Read La evolución Calpurnia Tate Online
Authors: Jacqueline Kelly
Tags: #Aventuras, infantil y juvenil
—¿Cómo ha ocurrido? —dijo él.
—Sé que me enseñó a hacerlo, lo sé. Volvíamos del río. Yo estaba pensando en la tortuga de
Áyax
. Pensaba en la supervivencia del más apto. —Me arranqué el pañuelo del bolsillo—. Oh, lo encontraré, se lo prometo. Por favor, no se enfade conmigo, lo encontraré.
—Sí. Por supuesto que sí —respondió con calma.
—Voy ahora mismo.
—Calpurnia, está oscureciendo.
—Pues me doy prisa —dije, y me puse en pie de un salto y agarré el tarro—. ¿Dónde hay un lápiz? Necesito un lápiz, seguro que hay alguno por aquí —farfullé.
—Basta. Esta noche ya se ha hecho tarde, tendremos que ir mañana. Siéntate y tranquilízate. Vuelve a pensar. Dices que regresábamos del río —apuntó. Yo me senté otra vez—. Cierra los ojos y obsérvalo en tu mente —me dijo.
Cerré los ojos, pero estaba demasiado abrumada para concentrarme. Haciendo un gran esfuerzo, escuché sus palabras e intenté ralentizar mi respiración.
—Estábamos utilizando el microscopio. En la ensenada.
—Lo recuerdo —confirmó el abuelito—. Respira hondo. Conserva la calma y piensa. Volvíamos de la ensenada.
—Volvíamos de la ensenada —repetí—. Exacto.
Áyax
había atrapado una tortuga, no lo había hecho nunca. Recuerdo que se la quité. Usted se lo llevó para que yo la soltara. Hay... hay algo más sobre
Áyax
, no me acuerdo de qué es.
—Seguro que lo consigues —me animó. Su voz me calmaba.
Áyax
junto al muntante. El muntante y
Áyax
. Supe que iba por el buen camino. Uno tenía que ver con el otro, pero ¿qué? Hurgué en los senderos de mi memoria como un perro de caza en busca de un rastro perdido. Por aquí y por allá, todo eran callejones sin salida. ¿Qué había estado haciendo
Áyax
? Tenía la sensación de que era algo molesto, pero él siempre hacía cosas molestas a su estilo torpe y bonachón, así que eso no me servía de nada. ¿No había estado rondando a Matilda? Pero después, ¿qué?
—Oh, no me sale. Está en algún sitio aquí dentro —gimoteé, y me di un manotazo en la frente—, pero no lo encuentro.
—Me parece, Calpurnia, que tendrás que consultarlo con la almohada. Lo encontraremos. Tenemos que encontrarlo. Aunque tengamos que examinar cada cosa verde que crezca en este tramo.
Contempló sombrío el tarro del muntante. Después suspiró y, aunque no vi ningún reproche en su rostro, se me rompió el corazón. En aquel momento y lugar resolví que recorrería nuestros seis acres de rodillas con una lupa durante el tiempo que hiciera falta, si había que hacerlo. Cerramos el laboratorio y volvimos a la casa en silencio. Nunca me había sentido tan desdichada.
¿Creéis que aquella noche pude dormir? Estuve tumbada en la cama como un cadáver, incapaz de generar siquiera la energía para darme la vuelta. Pregunta para el cuaderno: ¿cómo era posible que Calpurnia Virginia Tate fuese tan estúpida? Excelente pregunta. Mi abuelo me había enseñado a apuntar la localización de cada espécimen, y yo lo había hecho justo hasta el momento —el único momento— en que realmente importaba. Otra pregunta para el cuaderno: ¿cómo podía esperar que me perdonara? «Otra pregunta excelente, Calpurnia. A lo mejor no te perdona. A lo mejor no puede soportar ni verte. En ese caso, estás perdida.»
Por la mañana desperté con unas grandes ojeras oscuras y mamá me miró con cierta inquietud. Yo fui incapaz de mirar al abuelito en el desayuno.
Las clases fueron un martirio de agotamiento y tensión nerviosa. Estuve peligrosamente cerca de replicarle a la señorita Harbottle y acabar en el rincón de la vergüenza para el resto de mis días. Fue cuando me sacó a la pizarra a resolver una división larga, que hice mal. En el recreo, Lula me preguntó.
—Callie, ¿qué te pasa?
—¡Nada, Lula, estoy bien! —le chillé. Ella me dio la espalda y se fue a jugar con esa pánfila de Dovie Medlin—. Eh, Lula, perdona. Vuelve —la llamé, pero la señorita Harbottle tocó la campana.
Al final del día me arrastré hasta casa muy a la zaga de mis hermanos, que ya habían dejado de preguntarme por mi humor. Avanzaba a duras penas mientras iba pensando en
Áyax
. De no estar tan agotada, quizás hubiera podido concentrarme bien. Ese estúpido perro era la clave de todo. Yo le había quitado la tortuga. Nos habíamos alejado del río. Lo había tirado del collar. Porque... porque... porque tenía la nariz metida en un gran agujero.
—¡Sí! —grité, y mis hermanos se volvieron a mirarme. Yo me puse a dar saltos y a chillar—: ¡Sí! ¡El tejón, el tejón! ¡Ya sé dónde está! ¡Ya sé dónde está la algarroba! —Corrí hasta Lamar y Sam Houston y les endilgué mis libros de texto—. Llevádmelos: ¡yo me voy a buscar el muntante!
Y me metí en la maleza, en busca de una de las sendas de ciervos.
—¿Qué estás haciendo?—gritó Lamar—. ¿Qué es un muntante?
Pero yo estaba demasiado ocupada apartando los arbustos, y mi corazón palpitaba diciendo «sí, sí, sí» al correr.
La mayor madriguera de tejón que había visto nunca. Tan grande, que quise volver a investigarla mejor. El abuelito se había tropezado con la algarroba a unos metros de allí, ¿verdad? Podía encontrarla, la iba a encontrar. Tenía el mundo en mis manos. Mi abuelo volvería a ser mío.
Tres horas más tarde, en el crepúsculo inminente, sedienta y llena de ampollas y rasguños, metí el pie en dicha madriguera y casi me rompo el tobillo. De paso desperté al tejón, que reaccionó con un irritado siseo y unos golpazos desde lo hondo de su agujero. Eso me hizo sacar la pierna de allí a toda velocidad, pese al dolor.
No quedaba mucho tiempo: pronto estaría todo demasiado oscuro para ver; además, el tejón no tardaría en salir para hacer su ronda, aterrorizando a topos y taltuzas. Y era mejor no toparse con un tejón malhumorado. Cojeé unos cuantos metros más allá y pensé. «Nosotros veníamos del río. íbamos en dirección a casa. Lo que significa que estábamos atravesando... por ahí.» Salí disparada aunque renqueante, con la mirada clavada en el suelo. Y ahí, justo ahí, había una pequeña acumulación verde que podía ser algarroba. Caí de rodillas, rezando «que lo sea, tiene que serlo, por favor que lo sea». Escarbé con las uñas en el suelo endurecido, liberando la tierra para sacar las raíces en la medida de lo posible y maldiciéndome por no traer una pala y un tarro para agua.
Jadeando de ansiedad, la saqué al cabo de cinco minutos largos de trabajo. La mayor parte de la raíz estaba intacta. Me senté apoyándome en los talones, consumida e ignorando el dolor del tobillo. Habría descansado más tiempo de no ser por el indescriptible y fétido olor y los fuertes soplidos que llegaban desde unos metros detrás de mí. Me giré y vi que el tejón se me estaba acercando.
Hice una buena marca para ser una chica lisiada que llevaba un tesoro inestimable.
Viola tocó la campana en el porche de atrás cuando llegué al camino de grava. Tendría problemas por llegar tarde a cenar, sobre todo estando tan sucia. Llegar tarde a la cena era una grave ofensa en nuestra casa, pero si entraba directamente tendría que dar explicaciones y lavarme y retrasarme, y todo ello demoraría el instante crucial de poner la algarroba en agua. Me retiré bajo los árboles y rodeé la casa para ir al laboratorio, lo que se sumaba a mi tardanza y a las repercusiones que tendría que afrontar en la mesa.
El laboratorio estaba a oscuras. En el mostrador había varios tarros vacíos y una garrafa de agua potable. Llené de agua uno de los tarros y puse allí la algarroba, pensando: «Por favor, que sea la correcta. Si no, tendré que matarme. O eso o escaparme de casa». Caminé hasta la puerta de atrás mientras intentaba recordar cuánto dinero había en la caja de estaño que escondía debajo de la cama. La última vez que lo conté llevaba ahorrados veintisiete centavos para la Feria de Fentress. No iba a llegar muy lejos con eso. «Mejor que no seas pesimista, Calpurnia. Tiene que ser ésa. »
Entré por la puerta de atrás justo cuando Viola sacaba el asado del horno. SanJuanna esperaba para llevarlo al comedor.
—Llegas tarde —dijo Viola—. Lávate aquí.
—Lo siento. ¿Mamá está enfadada?
—Mucho.
Bombeé agua en el fregadero de la cocina y me limpié las manos con el cepillo de uñas.
—Lo siento.
—Eso ya lo has dicho. —Me miré el delantal desgarrado y manchado de tierra—. Quítatelo. No puedes hacer nada. Entra ahí.
Me lo quité y lo colgué del gancho junto al fregadero y entré cojeando en el comedor, escondida detrás de SanJuanna y el asado. Tal vez exageré un poco mi cojera. Se interrumpió la conversación. Agaché la cabeza y murmuré «lo siento» mientras ocupaba mi sitio. Mis hermanos nos miraron con expectación a mi madre y a mí.
—Calpurnia —dijo mamá—, llegas tarde. ¿Y por qué caminas así?
—Me he caído en la madriguera más grande del mundo y creo que me he hecho algo. Siento llegar tan tarde, mamá, de verdad. He tardado siglos en volver estando tan herida y todo.
—Hablaremos después de la cena —respondió.
Mis hermanos mayores se pusieron a comer otra vez, decepcionados al ver que no habría azotes públicos, pero el más pequeño, Jim Bowie, dijo:
—Hola, Callie. Te echaba de menos, ¿Dónde has estado?
—Recogiendo plantas, J.B. —dije en voz alta y eufórica. Mi madre y mi abuelo alzaron la vista—. Y entonces he pisado la madriguera de tejón. A lo mejor me he roto el tobillo.
—¿En serio? —preguntó J.B.—. ¿Lo puedo ver? Nunca he visto un tobillo roto.
—Luego —musité.
Mamá volvió a centrar su atención en su plato, pero el abuelito continuó mirándome. Yo estaba a punto de desternillarme. Me volví hacia Jim Bowie y dije:
—J.B., puede que haya encontrado algo especial, una planta especial. Sí, señor. La he dejado en el laboratorio. Después te la enseño, si quieres. Mejor que no juegues así con los guisantes.
Eché un vistazo al abuelito, que todavía me observaba con gran concentración. Empezamos con la carne. Aún faltaban treinta minutos largos para la botella de oporto, pero entonces el abuelito hizo algo sin precedentes en toda la historia de las cenas: se fue antes del oporto. Se levantó de la mesa, se limpió la barba con la servilleta, le hizo una reverencia a mi madre y dijo:
—Como siempre, una cena excelente, Margaret. Os ruego que me disculpéis.
Y salió por la cocina, dejándonos a todos con la boca abierta. Oí la puerta de atrás cerrarse tras él y sus botas en las escaleras. Ninguno de nosotros había visto nunca nada igual. Mi madre se sobrepuso y me miró.
—¿Tienes algo que ver con esto? —dijo.
—No. —Mantuve los ojos fijos en mi plato.
—Alfred —dijo mamá, buscando información en papá—, ¿se encuentra bien el abuelo Walter?
—Eso creo —respondió él con aire perplejo.
Al ver una oportunidad, Jim Bowie, que seguía jugueteando con sus guisantes en vez de enfrentarse a la dura prueba de comérselos, preguntó:
—Por favor, mamá, ¿puedo dej...?
—No, no puedes. No digas tonterías.
—Pero el abuelo se ha dej. . .
—Ya basta, J.B.
El resto de la cena transcurrió en silencio. A mí me obligaron a quedarme en la mesa una hora entera después de que se fueran ellos y SanJuanna recogiera, por lo que me perdí la competición de luciérnagas. ¿Qué más me daba eso? Pero no poder ir al laboratorio sí que me mató. Me sorprendí retorciéndome las manos, algo de lo que sólo había leído en empalagosos relatos sentimentales. Cuando el reloj sonó, me levanté de la silla y crucé la cocina antes de que terminase de dar las horas. Viola estaba dando de comer a Idabelle, la gata de interior, mientras SanJuanna lavaba los platos.
—Oye, tú... —dijo Viola cuando salí como un vendaval por la puerta de atrás.
Una vez fuera me paré en seco. Ahí, sentado en la oscuridad mientras acariciaba a uno de los gatos de exterior, estaba el abuelito, fumándose un cigarro y contemplando el cielo. De la cocina, a mi espalda, llegaban los sonidos familiares de la vajilla. Y de la oscuridad llegaba el gorjeo de alguna extraña ave nocturna. Me quedé un momento de pie, con todo mi mundo pendiente de un hilo.
—Calpurnia —me dijo—, hace una noche preciosa. ¿Te sientas conmigo?
Y así supe que todo iba bien.
Un estudio científico
Hay pocas personas que se dediquen a la laboriosa tarea de examinar órganos internos importantes y compararlos en varios ejemplares de la misma especie.
El sábado siguiente, el abuelito y yo fuimos a Lockhart en la calesa. Como excusa les dije a mis padres que quería visitar la biblioteca. El abuelito no dio ninguna; sólo le pidió a Alberto que enganchara un caballo. Aunque él mismo se había apartado de los asuntos domésticos, todo el mundo lo seguía tratando con enorme deferencia. Invocar su nombre era como girar una llave de oro para abrir puertas que de otro modo quizás hubieran permanecido cerradas para mí.
Él conducía y yo llevaba el valioso espécimen en mi regazo, en una caja de cartón. Aunque el día estaba nublado, uno de los viejos parasoles de mamá nos protegía a mí y a la planta, cómodamente instalada en su macetita de barro. Yo había observado al abuelo practicar un agujero en la tierra con un lápiz antes de asentar con ternura al pequeño brote verde en su nuevo hogar. Lo regamos con agua fresca del pozo. Me sentía honrada de que me lo hubiera confiado.
Para mi horror, la planta empezó a ponerse un poco mustia en mi regazo a lo largo del trayecto.
—Abuelito, la planta está un poco... cansada.
Le echó un vistazo, pero no pareció preocupado.
—No es raro, teniendo en cuenta que la hemos arrancado del suelo no hace mucho. Dale un poco de agua de la cantimplora. ¿No hace un día estupendo para un paseo?
Estuve de acuerdo y me relajé un poco. Él silbó Mozart un rato y después rompió a cantar algo grosero sobre un marinero borracho y lo que habría que hacer con él. Para pasar el tiempo, me enseñó la letra.
Ya en Lockhart aparcó la calesa delante del SALÓN FOTOGRÁFICO HOFACKET. GRANDES FOTOGRAFÍAS PARA GRANDES OCASIONES; una vez dentro, al abuelito le costó que el señor Hofacket entendiera lo que necesitábamos.
—¿Quiere que retrate una planta? —repetía sin parar. Tal vez fuera muy diestro manejando la cámara, pero estuvo muy lento a la hora de captar nuestra petición. El abuelito se lo explicó otra vez y el señor Hofacket dijo, de mala gana—: Bien, pero tendré que cobrarle la tarifa habitual: un dólar por retrato.