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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (46 page)

BOOK: La estrella del diablo
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—Sinceramente, no creo que sea de tu incumbencia, joven.

Roger cerró los ojos un momento. Aquél había sido un día muy raro desde el principio. Uno de los más raros de su vida. No existía motivo alguno para que dejase de serlo ahora.

—Podría llegar a ser de mi incumbencia —sugirió Roger.

Ella se dio la vuelta y clavó en él una mirada penetrante.

Él señaló con la cabeza hacia su mesa.

—A juzgar por el tamaño de la bolsa que llevas, lo que ahora tienes es un ex. Si necesitas un sitio esta noche para un aterrizaje de emergencia, tengo un apartamento muy grande con un dormitorio extra.

—¿De verdad?

Respondió con un tono hostil, pero Roger observó que la expresión de su cara se había tornado inquisitiva, curiosa.

—Sí. De repente, este invierno, el apartamento se volvió enorme —confesó Roger—. Por cierto, pago con mucho gusto esa cerveza si me haces compañía. Pienso quedarme un rato.

—Bueno. Supongo que podemos quedarnos un rato a esperar juntos.

—¿A alguien que no vendrá?

Rió con una risa triste, pero risa al fin.

Sven contemplaba desde la silla el campo que se extendía al otro lado de la ventana.

—Quizá deberías haber ido —opinó—. Puede que el periodista no tuviese la intención de…

—No lo creo —dijo Harry.

Estaba tumbado en el sofá, escrutando las volutas de humo que se elevaban en espiral hacia el techo gris.

—Creo que, sin ser muy consciente de ello, me dio un aviso.

—El hecho de que tú aludieras a Waaler como «un destacado oficial de policía» y el periodista se refiriese a él como «comisario» no significa necesariamente que él ya supiera quién era Waaler. Quizá lo adivinó por casualidad.

—En ese caso, metió la pata. A no ser que le tuviesen intervenido el teléfono y que él intentase avisarme.

—Estás paranoico, Harry.

—Puede, pero eso no significa necesariamente que…

—… que no vayan a por ti. Ya lo has dicho. ¿No hay otros periodistas a los que llamar?

—Ninguno en quien confíe. Además, creo que no debemos hacer muchas más llamadas con este móvil. En realidad, creo que voy a apagarlo. Pueden utilizar las señales para localizarnos.

—¿Cómo? Es imposible que Waaler sepa qué teléfono estás utilizando.

Harry apagó el Ericsson, cuya luz verde se extinguió, y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta.

—Sivertsen, es obvio que aún no has comprendido de lo que es capaz Tom Waaler. Mi amigo el taxista y yo habíamos acordado que, si todo iba bien, me llamaría desde una cabina entre las cinco y las seis. Son las seis y diez. ¿Has oído que sonara el teléfono?

—No.

—Es decir, cabe la posibilidad de que lo sepan todo sobre este teléfono. Se están acercando.

Sven suspiró.

—¿Te han dicho alguna vez que tienes una marcada tendencia a repetirte, Harry? Además, veo que no te estás esforzando demasiado para sacarnos de este embrollo.

Harry respondió formando un denso anillo de humo que se elevó hacia el techo.

—Casi tengo la sensación de que
deseas
que nos encuentre. Y de que todo lo demás es puro teatro. Quieres que parezca que estamos intentando escondernos por todos los medios, sólo para asegurarte de que se deja engañar y nos sigue.

—Interesante teoría —murmuró Harry.

—El experto de Norske Møller confirmó tu sospecha —aseguró Beate en el auricular al tiempo que le indicaba a Bjørn Holm que saliera del despacho.

Comprendió, por los chasquidos, que Harry la llamaba desde una cabina.

—Gracias por la ayuda —respondió Harry—. Era justo lo que necesitaba.

—¿Seguro?

—Eso espero.

—Acabo de llamar a Olaug Sivertsen, Harry. Está fuera de sí de preocupación.

—Ya.

—No sólo por su hijo. También teme por su inquilina, que se fue a pasar el fin de semana a una cabaña y no ha vuelto. No sé qué decirle.

—Lo menos posible. Pronto habrá terminado todo.

—¿Puedes prometerlo?

La risa de Harry resonó como una metralleta con tos seca de fondo.

—Sí, eso sí que puedo prometerlo.

En ese momento, se oyó el chisporroteo del teléfono interno.

—Tienes visita —anunció una voz nasal de recepción. Sería una guardia de Securitas, pues ya eran más de las cuatro, pero Beate se había dado cuenta de que hasta el personal de Securitas empezaba a hablar por la nariz después de cierto tiempo en la recepción.

Beate pulsó el botón de la centralita algo pasada de moda que tenía delante.

—Dile a quien sea que espere un momento, estoy ocupada.

—Sí, pero…

Beate cortó la comunicación.

—No paran de dar la lata —se lamentó.

Junto con la respiración entrecortada de Harry en el auricular, oyó el ruido de un coche que frenaba hasta que se apagó el motor. Al mismo tiempo, percibió un cambio en el modo en que la luz iluminaba el despacho.

—Tengo que irme —dijo Harry—. Empezamos a tener prisa. Quizá te llame más tarde. Si las cosas salen como yo espero. ¿De acuerdo, Beate?

Beate colgó. Se había quedado mirando el umbral.

—Vaya —dijo Tom Waaler—. ¿No te despides de nuestro buen amigo?

—¿No te han dicho en recepción que esperes?

—Sí, claro.

Tom Waaler cerró la puerta, tiró de un cordoncillo y las persianas blancas se desplomaron de golpe ante la ventana que daba al resto de las oficinas. Luego rodeó la mesa y se colocó junto a la silla, de cara al escritorio.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando los dos portaobjetos.

Beate respiraba nerviosamente por la nariz.

—Según el laboratorio, una semilla.

Waaler le puso la mano en la nuca suavemente. Beate se sobrecogió.

—¿Estabas hablando con Harry?

Le rozó la piel con un dedo.

—Déjalo —respondió ella haciendo un esfuerzo por aparentar tranquilidad—. Quita la mano.

—Vaya, ¿no te ha gustado?

Waaler levantó ambas manos sonriendo.

—Pero antes sí que gustaba, ¿verdad, Lønn?

—¿Qué quieres?

—Darte una oportunidad. Creo que te lo debo.

—¿Así que eso piensas? ¿Por qué?

Beate levantó la cabeza y lo miró. Él se humedeció los labios y se inclinó hacia ella.

—Por tu diligencia. Y tu sumisión. Y por ese coño estrecho y frío.

Ella quiso golpearle, pero él le atrapó la muñeca en el aire y, sin soltarla, le torció el brazo hacia la espalda empujándolo hacia arriba. Beate cayó hacia delante jadeando y casi dio con la frente en la mesa. La voz de Waaler le resonó en el oído.

—Te brindo la oportunidad de conservar tu puesto de trabajo, Lønn. Sabemos que Harry te ha llamado desde el teléfono de su amigo el taxista. ¿Dónde está?

Beate respiraba con esfuerzo. Waaler siguió empujando el brazo hacia arriba.

—Ya sé que duele —dijo—. Y sé que el dolor no te persuadirá de que me cuentes nada. Es decir, esto es sólo para mi satisfacción personal. Y para la tuya.

Al decir esto, se frotó la bragueta contra el costado de Beate, que sentía la sangre zumbándole en los oídos. Finalmente, se dejó caer hacia delante. Dio con la cabeza en la centralita del teléfono interno y le arrancó un crujido.

—¿Sí? —preguntó una voz nasal.

—Dile a Holm que venga en seguida —resopló Beate con la mejilla pegada al cartapacio.

—De acuerdo.

Waaler le soltó el brazo despacio. Beate se enderezó.

—Eres un cabrón —le dijo—. No sé dónde está Harry. Jamás se le ocurriría ponerme en una situación tan difícil.

Tom Waaler se la quedó mirando un buen rato. Escrutándola. Y, mientras lo hacía, Beate se percató de algo extraño: ya no le tenía miedo. La razón le decía que era más peligroso que nunca, pero vio en su mirada un destello nuevo. Waaler acababa de perder el control de sí mismo. Sólo unos segundos, pero era la primera vez que lo veía perder la compostura.

—Volveré a por ti —susurró—. Es una promesa. Y ya sabes que cumplo mis promesas.

—¿Qué pasa…? —comenzó a preguntar Bjørn Holm apartándose rápidamente a un lado mientras Tom Waaler salía raudo por la puerta.

40
Lunes. La lluvia

Eran las siete y media, el sol apuntaba hacia la colina de Ullernåsen y, desde su balcón de la calle Thomas Heftye, la viuda Danielsen constató que por el fiordo de Oslo seguían entrando nubes blancas. Abajo, en la calle, vio pasar a André Clausen con Truls. No conocía por su nombre al individuo ni a su Golden Retriever, pero los había visto a menudo cuando venían caminando desde el barrio Las Terrazas de Gimle. Se detuvieron ante el semáforo en rojo en el cruce que había junto a la parada de taxis de la avenida Bygdøy. La viuda Danielsen suponía que se dirigían al Frognerparken.

Le pareció que ambos presentaban un aspecto un tanto desastroso. Además, era obvio que el perro necesitaba un baño.

Arrugó la nariz con expresión displicente al ver que el perro, sentado medio paso detrás de su dueño, levantaba las patas traseras y descargaba sus necesidades en la acera. Al comprobar que el dueño no hacía ademán de ir a recoger la porquería, sino que, al contrario, cruzó el paso de cebra tirando del perro en cuanto apareció el hombrecillo verde, la viuda Danielsen se indignó, pero, al mismo tiempo, se alegró un poco. Se indignó porque siempre la había preocupado el aspecto de la ciudad. Bueno, por lo menos, el aspecto de aquella parte de la ciudad. Y se alegró porque ya tenía tema para una nueva carta al director del
Aftenposten,
donde hacía algún tiempo que no publicaban nada suyo.

Se quedó contemplando la escena del crimen mientras perro y amo se movían de prisa y con un claro sentimiento de culpabilidad por la calle Frognerveien. Y por ese motivo y de forma involuntaria, se convirtió en testigo de la escena en que una mujer que iba corriendo en dirección contraria para cruzar con la luz verde, era víctima de la falta de sentido de responsabilidad de que adolecían algunos ciudadanos. La mujer estaba, al parecer, tan concentrada en llamar la atención del único taxi de la parada que no reparó en dónde pisaba. La viuda Danielsen resopló ruidosamente, echó una última ojeada al ejército de nubes y volvió al interior del apartamento con la intención de comenzar su carta al director.

Pasó un tren, como un soplo suave y prolongado. Olaug abrió los ojos y cayó en la cuenta de que estaba en el jardín.

Qué raro. No recordaba haber salido de la casa. Pero allí estaba, entre vías de tren y con el último aroma dulzón a cadáver de rosas y lilas en la nariz. La presión que sentía en la sien no había remitido, todo lo contrario. Miró al cielo. Estaba lleno de nubes. De ahí tanta oscuridad. Olaug se miró los pies desnudos. Piel blanca, venas violáceas, los pies de una persona mayor. Sabía por qué se había sentado justo allí. Era allí, justo allí, donde se sentaban ellos. Ernst y Randi. Un día que ella estaba en la ventana del cuarto del servicio los vio allí abajo, en la penumbra, junto al ya desaparecido rododendro. El sol estaba a punto de ponerse y él le murmuró algo en alemán, cogió una rosa y se la puso a su mujer en la oreja. Y ella se rió y acercó la cara a su cuello. Entonces, se giraron hacia el oeste, abrazados y en silencio. Ella apoyó la cabeza en el hombro del marido mientras los tres contemplaban la puesta de sol. Olaug no sabía en qué estarían pensando ellos dos, pero ella imaginaba que quizás, algún día, el sol volvería a salir. Era tan joven…

Olaug miró automáticamente hacia la ventana del cuarto de la chica. Ni Ina ni la joven Olaug, sólo una superficie negra que reflejaba nubes como palomitas.

Estaría llorando hasta el fin del verano. Tal vez un poco más.

Y luego, el resto de su vida, empezaría de nuevo, tal y como había hecho siempre. Ése era su plan. Porque había que tener un plan.

Notó un movimiento a su espalda. Olaug se dio la vuelta despacio y con dificultad. Notó también cómo la fresca hierba se soltaba del suelo cuando ella movió las plantas de los pies. De pronto se quedó petrificada.

Era un perro.

El animal la miraba como pidiendo perdón por algo que aún no había sucedido. En el mismo instante, algo apareció deslizándose desde las sombras, bajo los frutales, y se colocó junto al perro. Era un hombre. De ojos grandes y negros como los del perro. Olaug no podía respirar bien, como si alguien le hubiese metido un animalito en la garganta.

—Hemos mirado en la casa, pero no estabas —dijo el hombre ladeando la cabeza y observándola como si se tratara de un insecto interesante—. Tú no sabes quién soy, señora Sivertsen, pero yo tenía muchas ganas de conocerte.

Olaug abrió la boca, la volvió a cerrar. El hombre se acercó. Olaug miró tras él.

—Dios mío —susurró con los brazos extendidos.

La joven bajó las escaleras y recorrió entre risas el camino de gravilla en dirección a los brazos abiertos de Olaug.

—Estaba muy preocupada por ti —confesó Olaug.

—¿Y eso? —preguntó Ina sorprendida—. Es que nos hemos quedado en la cabaña un poco más de lo planeado. Es verano, ya sabes.

—Sí, claro —dijo Olaug abrazándola fuerte.

El perro, un Setter inglés, se contagió de la alegría del reencuentro y empezó a saltar y a subir las patas a la espalda de Olaug.

—¡Thea! —gritó el hombre—. ¡Siéntate!

Thea obedeció.

—¿Y quién es este señor? —preguntó Olaug liberando por fin a Ina de su abrazo.

—Es Terje Rye. —Las mejillas de Ina ardían en el crepúsculo—. Mi prometido.

—Dios mío —dijo Olaug juntando las palmas de las manos.

El hombre le estrechó la mano con una amplia sonrisa. No era una belleza. Nariz respingona, pelo escaso y ojos demasiado juntos. Pero tenía una mirada abierta y directa que Olaug apreciaba.

—Mucho gusto —dijo él.

—Lo mismo digo —respondió Olaug confiando en que la oscuridad disimularía las lágrimas.

Toya Harang no percibió el olor hasta después de haber recorrido un buen trecho de la calle Josefine.

Miró al taxista con desconfianza. Era de tez morena, pero por lo menos, no era africano. En tal caso, no se habría atrevido a subirse en el taxi. No porque ella fuera racista, no, sino por una cuestión de cálculos de porcentajes.

¿Pero de dónde venía aquel olor?

Notaba la mirada del taxista desde el retrovisor. ¿Llevaría una indumentaria demasiado provocativa? ¿Sería el escote rojo demasiado bajo, la falda, demasiado corta, y las botas camperas? Pensó en una explicación más agradable. Seguramente, la habría reconocido de los primeros planos que sacaba hoy el periódico. «Toya Harang. Heredera del trono de la reina del musical», decía el titular. A decir verdad, el crítico del
Dagbladet
la había calificado de «torpemente encantadora» y aseguraba que tenía más credibilidad en el papel de la vendedora de flores Elisa que como la dama de la alta sociedad en que la convertía el profesor Higgins. Pero todos los críticos habían coincidido en que cantaba y bailaba mejor que nadie. Eso. ¿Qué habría dicho Lisbeth a eso?

BOOK: La estrella del diablo
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