La evolución Calpurnia Tate (9 page)

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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—Yo no sé nada.

—¡Bah, criatura inútil! Vete a tu habitación y no le digas una palabra sobre esto a nadie. ¿Te está saliendo urticaria? ¿Te has vuelto a caer en las ortigas? Ve a por un poco de bicarbonato y hazte una compresa.

Me escabullí de mi silla y corrí a la cocina. Viola estaba sentada a su mesa, tomándose un breve descanso mientras SanJuanna bombeaba agua antes de empezar con la montaña de platos de la encimera.

—Mamá me envía a por bicarbonato —farfullé.

—Dios santo —exclamó Viola al ver mi tez—. ¿Cómo te has hecho eso?

—Ortigas —mentí—. Sólo necesito una compresa.

Viola me miró con recelo y abrió la boca dispuesta a hablar, pero la cerró otra vez. Se puso de pie, espolvoreó bicarbonato en un trapo húmedo y me lo entregó sin decir nada. SanJuanna me miró como si fuese a contagiarla.

Mientras subía las escaleras, oí las voces de mis padres en el comedor, la de mi madre alta e indignada y la de mi padre sorda y apaciguadora. Sul Ross y Lamar me esperaban tumbados en el rellano y me siguieron a mi cuarto.

—¿Qué está pasando? ¿Qué pasaba con Harry? ¿Qué tienes en la cara? Cuéntanos.

Pasé de largo, entré en mi habitación y estampé el trapo refrescante en mi irritada mejilla. ¿Qué había hecho? Había puesto en marcha algo que ya no podía controlar. Era una comandante novata, atónita ante la destrucción que estaban causando mis propias tropas.

Esa noche la pasé tumbada sin dormir, esperando a que Harry volviera a casa. La media luna ya estaba alta cuando oí el chirriar del arnés y el crujir de la calesa sobre el camino de grava. Contuve el aliento y escuché. La casa estaba sospechosamente callada. Me imaginé a mamá y papá tumbados en su gran cama de caoba con esas tallas profundas de querubines y frutas. Seguro que estaban muy despiertos, al menos mamá.

Salí de la cama, me puse las zapatillas y me deslicé siguiendo el perímetro de la habitación, evitando pisar las tablas del centro, que restallaban como un disparo de pistola. Como las escaleras también eran muy ruidosas, me arremangué el camisón de algodón blanco y me deslicé por la barandilla, como hacía desde siempre. Era un modo de transporte rápido y silencioso, pero calculé mal en la oscuridad, frené tarde y me di contra el remate del último poste con la fuerza suficiente para que me saliera un morado en el trasero, de dos semanas como poco.

La luna me iluminó de camino al establo. Avancé hasta la puerta y miré dentro. Harry almohazaba a Ulises a la luz de un farol y tarareaba una canción que reconocí con un sobresalto como «Te amo de verdad». Parecía muy feliz; feliz como nunca antes le había visto.

—Harry —murmuré.

Se volvió y su rostro se endureció.

—¿Qué estás haciendo aquí? —dijo—. Vete. Vete a la cama.

 Continuó cepillando al caballo. Otra vez esa mirada.

En el pasado hubo leves conflictos entre nosotros pero, aunque eran muy incómodos, siempre se nos había pasado. Yo me sentía segura sabiendo que siempre sería su preferida; tenía fe en su amor, que me envolvía como una manta. Pero esta vez era distinto. Le había herido en su esencia al tratar de proteger nuestra relación, o de protegerle a él. No; si he de ser sincera, de protegerme a mí misma. Y sentí el primer y gélido azote de la pena en torno a mi corazón.

Aturdida, salí del círculo de luz y me quedé a solas bajo la luna. Se me escapó un hipo (o un sollozo). Di media vuelta y volví a casa con las piernas temblándome. Llegué a la puerta principal, pero di un traspié con los primeros escalones. Ahí es donde Harry me encontró media hora después, hecha un ovillo de amargura dentro de mi camisón blanco, gimoteando en la oscuridad, demasiado afectada para moverme y con la sola compañía de Idabelle, que había salido de la cocina. Apenas lo vi, ahí de pie con las manos en las caderas.

—Lo siento, Harry —murmuré.

—Hay temas en esta vida que no son para los niños. Son cosa de adultos —señaló.

Nunca antes había pensado en Harry como un adulto. Mis hermanos y yo siempre habíamos sido niños, todos juntos. Pero tal como dijo esa palabra, supe que en aquel instante él acababa de cruzar una frontera invisible hacia un territorio diferente y que ya no regresaría a nuestra pandilla infantil. 

—No quería buscarte problemas —lloriqueé.

—Sí, sí querías. No entiendo por qué me has hecho esto. 

Quise gritar: «¡Por la familia! ¡Por ti!». Pero en el fondo sabía que era por mí misma y eso me avergonzaba. El reloj de pie tocó las tres.

—Tendrías que irte a la cama —me dijo con una voz plana. 

Me aferré al hecho de que aquellas palabras, pese a su frialdad, no eran tan duras como el modo en que me había hablado en el establo. Seguro que todo se arreglaba. Que me rodeaba con el brazo y me llevaba escaleras arriba y me arropaba. Pero no fue así, sino que murmuró:

—Ojalá no lo hubieras hecho. 

Y subió pasándome de largo.

Yo me quedé contemplando la carnicería de mi breve toma de mando. Mi campaña había sido un éxito... y me había costado a mi hermano. No pude arrastrarme hasta la cama hasta que sonaron las cuatro en el reloj.

A la mañana siguiente estaba tan agotada que me quedé acostada, simulando estar enferma y dormitando a intervalos. No fue difícil convencer a mamá de que estaba mala, con mi languidez y mi urticaria persistente. Viola y ella enviaron a mi habitación un flujo constante de caldo de carne y cataplasmas de bicarbonato. Por la tarde se habló de tónicos y purgantes y aceite de hígado de bacalao, pero llegado ese punto conseguí reponerme y tomar un poco de pollo hervido, evitando así tan drástico tratamiento. En nuestra casa, a cualquier niño que guardara cama más de un día le recetaban aceite de hígado de bacalao. La sola perspectiva obraba a menudo una recuperación milagrosa.

Travis entró a prestarme a Doc Holliday para levantarme el ánimo (Jesse James estaba indispuesto). J.B. se subió a la cama y se acurrucó un rato conmigo para que me sintiera mejor. Sul Ross me trajo un ramo desordenado de flores silvestres para la mesita de noche, y me mostró orgulloso la marca en su torso después de mi codazo. Yo no le enseñé mi morado, mucho más impresionante debido a su indiscreta ubicación. Harry no vino a verme.

A la mañana siguiente bajé a desayunar. Me alivió ver que Harry, al menos, me miraba. Antes de que dejáramos la mesa y cada cual se fuese a lo suyo, mamá dijo:

—El viernes por la noche tendremos invitados, así que a las seis y cuarto debéis estar listos para la inspección.

—Diantre —exclamó el abuelito—. ¿Quién es esta vez? 

—Abuelo —contestó mamá—, ni se nos pasaría por la cabeza obligarle si tiene un compromiso previo.

Mamá sabía que el abuelito no tenía ningún compromiso previo, pero siempre estaba el canto de sirena de su laboratorio y su biblioteca. O eso esperaba mi madre. Me daba cuenta de que ella nunca alentaba precisamente la presencia del abuelito en sus veladas o soirées, como ella las llamaba. Él, por supuesto, siempre era un dechado de modales tradicionales, pero podía tener salidas extrañas o irse por las ramas en las conversaciones, y no creo que eso le pareciera adecuado a mamá entre gente de la buena sociedad. Hablar de los fósiles, por ejemplo, y de si su existencia contradecía el Libro del Génesis; o de los experimentos del hermano Mendel sobre la vida reproductiva del guisante de olor; o de la falsedad de que el pus curaba. Una vez vi a mi madre estremecerse al oírle exponer ante un grupo de señoras la postura que el orden Opiliones (es decir, la típula) utiliza para aparearse. Y luego estaban sus predicciones para el futuro: lo de que los hombres construirían algún día máquinas voladoras y viajarían a la Luna, pronósticos que eran recibidos con la tímida indulgencia que se concede a los viejales, aunque yo estaba secretamente de acuerdo con él y podía imaginarme que en mil años sucederían esas cosas.

—¿Quién viene, mamá? —preguntó Sam Houston.

—Los Lockett, los Longoria, la señorita Brown, el reverendo y la señora Goodacre. Y una tal señorita Minerva Goodacre —respondió mamá, examinando su cuchillo de la mantequilla.

Oh—oh. Miré a Harry, también muy interesado en la cubertería, que estudiaba como si nunca antes la hubiera visto. Tragué saliva. ¿Qué hacer? Me consolé pensando que me quedaban tres días para pensar en ello, rumiando en mi tienda como Napoleón.

Durante unos cuantos días, cada vez que me cruzaba con Harry en las escaleras sonreía con rigidez. Él seguía impasible. Opté por interpretar como una buena señal el hecho de que no me pusiera mala cara.

Llegó el viernes y yo todavía no tenía un plan. Me lavé y me sequé el pelo. Después me senté en mi tocador y, desanimada, conté cien pasadas de cepillo. Me puse mi mejor vestido de batista y las botas de piel, las que llevé para el recital de música, y me até el pelo con una cinta azul cielo, el color que según Harry mejor me quedaba. Bajé a reunirme con los demás. Harry estaba muy guapo y desprendía un aroma a pomada de lavanda mezclada con agua de colonia de malagueta. Era presa de una excitación viva y soterrada que lo suavizó hasta el punto de dedicarme una sonrisa. Cuando nos pusimos en fila por orden de edad, Sam Houston se rió al inhalar las emanaciones procedentes de Harry. Mamá bajó a inspeccionarnos. Llevaba su vestido de seda esmeralda y cola corta, de los mejores que tenía, y la cola le hacía un leve sonido, como fru—fru, al caminar. Nos miró las botas, los dientes y las uñas.

—Por el amor de Dios, Calpurnia —dijo—. Enderézate. ¿Se puede saber qué te pasa? Jim Bowie, estas uñas no están bien. Parece que hayas estado escarbando en el jardín. Calpurnia, acompáñalo a arreglárselas.

Me llevé a J.B. al cuarto de baño, agradecida de hacer algo. Mientras lo frotaba, me dijo:

—¿Harry se va a casar?

Me sobresalté tanto que se me cayó el cepillo de uñas. 

—¿De dónde has sacado esa idea?

—Se lo he oído decir a mamá. ¿Se va a marchar Harry? 

—Espero que no, J.B.

—Yo también.

Estuve con él hasta que llegaron los primeros invitados y tuvimos que ponernos otra vez en fila ante la puerta principal. Cuando entró la señorita Brown, le estreché la mano y le hice una profunda y ostentosa reverencia. Pero debí de pasarme, porque la vieja bruja me dirigió una dura sonrisa y comentó: 

—Vaya, hola, Calpurnia. Tan encantadora como siempre. 

Me apretó la mano tan fuerte con su zarpa nervuda, que lancé un gañido como un perro al que le hubieran pisado la cola. Sí, la velada empezaba de maravilla, y eso que la señorita Minerva Goodacre aún no había llegado.

Saqué una bandeja de plata con ostras ahumadas y las ofrecí por toda la sala; llevé una cuenta estricta, según instrucciones de Viola, de las que tomaban mis hermanos. No me costó mucho, ya que a los pequeños les bastó echar un vistazo a esos bultitos brillantes y arrugados para girarse horrorizados; ni pagándoles se habrían metido uno en la boca. Harry merodeaba entre el salón y el recibidor, para no perder de vista la puerta principal para la gran llegada. El abuelito apareció con la barba bien recortada y repeinado. Lucía una rosa de color rojo en el ojal. De no ser por su abrigo apolillado, habría tenido un aspecto distinguido.

Llegaron los Longoria y Travis se llevó a sus hijos al establo para enseñarles los gatitos. Yo miré alrededor y me invadió una oleada de ternura por mis familiares. Todos ignoraban que estaban representando un papel insospechado. Quise preservar el momento y lo guardé para siempre en mi memoria, envuelto y sellado; en cualquier momento tocaría a su fin.

Harry corrió una vez más a comprobar su pelo y su corbata en el espejo del recibidor. Miré por la ventana y vi al señor Goodacre amarrando sus caballos. Harry salió como una bala por la puerta principal y ayudó a bajar de la calesa a dos mujeres, una corpulenta y la otra esbelta. Le ofreció el brazo a la segunda —la arpía— y avanzaron por el camino de grava, con las cabezas juntas, compartiendo algunas palabras, algunas risas, algún algo que ninguno de nosotros compartiría nunca. Mis padres los recibieron en la puerta y pude oír la alegre cháchara de las presentaciones antes de que mamá los condujera a todos al salón. Debo reconocerle a mamá que parecía más relajada y contenta de lo esperado en semejantes circunstancias. A lo mejor se había tomado una dosis extra de tónico.

Y ahí estaba Ella: más alta de lo que me esperaba, esbelta y con un vestido melocotón recargado y con demasiado botones azabache. Y ahí estaban la boca desdeñosa, el cuello largo, los ojos saltones y la masa de pelo. Llevaba un abanico con lentejuelas también de color melocotón que abrió con un teatral flup al ver a los demás invitados. Yo estaba a punto de huir a la cocina cuando Harry me vio y me hizo señas.

—Señorita Goodacre, quisiera presentarle a mi hermana, Calpurnia Virginia Tate. Callie, ella es la señorita Minerva Goodacre.

El abanico melocotón azotó el aire como una polilla gigante. Ella me miró con sus ojos grandes y salidos y dijo, con una risa gorjeante:

—Vaya, Calpurnia, eres una niñita muy dulce. Y con talento, además: te oí tocar en el recital.

A continuación, plegó su abanico y me dio unos golpecitos juguetones con él en la mejilla, un pelín demasiado fuerte. ¿Tendría que sufrir semejante castigo durante toda la noche? 

—¿Cómo está, señorita Goodacre? —conseguí articular con voz ronca—. Es un placer conocerla.

—Oh —contestó—, estoy segura de que seremos algo más que conocidas: seguro que enseguida nos haremos amigas. Y ahora, Harry, ¿dónde está ese trés amusant grand—pére del que tanto he oído hablar?

Aaaj, lo dijo en francés. Harry se dirigió hacia el abuelito, que hizo una honda inclinación y le cogió a ella la mano, se la rozó con los bigotes y dijo:

—Enchanté, mademoiselle.

Sólo le faltó entrechocar los talones. Ella respondió con lo que creo que intentaba ser una risa musical:

—Válgame Dios, caballero, es usted absolutamente encantador.

Y eso fue todo, como suele decirse. A mí me ignoró el resto de la velada. Mientras traía bandejas de esto y vasos de aquello, les seguí la pista a Harry y a ella en su circular por la sala.

Jugaba demasiado con su abanico. Habló de las modas de París y las de Nueva York, y del vestido perfectamente horroroso que se había puesto la esposa del gobernador Culberson para la investidura de su marido en Austin, y desde luego, con el dinero que tenían se podría haber permitido algo mejor, o al menos pedir consejo a una modiste con gusto. El gusto era sumadamente importante, n'est—ce pas? Y hablando de gusto, ¿alguien se había fijado en el modelito tan soso y espantoso que tal y tal se habían puesto para tal y tal baile... ?

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