—¡Perro, aquí! —Haplo soltó un silbido y el animal apareció en cubierta, trotando pegado a sus talones. Su presencia provocó una nueva oleada de asombro entre los presentes.
Haplo no se preocupó de echar la escalerilla; la nave se había hundido tanto en el musgo —con las alas posadas sobre éste— que pudo saltar al suelo sin problemas desde la cubierta. Los elfos congregados en torno al
Ala de Dragón
retrocedieron apresuradamente, observando al piloto de la nave con incredulidad y suspicacia. Haplo aspiró profundamente y se dispuso a contar la historia que tenía pensada. Su mente, trabajando a marchas forzadas, evocó el idioma de los elfos.
Pero no tuvo ocasión de hablar.
Antes de que lo hiciera, el anciano corrió hasta él y le estrechó una de sus manos vendadas.
—¡Nuestro salvador! ¡Justo a tiempo! —Exclamó, sacudiéndole el brazo enérgicamente en el tradicional saludo humano—. ¿Has tenido un buen vuelo?.
EN LA FRONTERA DE
THURN
Roland, tendido en el suelo, se contorsionó para cambiar de postura en un intento de aliviar el dolor de sus músculos entumecidos. La maniobra dio resultado durante unos instantes, pero brazos y nalgas no tardaron en dolerle de nuevo, sólo que en puntos distintos. Con una mueca en el rostro y con movimientos disimulados, trató de soltarse las enredaderas que le atenazaban las muñecas pero el dolor le forzó a dejarlo. Las ataduras eran más resistentes que el cuero y le habían dejado las muñecas en carne viva.
—No malgastes tus fuerzas —dijo una voz.
Roland volvió la cabeza para ver quién hablaba.
—¿Dónde estás?.
—Al otro lado del árbol. Esas ataduras son de liana de pytha y no podrás romperlas. Cuanto más lo intentes, más te apretarán.
Vigilando de reojo a sus captores, Roland consiguió arrastrarse en torno al gran tronco hasta descubrir, al otro lado, la figura de un humano de piel morena vestido con ropas de brillantes colores. El hombre estaba firmemente atado, con enredaderas en torno al pecho, los brazos y las muñecas. Del lóbulo de su oreja izquierda pendía un aro de oro.
—Andor —se presentó, con una sonrisa. Tenía un lado de la boca hinchado y medio rostro manchado de sangre seca.
—Roland Hojarroja. ¿Eres un rey del mar? —añadió, haciendo referencia al arete.
—Sí. Y tú eres de Thillia. ¿Qué andabais haciendo en tierras de Thurn?.
—¿Thurn? No estamos en Thurn. Vamos camino de las Tierras Ulteriores.
—No te hagas el tonto conmigo, thilliano. Sabes muy bien dónde estamos. De modo que estáis comerciando con los enanos... —Andor hizo una pausa y se pasó la lengua por los labios—. Cuánto daría por poder beber algo...
—Soy un explorador —explicó Roland, lanzando una cauta mirada a sus captores para asegurarse de que no lo observaban.
—Podemos hablar libremente. A ellos no les importa. Y no es preciso ocultar nada, ¿sabes? No vamos a vivir lo bastante como para que importe.
—¿Qué...? ¿Qué quieres decir?.
—Esos gigantes matan todo lo que se les pone por delante... Veinte personas, en mi caravana. Todos muertos. Los animales, incluso. ¿Por qué los animales? Ellos no habían hecho nada. No tiene el menor sentido, ¿verdad?.
¿Muertos? ¿Veinte personas muertas? Roland miró severamente al otro prisionero pensando que tal vez mentía, que sólo pretendía ahuyentar a un thilliano de las rutas comerciales de los señores del mar. Andor apoyó la espalda en la corteza del árbol, con los ojos cerrados. Roland observó el sudor que resbalaba por su frente, las oscuras ojeras en torno a sus cuencas hundidas, los labios cenicientos... No, el tipo no mentía. El corazón se le encogió de miedo al recordar el grito frenético de Rega, llamándolo, y tragó saliva tratando de quitarse de la boca un regusto amargo.
—¿Y..., y tú? —consiguió articular.
Andor se estiró, abrió los ojos y volvió a sonreír. Fue una sonrisa torcida, debido a la hinchazón de la boca, y a Roland le pareció atroz.
—Yo me había alejado del campamento para atender una llamada de la naturaleza. Oí la pelea, los gritos... Cuando llegó la hora oscura... ¡Dios de las Aguas, qué sed tengo! —Volvió a pasarse la lengua por los labios—. Me quedé inmóvil. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al llegar la hora oscura, volví al lugar dando un rodeo. Y allí los encontré: mis socios comerciales, mi tío... —Andor movió la cabeza a un lado y a otro—. Eché a correr. Traté de alejarme, pero me cogieron y me trajeron aquí justo antes de que aparecieran contigo. Es extraño que puedan ver tan bien, sin ojos.
—¿Quiénes..., qué diablos son? —preguntó Roland.
—¿No lo sabes? ¡Son titanes!.
Roland soltó un bufido.
—¡Ésas son historias de crios...!.
—¡Sí, niños...! —Andor se echó a reír—. Mi sobrino tenía siete años. Encontré su cuerpo. Tenía la cabeza destrozada, como si alguien se la hubiera aplastado de un pisotón. —Inició una carcajada estridente, un aullido que se le rompió en la garganta, seguido de una tos agónica.
—Cálmate —susurró Roland.
Andor tomó aire con un estremecimiento.
—Son titanes, te lo aseguro. Los mismos que han destruido el imperio de Kasnar. ¡Allí lo arrasaron todo! No quedó un solo edificio en pie, una sola persona con vida salvo los que consiguieron huir de su avance. Y ahora se dirigen al sur a través de los reinos de los enanos.
—Pero los enanos los detendrán, sin duda...
Andor suspiró, hizo una mueca y trató de mover el cuerpo.
—Corre el rumor de que los enanos están aliados con ellos, que adoran a esos carniceros. Los enanos proyectan dejar que los titanes sigan su marcha y nos destruyan; entonces, los enanos se adueñarán de nuestras tierras.
Roland recordó vagamente que Barbanegra había comentado algo de su pueblo y los titanes, pero ya hacía demasiado tiempo de aquello y, además, él iba muy cargado de cerveza esa noche.
Por el rabillo del ojo captó un movimiento que lo impulsó a volverse. En el amplio espacio abierto donde estaban atados los dos humanos aparecieron más gigantes, desplazándose más silenciosos que el viento y sin que una sola hoja se moviera a su paso.
Roland observó con cautela a los recién llegados, que traían unos bultos en los brazos. Reconoció una cabellera oscura...
—¡Rega! —Se incorporó hasta quedar sentado, luchando con rabia por librarse de las ataduras.
—¿De modo que erais más? —Andor sonrió, torciendo la boca—. ¡Y llevabais a un elfo con vosotros! ¡Dios de las Aguas, si os hubiéramos cogido
nosotros...
!.
Los titanes llevaron a sus cautivos al pie del árbol junto al que estaba Roland y los depositaron suavemente en el suelo. A Roland le levantó el ánimo observar que los captores trataban con delicadeza a sus prisioneros. Tanto Paithan como Rega estaban inconscientes y llevaban las ropas cubiertas de lo que parecían fragmentos de hongo, pero ninguno de los dos parecía herido. Roland no advirtió rastro alguno de sangre, contusiones o huesos rotos. Los titanes ataron a los cautivos con movimientos ágiles y experimentados, los observaron durante unos instantes como si los estudiaran y, por último, los dejaron en paz. Después, reunidos en el centro del claro del bosque, los gigantes formaron un círculo y parecieron conferenciar, volviendo sus enormes cabezas a un lado y a otro para hablar entre ellos.
—Vaya grupo más espantoso —murmuró Roland. Arrastrándose lo más cerca de Rega que pudo, apoyó su cabeza en el pecho de su hermana y escuchó los latidos de su corazón, fuertes y regulares. Con unos ligeros codazos, intentó despertarla—. ¡Rega!.
La mujer agitó los párpados. Al abrirlos, vio a Roland y pestañeó, sorprendida y confusa. El recuerdo del espanto inundó su mirada. Intentó moverse, descubrió que estaba atada y contuvo el aliento en un jadeo aterrado.
—¡Rega! ¡Silencio! Quédate quieta. ¡No, no lo intentes! Esas malditas lianas aprietan aún más si tratas de liberarte.
—¡Roland! ¿Qué ha sucedido? ¿Qué son esos...? —Rega volvió la vista a los titanes y se estremeció.
—Los tyros debieron de olfatear a esos seres y salieron huyendo. Yo iba tras ellos cuando la jungla cobró vida a mi alrededor. Apenas me dio tiempo a gritar. Al momento, me cogieron y me dejaron sin sentido.
—Paithan y yo estábamos en..., en la plataforma. Los gigantes vinieron y apoyaron las manos en el hongo y empezaron a sacudirlo...
—Vamos, vamos. Ya ha pasado todo. ¿Quin está bien?.
—Me..., me parece que sí. —Rega observó sus ropas cubiertas de esporas y murmuró—: El hongo debió de amortiguar nuestra caída. ¡Paithan! —Añadió en un susurro, inclinándose hacia el elfo—. Paithan, ¿me oyes?.
—¡Ayyy! —El elfo recobró el conocimiento con un gemido.
—¡Hacedlo callar! —gruñó Andor.
Los titanes habían dejado de mirarse unos a otros y desplazaron su ciega atención a los prisioneros. Uno a uno, con movimientos lentos y ágiles sobre el suelo selvático, los gigantes se acercaron a ellos.
—¡Se acabó! —musitó Andor con voz lúgubre—. Nos veremos en el infierno, thilliano.
Alguien soltó un lamento quejumbroso; Roland no pudo distinguir si era Rega o el elfo. No pudo apartar los ojos de los gigantes el tiempo suficiente para averiguarlo. Notó el cuerpo tembloroso de Rega, apretado contra el suyo, y el movimiento del musgo le indicó que Paithan, atado como el resto de ellos, trataba de arrastrarse hacia la mujer.
Mirando atentamente a los titanes, Roland no vio ninguna razón para sentir miedo. Eran enormes, desde luego, pero no se mostraban especialmente amenazadores o agresivos.
—Escucha, hermanita —susurró a Rega por la comisura de los labios—, si quisieran matarnos, ya lo habrían hecho. Conserva la calma. No parecen excesivamente inteligentes y creo que podemos salir de ésta.
Andor soltó una carcajada, una risotada espantosa, escalofriante. Los titanes, una decena de ellos, se habían reunido en torno a sus prisioneros, formando un semicírculo. Las cabezas sin ojos estaban vueltas hacia ellos. Y llegó a sus oídos una voz muy suave, muy pacífica, muy dulce.
¿Dónde está la ciudadela?.
Roland alzó la vista hacia ellos, perplejo.
—¿Habéis dicho algo? —preguntó. Habría jurado que sus bocas no se habían movido.
—¡Sí, yo lo he oído! —le respondió Rega, espantada y asombrada.
¿Dónde está la ciudadela?.
Volvieron a escuchar la pregunta, en el mismo tono de voz apacible, como si las palabras les fueran susurradas en la mente. Andor soltó de nuevo su risa desquiciada.
—¡No lo sé! —chilló de pronto, sacudiendo la cabeza hacia adelante y hacia atrás—. ¡No tengo idea de dónde está la maldita ciudadela!.
¿Dónde está la ciudadela? ¿Adonde debemos ir?.
Las palabras tenían ahora un tono de urgencia; ya no eran un susurro sino un grito que retumbaba como un alarido encerrado dentro de su cráneo.
¿Dónde está la ciudadela? ¿Adonde debemos ir? ¡Decidnos! ¡Mandadnos!.
Molesto al principio, el grito que taladraba la cabeza de Roland se hizo rápidamente más y más doloroso. Rebuscó en su torturado cerebro, tratando desesperadamente de recordar, pero no había oído hablar jamás de ninguna «ciudadela», al menos en Thillia.
—¡Preguntad... al... elfo! —consiguió articular, filtrando las palabras entre sus dientes, encajados por efecto de aquel dolor insoportable.
Un grito terrible detrás de él le reveló que los titanes habían seguido su indicación. Paithan intentó resistirse, rodando por el suelo y retorciéndose de dolor, al tiempo que gritaba algo en elfo.
—¡Basta! ¡Basta! —suplicó Rega y, de pronto, las voces cesaron.
En sus cabezas reinó de nuevo el silencio. Roland dejó de agitarse, agotado. Paithan yacía en el musgo, sollozando. Rega, con los brazos firmemente atados, se encogió a su lado. Los titanes contemplaron a sus prisioneros y uno de ellos, sin el menor previo aviso, asió de pronto una rama caída y golpeó con ella el cuerpo atado e indefenso de Andor.
El rey del mar no tuvo ocasión de gritar siquiera; el impacto le aplastó la caja torácica, desgarrándole los pulmones. El titán levantó la rama y descargó un nuevo golpe, que le hundió el cráneo al desgraciado humano.
Una rociada de sangre caliente salpicó a Roland. Los ojos de Andor miraban fijamente a su asesino. El señor del mar había muerto con aquella desagradable sonrisa en los labios, como si celebrara alguna broma espantosa. Su cuerpo se agitó con los estertores de su agonía.
El titán continuó descargando golpes, empuñando la rama cubierta de sangre, hasta reducir el cadáver a un amasijo sanguinolento. Cuando lo hubo dejado irreconocible, el gigante se volvió hacia Roland.
Aturdido y aterrado, Roland reunió todo su empuje en un último esfuerzo y se impulsó hacia atrás, derribando a Rega. Reptando por el musgo, se encorvó encima de ella para protegerla con su cuerpo. Rega se quedó inmóvil, demasiado inmóvil, y su hermano pensó que tal vez se había desmayado. Esperó que así fuera. Así sería más fácil..., mucho más fácil. Paithan yacía cerca de ellos, mirando lo que había quedado de Andor con ojos desorbitados. El elfo tenía el rostro de un tono ceniciento y parecía haber dejado de respirar.
Roland se preparó para recibir el golpe, rogando que el primero lo matara enseguida.
Escuchó el crujido del musgo debajo de él y notó la mano que surgía del suelo y lo agarraba por la hebilla del cinturón, pero aquella mano no le pareció real, no tan real como la muerte que se cernía sobre él. El inesperado tirón y el hundimiento a través del musgo lo devolvieron bruscamente a la conciencia. Soltó un jadeo y farfulló y forcejeó, como un sonámbulo que cayera de bruces en una charca helada.