, hemos vuelto a la autopista dando un rodeo. Un camionero nos ha parado, no ha hecho preguntas y nos ha dejado montarnos detrás. He conseguido detener la hemorragia, pero me daba miedo que Reuben se me quedara inconsciente en los brazos. El camionero nos ha dejado en una empresa de alquiler de vehículos. He conseguido otro coche y hemos regresado a Washington D.C. lo más rápido posible. Quería parar para que recibiera cuidados médicos, pero se ha negado. Decía que teníamos que verte antes y enseñarte esa arma.

—¿Has visto bien a alguno de los hombres?

Annabelle respiró hondo.

—La verdad es que no, pero uno de sus vehículos ha volcado. Alguno tiene que estar herido o incluso muerto. Podrías enviar a alguien a comprobarlo. Ya te he dicho dónde fue.

—Ya he hecho la llamada —‌dijo Stone‌—. Ahora mismo están yendo hacia allí.

Al cabo de veinte minutos Stone recibió una respuesta. Escuchó, formuló unas cuantas preguntas y se guardó el teléfono.

—El coche ya no está allí.

—Es imposible. Volcó. Yo lo he visto. Tiene que haber heridos o muertos.

—Todo eso se puede limpiar en menos de media hora. Han encontrado cartuchos y una muesca en la tierra donde el coche ha volcado y unos cuantos restos del estropicio, pero eso es todo.

—Son buenos de verdad —‌dijo Annabelle.

Stone miró a Chapman.

—Sí, así es. Lo dejan todo muy bien recogido.

—Ametralladoras —‌dijo Chapman‌—. Una potencia de fuego increíble. ¿Y qué tenía Reuben, una pistola?

—Sí, pero ha dicho que iba a hacer lo que harías tú, Oliver. Ser impredecible. Así que ha esperado a que empezaran a recargar y entonces ha cargado contra ellos. Supongo que no se lo esperaban. —‌Se estremeció y soltó un grito ahogado‌—. Estaba segura de que lo habían matado.

Stone le apretó la mano.

—Pues no. Los médicos han dicho que se recuperará. Solo estará una temporada fuera de circulación.

—Pero, teniendo en cuenta que se trata de una herida de bala, ¿el hospital no tendrá que informar a las autoridades? —‌preguntó Annabelle.

Stone sacó la placa y se la mostró.

—No después de que les haya enseñado esto y les haya dicho que Reuben trabaja conmigo.

—Oh.

—Pero si esos tipos eran rusos, ¿qué relación guarda con lo que hemos descubierto esta noche? —‌inquirió Chapman.

Annabelle la miró con los ojos bien abiertos.

—¿Qué habéis descubierto esta noche?

Stone le contó lo de que era posible que los disparos procedieran de un edificio del gobierno de Estados Unidos.

—Lo están reformando, o sea que está vacío, pero se supone que hay medidas de seguridad. Hemos hablado con los guardas. No recordaban a nadie que hubiera entrado en el edificio aquella noche y, por supuesto, a nadie que llevara armas automáticas.

—¿El edificio solo tiene una entrada? —‌preguntó Annabelle.

—Eso mismo les he preguntado. Han dicho que hay una tarjeta magnética y que, con las autorizaciones necesarias, se puede acceder a las otras entradas.

—¿Sabes si alguien lo hizo?

—Lo están comprobando —‌dijo Stone‌—, pero no albergo grandes esperanzas.

—¿Por qué?

—Porque la tarjeta será robada o clonada o algo así. Pero de todos modos la otra duda que me asalta es: ¿por qué tomarse la molestia de dejar pruebas en el Hay-Adams y no efectuar los disparos desde allí? ¿Qué tenía el edificio de oficinas de lo que el hotel carecía?

—Bueno, el edificio estaba vacío. El hotel no —‌señaló Annabelle.

—Pero de todos modos tuvieron que acceder al jardín de la azotea, y esa noche estaba vacío. No, querían que pensáramos que habían estado en el hotel. Necesitaban ese edificio, ¿por qué?

—Añádelo al resto de los interrogantes sin respuesta —‌dijo Chapman.

—Pero es importante —‌dijo Stone.

—¿Por qué? —‌preguntó Annabelle.

—Porque justo antes de que Reuben y tú llegarais a mi casa alguien ha enviado a un equipo para matarnos. Lo habrían conseguido de no haber sido por mi amiga, aquí presente. —‌Señaló a Chapman‌—. ¿Cómo aprendiste a moverte así? —‌le preguntó.

—De niña estudié ballet. Entonces lo odiaba, pero reconozco que resulta útil cuando alguien intenta matarte.

—¿Creéis que el ataque tiene que ver con lo que habéis descubierto? —‌preguntó Annabelle.

—Creo que está íntimamente ligado al hecho de que descubrimos que los disparos procedían de un edificio federal provisto de sistemas de seguridad.

47

A las siete en punto de la mañana siguiente Chapman se presentó en casa de Stone con James McElroy, quien entró en la casita lentamente y se sentó frente a la chimenea. Se había cambiado de americana e iba sin corbata. Llevaba una camisa de cuadros con el cuello abierto. Iba bien peinado y con los pantalones planchados, pero los ojos enrojecidos y la expresión hundida reflejaban la tensión a la que estaba sometido.

Other books

Beautiful to Me. by G. V. Steitz
Zero by J. S. Collyer
A Dash of Scandal by Amelia Grey
The Long Winter by Wilder, Laura Ingalls
Private Dicks by Katie Allen
Grace by Richard Paul Evans
The Sleeping Beauty Proposal by Sarah Strohmeyer
A Fire That Burns by Still, Kirsty-Anne