La estrella del diablo (37 page)

Read La estrella del diablo Online

Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: La estrella del diablo
5.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Harry, estamos haciendo limpieza. Igual que tú quitaste de la circulación a aquel asesino de Sidney. Las leyes no funcionan, se redactaron para unos tiempos diferentes, más inocentes. Mientras las modifican, no podemos permitir que la ciudad caiga en manos de los delincuentes. Pero todo esto lo comprenderás tú mismo, ya que te enfrentas a ello a diario, ¿no?

Harry escrutó las ascuas del cigarrillo. Luego asintió con la cabeza.

—Lo único que quiero es tener una idea completa —aseguró.

—De acuerdo, Harry. Escucha. Sven Sivertsen ocupará el calabozo número nueve hasta pasado mañana por la mañana. Es decir, hasta la mañana del lunes. Entonces, lo trasladarán a una celda segura en la cárcel de Ullersmo, donde no podremos acceder a él. La llave del calabozo número nueve está a la derecha, encima del mostrador.

Tienes hasta la media noche de mañana, Harry. Entonces llamaré a los calabozos y me confirmarán que el mensajero asesino ha recibido su merecido. ¿Comprendes?

Harry volvió a asentir con la cabeza.

Waller sonrió.

—¿Sabes qué, Harry? Pese a la alegría de que finalmente estemos en el mismo equipo, una pequeña parte de mí siente un punto de tristeza. ¿Sabes por qué?

Harry se encogió de hombros.

—¿Porque creías que había cosas que no podían comprarse con dinero?

Waaler se rió.

—Muy bueno, Harry. Es porque tengo la sensación de haber perdido a un buen enemigo. Somos iguales. Entiendes a qué me refiero, ¿verdad?

—«¿No es maravilloso tener alguien a quien odiar?»

—¿Cómo?

—Michael Krohn. De los Raga Rockers.

—Veinticuatro horas, Harry. Buena suerte.

QUINTA PARTE
32
Domingo. Las golondrinas

Rakel estaba en el dormitorio, mirándose en el espejo. Había dejado la ventana abierta para oír el coche o los pasos por el camino de gravilla que desembocaba en la casa. Miró la foto de su padre en el tocador, delante del espejo. Siempre la impresionaba lo joven e inocente que parecía en aquella foto.

Como de costumbre, se había recogido el pelo con un sencillo pasador. ¿Debería peinarse de otra manera? El vestido había pertenecido a su madre, un vestido de muselina roja que Rakel había llevado a arreglar, y confiaba en no parecer demasiado compuesta. Cuando era pequeña, su padre le había contado a menudo la primera vez que vio a su madre con aquel vestido y Rakel nunca se cansaba de oír que fue como un cuento.

Rakel soltó el pasador y giró la cabeza de modo que la oscura melena le tapó la cara. Entonces sonó el timbre. Oyó los pasos acelerados de Oleg abajo, en el pasillo. Oyó su voz animada y la risa discreta de Harry. Echó una última ojeada al espejo. Notó que el corazón empezaba a latirle más deprisa. Y salió del dormitorio.

—Mamá, Harry acaba de…

Los gritos de Oleg se acallaron en cuanto Rakel apareció en el rellano de la escalera. Puso un pie cuidadosamente en el primer peldaño. Aquellos tacones tan altos se le antojaron de pronto inestables e inseguros. Pero encontró el equilibrio y levantó la vista al frente. Oleg se encontraba al pie de la escalera, mirándola embobado. Harry estaba a su lado. Era tal el brillo de sus ojos que Rakel creyó notar en sus mejillas el calor que irradiaban. Llevaba un ramo de rosas en la mano.

—Mamá, estás muy guapa —musitó Oleg.

Rakel cerró los ojos. Llevaban las dos ventanillas abiertas y el viento le acariciaba el pelo y la piel mientras Harry conducía el Escort por las curvas que descendían la colina de Holmenkollåsen. El coche despedía un suave aroma a detergente Zalo. Rakel bajó la visera para comprobar el estado del carmín y se fijó en que incluso habían limpiado aquel espejo.

Sonrió al pensar en la primera vez que se vieron. Él se ofreció a llevarla al trabajo y ella tuvo que ayudarle a empujar el coche para que arrancara.

Lo miró con el rabillo del ojo.

Y el mismo puente afilado de la nariz. Y los mismos labios de contornos suaves y casi femeninos que contrastaban con los demás rasgos, masculinos y duros. Y los ojos. Realmente, no podía decirse que fuese guapo, no en el sentido clásico. Pero era… ¿cómo decirlo? Un tipo con algo especial. Un tipo especial, sí. Y eran los ojos. No, los ojos, no. La mirada.

Él se dio la vuelta, como si estuviera oyendo sus pensamientos.

Sonrió. Y allí estaba. Aquella dulzura infantil en la mirada, como si hubiera un chico sentado allí detrás sonriéndole a ella. Había algo auténtico en sus ojos. Una sinceridad pura. Honradez. Integridad. Era la mirada de alguien en quien puedes confiar. O en quien quieres confiar.

Rakel le devolvió la sonrisa.

—¿En qué piensas? —preguntó Harry, que tuvo que volver a centrarse en la carretera.

—Cosas.

Las últimas semanas, Rakel había tenido mucho tiempo para pensar. Tiempo suficiente para reconocer que Harry nunca le había prometido nada que no hubiese cumplido. Nunca le prometió que no iba a recaer. Nunca le prometió que el trabajo no sería lo más importante en su vida. Nunca le prometió que sería fácil. Todo esto eran promesas que ella se había hecho a sí misma, ahora lo veía claro.

Olav Hole y Søs los esperaban junto a la verja cuando llegaron a la casa de Oppsal. Harry le había contado tantas cosas sobre aquella casa que a veces Rakel tenía la sensación de ser ella quien se había criado allí.

—Hola, Oleg —saludó Søs con aire de adulta y de hermana mayor—. Hemos preparado masa para hacer bollos.

—¿De verdad? —impaciente por salir, Oleg empujaba el respaldo del asiento de Rakel.

Camino a la ciudad, Rakel apoyó la cabeza en el respaldo y dijo que él le parecía hermoso, pero que no se hiciera ilusiones. Él contestó que ella le parecía más hermosa y que se hiciera todas las ilusiones que quisiera. Cuando llegaron a Ekebergskrenten y la ciudad se extendía a sus pies, Rakel vio pequeñas marcas negras cortando el aire.

—Golondrinas —dijo Harry.

—Vuelan bajo —observó Rakel—. ¿No significa eso que va a llover?

—Sí. Han anunciado lluvias.

—Ah, qué bien, será maravilloso. ¿Y por eso vuelan? ¿Para anunciar la lluvia?

—No —dijo Harry—. Están realizando una labor mucho más útil. Están limpiando el aire de insectos. De bichos dañinos y esas cosas.

—Pero ¿por qué tienen tanta prisa? Se diría que están histéricas.

—Porque tienen poco tiempo. Ahora es cuando salen los insectos y, para la puesta del sol, la caza tiene que haber acabado.

—¿Quieres decir que la caza
se acaba?

Se volvió hacia Harry. Él miraba absorto al frente.

—¿Harry?

—Sí —dijo él—. Estaba un tanto ausente.

El público del estreno se agolpaba en la plaza del Teatro Nacional, ahora a la sombra. Los famosos conversaban con otros famosos mientras los periodistas pululaban entre el zumbar de las cámaras. Aparte de los rumores sobre algún que otro romance veraniego, el tema de conversación era el mismo para todos, la detención del mensajero asesino el día anterior.

Harry llevaba la mano discretamente posada en la región lumbar de Rakel mientras se dirigían hacia la entrada. Ella notaba el calor de sus dedos a través del fino tejido. De repente, una cara apareció delante de ellos.

—Roger Gjendem, del periódico
Aftenposten.
Perdonen, pero estamos haciendo una encuesta sobre lo que opina la gente de que por fin hayan capturado al hombre que secuestró a la mujer que iba a ser protagonista esta noche.

Se detuvieron y Rakel notó que Harry retiraba súbitamente la mano de su espalda.

El periodista sonreía con firmeza, pero su mirada expresaba indecisión.

—Ya nos conocemos, Hole. Soy reportero de sucesos criminales. Hablamos un par de veces cuando volviste después del asunto de Sidney. Una vez dijiste que yo era el único periodista que te citaba correctamente. ¿Me recuerdas ahora?

Harry miró pensativo a Roger Gjendem y asintió con la cabeza.

—Sí. ¿Has dejado los sucesos criminales?

—¡No, no! —negó el periodista con vehemencia—. Sólo estoy sustituyendo a un compañero que está de vacaciones. ¿Algún comentario del comisario de policía Harry Hole?

—No.

—¿No? ¿Ni siquiera unas palabras?

—Quiero decir que no soy comisario de policía —explicó Harry.

El periodista pareció sorprendido.

—Pero si te he visto…

Harry echó una rápida ojeada a su alrededor antes de inclinarse.

—¿Tienes tarjeta de visita?

—Sí…

Gjendem le entregó una tarjeta blanca con la letra gótica del
Aftenposten
en azul, y Harry se la guardó en el bolsillo trasero.

—Tengo
deadline
a las once.

—Ya veremos —dijo Harry.

Roger Gjendem se quedó con una expresión interrogante en la cara mientras Rakel subía los peldaños con los dedos cálidos de Harry otra vez en su lugar.

En la entrada había un hombre con una abundante barba que les sonreía con lágrimas en los ojos. Rakel reconoció la cara de haberla visto en los periódicos. Era Willy Barli.

—Me alegra tanto veros venir juntos —gruñó abriendo los brazos. Harry titubeó, pero cayó presa del abrazo.

—Tú debes de ser Rakel.

Willy Barli le guiñó un ojo por encima del hombro de Harry mientras abrazaba a aquel hombre tan grande como si fuera un oso de peluche que acabase de recuperar.

—¿Qué era eso? —preguntó Rakel una vez hubieron encontrado sus butacas, hacia la mitad de la cuarta fila.

—Afecto masculino —explicó Harry—. Es artista.

—No me refiero a eso, sino a lo de que ya no eres comisario de policía.

—Ayer fue mi último día de trabajo en la comisaría general.

Ella lo miró.

—¿Por qué no me has dicho nada?

—Te dije algo. El otro día, en el jardín.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—Otra cosa.

—¿El qué?

—Algo totalmente diferente. He recibido una oferta por medio de un amigo y la he aceptado. Se supone que tendré más tiempo libre. Ya te contaré más en otro momento. Se levantó el telón.

Unas salvas de aplausos atronadores estallaron en el teatro cuando cayó el telón, y se mantuvieron con la misma intensidad durante cerca de diez minutos.

Los actores salían y entraban todo el rato en formaciones diversas hasta que se les acabaron las variantes ensayadas y se quedaron como estaban, recibiendo la ovación. Los gritos de «¡Bravo!» retumbaban cada vez que Toya Harang daba un paso al frente para saludar una vez más, y al final, todos los que habían participado en la obra tuvieron que subir al escenario, y Willy Barli abrazó a Toya, y las lágrimas rodaban abundantes, tanto sobre el escenario como en la sala.

Hasta Rakel tuvo que sacar el pañuelo mientras apretaba la mano de Harry.

—Os veo raros —dijo Oleg—. ¿Pasa algo malo o qué?

Rakel y Harry negaron con la cabeza, como si estuviesen sincronizados.

—¿Habéis hecho las paces? ¿Es eso lo que pasa?

Rakel sonrió.

—Nunca hemos estado enfadados, Oleg.

—¿Harry?

—¿Sí, jefe? —Harry miró al retrovisor.

—¿Quiere decir que podemos volver a ir al cine? ¿A ver una película de hombres?

—Puede ser. Si de verdad es una película de hombres.

—¿Ah, sí? —preguntó Rakel—. ¿Y qué voy a hacer yo mientras?

—Puedes jugar con Olav y Søs —respondió Oleg con entusiasmo—. Es superguay, mamá. Olav me ha enseñado a jugar al ajedrez.

Habían llegado a casa y Harry detuvo el coche, pero dejó el motor en marcha. Rakel le dio a Oleg las llaves de casa y lo dejó bajarse del coche. Ambos lo siguieron con la mirada mientras el pequeño iba corriendo por la gravilla.

—Dios mío, cómo ha crecido —dijo Harry.

Rakel apoyó la cabeza en el hombro de Harry.

—¿Entras?

—Ahora no. Hay un último detalle que debo solucionar en el trabajo.

Ella le pasó la mano por la mejilla.

—Puedes venir más tarde. Si quieres.

—Mm. ¿Lo has pensado bien, Rakel?

Ella suspiró, cerró los ojos y apoyó la frente en su cuello.

—No. Y sí. Es un poco como saltar desde una casa en llamas. Caerse es mejor que quemarse.

—Por lo menos hasta que llegas al suelo.

—He llegado a la conclusión de que existe un gran parecido entre caerse y vivir. Entre otras cosas, porque ambos estados son altamente transitorios.

Se miraron en silencio mientras escuchaban el ronroneo irregular del motor. Harry le puso a Rakel un dedo en la barbilla y la besó. Y ella tuvo la sensación de perder el equilibrio, la serenidad, y sólo había una persona a la que podía agarrarse, y esa persona la hacía arder y caer al mismo tiempo.

Rakel no se había dado cuenta de cuánto había durado aquel beso cuando él se liberó de ella despacio.

—Dejo la puerta abierta —le susurró Rakel.

Debía haber sabido que era una estupidez.

Debía haber sabido que era peligroso.

Pero llevaba semanas pensando. Estaba harta de tanto pensar.

33
La noche del domingo. La bendición de José

En el aparcamiento que se extendía delante de los calabozos había pocos coches y ninguna persona.

Harry giró la llave y el motor se apagó con un estertor mortecino.

Miró el reloj. Las veintitrés y diez. Tenía cincuenta minutos.

Sus pasos arrancaban un eco a las paredes de hormigón de Telje, Torp y Aasen.

Harry respiró hondo antes de entrar.

No había nadie en los mostradores de recepción y en la sala reinaba un silencio absoluto. Se percató de un movimiento a su derecha. El respaldo de una silla giró despacio en la sala de guardia. Harry vio medio rostro con una cicatriz de color rojizo que manaba como una lágrima desde un ojo de mirada inexpresiva. La silla volvió a girarse y le dio la espalda.

Groth. Estaba solo. Extraño. O quizá no.

Harry encontró la llave de la celda número nueve tras el mostrador de la izquierda. Se fue hacia los calabozos. Se oían voces desde la sala de los abogados de oficio, pero el número nueve estaba convenientemente emplazado de manera que no tuvo que pasar por ella.

Harry metió la llave en la cerradura y la giró. Esperó un segundo, escuchó un movimiento allí dentro. Y abrió la puerta.

El hombre que lo miraba desde el catre no tenía pinta de ser un asesino. Harry sabía que eso no significaba nada. Unas veces la tenían. Otras, no.

Éste era guapo. Tenía unas facciones puras, pelo oscuro, tupido y corto y unos ojos azules que quizás un día se parecieron a los de su madre, pero que él se había apropiado con los años. Harry rondaba los cuarenta, Sven Sivertsen tenía cincuenta cumplidos. Harry contaba con que la mayoría apostaría a que era al revés.

Other books

Goth Girl Rising by Barry Lyga
The Face of Fear by Dean Koontz
Helix by Viola Grace
Hold Zero! by Jean Craighead George
Scorched by Desiree Holt, Allie Standifer
Thy Neighbor's Wife by Georgia Beers
Chimera by David Wellington
The Eagle Catcher by Margaret Coel