La evolución Calpurnia Tate (15 page)

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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—Vaya, Travis, ¿de verdad? —A Lula se le iluminó la cara—. Sería genial. —Travis pareció aturdido ante aquella sonrisa radiante—. Claro que antes tengo que preguntárselo a mi madre. Quizá pueda venir mañana después del colegio. 

—Vale. —Él tragó saliva.

Cielos, mi hermano de diez años acababa de conseguir una cita. Entonces eché un vistazo y vi a mis hermanos mayores fulminándolo con la mirada.

Oh—oh.

La tarde pasó despacio. Yo estaba tan tensa como un gato en una sala llena de mecedoras. Al terminar las clases, Lula y yo quedamos afuera como siempre, y ahí estaba Travis, con la esperanza pintada en la cara. Unos pasos detrás de él, Lamar y Sam Houston merodeaban con aspecto furtivo.

—Hola, Lula —dijo Travis—. Hola, Callie. ¿Puedo ir con vosotras?

Gruñí sin comprometerme a nada, lo que Travis decidió interpretar como un sí; se colocó a nuestro lado y estuvo charlando con Lula sobre los gatitos. Lamar y Sam Houston nos se guían veinte metros más atrás, conspirando y dándose codazos. 

—Estás muy callada, Callie —observó Lula.

—¿Mmm? Ah, es que estoy pensando en mi redacción.

Y en cómo evitar que dos de mis hermanos matasen a un tercero. Tendría que pedir consejo a Harry, aunque mi estima por él como asesor en asuntos del corazón había sufrido un revés considerable debido a la horrible señorita Minerva Goodacre. Me entraron ganas de echar a correr y dejar atrás a Lula y Travis y su conversación idiota, pero temía que cayeran en manos de matones durante el trayecto.

—¿Y sobre qué libro es tu redacción, Callie? —preguntó Lula.

—Oh, mi redacción, sí. Bueno, aún no lo he decidido. Quizá sobre Raptados. O sobre La isla del tesoro. ¿Sobre qué escribirás tú?

—La última rosa del verano, creo. O La dulce canción del amor.

Me daba cuenta de que los gustos literarios de Lula se habían ido alejando de las historias más amenas para acercarse a un romanticismo pegajoso. Travis parecía impaciente por volver a meterse en la conversación, pero se había quedado sin tema. Después de pensar mucho, dijo:

—¿De qué van esos libros, Lula?

La táctica no estaba mal, así que fingí interés en las descripciones floridas de amores frustrados y complicados sufrimientos durante todo el camino hasta la calle principal, donde Lula se desvió hacia su casa mientras Travis la despedía agitando enérgicamente la mano y gritándole «adiós». Seguimos andando y él estuvo cotorreando un rato. Una pequeña nube se cernía sobre su horizonte, por lo demás soleado, pues me preguntó, pensativo:

—No creo que tenga que darle a Jesse James, ¿no, Callie? Es el que más me gusta. A lo mejor tendría que haberle dicho que escogiera a cualquiera excepto a él. A lo mejor tendría que habérselo avisado.

—No te preocupes, Travis. Lula no se lo llevará. 

—¿Estás segura, Callie? ¿Cómo puedes saberlo? 

—Nunca lo haría. Ella no es así.

Estuvo cinco minutos largos dándome la lata con esto hasta quedarse tranquilo, mientras yo me giraba de vez en cuando para lanzar miradas fulminantes a Lamar y Sam Houston y mantenerlos a distancia.

—¿Por qué no han venido hoy con nosotros? —quiso saber Travis cuando ya llegábamos a casa.

Sentí un escalofrío. Travis no entendía que sus propios hermanos —mayores, más fornidos, más fuertes y más espabilados— competían con él por el afecto de Lula. Era tan blando y poca cosa y fácil de herir como un polluelo recién salido del cascarón. ¿Cómo iba a protegerlo de un desengaño amoroso?

Esa noche, Lamar se sentó a cenar con expresión inmutable y Sam Houston no abrió la boca. Yo esperaba que uno de los dos se abalanzara sobre Travis de alguna manera. Éste no cabía en sí de entusiasmo al contar que había vuelto con Lula a casa, lo que divirtió a papá y alarmó a mamá, que sin duda lo consideraba demasiado joven para esos temas. El abuelito estaba distraído, como de costumbre: normalmente no le interesaba demasiado la conversación de la cena. Pienso que hubiera preferido comer a solas en la biblioteca, y pienso que mamá lo hubiera preferido también, pero eso no se hacía y ya está. Comíamos en famille, como lo llamaba ella, y todos (salvo el abuelito) debíamos hacer alguna contribución educada a la conversación general, aunque no fuese más que una breve descripción del día de cada cual.

—Callie —dijo mamá—, ¿qué has aprendido hoy en la escuela?

—Poca cosa —respondí. 

Lamar alzó la vista y dijo: 

—Hoy a Callie la han enviado al rincón.

Vaya pelma. Mamá dejó el tenedor y me miró.

—¿Es cierto?

—Sí, mamá.

—¿La señorita Harbottle te ha mandado al rincón? 

—Sí, mamá.

—¿Por qué?

—No estoy muy segura —repliqué.

—¿Y cómo es eso? —preguntó ella con voz de acero. 

—No prestaba atención en clase —intervino Lamar, que se estaba convirtiendo rápidamente en mi hermano menos preferido.

—Lo siento, mamá —dije—. Estaba... Estaba pensando en mi redacción y no la he oído, nada más.

—No quiero volver a enterarme de que has estado en el rincón, Calpurnia. Los chicos, puedo entenderlo alguna vez. Pero tú... Tu comportamiento es una mancha para el buen nombre de la familia.

—Pues no es justo —me enfadé.

Hubo un silencio helado. Uy. Todos alzaron la vista, incluido el abuelito, que a continuación echó atrás la cabeza y soltó una risa que impactó aún más a la concurrencia. Todos los rostros se volvieron en su dirección. Fue un timbre sorprendentemente vigoroso, en absoluto el resuello propio de un anciano. Yo casi esperé que la araña empezara a tintinear. Y casi respondí con otra risa. Dijo:

—En eso lleva razón, Margaret. Pásame la salsa, por favor. ¡Ja!

Con eso rompió la tensión del comedor y desvió cualquier castigo que me hubiera podido caer. Harry me guiñó el ojo. Lamar me sacó la lengua, pero, por supuesto, eso no lo vieron los guardianes de la mesa.

Después de cenar le pedí a Travis que me volviera a enseñar sus gatitos y fuimos al compartimento más apartado del establo, donde Ratonera, cansada, hacía guardia para su peluda familia en el nido que había escarbado en la paja. Los gatitos retozaban encima de ella, mordiéndose unos a otros.

—Mira, Callie, ¿verdad que Jesse James es el mejor? Ronronea muy alto. Se le oye desde lejísimos.

Levantó al gatito de la paja y se lo metió en la pechera del peto, donde se le veía como en casa y emitió un ronroneo sordo y grave realmente considerable para algo de su tamaño. 

—¿Seguro que Lula no se lo llevará?

—No, Travis, ya te he dicho que ella no es así. 

—Es majísima, ¿verdad?

—Travis. —Suspiré—. Escucha, Travis, ¿sabes que a Lamar y Sam Houston también les gusta?

—Ah, ¿sí?

—Sí. Quería decírtelo.

—Seguro que les gusta a un montón de chicos.

Eso me desconcertó. Me senté en la paja y acaricié a Ratonera, que por lo visto toleraba ciertas atenciones.

—Travis, ¿a ti te gusta? 

—Supongo.

—¿Entonces por qué no estás preocupado? 

—¿Preocupado por qué? —preguntó, rascando a Jesse James bajo la barbilla.

—Por Sam Houston y Lamar

—¿Por qué tengo que estar preocupado? —Miró a los gatitos—. ¿Cuál piensas que es el segundo mejor después de Jesse James? Creo que tal vez sea Bat Masterson, ¿tú no?

—¿Cuál es? —dije.

—El anaranjado. Tiene los ojos del mismo color que Lula: un poco verdes y un poco azules. ¿Lo ves? —Me pasó a un protestón Bat Masterson y vi que, en efecto, sus ojos eran como los de Lula—. Puede que lo escoja a él.

—Travis, no te gustará Lula porque sus ojos son como los de tu gato, ¿no?

—No, Callie, claro que no, no seas tonta.

—Vale —contesté—. ¿Y lo de Sam Houston? ¿Y Lamar? —Me miró sorprendido y vi que no tenía ni idea de qué le estaba hablando. Pero ya crecería y cambiaría y lo entendería pronto—. No importa. Desde luego, tienes unos gatos muy monos.

A la mañana siguiente fuimos juntos al colegio, con mis otros hermanos un poco por delante. Nos encontramos con Lula en el puente. Llevaba un delantal blanco y una cinta verde oscuro en el pelo que hacía que sus ojos fueran como los de Bat Masterson. Pareció contenta de ver a Travis. Estuvieron hablando el resto del camino sobre gatos, perros, caballos, la escuela, Halloween, Navidades, etcétera. Quién hubiera dicho que una chica de doce años tendría tanto que decirle a un niño de diez. Para mi alivio, los demás dejaron a Travis tranquilo todo el día.

Pero el trayecto a casa fue otra historia. Travis volvió a pegarse a Lula, y lo mismo hizo Lamar. Yo deseaba salir corriendo, pero el peligro se palpaba en el ambiente.

—Hola, Lula —dijo Lamar, al acecho de una oportunidad—. ¿Quieres que te lleve los libros hasta casa?

Tanto Lula como Travis se sonrojaron.

—Gracias, Lamar —contestó ella, y le entregó su correa para los libros.

Se instaló un incómodo silencio mientras andábamos. Entonces Lamar dijo:

—Dime, Lula, ¿cómo es que vas a casa con un crío como Travis? ¿Por qué no vas con un hombre de verdad como yo? —Y sacó músculo—. Mira, Lula: duro como el cuero.

Oh, Lamar, habría sido mejor no hacerlo. La cara que puso Travis, y la de Lula...

—Yo no soy un crío —gritó el otro en voz alta e insegura, lo que, por supuesto, le hizo sonar ni más ni menos que como un crío.

—Yo no soy un crío —lo imitó Lamar.

—Déjalo, Lamar —dije—. No tienes por qué ser tan malo. 

—Mira qué crío: necesita que su hermana lo defienda. Eres un niño de teta.

Eso fue más de lo que Travis podía soportar delante de Lula. Así que el más plácido de mis hermanos soltó los libros, se lanzó contra Lamar y lo empujó con todas sus fuerzas. Éste se tambaleó. Se le cayeron los libros de Lula y su fiambrera, pero consiguió mantener el equilibrio girando de lado como un torero borracho. Vi que a Lamar le asustó esta demostración, pero no se hizo ningún daño. Chilló:

—¡Crío!

Travis estaba al borde de las lágrimas. Dio media vuelta y  corrió a casa lo más rápido que pudo, levantando nubes de polvo en el camino.

—¡Crío! ¡Cobarde! —gritó Lamar.

Pero yo sabía que si Travis se precipitaba calle abajo no era por cobardía. Era por no pasar la vergüenza de llorar delante de Lula. Como un crío.

Los tres nos quedamos allí en un incómodo silencio. Recogí los libros de Travis. Lula se aclaró la garganta y dijo:

—Tengo que irme a casa. Adiós.

Cogió sus propios libros antes de que Lamar pudiera echarles mano y salió disparada, con su larga trenza dando bandazos al correr.

—¡Eh, Lula! —la llamó Lamar—. ¡Eh, Lula!

Pero ella no dio muestras de oírle y siguió corriendo. 

—Lamar —le dije—, a veces eres horrible.

—¿Pero qué dices? Si me ha atacado él. Me ha pegado. Me ha hecho daño.

—No es verdad. Se lo diré a mamá. 

—Chivata.

—Malo.

—Acusica. 

—Cruel. 

—No quiero andar contigo. 

—Perfecto, yo tampoco. 

—Iré delante.

—No, yo iré delante. 

—¡Vale, pues pasa tú!

Y echando humo los dos, llegamos a casa antes de darnos cuenta.

No sé por qué, nuestra familia veía con malos ojos lo de chivarse. Entré por la puerta sopesando el coste de hablar y el de no hablar, pero me salvé de tomar una decisión cuando mamá me llamó a la sala.

—Calpurnia, ven aquí y dime qué le pasa a Travis. 

—Quizá deberías preguntárselo a Lamar —dije, mientras éste intentaba cruzar el recibidor a hurtadillas.

—Lamar, ven aquí y explícate —le ordenó ella.

Travis estaba sentado en la alfombra a sus pies, abrazándose las rodillas y con la cara roja e hinchada. Miró con furia a Lamar.

—¿Qué ha pasado hoy en el colegio? —preguntó mamá. Señaló a Travis con la cabeza—. Él no quiere contarme nada. —Lamar pareció sorprendido: eso no se lo esperaba—. ¿Lamar? —insistió mamá. No contestó. Apartó la mirada y raspó la alfombra con la bota—. ¿Calpurnia? ¿Qué ha pasado? —Miré a Travis en busca de orientación, pero su rostro era una máscara—. Calpurnia, no te estoy pidiendo que me lo expliques, sino que te lo estoy ordenando. Ahora mismo.

Así que lo expliqué, con la esperanza de que mis dos hermanos entendieran que cumplía órdenes y no tenía elección. Mamá escuchó en silencio toda la historia sobre Lula y, para mi sorpresa, pareció más triste que enfadada. Impuso un leve castigo de tareas extra y ahí se acabó todo, o eso esperábamos. Pero como los chicos eran chicos y Lula era una belleza, no fue así.

Durante los días siguientes estuve bullendo de ansiedad, y sin duda Travis también. Lula vino a buscar un gatito a una hora que convinimos las dos, después de asegurarnos de que ninguno de mis hermanos anduviese por ahí. Me alivió ver que elegía a Belle Starr.

Yo mantenía la guardia en alto respecto a Lamar y Sam Houston en los viajes de ida y vuelta a la escuela, y empezaba a perder la paciencia. Llegó un momento en que ya no pude más y una noche, después de la cena, los reuní a los tres en el porche y dije:

—Mirad, no os podéis seguir apiñando alrededor de Lula y de mí como si fuerais un rebaño. Estoy cansada. Tenéis que dejarnos en paz. Y tenéis que dejaros en paz entre vosotros. Si no paráis de pelearos, me aseguraré de que no vuelva a hablaros a ninguno nunca más. En toda vuestra vida.

No tenía muy claro cómo me las arreglaría, pero allí la experta en Lula era yo, yo era su querida mejor amiga, y hablé con tanta convicción que parecieron creérselo.

—Os diré lo que vamos a hacer —continué—: cada uno de vosotros puede acompañarnos un día de la semana. Travis, a ti te tocan los lunes; Lamar, a ti los miércoles; y Sam Houston, los viernes. Y ya está.

—¿Y los martes y jueves? ¿De quién son? —quiso saber Sam Houston.

—De nadie. Nos dejaréis tranquilas. Y hablo en serio. ¿Alguna pregunta?

Para mi gran satisfacción, no hubo ninguna.

Capítulo 11

Clases de punto

La selección natural modificará la estructura del hijo en relación al padre y del padre en relación al hijo.

E
l sistema Lula que concebí acabó funcionando bastante bien, al menos durante unas semanas. La invité a tocar el piano en casa después de clase y nos aprendimos un par de duetos populares a petición de nuestras madres. Sabíamos que no tendríamos que tocarlos en el próximo recital. En ninguno, de hecho. Después cometí el error de invitarla a trabajar en una de nuestras tareas de bordado y mamá pudo ver cómo lo hacía. Por el amor de Dios, ¿cómo pude ser tan estúpida?

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