Read La evolución Calpurnia Tate Online
Authors: Jacqueline Kelly
Tags: #Aventuras, infantil y juvenil
Cuando llegó el gran día, unas cuantas chicas altas y menos altas se presentaron con sus sombreros más sobrios, aferradas a sus cartas de referencia con sus pulquérrimos guantes blancos. Formaron una fila a lo largo del entarimado elevado, frente a la redacción del periódico, y esperaron horas, algunas de ellas de puntillas. Cuando entraron, las hicieron poner de espalda a la pared y les midieron la distancia entre las yemas de los dedos. Resulta que necesitaban a alguien de brazos largos, capaz de enchufar clavijas a lo largo y ancho de la centralita. Al final del día anunciaron que la señorita Honoria Goates, de Staples, sería nuestra nueva operadora telefónica. Esto levantó una controversia importante: era alta, sí, y puede que tuviera los brazos largos, pero Fentress estaba lleno de muchachas adecuadas; ¿o no? ¿No era la Compañía Telefónica de Fentress? ¿Por qué contrataban a una forastera de Staples, que estaba a siete kilómetros? ¿Cogería la habitación y se alojaría allí o vendría cada día? Y en tal caso, ¿cómo se las arreglaría cuando hiciera mal tiempo? Y así hasta el infinito.
Honoria Goates y su baúl de estaño llegaron dos días después y se instalaron en una habitación mínima, del tamaño de un gabinete, que contenía la centralita y un catre para que ella pudiera responder al teléfono a cualquier hora del día y de la noche. Le traerían las comidas de la pensión de Elsie Bell, al final de la calle. Aquello era una extravagancia sin precedentes.
Sea como sea, al final no importó que Honoria fuese de Staples o que tuviera brazos largos. La Compañía ignoraba (los demás no) que a su tío, Homer Ray Goates, lo había alcanzado un rayo mientras araba y que la propia Honoria lo había encontrado en su terreno, carbonizado y algo humeante. El señor Goates sobrevivió, pero perdió la mayor parte del oído y desde entonces siempre llevaba una trompetilla inmensa. También era propenso a carcajearse de repente por nada, cosa desconcertante pero que lo convertía en una compañía entretenida.
Desde aquel día, la pobre Honoria le había cogido un miedo horrible a la electricidad. ¿Y quién no lo tendría en su lugar? Así que, cuando le tocó enchufar su primera clavija en el tablero, con el supervisor a sus espaldas dándole indicaciones, chilló y huyó del edificio, temiendo quedarse frita como su tío por culpa de una chispa diabólica que le saltara desde los cables. Cruzó el puente a trompicones, sin recoger siquiera sus cosas, y corrió hasta llegar a Staples avergonzada y llorando. Su padre mandó a por su baúl al día siguiente.
En su lugar contrataron a Maggie Medlin, la sobrina—nieta de Backy Medlin. Era más baja que Honoria, pero de carácter más tenaz. Su aborrecible hermana menor, Dovie, se regodeaba en el reflejo de la gloria de Maggie y le dio por empezar todas las frases con «Pues mi hermana la operadora dice... ». Todos la odiábamos por ello.
Finalmente, los hombres de la Compañía Bell llegaron a Fentress, y con ellos el gran día de la inauguración de la línea telefónica. Los representantes de la empresa vinieron en tren desde Austin. No había espacio para celebrar la ceremonia dentro de la redacción del periódico, así que nos reunimos fuera, en la calle. La Odd Fellows' Brass Band interpretó una breve selección de temas, la Moose Band tocó largo y tendido y la banda con menos miembros, la International Woodmen of the World, no acababa nunca. El alcalde y los de la Compañía dieron largos y aburridos discursos sobre ese gran día. El alcalde Axelrod cortó una cinta roja con unas tijeras de cartón falsas y gigantescas para inaugurar oficialmente la Compañía Telefónica de Fentress. Se lanzaron vítores, se estrecharon manos y se repartió limonada y cerveza gratis. Sam Houston intentó gorronear una, pero no se salió con la suya.
Y entonces, a las doce en punto del mediodía, ocurrió. Un estridente sonido metálico retumbó en el aire expectante y ansioso. La multitud jadeó y coreó: «Oooh». Al teléfono estaba el senador del estado, que llamaba desde Austin para felicitar a nuestro pueblo por lanzarse al encuentro del siglo XX. Maggie Medlin comunicó la llamada y nuestro alcalde entró en el gabinete y le chilló al senador, que le devolvió el chillido desde setenta kilómetros de distancia, para darle el precio del algodón de aquella mañana en el mercado de valores de Austin. El abuelito me susurró:
—¿Te das cuenta de lo que esto significa, Calpurnia? Los tiempos del aceite de ballena y la carbonilla han terminado. El viejo siglo está muriendo ante nuestros ojos. Acuérdate de este día.
El señor Hofacket, del Salón fotográfico Hofacket («Grandes fotografías para grandes ocasiones»), estaba allí con su gran cámara de fuelles para inmortalizar la jornada. Quiso hablar de la planta con el abuelito y le decepcionó saber que todavía no había respuesta. Se hubiera pasado el día charlando de eso, pero el alcalde Axelrod lo llamó de vuelta a su deber como fotógrafo oficial. La multitud se aglomeró en la tarima, rebosándola y ocupando la calle. El señor Hofacket preparó la cámara. El abuelito me cogió la mano. Entonces el señor Hofacket se metió debajo de su tela negra y alzó su flash de polvo de magnesio.
—¡No se muevan! —gritó.
Nos quedamos inmóviles. El polvo del señor Hofacket nos iluminó como relámpagos de verano y nos atrapó en el tiempo durante ese segundo. Cuando luego vimos una copia de la fotografía, casi todos los rostros estaban solemnes y serios. A mí se me veía pensativa. La única cara alegre era la del abuelito, que sonreía como el gato de Cheshire.
Enseñanzas del hogar
Puesto que se producen más individuos de los que es posible que sobrevivan, en todos los casos debe haber una lucha por la existencia, ya sea de un individuo con otro de la misma especie, o entre individuos de especies diferentes o con las condiciones físicas de vida.
E
n contra de mi voluntad, había alcanzado la edad en que una chica empieza a adquirir esas habilidades que necesitará para gobernar su propio hogar una vez casada. Y, por supuesto, todas las chicas a las que yo conocía esperaban casarse. Todo el mundo lo hacía, a menos que fueras tan rica que no tuvieras que hacerlo, o tan desagradable a la vista que ningún hombre quisiera. Algunas chicas se iban a hacer de maestras o enfermeras durante un tiempo antes de casarse, y yo las consideraba afortunadas. Y ahora teníamos el ejemplo de la operadora telefónica Maggie Medlin, una mujer independiente con su propio dinero, que no respondía ante ningún hombre excepto el señor Bell. Puesto que aún había un solo teléfono en el pueblo, su labor no era muy pesada. Se sentaba ante la centralita con el receptor en torno al cuello, y comía manzanas y leía el periódico hasta que en el tablero zumbaba una llamada que había que transmitir. Entonces ella enchufaba un cordón y decía, siempre con la misma voz seca: «Central, ¿diga? ¿Número, por favor?». Tenía que decirlo a pesar de que sólo había un número. Todas las chicas del colegio la admirábamos. Jugábamos a las operadoras con un pedazo de cartón y un trozo de cordel que hacían de centralita. A mí me parecía la gran vida. Pero el teléfono resultó tan popular, que pronto todo el mundo tuvo uno. A Maggie no le permitían abandonar la centralita y se convirtió en una auténtica esclava de la Compañía.
La planta prosperaba, pero no recibíamos contestación de Washington. El abuelito trabajaba duro, conmigo pegada a su espalda siempre que podía escaparme con él al laboratorio.
Un sábado por la mañana, mamá alzó la vista de su labor de costura mientras yo salía a toda prisa por la puerta principal, con un cazamariposas del abuelito y su vieja nasa de pescar colgados del hombro.
—Detente un segundo —me ordenó cuando ya tenía la mano en el picaporte. No me gustó el modo en que me miraba—. ¿Adónde vas?
—Al río, mamá, a recoger especímenes —contesté, acercándome de lado hacia el umbral.
—Vuelve aquí. Los especímenes están muy bien —afirmó mamá—, pero me preocupa que te estés rezagando. Cuando tenía tu edad, yo ya sabía bordar y zurcir y tenía unas buenas bases de cocina.
—Yo ya sé cocinar —aseguré con firmeza.
—¿Qué sabes hacer? —me preguntó.
—Sé preparar sándwich de queso y un huevo poco cocido. —Pensé un poco más y dije, triunfante—: Sé preparar un huevo muy cocido.
—Dios del cielo, es peor de lo que pensaba —exclamó mi madre.
—¿El qué?
—Tu ignorancia en materia de cocina.
—Pero ¿por qué tengo que cocinar? Ya lo hace Viola —respondí.
—Sí, pero ¿y más adelante, cuando crezcas y tengas tu propia familia? ¿Cómo la vas a alimentar?
Viola llevaba con nosotros desde siempre, desde antes de que yo naciera y desde antes de que naciera Harry. Nunca se me había ocurrido que no estaría ahí siempre. Mi universo se tambaleó sobre su eje.
—Viola puede cocinar para mi familia —dije.
Hubo un silencio. Entonces mamá dijo:
—Está bien, puedes irte. Pero volveremos a hablar de esto muy pronto.
Salí corriendo de allí e hice lo que pude por olvidar la conversación, pero me estuvo rondando todo el camino hasta el río como una muela que se empieza a picar. La mañana había perdido todo su júbilo. Mamá empezaba a ser consciente de hechos lamentables: mis bollos eran como piedras, los bordados me salían torcidos y mis costuras trazaban un zigzag. Pensé en la vida de mi madre: los arreglos de ropa que nunca se acababan, las sábanas y cuellos y puños por volver, las veinte hogazas de pan por amasar cada semana, todas y cada una... Es cierto que no tenía que hacer la limpieza más dura, pues para eso tenía a SanJuanna. Los lunes venía una lavandera que se pasaba el día hirviendo la colada en el lavadero que había fuera, en la parte de atrás. Viola mataba, desplumaba y cocinaba a los pollos. Alberto ejecutaba y despedazaba a los cerdos. Pero la vida de mi madre era una labor interminable de mantenimiento. No acababa ni una sola cosa que no hubiera que hacer otra vez, un día o una semana o una temporada más tarde. Oh, qué monotonía.
El día no empezó a levantar cabeza hasta que atrapé una mariposa Agraulis con manchas. Eran veloces y esquivas y difíciles de coger. Sabía que el abuelito se pondría muy contento, y eso me ayudó a olvidarme de la cocina y los remiendos. Cuando llegué a casa, tardé una hora entera en engastar el delicado tejido y colgarlo de la pared de mi dormitorio, y para entonces ya no me acordaba de mi gran ignorancia. Daba lo mismo, porque la campaña por ponerme al día en temas domésticos estaba en plena marcha, aunque fuese sin mi conocimiento ni colaboración.
Dicha campaña ganó impulso cuando la señorita Harbottle decidió que todas las chicas de mi clase participarían con sus trabajos manuales en la Feria de Fentress. Fue una noticia angustiante. Coser me parecía una pérdida de tiempo, y yo había ido tirando a base de hacer lo mínimo. Mis labores podrían calificarse, siendo generosos, de descuidadas, como el capullo de Petey. Los puntos se perdían para reaparecer luego al azar, de manera que la larga bufanda a rayas que estaba tejiendo se abultaba en el centro como una pitón después de merendarse un conejo. Yo me imaginaba que un Rumpelstiltskin malévolo se colaba de noche en mi habitación y deshacía lo que yo había hecho bien, y convertía el oro de mi esfuerzo en una basura patética con su rueda perversa que hilaba hacia atrás.
Aunque más o menos había estado observando mis labores de punto, hacía tiempo que mamá no inspeccionaba mi costura más fina. Un día me pidió ver mi trabajo. Le llevé mi costurero a regañadientes y ella lo toqueteó un momento.
—¿Lo has hecho tú?
—Sí, mamá.
—¿Y estás orgullosa?
¿Que si estaba orgullosa? Lo estuve sopesando. ¿Sería una pregunta trampa? No supe qué pensar; no sabía por qué lado tirar.
—Pues...
—Te he hecho una pregunta, Calpurnia.
—No, mamá. Supongo que no estoy demasiado orgullosa.
—¿Entonces por qué no haces un trabajo del que puedas estarlo?
Volví a reflexionar. No se me ocurrió nada rápido, así que tuve que echar mano de la honestidad.
—¿Porque es aburrido?
Una respuesta sincera, pero yo supe que era una locura en el instante en que salió por mi boca.
—Ya —dijo mamá—. Aburrido.
Era mala señal que repitiera tus propias palabras como un loro. Y hablando de loros, qué pájaros tan interesantes: viven tantísimos años que se traspasan en las herencias familiares. Sí, el abuelito me había hablado de uno que vivió más de un siglo y aprendió más de cuatrocientas frases; era un imitador tan agudo como cualquier ser humano...
—Calpurnia, no creo que seas...
Aunque dudaba de que me dejaran tener un loro (el abuelito también me había contado que son muy caros), eso no excluía necesariamente algo más pequeño, como una cacatúa, pongamos, o tal vez un periquito... Mamá seguía moviendo los labios... ¿Qué decía de practicar?
—Tienes que mejorar...
Un periquito serviría, como último recurso. Podían aprender a hablar, ¿no?
—Yo a tu edad...
Y si tenía un periquito, ¿me dejarían soltarlo por la casa? Seguramente no: llenaría de pegotes blancos como tapetes los muebles buenos, y ahí se acabaría todo. Por no hablar de Idabelle, la gata de interior, siempre en su cesta junto a la estufa. A lo mejor lo podía soltar en mi habitación. Se podía subir a mi cabecera para gorjear en mi oído; un sonido agradable...
—¡Calpurnia
Di un brinco.
—¿Sí, mamá?
—¡No me estás escuchando! —La observé. ¿Cómo lo sabía?—. Será mejor que lo hagas, porque esta situación es intolerable. Tu trabajo es inaceptable. Espero más de ti y vas a hacerlo mejor, ¿entendido? Me extraña que la señorita Harbottle no me haya mandado una nota sobre esto.
Se la había mandado. Dos, en realidad.
—Cada noche me enseñarás tu labor hasta que llegue la feria.
Eso significaba que tendría que estar más alerta durante unas semanas. El tedio tañía en mi oído su pesada campana. Aun así, mi mal humor se veía atenuado por el hecho de que a mamá le solía costar mantenerse al tanto de nosotros siete. A veces podías desaparecer en el barullo y pasar inadvertido si cerrabas la boca y te fundías con tu entorno como un camaleón. Yo acostumbraba a resguardarme por debajo de las olas de la crítica materna siendo educada y estando tranquila, pero esta vez no hubo escapatoria: era una niña marcada.
Fue transcurriendo el día. Había tenido que hacer una cantidad desmesurada e injusta de deberes y sólo quedaban un par de horas de luz natural decente. Me dirigí a la puerta a toda velocidad. Mamá, sentada en el salón, repasaba sus cuentas domésticas.