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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (33 page)

BOOK: La estrella del diablo
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Let me go wild. Like a blister in the sun!

Allá abajo, la chica se levantó de la toalla. Habría empezado a hacer fresco. Marius la siguió con la mirada en su marcha hacia el edificio de al lado. La chica se encontró por el camino con alguien que iba en bicicleta. Parecía un mensajero. Marius cerró los ojos. Podría escribir.

Otto Tangen se frotó los ojos con unos dedos que amarilleaban por la nicotina. Se percibía en el autobús la intranquilidad más absoluta, bien habría podido confundirse con la tranquilidad más absoluta. Nadie se movía, nadie dijo nada. Eran las cinco y veinte y no se había producido el menor movimiento en ninguna de las pantallas, sólo pequeños espacios de tiempo que transcurrían en letras blancas en una esquina de la pantalla. Las gotas de sudor caían entre los jamones de Otto. Cuando uno llevaba un rato así, podía obsesionarse y pensar que quizás alguien había manipulado el equipo y que lo que se veía era una grabación del día anterior o algo por el estilo.

Otto tamborileaba con los dedos junto al teclado. El capullo de Waaler les había prohibido fumar.

Otto se inclinó hacia la derecha y expulsó un pedo mudo mientras echaba una ojeada al tipo rubio con el pelo de punta. Se había pasado todo el rato sentado en una silla y, desde que llegó, no había pronunciado una sola palabra. Parecía un portero muerto de hambre.

—No parece que nuestro hombre tenga pensado trabajar hoy —dijo Otto—. Tal vez piense que hace demasiado calor. Puede que haya decidido dejarlo para mañana y que se haya ido a Aker Brygge a tomar una cerveza. El hombre del tiempo dijo que…

—Cierra la boca, Tangen.

Waaler se lo dijo en voz baja, pero lo bastante alto como para que lo oyera.

Otto suspiró profundamente y se encogió de hombros.

El reloj en la esquina de la pantalla indicaba las cinco y veintiún minutos.

—¿Alguien ha vuelto a ver al tipo del 303?

Era la voz de Waaler. Otto se dio cuenta de que lo estaba mirando a él.

—Yo estuve durmiendo por la mañana.

—Quiero que se controle el 303. ¿Falkeid?

El jefe del grupo de Operaciones Especiales carraspeó.

—No considero que el riesgo…

—Ahora, Falkeid.

Los ventiladores que refrigeraban los equipos zumbaban mientras Falkeid y Waaler se sostenían la mirada.

Falkeid volvió a carraspear.

—Alfa a Charlie dos, entra. Cambio.

Se oyó un rumor.

—Charlie dos.

—Controla el 303 ahora mismo.

—Recibido. Controlo 303.

Otto miró la pantalla. Nada. A ver si…

Allí estaban.

Tres hombres. Uniformes negros, capuchas negras, metralletas negras, botas negras. Pasó muy rápido, pero resultaba extrañamente carente de dramatismo. Era el sonido. No había sonido.

No utilizaron esos explosivos tan prácticos y manejables para abrir la puerta, sino un anticuado pie de cabra. Otto estaba desilusionado. Sería por los recortes.

Los hombres mudos de la pantalla se colocaron en formación, como si estuvieran en la línea de salida de una competición, uno de ellos con el pie de cabra metido bajo la cerradura, los otros dos a un metro de distancia con las armas levantadas. Y, de repente, comenzaron a actuar. Fue como un único movimiento coordinado, como un paso de baile de locos. La puerta se abrió en un segundo, los dos que estaban preparados entraron a la carrera y el tercero los siguió lanzándose literalmente de cabeza. Otto ya estaba pensando en el momento en que le enseñaría la grabación a Nils. La puerta se cerró a medias. Realmente, era una pena que no hubiesen podido instalar cámaras en las habitaciones.

Ocho segundos.

La radio de Falkeid chisporroteaba.

—303 controlado. Una chica y un chico, no van armados.

—¿Y están vivos?

—Sí, están muy… vivos.

—¿Has cacheado al chico, Charlie dos?

—Está desnudo, Alfa.

—Sácalo de ahí —gritó Waaler—. ¡Mierda!

Otto miró fijamente la puerta del 303. Lo habían hecho. Estaba desnudo. Habían estado haciéndolo toda la noche y todo el día. Miró como embrujado hacia la puerta.

—Que se ponga algo de ropa y te lo traes hasta la posición, Charlie dos.

Falkeid dejó el
walkie-talkie,
miró a los otros e hizo un gesto lento de negación con la cabeza.

Waaler dio un fuerte golpe con la mano abierta en el reposabrazos de la silla.

—El autobús también estará libre mañana —dijo Otto echando una ojeada rápida al comisario.

Ahora había que ir con un poco de cuidado.

—No cobro más por ser domingo, pero tengo que saber cuándo…

—Oye, mira allí.

Otto se dio la vuelta automáticamente. Era el portero que por fin abría la boca. Señalaba la pantalla central.

—En el portal. Entró por la puerta y se fue directamente al ascensor.

Durante dos segundos hubo un silencio total en el autobús. Luego se oyó la voz de Falkeid en el
walkie-talkie.

—Alfa a todas las unidades. Posible objeto acaba de entrar en el ascensor.
Stand-by.

—No gracias —sonrió Beate.

—Bueno, supongo que estarás harta de galletas —suspiró la señora mayor dejando la caja sobre la mesa—. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Me alegrará ver a Sven ahora que estoy sola.

—Sí, me imagino que puede resultar un poco solitario vivir en una casa tan grande.

—Bueno, hablo bastante con Ina. Pero se fue hoy a la cabaña de ese amigo que tiene. Le he pedido que me lo presente, pero los jóvenes de hoy en día sois tan raros con respecto a esas cosas… Es como si quisierais probarlo todo, al mismo tiempo que pensáis que nada durará, quizá por eso os andáis con tanto misterio.

Beate miró el reloj con disimulo. Harry había prometido llamar en cuanto hubiera acabado todo.

—Estás pensando en otra cosa, ¿verdad?

Beate asintió despacio con la cabeza.

—No importa —dijo Olaug—. Ojalá lo atrapéis.

—Sven es un buen hijo.

—Sí, es verdad. Y si me hubiera visitado siempre tan a menudo como lo hace últimamente, no me quejaría.

—¿Ah sí? ¿Cómo de a menudo te visita ahora? —preguntó Beate. Debería haber acabado ya. ¿Por qué no llamaba Harry? ¿Acaso no se había presentado al final?

—Una vez por semana en las últimas cuatro semanas. En realidad, con más frecuencia aún: ha venido cada cinco días. Estancias cortas. Estoy convencida de que tiene a alguien esperándolo allí en Praga. Y como dije, creo que esta noche trae noticias.

—Ya.

—La última vez me trajo una joya. ¿Quieres verla?

Beate miró a la señora mayor. Y de repente tomó conciencia de lo cansada que estaba. Cansada del trabajo, del mensajero asesino, de Tom Waaler y de Harry Hole. De Olaug Sivertsen y, sobre todo, de sí misma, de la buena y cumplidora Beate Lønn que creía que podía conseguir algo, cambiar algo, sólo con ser buena, buena y aplicada, aplicada y cumplidora. Ya era hora de cambiar, pero no sabía si tenía ganas de hacerlo. Más que nada, quería irse a casa, esconderse bajo el edredón y dormir.

—Tienes razón —dijo Olaug—. No es gran cosa. ¿Más té?

—Con mucho gusto.

Olaug estaba a punto de servirle otra vez cuando vio que Beate cubría la taza con la mano.

—Perdona —dijo Beate entre risas—. Lo que quería decir era que me gustaría verla.

—Que…

—Ver la joya que te regaló tu hijo.

A Olaug se le iluminó la cara y se encaminó a la cocina.

Buena, pensó Beate. Se acercó la taza a los labios. Llamaría a Harry para saber cómo iban las cosas.

—Aquí está —dijo Olaug.

La taza de té de Beate, es decir, la taza de té de Olaug Sivertsen, o más exactamente, la taza de té de la Whermacht, se detuvo a medio camino.

Beate se quedó mirando fijamente el broche.

—Sven los importa —explicó Olaug—. Al parecer, sólo se tallan de esta manera en Praga.

Era un diamante. Con forma de pentagrama.

Beate pasó la lengua por dentro de la boca para eliminar la sequedad.

—Tengo que llamar a alguien —dijo.

La sequedad no quería remitir.

—¿Podrías buscar una foto de Sven, mientras tanto? A ser posible, una reciente. Hay cierta urgencia.

Olaug la miró desconcertada pero asintió con la cabeza.

Otto respiraba con la boca abierta, mientras miraba a la pantalla registrando las voces a su alrededor.

—Posible objeto entra en el sector de Bravo dos. Posible objeto se para delante de puerta. ¿Preparados, Bravo dos?

—Aquí Bravo dos. Preparados.

—El objeto se ha detenido. Busca algo en el bolsillo. Podría ser un arma, no le vemos la mano.

La voz de Waaler.

—Ahora. En marcha, Bravo dos.

—Extraño —murmuró el portero.

Al principio, Marius Veland creyó que no había oído bien, pero bajó el volumen de Violent Femmes para asegurarse. Y volvió a oírlo. Llamaban a la puerta. ¿Quién sería? Por lo que él sabía, todos los demás vecinos del pasillo se habían ido a sus casas a pasar el verano. Aunque no Shirley, la había visto en la escalera el día anterior. Estuvo a punto de pararse y preguntarle si quería acompañarlo a un concierto. O a ver una película. O a un estreno. Gratis. Lo que ella eligiera.

Marius se levantó y notó cómo empezaban a sudarle las manos. ¿Por qué? No había ninguna razón lógica para que fuera ella… Miró a su alrededor y se dio cuenta de que, realmente, no se había fijado bien en su apartamento hasta aquel momento. No tenía suficientes cosas para que pudiera estar desordenado. Las paredes estaban desnudas, aparte de un póster de Iggy Pop con rasguños y una triste librería que no tardaría en verse atestada de CD y DVD gratuitos. Era un apartamento patético, sin carácter. Sin… Volvieron a llamar. Remetió a toda prisa una esquina del edredón que sobresalía por el respaldo del sofá cama y se encaminó a la puerta. Abrió. No podía ser ella. No podría… No era ella.

—¿Señor Veland?

—¿Sí?

Marius observaba atónito al hombre.

—Tengo un paquete para ti.

El hombre se quitó la mochila, sacó un sobre tamaño A4 y se lo entregó. Marius miró el sobre blanco con un sello. No había nombre escrito.

—¿Seguro que es para mí? —preguntó.

—Sí. Necesito un recibo…

El hombre le tendió una carpeta con un folio sujeto por una pinza.

Marius lo miró inquisitivamente.

—Lo siento, ¿no tendrás un bolígrafo? —preguntó el hombre sonriendo.

Marius no dejaba de observarlo. Había algo en él que no cuadraba. Algo que no podía precisar.

—Un momento —dijo Marius.

Se llevó el sobre consigo, lo dejó en la estantería, junto al llavero con el cráneo, buscó el bolígrafo en el cajón y se dio la vuelta. Marius se sobresaltó al ver que el hombre estaba tras él en el penumbroso pasillo.

—No te he oído —dijo Marius escuchando resonar su propia risa nerviosa que retumbaba entre las paredes.

No es que tuviera miedo. En su pueblo natal, la gente solía pasar sin más. Para que no saliera el calor. O para que no entrara el frío. Pero había algo extraño en aquel hombre. Se había quitado las gafas y el casco y Marius vio ahora qué era lo que no encajaba. Era viejo. Los mensajeros ciclistas solían ser chicos jóvenes. Tenía el cuerpo delgado y bien entrenado y podía pasar por el de una persona joven, pero la cara pertenecía a un hombre con más de treinta, incluso con más de cuarenta.

Marius estaba a punto de abrir la boca cuando su mirada reparó en el objeto que el mensajero sujetaba en la mano. Había luz en la habitación y el pasillo estaba a oscuras, pero Marius Veland había visto suficientes películas para reconocer el contorno de una pistola alargada por un silenciador.

—¿Es para mí? —soltó de pronto.

El hombre sonrió y lo encañonó con la pistola. Directamente a él. A su cara. Y entonces Marius comprendió que debía tener miedo.

—Siéntate —dijo el hombre—. El bolígrafo es para ti. Abre el sobre.

Marius se dejó caer en la silla.

—Vas a escribir —explicó el hombre.

—¡Buen trabajo, Bravo dos!

Falkeid gritaba y tenía la cara de un rojo encendido.

Otto respiraba intensamente por la nariz. En la pantalla se veía al objetivo tumbado en el suelo boca abajo delante del 205, con las manos esposadas a la espalda. Y lo mejor de todo, tenía la cara torcida hacia la cámara, así que se podía apreciar el asombro y ver cómo se retorcía de dolor, ver cómo aquel cerdo poco a poco se percataba de su derrota. Era una primicia. No, era más que eso, era una grabación histórica. El dramático desenlace del verano sangriento de Oslo: «El mensajero asesino detenido cuando estaba a punto de cometer su cuarto asesinato». El mundo entero lucharía por enseñarlo. ¡Dios mío! Él, Otto Tangen, era un hombre rico. Se acabó la mierda de trabajo en el 7-Eleven, nada de capullos tipo Waaler, podría comprar… podría… Aud Rita y él podrían…

—No es él —dijo el portero.

El autobús se quedó en silencio.

Waaler se inclinó en la silla.

—¿Qué dices, Harry?

—No es él. Dos cero cinco es uno de los apartamentos donde no pudimos dar con el inquilino. Según la lista se llama Odd Einar Lillebostad. Es difícil distinguir lo que lleva el tío en la mano, pero a mí me parece que es una llave. Lo siento, señores, pero apuesto a que Odd Einar Lillebostad acaba de llegar a su casa.

Otto escrutó la imagen. Tenía un equipo por valor de más de un millón, un equipo que había sido adquirido e hipotecado, capaz de sacar un detalle de la mano y de ampliarlo sin dificultad para comprobar si aquel capullo de portero tenía razón. Pero no era necesario. La rama del manzano crujía. La luz entraba a raudales por las ventanas del jardín. Y chisporroteaba en la lata.

—Bravo dos a Alfa. Según su tarjeta de crédito, ese tío se llama Odd Einar Lillebostad.

Otto cayó pesadamente hacia atrás en la silla.

—Tranquilos, señores —intervino Waaler—. Todavía puede presentarse. ¿No es verdad, Harry?

El capullo de Harry no contestó. Y en ese momento le sonó el móvil.

Marius Veland miró los dos folios en blanco que había sacado del sobre.

—¿Quiénes son tus parientes más próximos? —preguntó el hombre.

Marius tragó saliva con la intención de contestar, pero la voz no le obedecía.

—No te voy a matar —le advirtió el hombre—. Si haces lo que te digo no lo haré.

—Mis padres —respondió Marius en un susurro que sonó como un SOS lastimero.

BOOK: La estrella del diablo
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