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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

La estrella del diablo (50 page)

BOOK: La estrella del diablo
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Harry se quedó sentado.

—Encontrar al asesino era sólo la mitad de la promesa que me pediste que te hiciera, Willy. La otra mitad era que le diese el merecido castigo. Que lo castigase duro. Y yo diría que me lo pediste en serio. Porque una parte de ti anhela el castigo, ¿no es así?

—Freud ya ha caducado, Harry. Igual que esta visita.

—¿No quieres oír cuál es la prueba que tengo?

Willy suspiró irritado.

—Si así consigo que te vayas…

—Realmente, debí comprenderlo cuando recibimos en el correo el dedo de Lisbeth con el anillo de diamantes. El tercer dedo de la mano izquierda.
Vena amoris.
Ella era alguien cuyo amor ansiaba el asesino. Paradójicamente, resulta que fue ese dedo el que te descubrió.

—¿Me descubrió…?

—O, para ser exactos, los excrementos que había debajo de la uña.

—Con mi sangre. Sí, pero esas son noticias viejas, Harry. Y ya he explicado que nos gustaba…

—Sí, y cuando lo comprendimos, no se investigaron los excrementos más a fondo. Normalmente, tampoco hay mucho que encontrar en esas cosas. La comida que ingerimos tarda entre doce y veinticuatro horas en pasar desde la boca hasta el recto y, durante ese tiempo, el estómago y los intestinos la convierten en un residuo biológico irreconocible. Tanto que incluso a través del microscopio resulta difícil averiguar lo que ha comido una persona después de tantas horas. Aun así, hay algo que logra pasar sin ser destruido por el sistema digestivo. Las pepitas de uva y las…

—Por favor, ¿podrías ahorrarme la conferencia, Harry?

—… semillas. Encontramos dos semillas. Nada excepcional. De ahí que hasta hoy no haya pedido al laboratorio que analice las semillas más a fondo. Lo hice en cuanto comprendí quién podría ser el asesino. ¿Y sabes lo que han encontrado?

—Ni idea.

—Era una semilla entera de hinojo.

—¿Y qué?

—Hablé con el cocinero jefe del restaurante Theatercaféen. Tenías razón, es el único sitio de Noruega donde hacen el pan de hinojo con semillas enteras. Combina tan bien con…

—… con el arenque —atajó Willy—. Como ya sabes, suelo comerlo allí. ¿Adónde quieres ir a parar?

—Me dijiste que el miércoles que desapareció Lisbeth desayunaste arenque, como de costumbre, en el Theatercaféen. Entre las nueve y las diez de la mañana. Lo que me preocupa es cómo tuvo tiempo la semilla de llegar desde tu estómago hasta debajo de la uña de Lisbeth.

Harry aguardó hasta asegurarse de que Willy lo entendía.

—Según tu testimonio, Lisbeth salió del apartamento en torno a las cinco. En otras palabras, unas ocho horas después de tu desayuno. Supongamos que lo último que hicisteis antes de que ella saliera fue acostaros, y supongamos ella te penetró con el dedo. Pero, con independencia de lo eficaces que puedan ser tus intestinos, no habrían conseguido trasportar la semilla de hinojo a tu recto en ocho horas. Es una imposibilidad médica.

Harry pudo ver un ligero tic en el rostro incrédulo de Willy cuando pronunció la palabra «imposibilidad».

—La semilla de hinojo pudo haber llegado al recto a las nueve de la noche, como muy pronto —continuó Harry—. Así que el dedo de Lisbeth tuvo que entrar en tu recto en algún momento de aquella tarde o de aquella noche, si no al día siguiente, pero, como quiera que sea, después de que la denunciaras como desparecida. ¿Comprendes lo que estoy diciendo, Willy?

Willy miró fijamente a Harry. O más bien, miraba hacia Harry, pero tenía la vista pendiente de algún punto remoto.

—Es lo que llamamos una prueba técnica —explicó Harry.

—Comprendo —Willy asintió despacio con la cabeza—. Una prueba técnica.

—Sí.

—¿Un hecho concreto e irrefutable?

—Correcto.

—Al juez y al jurado les encantan esas cosas, ¿no es así? Es mejor que una confesión, ¿verdad, Harry?

El policía asintió con la cabeza.

—Una farsa, Harry. Lo veo todo como una farsa. Con gente que entra y sale por las puertas. Yo procuré salir con ella a la terraza para que los vecinos nos vieran antes de pedirle que me acompañara al dormitorio. Una vez allí, saqué la pistola de la caja de herramientas y ella se quedó mirando el arma fijamente, sí, justo como en una farsa; con los ojos muy abiertos, miró el largo cañón del silenciador.

Willy había sacado la mano de debajo del edredón. Harry observó la pistola, el suplemento negro del cañón con que Willy le apuntaba.

—Vuelve a sentarte, Harry.

Al sentarse de nuevo en la silla, Harry sintió que el cincel se le clavaba en la espalda.

—Ella lo interpretó por el lado cómico. Y, verdaderamente, habría sido de un gran lirismo. Tenerla montando en mi mano mientras yo eyaculaba plomo caliente en el agujero donde ella había permitido que se corriera el otro.

Willy se levantó de la cama, que chapoteó a su espalda.

—Pero la farsa exige velocidad, velocidad, así que me vi obligado a un breve adiós.

Se colocó desnudo delante de Harry y levantó la pistola.

—Le puse la boca del cañón en la frente, que ella arrugó extrañada, como solía hacer cuando le parecía que el mundo era injusto o desconcertante. Como la noche en que le hablé del
Pigmalión
de Bernard Shaw, obra en la que se basa la de
My Fair Lady.
En ella, Eliza Doolittle no se casa con el profesor Higgins, el hombre que la educa y transforma a la furcia que era en una mujer instruida, sino que se fuga con el joven Freddy. Lisbeth se indignó, porque, en su opinión, Eliza se lo debía al profesor y Freddy era un peso pluma sin interés. ¿Sabes qué, Harry? Lloré al oírla.

—Estás loco —susurró Harry.

—Obviamente —dijo Willy muy serio—. He cometido una acción monstruosa, por completo carente del control que poseen las personas cuya guía es el odio. Yo soy un hombre sencillo y no he hecho más que lo que me dictaba el corazón. Y me dictaba amor, ese amor que nos ha sido otorgado por Dios y que nos convierte en su herramienta. ¿No tildaron también de locos a Jesús y a los profetas? Por supuesto que estamos locos, Harry. Somos unos locos, y también los más cuerdos del mundo. Porque la gente dice que lo que he hecho es una locura y que debo tener el corazón lisiado, pero yo pregunto: ¿qué corazón está más lisiado, el que no puede parar de amar o el que, siendo amado, no es capaz de devolver amor?

Siguió un largo silencio. Harry carraspeó.

—Y luego le disparaste.

Willy asintió despacio con la cabeza.

—Se le hizo una pequeña abolladura en la frente —respondió con sorpresa en la voz—. Y un pequeño agujero negro. Como cuando se clava un clavo en una superficie de hojalata.

—Y después la escondiste. En el único lugar donde sabías que ni un perro policía daría con ella.

—Hacía calor en el apartamento —continuó Willy con la mirada perdida en un punto lejano, por encima de la cabeza de Harry—. Una mosca revoloteaba alrededor del marco de la ventana y me quité toda la ropa para no mancharla de sangre. Todo estaba listo en la caja de herramientas. Utilicé los alicates para cortarle el dedo corazón izquierdo. Luego la desnudé, saqué el aerosol con la espuma de silicona que utilicé para tapar rápidamente el agujero de la bala, la herida del dedo y otros orificios de su cuerpo. Ya había sacado parte del agua del colchón, así que sólo estaba medio lleno. Apenas salieron unas gotas cuando la introduje por la abertura que había practicado en el colchón. Lo cerré enseguida con pegamento, goma y el soplete. Fue más fácil que la primera vez.

—¿Y la has tenido aquí todo el tiempo? ¿Enterrada en su propia cama de agua?

—No, no —respondió Willy pensativo, con la mirada siempre clavada en un punto impreciso—. No la he enterrado. Al contrario, la he introducido en un útero. Era el comienzo de su renacimiento.

Harry sabía que debía tener miedo. Que sería peligroso no tener miedo en aquel momento, que debería tener la boca seca y notar los latidos del corazón. No debía sentir aquel cansancio que empezaba a adueñarse de él.

—E introdujiste el dedo amputado en tu propio ano —concluyó Harry.

—Ajá —asintió Willy—. Un escondite perfecto. Sabía que pensabais recurrir a los perros.

—Existen otros escondites que no huelen. Pero a lo mejor te proporcionó un deleite perverso, ¿no? ¿Qué hiciste con el dedo de Camilla Loen? El que le cortaste antes de matarla.

—Ah, sí, Camilla…

Willy asintió sonriente con la cabeza, como si Harry le hubiese traído a la memoria un recuerdo agradable.

—Eso debe permanecer en secreto entre ella y yo, Harry.

Willy soltó el seguro. Harry tragó saliva.

—Dame la pistola, Willy. Se terminó. No tiene sentido.

—Por supuesto que tiene sentido.

—¿Como cuál?

—El mismo de siempre, Harry. Que la obra tenga un final apropiado. No creerás que el público se contentará con que yo me deje detener tranquilamente, ¿verdad? Necesitamos un gran final, Harry.
Happy ending.
Si no existe un
happy ending,
me lo invento. Ése es mi…

—… lema en la vida —susurró Harry.

Willy sonrió y le puso a Harry la pistola en la frente.

—Iba a decir mi lema en la muerte.

Harry cerró los ojos. Sólo quería dormir. Y que lo llevasen por una laguna ondulante. Hasta la otra orilla.

Rakel se sobresaltó y abrió los ojos.

Había soñado con Harry. Iban en un barco.

El dormitorio estaba a oscuras. ¿Había oído algo? ¿Habría ocurrido algo?

Oyó el repiqueteo de la lluvia que caía reconfortante sobre el tejado. A fin de asegurarse, miró el móvil que tenía encendido sobre la mesilla. Por si él llamaba.

Volvió a cerrar los ojos. Y continuó flotando.

Harry había perdido la noción del tiempo. Cuando abrió los ojos de nuevo, tuvo la impresión de que la luz incidía de un modo distinto sobre la habitación vacía y no habría sabido decir si había transcurrido un segundo o un minuto.

La cama estaba vacía. Willy había desaparecido.

Volvió el sonido de agua. La lluvia. La ducha.

Harry se levantó tambaleándose y se fijó en el colchón azul. Se diría que hubiese algo moviéndose bajo la ropa. A la luz endeble de la lámpara de la mesilla, divisó en el interior el contorno de un cuerpo humano. La cara había flotado hacia la superficie y se perfilaba como un molde de yeso.

Salió del dormitorio. La puerta de la terraza estaba abierta del todo. Se acercó a la barandilla y miró al fondo del patio. Descendió hasta la planta baja y fue dejando un rastro de pisadas mojadas en los escalones blancos. Abrió la puerta del baño. La silueta de un cuerpo de mujer se distinguía tras la cortina de ducha gris. Harry la apartó. Toya Harang tenía el cuello torcido hacia el chorro de agua, el mentón casi rozándole el pecho. La media negra atada alrededor del cuello se lo sujetaba al extremo de la ducha. Tenía los ojos cerrados y el agua se rezagaba en grandes gotas prendidas de sus largas pestañas negras. La boca medio abierta y llena de una masa amarilla que parecía espuma solidificada. La misma masa que le obstruía las fosas nasales, los oídos y el pequeño agujero de la sien.

Cerró la ducha antes de salir.

No había nadie en la entrada.

Harry iba dando un paso tras otro con cuidado. Se sentía entumecido, como si su cuerpo estuviese a punto de petrificarse.

Bjarne Møller.

Tenía que llamar a Bjarne Møller.

Harry se encaminó al patio interior. La lluvia aterrizaba suavemente en su cabeza, pero él no lo notaba. No tardaría en verse paralizado por completo. El tendedero había dejado de chirriar. Evitó mirarlo. Vio el paquete amarillo sobre el asfalto y fue a cogerlo. Lo abrió, sacó un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Intentó encenderlo con el mechero, pero descubrió que el cigarrillo tenía el extremo mojado. Seguramente, había entrado agua en el paquete.

Llamar a Bjarne Møller. Conseguir que vinieran. Ir con Møller al edificio de apartamentos de alquiler. Tomar declaración a Sven Sivertsen allí mismo. Grabar el testimonio contra Tom Waaler enseguida. Oír cómo Møller daba la orden de que detuvieran al comisario Waaler. Y luego, irse a casa. Con Rakel.

Atisbaba el tendedero en el límite de su campo de visión.

Lanzó una maldición, partió el cigarrillo en dos, metió el filtro entre los labios y logró encenderlo al segundo intento. ¿Por qué se preocupaba tanto? Ya no había nada por lo que apresurarse. Todo había terminado, era el fin.

Se giró hacia el tendedero.

Estaba un poco ladeado, pero lo peor del impacto se lo había llevado, al parecer, el poste central, que estaba clavado en el asfalto. De los hilos de los que colgaba Willy Barli, tan sólo uno se había roto. Los brazos colgaban inertes a ambos lados, el cabello mojado se le había adherido a la cara y tenía la mirada vuelta hacia el cielo, como si estuviera rezando. Harry se dijo que era una escena de una extraña belleza. Con el cuerpo desnudo envuelto a medias en la sábana mojada, parecía el mascarón de proa de una embarcación. Willy había conseguido lo que quería. Un gran final.

Harry sacó el móvil del bolsillo e introdujo el código PIN. Los dedos apenas le obedecían. Pronto sería piedra. Marcó el número de Bjarne Møller. Estaba a punto de pulsar el botón de llamada cuando el teléfono le avisó, chillón, de que tenía un mensaje. Harry se llevó tal sobresalto que estuvo a punto de soltar el aparato. Según la leyenda de la pantalla, había un mensaje en el contestador. ¿Y qué? Aquel teléfono no era suyo. Vaciló. Una voz interior le decía que debía llamar primero a Møller. Cerró los ojos. Y pulsó.

La consabida voz femenina le anunció que tenía un mensaje. Oyó un pitido seguido de unos segundos de silencio. Y luego, alguien que le susurraba:

—Hola, Harry. Soy yo.

Era Tom Waaler.

—Has apagado el móvil, Harry. Eso no es buena idea. Porque tengo que hablar contigo, ¿sabes?

Tom hablaba tan cerca del auricular que Harry pensó que era como tenerlo a su lado.

—Siento tener que susurrar, pero no queremos despertarlo, ¿verdad? ¿Eres capaz de adivinar dónde estoy? Creo que sí. Creo incluso que deberías haberlo previsto.

Harry seguía dando caladas al cigarrillo sin percatarse de que se había apagado.

—Está un poco oscuro, pero, colgada encima de la cama, tiene la foto de un equipo de fútbol. Veamos. ¿El Tottenham? En la mesilla de noche hay una de esas máquinas. Una Gameboy. Y ahora escucha, voy a mantener el teléfono a pocos centímetros de la cama.

BOOK: La estrella del diablo
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