—Me refiero a antes de que yo te dijese que estaba detrás de todo esto —vociferó Stone—. Entonces hablaste con ella, ¿no es así?
Weaver se sentó con lentitud en la silla. El director del FBI le observaba. Ashburn le miraba fijamente desde la puerta. Weaver miró a los dos antes de dirigirse a Stone.
—Era una de mis agentes de campo. Tenía todo el derecho a hablar con ella.
—¿Qué le dijiste acerca de mí? ¿Que sabía lo que había hecho? ¿Que fui yo quien avisó al Servicio Secreto? ¿Que por mi culpa su plan se fue al garete?
—¿Y qué pasa si se lo dije? —gritó, envalentonado—. Entonces no sabía que era una traidora. Y, francamente, todavía no estoy seguro de que lo sea. Que yo sepa, puede que la hayan secuestrado o incluso asesinado.
Chapman entró en la sala.
—Ni la han secuestrado ni asesinado. Y sí que es una traidora. Nos ha tendido una trampa. Ha desviado nuestra atención mientras secuestraba a dos amigos de Stone.
—¡Qué! —exclamaron al unísono el director del FBI y Ashburn.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Weaver con curiosidad—. Registramos el tren de Miami, no estaba en él, pero algo me dice que ya lo sabíais. —Le lanzó una mirada al director del FBI—. ¿Nos ocultas algo, Stone?
—Ya no trabajo para el Gobierno, por si no has recibido el informe.
—Eso es una estupidez.
—Lo que es una estupidez es hablar con Friedman y no decírnoslo a ninguno de nosotros. De hecho, apuesto a que la mantuviste informada en todo momento. Me preguntaba cómo sabían siempre lo que íbamos a hacer antes incluso de que lo hiciésemos. Ahora ya lo sé. Fuiste tú, ¿no es así?
—No tengo que darte explicaciones ni a ti ni a nadie.
—Eso les diré a mis amigos cuando encuentre sus cadáveres —espetó Stone.
—¿Tienes idea de dónde los tiene retenidos? —preguntó Ashburn.
Stone se tranquilizó y al final apartó su mirada de Weaver.
—No —mintió—. No tengo ni idea.
—Entonces, ¿para qué has venido? —preguntó Weaver—. ¿Necesitas nuestra ayuda?
—No, solo quería saber a quién tenía que agradecer que hubiese informado a Friedman sobre mí.
—Maldita sea, no lo hice expresamente —bramó Weaver.
Pero Stone ya había dejado la sala. Se le oía caminar a toda prisa por el vestíbulo.
Ashburn dirigió una mirada a Chapman.
—¿Qué está pasando?
—Ya lo ha dicho. Sus amigos han desaparecido y los tiene Friedman.
—¿Estás segura? —preguntó el director.
—Lo sabemos de buena fuente.
Ashburn echó un vistazo al vestíbulo.
—¿Qué va a hacer?
—¿A ti qué te parece? —repuso Chapman.
—No puede hacerlo solo.
—Nosotros disponemos de recursos que él no tiene —añadió el director.
—Todo eso está muy bien, pero se trata de John Carr. Y francamente tiene recursos que ustedes no tienen. Y no hay nadie en el mundo más motivado para capturar a esa mujer que él.
—¿Y nos estás diciendo que no sabe dónde los tiene cautivos? —preguntó Ashburn.
—Si lo sabe no se ha molestado en decírmelo.
—¿Dónde lo habéis averiguado?
—En el sur del Bronx —contestó Chapman.
—¡El sur del Bronx! —exclamó Ashburn—. ¿Cómo habéis acabado investigando en el sur del Bronx?
—Esa pregunta tendrá que formulársela a Sherlock Holmes. Yo no soy más que el bueno de Watson.
—Agente Chapman —empezó el director.
—Señor —prosiguió Chapman interrumpiéndole—, si supiese algo importante se lo diría.
—¿Por qué será que no la creo? —Hizo una pausa mientras la observaba—. Creo que se nota a la legua a quién le es leal.
—Soy leal, señor, a personas que están a unos cinco mil kilómetros de aquí: una anciana encantadora, un ambicioso primer ministro y un anciano con caspa y de mente brillante.
—¿Está segura? —preguntó el director.
—Siempre he estado plenamente convencida de ello —repuso Chapman.
Se dio la vuelta para marcharse.
—¿Adónde va? —preguntó Weaver imperiosamente.
—Holmes necesita a su Watson.
—Agente Chapman, esta no es su guerra —dijo el director.
—Tal vez no, pero sería de muy mal gusto retirarme ahora.
—Puedo hacer que la detengan —añadió el director.
—Sí, ya lo sé, pero dudo de que lo haga.
Chapman se dio media vuelta y se apresuró a alcanzar a Stone.
—¿Y por qué Annabelle y Caleb? —preguntó Harry cuando viajaban todos en el Range Rover de Knox por la Ruta 29 al oeste de Washington D.C. La noche era oscura a pesar de que solo faltaban un par de horas para el amanecer. No había mucha luz y el ambiente en el vehículo coincidía con el exterior: negro.
Stone iba otra vez de copiloto.
—Porque me ayudaron a engañarla y supongo que eso no le gustó —explicó con tono sombrío.
«Y he dejado que me embaucara con una táctica que hasta un novato hubiese reconocido y yo me la creí como el imbécil que soy.»
Pero había algo más que le atormentaba. Una simple venganza no parecía suficiente motivación para una persona tan inteligente y ambiciosa como Marisa Friedman. Tenía que haber algo más, pero no sabía qué era. Y si Stone temía algo era precisamente lo desconocido.
Enseguida confirmaron que Annabelle y Caleb habían desaparecido y que nadie los había visto al menos en las últimas veinticuatro horas. Stone había decidido hacerle una visita rápida a Alex Ford en la UCI. Su estado no había mejorado, pero tampoco había empeorado, lo que Stone interpretó como una especie de buena noticia. Miró a su amigo, que yacía en la cama del hospital con la cabeza bien vendada, le tomó la mano y se la apretó.
—Alex, si me oyes, todo irá bien. Te prometo que todo irá bien. —Se calló y suspiró, un suspiro largo que parecía que iba a tardar toda una eternidad en salir de su cuerpo—. Eres un héroe, Alex. El presidente está bien. No hay heridos. Eres un héroe.
Stone se miró la mano. Pensó que había notado que Alex se la apretaba, pero cuando volvió a levantar la mirada y vio al agente inconsciente supo que no era más que una ilusión. Le soltó la mano y se dirigió a la puerta. Algo le hizo darse la vuelta. Mientras miraba a su amigo postrado en la cama debatiéndose entre la vida y la muerte, sintió una oleada de culpabilidad tan fuerte que empezaron a temblarle las rodillas.
«Está aquí por mi culpa. Y Annabelle y Caleb probablemente estén muertos. También por mi culpa.»
Stone había hecho otra parada en una librería especializada en libros raros en el Barrio Viejo de Alexandria. Caleb y Stone habían ayudado al propietario y este, para devolver el favor, permitía que Stone guardase ciertos documentos en una habitación secreta en el sótano del viejo edificio. Esos documentos se encontraban ahora en el asiento trasero del Rover.
—¿La Montaña Asesina? —preguntó Chapman—. La mencionaste, pero en realidad no explicaste lo que era.
Knox respondió al ver que Stone no pensaba hacerlo.
—Es un antiguo complejo de formación de la CIA. Lo cerraron antes de que yo entrase. Por lo que he oído, un lugar infernal. Así era como la Agencia actuaba durante la Guerra Fría. Creía que lo habían derribado.
—No, no lo han derribado —dijo Stone.
Knox lo miró con curiosidad.
—¿Has estado allí últimamente?
—Sí. Hace poco.
—¿Por qué? —preguntó Chapman.
—Por negocios —contestó Stone secamente.
—¿Cuál es la distribución? —preguntó Finn encorvándose hacia delante en el asiento trasero.
A modo de respuesta, Stone sacó una hoja de papel plastificada y se la pasó. Finn encendió la luz del habitáculo y Chapman y él la estudiaron. Tenía anotaciones escritas por Stone.
—Parece un lugar horrible —exclamó Chapman—. ¿Un laboratorio con una sala de tortura? ¿Un tanque de contención donde te preparas para luchar contra tu oponente en la oscuridad para ver quién logra matar al otro?
Stone se giró y la miró.
—No era para pusilánimes. —Su mirada era inquisidora.
Ella enseguida captó la indirecta.
—No soy pusilánime.
—Me alegra saberlo —repuso él.
Chapman contempló el cargamento del Rover.
—Menuda colección de antiguallas llevas ahí detrás.
—Sí, es verdad.
—¿Cuál es el plan? —preguntó Knox al salir de la Ruta 29 para incorporarse a la autopista 211. Entraron en Washington, una diminuta ciudad de Virginia, sede del condado de Rappahannock en las estribaciones de la Cordillera Azul. Washington, Virginia, era famosa en todo el mundo por una razón: allí se encontraba el Inn at Little Washington, un prestigioso restaurante que llevaba más de medio siglo dedicado a la alta gastronomía.
Cuando dejaron atrás la ciudad y empezaron a subir hacia la montaña, Stone rompió el silencio.
—Hay un par de puntos de entrada. Uno es obvio, el otro no.
—¿Crees que ella conoce bien el lugar? —preguntó Chapman.
—Como en el caso de Knox, es anterior a su época. Nunca se preparó aquí. Pero no lo sé con certeza. Resulta evidente que conocía su existencia. Puede que lo haya inspeccionado a conciencia. De hecho, por lo que ahora sé de ella, seguramente lo ha examinado al milímetro.
—Entonces, es probable que conozca la existencia de la entrada secundaria —dijo Knox.
—Debemos suponer que sí.
«Pero seguro que no conoce la tercera entrada y salida, porque yo soy el único que sabe de su existencia.»
Stone la había descubierto en su cuarto mes en la Montaña Asesina, cuando necesitó salir al exterior para pasar unos momentos solo. Para recuperar la respiración y poner en orden sus ideas. Sencillamente para salir de un lugar que se había convertido en una cueva infernal. Peor que cualquier cárcel. Esa fue la razón principal por la que Stone fue capaz de soportar la prisión de máxima seguridad en la que Knox y él habían acabado.
«Porque soporté algo mucho peor. Un año en la Montaña Asesina.»
—Lo que no entiendo es por qué ha montado su chiringuito en este lugar, ha secuestrado a Caleb y a Annabelle y, en definitiva, te ha desafiado para que vengas en su busca. Ahora no logrará escapar —añadió Chapman.
Stone tenía una expresión adusta.
—No creo que su intención sea escapar. Sabe que va a ir a la cárcel por esto, pero ha decidido salir de aquí con sus condiciones.
—Lo cual significa que está dispuesta a morir —dijo Knox.
—Y llevarnos con ella —repuso Stone.
—Peligroso adversario —añadió Finn—. Alguien a quien no le importa morir. Es lo mismo que un terrorista suicida.
—Pues ya puedes empezar a pensar lo mismo de mí —masculló Stone.
Los otros tres se miraron, pero no dijeron nada.
Por fin Chapman rompió el silencio.
—Entonces, ¿la entrada principal o la oculta? Tenemos que entrar de alguna manera.
—Tendrá a seis tipos con ella. Todos rusos, todos duros como piedras. Matarán a quien ella ordene.
—Bueno, pero eso no responde a mi pregunta.
—Es un complejo grande y al menos uno de los hombres ha de vigilar a Caleb y a Annabelle. Friedman estará en la parte de atrás en un espacio protegido. Eso nos deja a cinco hombres para las tareas de vigilancia, pero no puede desplegar a todos en las entradas. Al menos tres tienen que proteger el interior. Eso supone uno en cada entrada. No es mucho.
—¿Qué crees que esperan que hagamos?
—Atacar ambas entradas y el grupo que consiga pasar, pasa. Si hiciésemos eso nos separaríamos y entonces seríamos dos contra uno, pero si juntos atacamos la misma entrada, entonces seremos cuatro contra uno.
—Yo prefiero esta última opción —declaró Knox.
—Yo también —corroboró Stone—. Pero no lo vamos a hacer así.
—¿Por qué no? —preguntó Chapman.
—Ahora lo verás.
Stone estaba solo. Se deslizó entre grandes rocas y grietas estrechas para acercarse a la entrada secundaria de la Montaña Asesina. Cuando le reclutaron para la División Triple Seis de la CIA, pasó un año entero aprendiendo nuevas formas de cazar, nuevas formas de matar y nuevas formas de ser más y menos humano, ambas cosas a la vez. Se convirtió en un hábil y experto depredador, cuyas emociones normales, como la compasión y la empatía, habían sido anuladas. De la Montaña Asesina salieron los mejores asesinos del planeta. Y John Carr era universalmente reconocido como el mejor de los mejores.
La instrucción era tan intensa que Stone y algunos de sus compañeros buscaron, y encontraron, una forma de salir del complejo. Lo hicieron para evitar correr al pequeño pueblo situado a treinta y dos kilómetros de distancia y emborracharse o acostarse con las hijas de los agricultores; no querían más que sentarse bajo las estrellas, contemplar la luna, sentir la brisa, ver el verde de los árboles y sentir la tierra bajo los pies.
Stone solo pretendía asegurarse de que todavía existía un mundo fuera de la Montaña Asesina. En teoría, pertenecer a la Triple Seis era algo voluntario, sin embargo en las cuestiones importantes no lo era. Stone todavía recordaba a la perfección el día que un agente de la CIA le visitó en el cuartel. Su compañía acababa de regresar de Vietnam. Stone había tenido una actuación tan heroica durante un tiroteo que se rumoreaba que le concederían la Medalla de Honor. Pero no fue así, principalmente a causa de un superior envidioso que falseó los papeles. Si a Stone le hubiesen entregado la medalla, puede que su vida hubiese sido diferente. No abundan soldados condecorados con la Medalla de Honor. Tal vez el ejército le hubiese enviado a hacer una gira publicitaria, aunque para entonces la guerra estaba decayendo casi tan deprisa como el interés del país por librarla.
Así que apareció el hombre del traje. Le hizo una propuesta. «Ven y pasa a formar parte de otra agencia. Otra unidad dedicada a luchar contra los enemigos de tu país.» Así es como lo dijo: «los enemigos de tu país». No añadieron mucho más. Se dirigió a su comandante para pedirle consejo, pero estaba claro que ya estaba decidido. Stone, con apenas veinte años y cubierto de medallas y encomios por su servicio ejemplar en Vietnam, fue licenciado del ejército a una velocidad asombrosa y enseguida se encontró ahí, en la Montaña Asesina.
No había mucha luz en el camino, pero no tuvo problemas para atravesarlo. Ahí era todo de memoria. Cuando no mucho tiempo atrás regresó a ese lugar, había sido igual. Lo había recordado todo, como si nunca se hubiese marchado. Como si el recuerdo de esa época hubiese estado oculto en las neuronas, aislado del resto, pero en absoluto degradado, como un tumor cancerígeno latente hasta que inicia su mortal propagación. Entonces nada más estaba a salvo. Todo él era vulnerable. Eso resumía bastante bien su vida en la Triple Seis.