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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (39 page)

BOOK: La estrella del diablo
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—¿A qué viene esto? —preguntó con un ladrido.

—El detenido del calabozo nueve —dijo Harry señalando a Sivertsen con la cabeza—. Lo vamos a interrogar en la sexta. ¿Dónde firmo?

—¿Que lo vais a interrogar? No sé nada de un interrogatorio.

Gråten
se había colocado a cierta distancia del mostrador, con los brazos cruzados y las piernas separadas.

—Según tengo entendido, no solemos informaros de eso, Groth —observó Harry.

Gråten
miraba alternativamente a Harry y a Sivertsen, lleno de desconcierto.

—Relájate —dijo Harry—. Sólo es un cambio de planes. El detenido no quiere tomar su medicina. Haremos otra cosa.

—No sé de qué me estás hablando.

—Ya, y si no tienes ganas de saber más, te sugiero que pongas el libro de firmas en el mostrador
ahora,
Groth —dijo Harry—. Tenemos prisa.

Gråten
los miró fijamente con el ojo lloroso, mientras cerraba el otro.

Harry se concentraba en respirar con la esperanza de que fuera no se oyesen los latidos de su corazón. Todo su plan podía derrumbarse en aquel lugar y en aquel momento como un castillo de naipes. Buena imagen. Un puñetero castillo de naipes. Sin un solo as. Su única esperanza era que el cerebro de rata de Groth reaccionase como él había supuesto. Una suposición superficialmente basada en el postulado de Aune de que, cuando está en juego el interés propio, la capacidad de las personas de pensar racionalmente es inversamente proporcional a su inteligencia.

Gråten
gruñía.

Harry confiaba en que eso significara que lo había entendido. Que, para él, conllevaba menor riesgo que Harry firmase la salida del detenido según las reglas. De ese modo, podría explicarles más tarde a los investigadores exactamente lo que había sucedido. En lugar de arriesgarse a que lo cogieran en una mentira cuando dijera que nadie había entrado o salido hacia la hora en que se produjo el extraño fallecimiento en el calabozo nueve. Cabía esperar que, en aquel momento, Groth estuviese pensando que Harry podía quitarle el dolor de un plumazo, que aquello era una buena cosa. No existía motivo alguno para comprobaciones, el propio Waaler le había dicho que aquel idiota estaba ahora de su lado.

Gråten
carraspeó.

Harry escribió su nombre en la línea de puntos.

—En marcha —ordenó empujando a Sivertsen delante de sí.

El aire nocturno del aparcamiento le produjo en la garganta la misma sensación que una cerveza fría.

34
La noche del domingo. Ultimátum

Rakel se despertó.

Alguien había abierto la puerta de abajo.

Se dio la vuelta en la cama y miró el reloj. La una y cuarto.

Se estiró y se quedó escuchando. Notó cómo la sensación de somnoliento bienestar iba cediendo poco a poco a un hormigueo expectante. Decidió fingir que estaba dormida cuando él se metiera en la cama. Sabía que era un juego pueril, pero le gustaba. Él estaría quieto, respirando. Y, cuando ella se diese la vuelta en sueños y su mano se posara como al azar en su estómago, oiría cómo empezaba a respirar más rápido y profundo. Y se quedarían así, tumbados, sin moverse, para ver quién aguantaba más, como una competición. Y él perdería.

Tal vez.

Cerró los ojos.

Y volvió a abrirlos al cabo de un rato. La inquietud se había agazapado bajo su epidermis.

Se levantó, abrió la puerta del dormitorio y prestó atención.

Silencio absoluto.

Se fue hasta la escalera.

—¿Harry?

La preocupación que resonó en su voz le agudizó el miedo.

Se armó de valor y bajó.

No había nadie.

Se dijo que la puerta principal, que no había cerrado con llave, no había quedado bien encajada y que seguramente se despertó cuando el viento la cerró de golpe.

Echó la llave y se sentó en la cocina a tomarse un vaso de leche. Oyó el crujir de las vigas de madera, como si las viejas paredes de la casa hablaran entre sí.

A la una y media se levantó de la silla. Harry se había marchado a casa. Y nunca sabría que, aquella noche, él ganaría la competición.

De camino al dormitorio, un pensamiento aciago cruzó su mente provocándole un instante de blanco pánico. Se dio la vuelta. Y respiró aliviada al ver desde el umbral de la habitación de Oleg que el pequeño dormía en su cama.

Aun así, se despertó otra vez una hora más tarde a causa de una pesadilla y se quedó dando vueltas en la cama el resto de la noche.

El Ford Escort blanco se deslizaba en la noche estival con el ronroneo de un submarino viejo.

—La calle Økernveien —iba murmurando Harry—. La calle de Son.

—¿Cómo? —preguntó Sivertsen.

—Sólo estaba practicando.

—¿El qué?

—El camino más corto.

—¿Adónde?

—Pronto lo verás.

Aparcaron en una callecita de dirección única con algunos chalés perdidos en medio de los bloques de pisos. Harry se inclinó por encima de Sivertsen y abrió la puerta del acompañante. Después del robo sufrido hacía varios años, no se podía abrir desde fuera. Rakel le había tomado el pelo por eso, relacionando los coches y la personalidad de sus dueños. No estaba del todo seguro de haber entendido «el sentido oculto». Harry dio la vuelta al coche hasta el lado del pasajero, sacó a Sivertsen y le ordenó que se pusiera de espaldas a él.

—¿Eres
southpaw?
—preguntó Harry mientras abría las esposas.

—¿Cómo?

—¿Pegas mejor con la izquierda o con la derecha?

—Quién sabe. En realidad, no pego.

—Bien.

Harry le puso una de las esposas en la muñeca derecha y la otra en la izquierda. Sivertsen lo miró inquisitivamente.

—No te quiero perder, querido —dijo Harry.

—¿No habría sido más fácil apuntarme con una pistola?

—Seguramente, pero tuve que devolverla hace un par de semanas. Nos vamos.

Fueron campo a través hacia un grupo de bloques cuyo perfil se recortaba pesado y negro contra el cielo nocturno.

—¿Te gusta volver a los lugares de antaño? —preguntó Harry una vez hubieron llegado a la puerta del bloque de apartamentos.

Sivertsen se encogió de hombros.

Ya dentro, Harry oyó algo que habría preferido no oír. Pasos en la escalera. Miró a su alrededor y vio luz en el pequeño ojo de buey de la puerta del ascensor. Dio unos pasos a un lado y arrastró a Sivertsen consigo. El ascensor se balanceaba por el peso de los dos hombres.

—Puedes adivinar a qué piso vamos —dijo Harry.

Sivertsen alzó la vista y puso los ojos en blanco cuando vio a Harry agitar delante de su cara un manojo de llaves en un llavero con una calavera de plástico.

—¿No estás de humor para jugar? De acuerdo, llévanos al cuarto piso, Sivertsen.

Sivertsen pulsó el botón del número cuatro y miró hacia arriba como se suele hacer cuando uno espera que un ascensor eche a andar. Harry estudió la cara de Sivertsen. Una actuación cojonuda, tuvo que reconocerlo.

—La cancela corredera —dijo Harry.

—¿Qué?

—El ascensor no anda si la corredera no está cerrada. Lo sabes muy bien.

—¿Ésta?

Harry asintió con la cabeza. Sivertsen corrió la cancela hacia la derecha, que se desplazó con un chirrido. El ascensor seguía sin moverse.

Harry notó que una gota de sudor le corría por la frente.

—Estírala del todo —dijo Harry.

—¿Así?

—Deja de actuar —insistió Harry tragando saliva—. Debe estar tensa por completo. Si no entra en conexión con el punto de contacto que hay en el suelo, donde está el marco, el ascensor no funciona.

Sivertsen sonrió.

Harry cerró el puño derecho.

El ascensor dio un tirón y la pared blanca empezó a moverse tras la reluciente verja de hierro negro. Pasaron una puerta de ascensor y a través del ojo de buey Harry pudo ver la nuca de alguien que bajaba las escaleras. Probablemente, uno de los inquilinos. Bjørn Holm le había dicho que la Científica ya había terminado su trabajo allí.

—No te gustan los ascensores, ¿verdad?

Harry no contestó, sólo miraba la pared que discurría piso tras piso.

—¿Una pequeña fobia?

El ascensor se detuvo tan de repente que Harry tuvo que dar un paso de apoyo. El suelo se movía bajo sus pies. Harry se quedó fijamente mirando la pared.

—¿Qué coño estás haciendo? —susurró.

—Estás empapado en sudor, comisario Hole. He pensado que era un buen momento para aclararte las cosas.

—Éste no es buen momento para nada. Muévete o…

Sivertsen se había colocado delante de los botones del ascensor y no parecía tener intención de moverse. Harry levantó la mano derecha. Entonces lo vio. En la mano izquierda de Sivertsen estaba el cincel. Con el mango verde.

—Lo encontré entre el respaldo y el asiento —dijo Sivertsen sonriendo casi como si lo lamentara—. Debes mantener tu coche más ordenado. ¿Me escucharás ahora?

El acero brillaba. Harry intentó pensar. Intentó mantener el pánico a raya.

—Escucho.

—Bien, porque lo que voy a decir requiere un poco de concentración. Soy inocente. Es decir, he traficado con armas y diamantes. Llevo años haciéndolo. Pero nunca he matado a nadie.

Sivertsen levantó el cincel cuando Harry movió la mano. Harry la dejó caer.

—El tráfico de armas lo organiza un tipo que se hace llamar el Príncipe, y hace un tiempo me di cuenta de que se trata del comisario Tom Waaler. Y, lo que es más interesante, puedo probar que se trata del comisario Tom Waaler. Y si he comprendido bien la situación, tú necesitas mi testimonio y mis pruebas para coger a Tom Waaler. Si tú no lo coges a él, él te cogerá a ti. ¿Verdad?

Harry estaba pendiente del cincel.

—¿Hole?

Harry asintió con la cabeza.

La risa de Sivertsen era clara como la de una chica.

—¿No es una paradoja preciosa, Hole? Aquí estamos, un traficante de armas y un madero, encadenados y totalmente dependientes el uno del otro, y aun así, pensando en cómo nos podemos matar.

—No hay paradoja verdadera —sentenció Harry—. ¿Qué quieres?

—Quiero… —dijo Sivertsen tirando el cincel al aire y recogiéndolo de forma que el mango quedó señalando a Harry—. Quiero que averigües quién ha hecho que parezca que yo he matado a cuatro personas. Si lo consigues, te ofreceré la cabeza de Waaler en bandeja de plata. Tú me ayudas a mí, yo te ayudo a ti.

Harry observó a Sivertsen con atención. Sus esposas se rozaban.

—De acuerdo —dijo Harry—. Pero vayamos por partes. Primero encerramos a Waaler. Entonces tendremos tranquilidad y yo podré ayudarte a ti.

Sivertsen negó con la cabeza.

—Soy consciente de la situación en que me encuentro. He tenido veinticuatro horas para pensar, Hole. Lo único de lo que dispongo para negociar son las pruebas contra Waaler, y tú eres el único con el que puedo negociar. La policía ya se ha adjudicado la victoria y nadie más que tú sería capaz de ver el asunto con otros ojos, arriesgándose a convertir el triunfo del siglo en el fallo del siglo. El loco que ha asesinado a esas mujeres pretende inculparme a mí. He caído en una trampa. Y si alguien no me ayuda, estoy perdido.

—¿Eres consciente de que, en estos momentos, Tom Waaler y sus colaboradores nos están buscando? ¿De que cada hora que pase estarán más cerca? ¿Y de que, cuando nos encuentren —no
si
nos encuentran—, estamos acabados?

—Sí.

—Entonces, ¿por qué correr ese riesgo? Dado que lo que dices de la policía es cierto: en cualquier caso, no volverán a investigar el asunto. ¿No es mejor una condena de veinte años de cárcel que perder la vida?

—Veinte años de cárcel es una opción que ya no tengo, Hole.

—¿Por qué no?

—Porque acabo de saber algo que me cambiará la vida radicalmente.

—¿Y qué es?

—Voy a ser padre, comisario Hole.

Harry parpadeó atónito.

—Tienes que encontrar al verdadero asesino antes de que Waaler nos encuentre a nosotros, Hole. Así de simple.

Sivertsen le entregó el cincel a Harry.

—¿Me crees?

—Sí —mintió Harry metiéndose el cincel en el bolsillo de la chaqueta.

Los cables de acero chirriaron cuando el ascensor reanudó el ascenso.

35
Noche del domingo. Delicioso absurdo

—Espero que te guste Iggy Pop —dijo Harry encadenando a Sven Sivertsen al radiador que había bajo la ventana del 406—. Es la única vista que tendremos durante un buen rato.

—Podría haber sido peor —dijo Sven mirando el póster—. Vi a Iggy y The Stooges en Berlín. Probablemente, antes de que hubiera nacido el joven que vivía aquí.

Harry miró el reloj. La una y diez. Seguramente, Waaler y sus hombres habrían registrado su apartamento de la calle Sofie y estarían haciendo la ronda de rigor por los hoteles. Era imposible saber de cuánto tiempo disponían. Harry se dejó caer en el sofá y se frotó la cara con las palmas de las manos.

«¡Al diablo con Sivertsen!»

Era un plan tan sencillo… No tenía más que llegar a un lugar seguro y luego llamar a Bjarne Møller y al comisario jefe de la Policía Judicial para que escucharan el testimonio de Sven Sivertsen a través del teléfono. Contarles que tenían tres horas para detener a Tom Waaler antes de que Harry llamara a la prensa e hiciera estallar la bomba. Una elección sencilla. Luego no tendrían más que aguardar sin hacer nada hasta que se hubiese confirmado la detención de Tom Waaler. A continuación, Harry marcaría el número de Roger Gjendem, el periodista del
Aftenposten,
y le pediría que llamase al comisario jefe para que comentara la detención. Entonces, cuando fuera oficial, Harry y Sivertsen podrían salir de su agujero.

Una jugada bastante segura si Sivertsen no le hubiese dado un ultimátum.

—Qué, si…

—Ni lo intentes, Hole.

Sivertsen ni siquiera lo miró.

«¡Mierda!»

Harry volvió a echarle una ojeada al reloj. Sabía que tenía que dejar de hacerlo, que debía olvidarse del factor tiempo y pensar, reorganizar los pensamientos, improvisar, ver las posibilidades que ofrecía la situación. ¡Joder!

—De acuerdo —dijo Harry al fin cerrando los ojos—. Cuéntame tu historia.

Las esposas emitieron un ruidito cuando Sven Sivertsen se inclinó.

Harry estaba fumando delante de la ventana abierta mientras escuchaba la voz clara de Sven Sivertsen, que tomó como punto de partida para su relato el día en que, a los diecisiete años, se vio con su padre por primera vez.

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