—¡Un momento, querida! Tengo un pequeño problema con uno de los tyros.
Roland, con una sonrisa, se sentó al borde del precipicio, apoyó la espalda en una rama y se relajó. Con una vara, azuzaba de vez en cuando a uno de los tyros para hacerlo berrear.
Rega frunció el entrecejo, se mordió el labio y se quedó en el borde del hongo, lo más lejos posible del elfo. Paithan, silbando para sus adentros, aseguró su cuerda en torno a la rama, la probó y empezó a atar la de Rega.
No quería mirarla, pero no pudo evitarlo. Sus ojos no dejaban de lanzar miradas en dirección a ella, de decirle a su corazón cosas que éste no tenía el menor interés por escuchar.
«Mírala», le decían. «Estamos en medio de esta tierra maldita por Orn, los dos solos encima de un hongo que cuelga de un abismo, y ahí la tienes, más fría que el lago Enthial. ¡Nunca has conocido otra mujer igual!».
«¡Y con suerte», le susurró al oído otra vocecilla maliciosa, «nunca volverás a encontrar otra!».
«Qué suaves cabellos... ¿Qué aspecto tendrán cuando se suelta esa trenza y le caen sobre los hombros desnudos y se desparraman sobre sus senos...? Sus labios..., el beso me ha sabido tan dulce como imaginaba...»
«¿Por qué no te arrojas al precipicio?», le aconsejó la molesta vocecilla. «Ahórrate toda esta agonía. Ella se propone seducirte, hacerte chantaje. Te está tomando por estúp...»
Rega soltó un jadeo y retrocedió involuntariamente hasta asirse con ambas manos al tronco que tenía a su espalda.
—¿Qué sucede? —Paithan soltó la cuerda y se acercó a ella. Rega tenía la vista fija al frente, concentrada en la jungla. Paithan siguió la dirección de la mirada. —¿Qué es? —preguntó. —¿Lo ves?.
—¿Qué?.
Rega parpadeó y se frotó los ojos.
—No..., no sé. —Su voz expresaba perplejidad—. Parece como..., ¡como si la jungla se moviera!.
—Será el viento —replicó Paithan, casi irritado, sin querer reconocer el miedo que había pasado, ni el hecho de que no lo había sentido por sí mismo.
—¿Notas alguna corriente de aire? —insistió ella.
No, no la notaba. La atmósfera era calurosa y opresiva; el aire estaba inmóvil. Le vino a la cabeza la imagen inquietante de un dragón, pero no se notaba vibrar el suelo. No se oía el ruido sordo de las criaturas que vivían entre la maleza al desplazarse. Paithan no captaba sonido alguno. Todo estaba silencioso. Demasiado silencioso.
De pronto, encima de ellos, surgió un grito:
—¡Eh! ¡Volved aquí! ¡Condenados tyros...!.
—¿Qué sucede? —aulló Rega dándose la vuelta y, acercándose al extremo del hongo cuanto le pareció prudente, intentó sin éxito ver qué sucedía—. ¡Roland! —La voz se le quebró de miedo—. ¿Qué sucede ahí arriba?.
—¡Esos estúpidos tyros se han desbocado!.
Las exclamaciones de Roland se desvanecieron en la distancia. Rega y Paithan oyeron el crujido de ramas y enredaderas al quebrarse y notaron las fuertes pisadas de Roland, que hacían vibrar el tronco. Luego, reinó de nuevo el silencio.
—Los tyros son animales dóciles. No se dejan llevar por el pánico —afirmó Paithan, tragando saliva para humedecer su seca garganta—. No lo hacen nunca, a menos que vean algo que realmente los aterrorice.
—¡Roland! —Aulló Rega—. ¡Deja que se vayan!.
—Calla, Rega. No puede hacerlo... Los tyros llevan las armas...
—¡Me da igual! —gritó ella, frenética—. ¡Por mí, os podéis ir todos al infierno: las armas, los enanos, el dinero y tú! ¡Roland! ¡Vuelve! —Descargó los puños sobre el tronco del árbol mientras añadía—: ¡No nos dejes atrapados aquí abajo! ¡Roland!.
—¿Qué ha sido eso...?.
Rega se volvió en redondo, jadeante. Paithan, muy pálido, estaba observando la jungla.
—Nada —dijo con una mueca tensa.
—Mientes. ¡Lo has visto! —Replicó ella con un siseo—. ¡Has visto cómo se movía la jungla!.
—Es imposible. Es un efecto óptico. Estamos cansados, no hemos dormido lo suficiente y los ojos nos engañan...
Un grito aterrador hendió el aire encima de ellos.
—¡Roland! —exclamó Rega. Apretando el cuerpo contra la corteza del árbol, sus manos se aferraron a la madera e intentaron escalar el tronco. Paithan la agarró y tiró de ella para impedírselo. Furiosa, la humana se debatió en sus brazos.
Tras otro grito ronco, llegó a sus oídos un alarido:
—¡Reg...!.
La palabra quedó cortada por un jadeo sofocado.
De pronto, a Rega le fallaron las piernas y se derrumbó contra Paithan. El elfo la sostuvo y llevó una mano a su cabeza, presionando el rostro moreno contra su pecho. Cuando la hubo tranquilizado, volvió a apoyarla en el árbol y se movió hasta colocarse delante de ella, protegiéndola con el cuerpo.
Cuando ella advirtió lo que hacía, intentó apartarlo a un lado.
—No, Rega, Quédate donde estás.
—¡Quiero ver, maldita sea! Lucharé... —En su mano brilló el raztar.
—No sé contra qué —susurró Paithan—. ¡Ni cómo!.
El elfo se apartó y Rega se asomó detrás de él, con los ojos abiertos como platos. Al momento, volvió a encogerse contra el pecho del elfo, deslizando el brazo en torno a su cintura. Abrazados, los dos contemplaron cómo la jungla se movía en silencio, envolviéndolos.
No lograron distinguir ninguna cabeza, ni ojos, brazos, piernas o cuerpo alguno, pero los dos tuvieron la profunda impresión de que estaban siendo observados, escuchados y localizados por unos seres terriblemente inteligentes y extremadamente malévolos.
Y, entonces, Paithan los vio. O, más que verlos, advirtió que una parte de la jungla se separaba del resto y avanzaba hacia él. Pero hasta que no la tuvo muy cerca, con la cabeza casi a la altura de la suya, el elfo no se dio cuenta de que estaba ante lo que parecía un humano gigantesco. Paithan advirtió la silueta de dos piernas y dos pies caminando sobre la vegetación. La cabeza del ser monstruoso estaba casi a la altura del hongo en el que se hallaban y la criatura avanzaba directamente hacia ellos, mirándolos con fijeza. Incluso aquel sencillo acto de dar unos pasos producía horror debido a que, aparentemente, la criatura no podía ver lo que perseguía.
El ser carecía de ojos; en su lugar, en el centro de la frente, parecía tener horadado un gran agujero rodeado de piel.
—¡No te muevas! —dijo Rega con un jadeo entrecortado—. ¡No hables! Quizá no pueda localizarnos.
Paithan la abrazó con fuerza y no respondió. No quería echar por tierra sus esperanzas. Un momento antes, los dos habían armado tal alboroto que hasta un elfo ciego, sordo y borracho podría haberlos descubierto.
El gigante se acercó y Paithan apreció por qué le había producido la impresión de una porción de jungla en movimiento. Su cuerpo estaba cubierto de hojas y enredaderas de pies a cabeza, y su piel tenía el color y la textura de la corteza de un árbol. Incluso cuando lo tuvo casi encima, a Paithan le costó diferenciarlo del fondo selvático. La cabeza bulbosa estaba desnuda, y la coronilla y la frente, calvas y de color blancuzco, destacaban de lo que tenía alrededor.
El elfo lanzó una rápida mirada en torno a sí y distinguió veinte o treinta de aquellos gigantes emergiendo de la espesura y deslizándose hacia ellos con movimientos ágiles y en un silencio absoluto, sobrenatural.
Paithan, arrastrando consigo a Rega, retrocedió hasta que su espalda chocó con el tronco del árbol. Fue un gesto desesperado y vano, pues era evidente que no había escapatoria. Las cabezas los miraban fijamente con sus espantosos agujeros vacíos y oscuros. El gigante más próximo posó sus manos en el borde del hongo y dio una sacudida a éste.
La precaria plataforma tembló bajo los pies de Paithan. Otro gigante se unió al primero, alargando sus dedos enormes hasta agarrar la seta. Paithan contempló las manos inmensas y, con una especie de terrible fascinación, advirtió que estaban cubiertas de sangre seca.
Los gigantes tiraron del hongo, éste tembló de nuevo y Paithan oyó cómo se desgarraba del árbol. A punto de perder el equilibrio, el elfo y la humana se abrazaron.
—¡Paithan! —Gritó Rega, quebrándosele la voz—. ¡Lo siento! ¡Te quiero! ¡Te quiero de veras!.
Paithan quiso responder, pero no pudo. El miedo le había atenazado la garganta, lo había dejado sin aliento.
—¡Bésame! —jadeó ella—. Así no veré cómo...
El elfo tomó el rostro de Rega entre sus manos, obstruyéndole la visión. Luego, también él cerró los ojos y apretó sus labios contra los de ella.
Y el mundo pareció hundirse bajo sus pies.
EN ALGÚN LUGAR SOBRE
PRYAN
Haplo, con el perro a sus pies, estaba sentado cerca de la piedra de gobierno, en el puente, escrutando el exterior por los tragaluces del
Ala de Dragón
con gesto cansado y desesperado. ¿Cuánto tiempo debían de llevar volando?.
Un día, se respondió a sí mismo con amarga ironía. Un largo, estúpido, aburrido e interminable día.
Los patryn carecían de aparatos para medir el tiempo, pues no los necesitaban. En el Nexo, su sensibilidad mágica al mundo que los rodeaba les proporcionaba una conciencia innata del paso del tiempo. Sin embargo, Haplo sabía por experiencia que el paso por la Puerta de la Muerte y la entrada en otro mundo alteraba la magia. Cuando se aclimatara a aquel nuevo mundo, su cuerpo recobraría la percepción mágica perdida pero, de momento, no tenía la menor idea de cuánto tiempo había transcurrido en realidad desde su entrada en Pryan.
Haplo no estaba acostumbrado a aquella luminosidad permanente, sino a las alternancias naturales en su ritmo vital. Hasta en el Laberinto existían el día y la noche. Muchas veces, el patryn había tenido razones para maldecir la caída de la noche, pues con ella llegaba la oscuridad y a su amparo acechaban los enemigos. Ahora, en cambio, se habría postrado de rodillas y habría suplicado una bendita pausa de aquel sol ardiente, una bendita sombra que le permitiera descansar y dormir, aunque fuera con grandes precauciones.
El patryn se había alarmado al sorprenderse, después de otra «noche» en vela, considerando seriamente la posibilidad de arrancarse los ojos.
En ese instante, había comprendido que estaba volviéndose loco.
El terror diabólico del Laberinto no había logrado vencerlo y, en cambio, lo que otros considerarían un paraíso —paz y tranquilidad y luz eterna— iba a conseguirlo ahora.
—Era de esperar —murmuró. Soltó una carcajada y se sintió mejor. De momento había esquivado la locura, aunque sabía que ésta seguía rondándolo.
Al menos, tenía comida y agua. Mientras le quedara un poco de ambas, podía obtener más mediante un conjuro. Por desgracia, la comida era siempre la misma, pues sólo podía reproducir la materia que ya tenía, y no estaba a su alcance modificar su estructura para hacer aparecer otra nueva. Pronto estuvo tan harto de carne seca y guisantes que tuvo que obligarse a comer algo. No había previsto llevar un surtido de alimentos variados. Ni verse atrapado en el paraíso.
Haplo, hombre de acción obligado a la inactividad, pasaba la mayor parte del tiempo mirando fijamente por las ventanas de la nave. Los patryn no creían en dioses, sino que se veían a sí mismos como lo más próximo que existía a seres divinos (aunque reconocían a regañadientes la misma consideración a sus enemigos, los sartán). Así pues, Haplo tampoco podía suplicarle a nadie que aquello terminara. Lo único que podía hacer era esperar.
Cuando avistó las nubes por primera vez, no dijo nada, negándose a aceptar —ni siquiera ante el perro— la esperanza de que tal vez pudieran escapar de su prisión alada. Podía tratarse de una ilusión óptica, de uno de esos espejismos que le hacían a uno ver agua donde sólo había desierto. Al fin y al cabo, no era más que un ligero oscurecimiento del aire azul verdoso a un tono gris blancuzco.
Dio una rápida vuelta en torno a la nave para comparar el color del aire ante la proa con el del vacío que dejaban atrás y con el de los costados.
Y fue entonces, al levantar la cabeza hacia el cielo desde la cubierta superior de la nave, cuando vio la estrella.
—Este es el fin —dijo al perro, parpadeando bajo la luz blanca que brillaba sobre él en la brumosa lejanía verde azulada—. Los ojos me engañan...
¿Cómo era posible que no hubiera visto ninguna estrella hasta entonces? Eso, si realmente era una estrella...
—Recuerdo que a bordo, en alguna parte, hay un artilugio que utilizan los elfos para ver a grandes distancias.
El patryn podría haber utilizado la magia para potenciar su visión pero, al hacerlo, habría tenido que fiarse nuevamente de su propia percepción. En cambio, tuvo la impresión —por confusa que fuera— de que, si colocaba un objeto neutro entre sus ojos y la estrella, el objeto le revelaría la verdad.
Revolvió la nave hasta encontrar el catalejo, guardado en un cajón como curiosidad. Se lo llevó al ojo y enfocó la luz brillante, titilante, casi esperando que se desvaneciera. Sin embargo, apareció ante él, agrandada y más brillante, con una blancura inmaculada.
Si era una estrella, ¿por qué no la había visto antes? ¿Y dónde estaban las demás? Según le había contado su Señor, el mundo antiguo estaba rodeado de incontables estrellas pero, durante la separación del mundo llevada a cabo por los sartán, todas ellas habían desaparecido, se habían desvanecido. Según su amo y señor, no debería haber estrellas visibles en ninguno de los nuevos mundos.
Preocupado y pensativo, Haplo volvió al puente. Sería mejor cambiar el rumbo, volar hacia la luz, investigarla... Al fin y al cabo, no
podía
ser una estrella... Su Señor lo había dicho.