—Lo es —respondió Haplo sin interés, con sus pensamientos en otra parte.
—No entendí tu nombre —dijo el elfo—. ¿Cómo te llamas?.
—Haplo.
—¿Qué significa?.
El patryn no respondió.
—Soltero —apuntó el hechicero.
Haplo frunció el entrecejo y le lanzó una mirada irritada. ¿Cómo podía saberlo?.
—Lo siento —se apresuró a decir Paithan, siempre cortés—. No pretendía ser indiscreto... —Hizo una breve pausa y luego añadió, titubeante—: Yo... hum... es cierto lo que dijo Zifnab... que eras un salvador. Dijo que podías llevarnos a... a las estrellas. Yo no lo creí. No pensé que fuera posible. Ruina, muerte y destrucción. El anciano dijo que los traería conmigo a mi regreso, ¡y así ha sido, que Orn me ampare! —Miró un momento por la claraboya la vegetación a sus pies—. Lo que quiero saber es si... puedes hacerlo. Si lo harás. ¿Podrás salvarnos de... esos monstruos?.
—No os podrá salvar a todos —intervino Zifnab con voz apenada mientras retorcía entre sus manos el sombrero, destrozándolo definitivamente—. Sólo puede salvar a algunos. Los mejores y los más brillantes.
Cuando Haplo miró a su alrededor, sólo encontró ojos: los ojos almendrados del elfo, los grandes y oscuros de la mujer, los luminosos ojos azules del otro humano, incluso los negros y sombríos del enano. Y los de Zifnab, deliberantes y llenos de astucia.
Todos ellos lo miraban, expectantes y esperanzados.
—Sí, claro —respondió.
¿Por qué no?, se dijo. Cualquier cosa que ayudara a conservar la paz, a mantener a la gente contenta. Contenta e ignorante.
En realidad, Haplo no tenía la menor intención de salvar a nadie, excepto a sí mismo. Pero antes tenía que hacer una cosa. Era preciso que hablara con uno de los titanes.
Y aquellos mensch que lo acompañaban iban a servirle de cebo. Al fin y al cabo, los niños no habían recibido más que su merecido.
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,
EQUILAN
—Bien —dijo Calandra, mirando a Paithan y a Rega, a quienes tenía ante la puerta—, debería haberlo imaginado.
Empezó a cerrar, pero Paithan interpuso el cuerpo impidiendo que lo hiciera y penetró en la casa. Calandra dio un paso atrás, muy erguida y con los puños apretados a la altura de su delgada cintura, y contempló a su hermano con frío desdén.
—Veo que ya has adoptado sus costumbres. ¡Bárbaro! ¡Entrar por la fuerza en mi casa!
{29}
—Perdonadme —empezó a decir Zifnab, asomando la cabeza por la puerta—, pero es muy importante que...
—¡Calandra! —Paithan alargó la mano hacia su hermana mayor y asió sus dedos helados—. ¿No lo entiendes? Ya no importa nada. Se acerca la destrucción, como dijo el viejo. ¡Yo lo he visto, Cal! —La elfa trató de desasirse. Paithan la retuvo, aumentando la presión de sus manos con la intensidad del miedo—. ¡El reino de los enanos ha sido destruido! ¡El reino de los humanos agoniza, si no ha perecido ya, a estas alturas! Estos tres —lanzó una mirada frenética al enano y a los dos humanos que aguardaban, incómodos y turbados, bajo el porche de la entrada— son tal vez los únicos supervivientes de sus razas respectivas. ¡Miles de ellos han tenido una muerte horrible! ¡Y ahora vienen a buscarnos a nosotros, Cal!.
—Si me permites añadir a eso que... —Zifnab levantó el índice.
Calandra se desasió las manos y se alisó el delantal de la falda.
—Desde luego, hay que ver lo sucio que vienes —murmuró con desdén—. Has dejado la alfombra perdida con tus pisadas. Ve a la cocina a lavarte y deja allí las ropas que llevas. Me encargaré de echarlas al fuego. Encontrarás ropa nueva en tu habitación. Después, baja a cenar. Tus amigos —lanzó una breve mirada burlona al grupo que esperaba en el umbral— pueden dormir en los aposentos de los esclavos. Y eso va también por el viejo. Anoche trasladé sus cosas.
Zifnab le dirigió una radiante sonrisa e inclinó la cabeza humildemente.
—Gracias por molestarte, querida, pero no era necesario que...
—¡Hum! —La elfa giró en redondo y se encaminó hacia la escalera.
—¡Calandra, maldita sea! —Paithan asió por el codo a su hermana y la obligó a volverse—. ¿No has oído lo que he dicho?.
—¡Cómo te atreves a hablarme en ese tono! —Los ojos de Calandra eran más fríos y sombríos que las profundidades de los túneles enanos—. Si quieres vivir en esta casa, tendrás que comportarte civilizadamente. De lo contrario, puedes acompañar a tus compañeros bárbaros y acostarte con los esclavos. —Torció los labios y volvió los ojos hacia Rega antes de añadir—: ¡Pero ya debes de estar acostumbrado a eso! En cuanto a tus alarmantes noticias, la reina está al corriente de la invasión desde hace algún tiempo. Si es cierto el rumor (cosa que dudo, ya que procede de los humanos), nos encontrará preparados. La guardia real está alerta, la guardia de reserva estará preparada por si es necesario y se ha suministrado el armamento más avanzado a los soldados. He de reconocer —añadió de mala gana— que, al menos, todo este disparate ha ido bien para el negocio.
—La Bolsa abrió en alza —comentó Zifnab sin dirigirse a nadie en particular—. Después, el índice Dow Jones ha experimentado un progresivo descenso...
Paithan abrió la boca, pero no se le ocurrió qué decir. La vuelta a casa era como un sueño, como caer dormido después de haber luchado con una terrible realidad. Hacía apenas el tiempo que tardaban en abrirse unos pocos pétalos, se había enfrentado a una muerte espantosa en las manos asesinas de los titanes. Había experimentado horrores indecibles, había visto escenas espantosas que lo seguirían obsesionando el resto de su vida. Paithan había cambiado, se había desprendido de la capa de indolencia y despreocupación que siempre lo había cubierto. Y lo que había emergido no era tan bello, pero se había hecho más duro, más resistente y —esperaba el elfo— más sabio. Era una metamorfosis a la inversa, una mariposa transformada en oruga.
Pero en Equilan, nada había cambiado. ¡La guardia real en alerta! ¡La reserva preparada
por si es necesario!
Paithan no podía creerlo, no podía entenderlo. Había imaginado que encontraría a su pueblo en pleno desconcierto, corriendo de un lado a otro bajo el sonido de las alarmas. En lugar de ello, todo seguía tranquilo, en calma, pacífico. Sin cambios.
Status quo.
La paz, la serenidad, el silencio... resultaban horribles. En el interior de Paithan creció un grito. Quería tañir las campanas de madera, quería asir a los elfos por las solapas, sacudirlos y gritarles: «¿Es que no veis? ¿No sabéis qué se nos echa encima? ¡La muerte! ¡Se acerca la muerte!». Pero la muralla de tranquilidad era demasiado gruesa para atravesarla, demasiado alta para saltarla. Lo único que podía hacer era quedarse mirando, balbuciendo incoherencias en un estado de confusión que su hermana tomó por vergüenza.
Poco a poco, se quedó callado y soltó el brazo de Calandra. Su hermana mayor, sin dirigir una mirada más a los presentes, abandonó la estancia con aire altivo.
Tenía que avisarles de algún modo, se dijo Paithan, confundido. Tenía que hacerles entender lo que se avecinaba.
—¡Paithan...!.
—¡Aleatha! —El elfo se volvió, aliviado de encontrar a alguien que atendería a razones. Alargó las manos...
... Y Aleatha le cruzó la cara de un bofetón.
—¡Thea! —Paithan se llevó la mano a la ardiente mejilla. Su hermana tenía el rostro muy pálido, los ojos febriles y las pupilas dilatadas.
—¿Cómo te atreves? ¡Cómo te atreves a repetir esas malditas mentiras humanas! —Aleatha señaló a Roland—. ¡Coge a esa sabandija y lárgate! ¡Fuera!.
—¡Ah! ¡Encantado de volver a verte, mi...! —empezó a decir Zifnab.
Roland no entendía una palabra de la conversación, pero el odio con que lo miraban aquellos ojos azules salvaba cualquier barrera de lenguaje. Alzó las manos en gesto de disculpa y murmuró:
—Escucha, elfa, no sé qué estás diciendo, pero...
—¡He dicho que fuera!.
Con los dedos curvados como garras, Aleatha se lanzó sobre Roland y, antes de que éste pudiera detenerla, le hundió las uñas en la cara, dejando cuatro largos surcos sangrantes en su mejilla. El humano, desconcertado, trató de sacarse de encima a la elfa sin hacerle daño, intentando sujetarla por los brazos.
—¡Paithan, sácamela de encima!.
Cogido por sorpresa ante el inesperado acceso de furia de su hermana, el elfo saltó tras ella con retraso. Agarró a Aleatha por la cintura, Rega tiró de sus brazos y, entre los dos, consiguieron alejar de Roland a aquella furia que lanzaba zarpazos y escupitajos.
—¡No me toques! —chilló Aleatha, revolviéndose inútilmente contra Rega.
—Será mejor que me dejes a mí —jadeó Paithan en humano.
Rega retrocedió hasta llegar junto a su hermano. Roland se tocó con cuidado la mejilla herida y lanzó una torva mirada a la elfa.
—¡Maldita zorra! —murmuró al ver la sangre en los dedos.
Aleatha no comprendió lo que decía, pero captó perfectamente el tono y se lanzó de nuevo hacia el humano. Paithan se lo impidió, reteniéndola por la fuerza hasta que, de pronto, Aleatha cesó en su furia y se derrumbó en los brazos de su hermano, jadeando agitadamente.
—¡Dime que es todo mentira, Paithan! —Murmuró con voz grave, apasionada, mientras apoyaba la cabeza en su pecho—. ¡Dime que no es verdad!.
—Ojalá pudiera, Thea —respondió Paithan, abrazándola y acariciándole el cabello—. Pero lo que he visto... ¡Oh, bendita Madre! ¡Lo que he visto, Aleatha! —El elfo rompió en sollozos y estrechó a su hermana entre convulsiones.
Aleatha le puso ambas manos en el rostro, alzó su cabeza y lo miró a los ojos. Después, levantó las cejas y entreabrió los labios en una ligera sonrisa.
—Voy a casarme. Voy a tener una casa junto al lago. Nada ni nadie me lo impedirá. —Se desasió de los brazos de su hermano, echó la cabeza hacia atrás y se arregló los rizos de la melena sobre los hombros—. Bienvenido a casa, querido. Ahora que has vuelto, ¿querrás deshacerte de esa basura?.
Aleatha lanzó una sonrisa a Roland y a Rega, se inclinó hacia adelante y besó en la mejilla a su hermano. Había pronunciado las últimas palabras en un burdo humano.
Roland llevó una mano al brazo de su hermana.
—Basura, ¿eh? Vamos, Rega. Salgamos de aquí.
Rega lanzó una mirada de súplica a Paithan, que la miró con impotencia. Se sentía como si acabara de despertar y fuera incapaz de moverse.
—¡Ya ves cómo están las cosas! —exclamó Roland en tono burlón—. ¡Te lo advertí! —Soltó el brazo de su hermana y dio un paso, apartándose de la puerta—. ¿Vienes?.
—Discúlpame —intervino Zifnab—, pero debo recordarte que, en realidad, no tienes adonde ir...
—¡Paithan! ¡Por favor! —suplicó Rega.
Roland bajó con paso enérgico los peldaños que llevaban al suelo de musgo, exclamando por encima del hombro:
—¡Quédate a calentarle la cama a ese elfo! ¡Puede que te dé un empleo en la cocina!.
Paithan enrojeció de cólera y dio un paso hacia Roland.
—¡Yo quiero a tu hermana! Yo...
El sonido de unos cuernos de caza hendió el aire sereno de la mañana. El elfo volvió la vista hacia el lago Enthial y apretó los labios. Alargó la mano, cogió a Rega y la atrajo hacia sí. El musgo empezó a vibrar y dar sacudidas bajo sus pies. Drugar, que no había dicho nada ni había hecho el menor gesto durante toda la escena, se llevó la mano bajo el cinto.
—¡Por fin! —Exclamó Zifnab con irritación, asiéndose al pasamanos del porche para mantener el equilibrio—. Si me permitís que termine una frase, me gustaría decir que...
—Señor —tronó la voz del dragón bajo el musgo—, ya están aquí.
Haplo oyó la llamada de alarma de los cuernos. Desde su escondite en la espesura, hizo un gesto al perro.
—Muy bien, ya sabes qué tienes que hacer —le murmuró—. Recuerda, ¡sólo quiero uno!.
El perro se internó de inmediato en la jungla, desapareciendo de la vista entre el tupido follaje. Haplo, tenso de expectación y tendido entre los matorrales, estudió por enésima vez el soto donde se ocultaba. Todo estaba a punto. Sólo le quedaba esperar.
El patryn no había acudido a la casa élfica con el resto de pasajeros de la nave, sino que se había quedado a bordo con la excusa de tener que efectuar unas reparaciones. Cuando se hubieron alejado por la gran planicie de musgo, chamuscada y ennegrecida por los experimentos con cohetes de Lenthan, Haplo había saltado del casco de la nave para recorrer los «huesos» de madera de las alas de dragón.
Recorrer el ala de dragón.
Arriesgarlo todo, incluso la vida, por conseguir un objetivo. ¿Dónde había oído aquel dicho? Le parecía recordar que lo había mencionado Hugh, la Mano. ¿O había sido el capitán elfo cuya nave había «incautado» ? En cualquier caso, no importaba mucho. Aquel refrán no tenía mucho sentido con la nave varada en suelo firme, cuando la caída desde las alas era de apenas unos palmos y no de miles. Mientras saltaba ágilmente al musgo, Haplo había pensado que, de todos modos, el proverbio resultaba muy oportuno en aquel momento.
Recorrer el ala de dragón.
Se encogió en su escondite, repasando mentalmente las runas que iba a emplear, revisándolas una por una como un joyero elfo que buscara imperfecciones en una sarta de perlas. La estructura era perfecta. El primer hechizo atraparía a la criatura. El segundo la retendría y el tercero taladraría lo que el titán tuviera por mente.