El sonido de los cuernos en la lejanía se hizo más urgente y más caótico; de vez en cuando, alguno se rompía en un horrible lamento barboteante. Los elfos debían de estar combatiendo a sus enemigos, y la batalla, a juzgar por el estruendo, se aproximaba a su escondite. Haplo no hizo caso. Si los titanes trataban a los elfos como lo habían hecho con los humanos —y Haplo no tenía ninguna razón para suponer que los primeros salieran mejor parados—, la lucha no duraría mucho más.
Aguzó el oído, atento a otro sonido. Por fin, lo captó: era el ladrido del perro. También el animal se desplazaba en dirección a él. Haplo no oyó nada más y, al principio, se preocupó. Luego recordó el silencio con que los titanes se desplazaban a través de la jungla y comprendió que no oiría el gigante hasta que lo tuviera encima. Se pasó la lengua por los labios resecos y se humedeció la garganta.
El perro apareció en la zona de los matorrales. Venía jadeando frenéticamente, con la lengua fuera y los ojos desorbitados de terror. Al llegar al centro del soto, se dio la vuelta y volvió a lanzar unos furiosos ladridos.
El titán apareció detrás de él. Tal como había previsto Haplo, la extraña criatura se había separado de sus compañeras tras el señuelo del animal. Al penetrar en la arboleda, el gigante se detuvo y olisqueó el aire. La cabeza sin ojos se volvió lentamente. Había olido, oído o «visto» un hombre.
El cuerpo inmenso del titán se alzó sobre Haplo y la cabeza ciega miró directamente hacia el patryn. Cuando dejó de moverse, la figura camuflada de la criatura se confundió casi perfectamente con el resto de la jungla. Haplo parpadeó y casi lo perdió de vista. Por un instante sintió pánico, pero se calmó. No importaba. Si su plan daba resultado, el titán volvería a moverse. ¡De eso no cabía ninguna duda!.
Haplo empezó a pronunciar las runas. Alzó sus manos tatuadas y unos signos mágicos parecieron desprenderse de su piel y danzar en el aire. Lanzando deslumbrantes destellos azules y rojos, las runas se entrelazaron y empezaron a multiplicarse con extraordinaria rapidez.
El titán volvió la cabeza hacia los signos mágicos con desinterés, como si ya hubiera visto todo aquello anteriormente y le provocara un profundo aburrimiento. A continuación, avanzó hacia Haplo repitiendo la misma muda pregunta con su mente.
—Sí, la ciudadela. Que dónde está la ciudadela, ya sé. Lo siento, pero ahora mismo no tengo tiempo de contestar a eso. Hablaremos de ello dentro de un momento —prometió el patryn, retrocediendo.
El entramado de runas estaba completo y a Haplo sólo le quedaba esperar que funcionara. Miró fijamente al titán. Éste seguía acercándose; su súplica lastimera había dado paso, en un abrir y cerrar de ojos, a un tono de violenta frustración. Haplo titubeó, con un nudo en el estómago. A su lado, el perro lanzó un ladrido de terror.
El titán se detuvo, volvió la cabeza y abrió la boca babeante. Parecía desconcertado y Haplo respiró de nuevo.
Los signos mágicos, como llamaradas rojas y azules, se habían entretejido y colgaban del aire como una enorme cortina sobre los árboles de la jungla. El encantamiento abarcaba todo el soto, rodeando al titán. Este se movió a un lado y a otro. Las runas le devolvían su propio reflejo, inundando su cerebro con imágenes y sensaciones de sí mismo.
—No te preocupes, no voy a hacerte daño —dijo Haplo en tono tranquilizador, hablando en su propio idioma, en la lengua que compartían los patryn y los sartán—. Te dejaré ir, pero antes vamos a hablar de la ciudadela. Cuéntame qué es.
El titán se lanzó hacia donde sonaba la voz de Haplo. El patryn se apartó de un ágil salto. La mano del gigante se cerró en el aire. Haplo, que había previsto el ataque, repitió la pregunta en tono paciente.
—Háblame de la ciudadela. ¿Acaso los sartán...?.
¡Sartán!.
La furia del titán, desatada en toda su fuerza bruta, descargó un golpe terrible sobre la pantalla mágica creada por Haplo. Las runas temblaron y se desmoronaron. La criatura, liberada de la ilusión, volvió la cabeza hacia el patryn. Este pugnó por recuperar el control y reforzó la protección. El titán volvió a perderlo de vista y agitó los brazos, buscando a tientas su presa.
¡Eres un sartán!.
—No —replicó Haplo, secándose el sudor de la frente, que le goteaba en los párpados, y rogando tener fuerzas para resistir—. No soy ningún sartán. ¡Soy enemigo de ellos, igual que vosotros!.
¡Mientes! ¡Eres un sartán! ¡Tú y los tuyos nos engañasteis! ¡Construisteis la ciudadela y luego nos robasteis los ojos! ¡Nos dejasteis ciegos a esa luz brillante y resplandeciente!.
La rabia del titán golpeó a Haplo, debilitándolo con cada nueva acometida. El hechizo no resistiría mucho más. Tenía que escapar enseguida, mientras la enfurecida criatura continuara confundida por su artimaña. Sin embargo, había merecido la pena. Había conseguido algo:
Nos dejasteis ciegos a esa luz brillante y resplandeciente.
Le pareció que empezaba a entender. Brillante y resplandeciente... delante de él... encima de él...
—¡Perro! —Dio media vuelta para echar a correr y se quedó paralizado. Los árboles habían desaparecido. Delante de él, a los lados, en cualquier dirección que mirara, se vio a sí mismo.
El titán había vuelto contra Haplo su propia magia.
Haplo luchó por dominar el miedo. Estaba atrapado, sin escapatoria. Podía disolver el encantamiento que lo rodeaba pero, si lo hacía, desmontaría también el hechizo que envolvía al titán. Agotado, consumido, no le quedaban fuerzas para tejer otra cortina mágica de protección que fuera capaz de detener al gigante. Se volvió a la derecha y se vio a sí mismo. Miró hacia el otro lado y topó con su propio rostro, pálido y con los ojos desorbitados. A sus pies, el perro corría en círculos, ladrando frenéticamente.
Haplo notó que el titán se movía con torpeza, buscándolo. Tarde o temprano, daría con él y... Algo lo rozó; algo cálido y vivo, tal vez una mano gigantesca...
A ciegas, Haplo se arrojó a un lado, apartándose de la furiosa criatura, y topó con un árbol. La fuerza del impacto le cortó la respiración. Buscó aire entre jadeos y, de pronto, se dio cuenta de que volvía a ver los árboles, las lianas... El espejismo mágico se desvanecía. Lo invadió una oleada de alivio, cortada al instante por el miedo.
Aquello significaba que el hechizo estaba perdiendo su efecto. Si él podía ver dónde estaba el titán, lo mismo le sucedía a su enemigo.
El titán se cernió sobre él. Haplo se arrojó al suelo y hundió las manos en el musgo, tratando de abrirse paso escarbando. Oyó al perro detrás de él, tratando valientemente de defender a su amo, y escuchó un agudo aullido lleno de dolor. Un cuerpo peludo y oscuro se estrelló en el musgo junto a él.
Asiendo una rama caída, el patryn se incorporó, tambaleándose.
El titán lo desarmó, alargó la mano y lo agarró del brazo. La mano del gigante era enorme: la palma rodeaba el hueso y el músculo y los dedos los estrujaban. Su enemigo tiró del brazo, descoyuntándolo, y lo arrojó al suelo sin soltarlo. Después, volvió a incorporarlo y apretó aún más fuerte. Haplo luchó contra el dolor, contra la oscuridad que se cerraba sobre él. Otro tirón y le arrancaría el brazo.
«Discúlpame, señor, pero ¿puedo serte de alguna ayuda?»
Unos feroces ojos rojos asomaron del musgo, casi a la altura de Haplo.
El titán tiró del brazo; Haplo notó un crujido y el dolor casi le hizo perder el conocimiento.
Los ojos encarnados flamearon y una cabeza verde cubierta de escamas y festoneada de zarcillos se elevó del musgo. Una boca de labios rojos se entreabrió y dejó a la vista unos dientes blanquísimos entre los que se agitaba una lengua negra.
Haplo notó que la mano lo soltaba y lo arrojaba al suelo. Se sujetó el hombro. Tenía el brazo dislocado, pero aún estaba unido al cuerpo. Apretando los dientes para resistir el dolor, temeroso de atraer de nuevo la atención del titán y demasiado débil para moverse, permaneció tendido en el musgo y observó la escena.
El dragón estaba hablando. Haplo no podía entender lo que decía, pero notó que la furia del titán se aplacaba, sustituida por una sensación de asombro y temor. El dragón volvió a hablar, en tono imperioso, y el titán se retiró de inmediato a la jungla. Su enorme mole verde y moteada se desplazó con rapidez y en silencio; para los ojos cansados del patryn, fue como si los propios árboles se alejaran a la carrera.
Haplo hundió la cara en el musgo y perdió el sentido.
EN LAS COPAS DE LOS ÁRBOLES,
EQUILAN
—¡Zifnab, has vuelto! —exclamó Lenthan Quindiniar.
—¿Ah, sí? —respondió el viejo, con aire de extrema sorpresa.
Lenthan corrió al porche, agarró la mano del hechicero y la estrechó animadamente.
—¡Y Paithan! —Añadió al advertir la presencia de su hijo—. ¡Orn bendito! ¡Nadie me ha dicho que...! ¿Saben tus hermanas que estás aquí?.
—Sí, jefe, ya me han visto. —El elfo observó a su padre con preocupación—. ¿Te encuentras bien, padre?.
—¿Y tú? ¿Has traído invitados? —Lenthan dirigió una sonrisa vaga y tímida a Roland y a Rega. El primero, con la mano en la mejilla ensangrentada, hizo un hosco gesto de reconocimiento. La muchacha se acercó a Paithan y lo tomó de la mano. El elfo le pasó el brazo por los hombros y los dos se quedaron plantados ante Lenthan, en actitud desafiante.
—¡Oh, vaya! —Murmuró Lenthan, y se puso a manosear las puntas del sobretodo—. ¡Vaya, vaya!.
—¡Padre, escucha la llamada de los cuernos! —Paithan posó una mano en el delicado hombro de su padre—. Están sucediendo cosas terribles. ¿Lo sabías? ¿Te ha informado Cal?.
Lenthan miró a su alrededor como si deseara ayuda para cambiar de tema, pero Zifnab había desviado la mirada hacia la espesura, con una mueca pensativa. El elfo descubrió entonces a un enano que, agachado en un rincón, masticaba un pedazo de pan y queso que Paithan había ido a buscar a la cocina. (Había quedado bastante claro que nadie tenía intención de invitarlos a comer).
—Yo... —dijo Lenthan—. Creo que tu hermana mencionó algo. Pero el ejército lo tiene todo bajo control.
—No, padre. Es imposible. ¡Yo he visto a nuestros enemigos! Han destruido la nación enana y Thillia ha quedado borrada. ¡Borrada, padre! No podremos detenerlos. Es lo que dijo el hechicero: ruina, muerte y destrucción.
Lenthan se estremeció, retorciendo las puntas del sobretodo hasta hacerles un nudo, y bajó la vista a los tablones del porche. Por lo menos, aquellos maderos eran de fiar: no iban a salirle con nuevas sorpresas.
—¿Me has oído, padre? —Paithan dio una ligera sacudida a su padre.
—¿Qué? —Lenthan lo miró con sobresalto y ensayó una sonrisa nerviosa—. ¡Ah, sí! Has tenido una buena aventura. Me alegro, muchacho. Me alegro mucho. Pero, ahora, ¿por qué no entras a hablar con tu hermana? A decirle a Calandra que has vuelto.
—¡Cal ya sabe que estoy aquí! —exclamó Paithan, impaciente—. Me ha prohibido la entrada, padre. ¡Nos ha insultado, a mí y a la mujer que va a ser mi esposa! ¡No volveré a pisar esta casa!.
—¡Oh, vaya! —Lenthan miró sucesivamente a su hijo, a los dos humanos, al enano y al viejo hechicero—. ¡Oh, vaya!.
—Escucha, Paithan —intervino Roland, acercándose al elfo—, ya has vuelto a casa y has visto a tu familia. Has hecho todo lo posible por advertirles del peligro. Lo que suceda ahora no es responsabilidad tuya. Tenemos que emprender la marcha si queremos alejarnos antes de que lleguen los titanes.
—¿Y adonde piensas ir? —inquirió Zifnab, alzando la cabeza y adelantando el mentón.
—¡No lo sé! —Roland se encogió de hombros y miró con irritación al anciano—. No conozco demasiado esta parte del mundo. A las Tierras Ulteriores, tal vez. Quedan al est, ¿verdad? O a Sinith Paragna...
—Las Tierras Ulteriores han sido destruidas, y sus gentes, asesinadas en masa —afirmó Zifnab con un brillo en los ojos, bajó las cejas pobladas y canosas—. Es posible que consigas eludir a los titanes en las junglas de Sinith Paragna durante algún tiempo, pero finalmente te encontrarán. ¿Qué harás entonces? ¿Seguir corriendo? ¿Huir hasta que te acorralen contra el océano Terinthiano? ¿Te dará tiempo a construir una embarcación para cruzar las aguas? Incluso si lo consiguieras, seguiría siendo cuestión de tiempo. Esos gigantes te seguirían...
—¡Calla, anciano! ¡Cierra el pico! ¡O eso, o dinos cómo vamos a salir de aquí!.
—Os lo diré —replicó Zifnab—. Solamente hay un camino. —Levantó un dedo hacia el cielo y exclamó—: ¡Hacia arriba!.
—¡A las estrellas! —Por fin, Lenthan pareció entender y se puso a batir palmas—. Es lo que tú dijiste, ¿verdad? ¡Conduciré a mi pueblo...
—... adelante! —Zifnab completó la frase con entusiasmo—. ¡Lo sacaré de Egipto! ¡Romperé sus cadenas! ¡Cruzaremos el desierto! ¡El pilar de fuego...!.
—¿Desierto? —Lenthan hizo un nuevo gesto de nerviosismo—. ¿El fuego? ¡Yo creía que íbamos a las estrellas!.
—Lo siento. —Zifnab parecía perturbado—. Me he equivocado de texto. Es culpa de esos cambios de última hora que se hacen en los guiones. Lo único que consiguen es confundirme. Y, claro, también está la vena literaria que...
—¡Por supuesto! —Exclamó Roland—. ¡La nave! ¡Al diablo con las estrellas! ¡Esa nave nos llevará al otro lado del océano Terinthiano...!.
—¡Pero no nos librará de los titanes! —insistió el hechicero, testarudo—. ¿No te has dado cuenta todavía, muchacho? Dondequiera que vayas en este mundo, te los encontrarás. O, más bien, ellos te encontrarán a ti. Las estrellas. Ese es el único refugio seguro.