La evolución Calpurnia Tate (23 page)

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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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—No están tan mal —comenté.

—Tienes que ondular los bordes con el dedo, así. De esta forma quedan más bonitos. Vamos, hazlo tú.

Pellizqué todo el contorno de los pasteles con el pulgar bueno y ya los vi mejor, aunque nadie se habría creído que eran obra de Viola.

—Vale, ya sólo te queda hacer una cosa —dijo ésta. 

—¿Cuál? —pregunté, exhausta, con voz ronca.

—Poner la C de Callie encima. Haz una C de masa y colócala justo aquí arriba, en el centro, para que todos vean que lo has hecho tú. Luego la barnizas con yema de huevo para que esté brillante.

Amasé tres gusanos de pasta y doblé cada uno de ellos sobre un pastel tal como me habían dicho. Los barnicé con huevo y las tres retrocedimos para admirarlo.

—Ya lo tenemos —dijo Viola.

—En fin —dijo mamá—. Muy bonito. 

—Uf —dije yo.

Esa noche, después de que SanJuanna quitara la mesa y trajera los postres, mi madre pidió silencio y dijo:

—Chicos, tengo algo que anunciaros: estos pasteles de manzana los ha hecho vuestra hermana. Estoy segura de que a todos nos encantarán.

—¿Puedo aprender yo, mamá? —preguntó Jim Bowie. 

—No, J.B., los chicos no hacen pasteles —respondió mamá. 

—¿Por qué? —quiso saber él.

—Porque tienen esposas que los hacen por ellos. 

—Pero yo no tengo esposa.

—Cariño, seguro que algún día, cuando seas mayor, tendrás una esposa muy bonita que te hará muchos pasteles. Calpurnia, ¿te importaría servir?

¿No había forma de que yo también tuviera una esposa? Eso me preguntaba mientras cortaba la C dorada y al instante hacía añicos toda la cubierta. Intenté cortar pedazos definidos, pero destrocé mi obra y acabé sirviendo a cucharadas un pastel que más bien parecía papilla. Papá le sonrió a su postre, le sonrió a mamá y me sonrió a mí. Mis hermanos hicieron aspavientos de admiración y se lanzaron sobre sus raciones como perros hambrientos. Mi clase de cocina había durado toda la tarde, pero sus frutos se consumieron en cuatro minutos escasos. Y nadie podría halagarme lo bastante como para compensar el hecho de haberme perdido horas con mi cuaderno, mi río, mis especímenes y mi abuelo. El abuelito masticó su pastel absorto en sus pensamientos.

Capítulo 19

Un éxito de la destilación, más o menos

Hemos visto sin duda que el hombre, mediante la selección, es capaz de producir grandes resultados, y de adaptar seres orgánicos para su propio empleo.

—C
alpurnia —llamó el abuelito escaleras arriba—, ¿puedes venir al laboratorio? Necesito tu ayuda, si no estás ocupada en otra cosa.

Desde que había oído dictar mi sentencia a la vida doméstica, vivía sumida en un hondo cenagal de mal humor y moral baja y me mantenía lo más alejada posible de los demás, hasta el punto de que se había llegado a mencionar el aceite de hígado de bacalao. Lástima que no tuviera poderes curativos para las patas destrozadas por un cebo cruel.

Cuando el abuelito me llamó, yo estaba enfurruñada en mi cuarto y tejiendo otro par de calcetines de la interminable serie navideña. Pero no me consideraba ocupada en absoluto, y ahí estaba él, ofreciéndome un respiro temporal de la tiranía del hogar. Solté las agujas, salí corriendo y me deslicé barandilla abajo. El abuelito sonrió.

—Qué método de transporte tan eficaz. Recuérdame que un día te hable un poco más de las leyes físicas de Newton y cómo se aplican al viaje en barandilla.

—¿En qué trabajará (bueno, trabajaremos) hoy?

—¿Te acuerdas de la muestra de whisky que guardamos en roble en julio? Creo que ya es hora de ver cómo le va.

Fuimos por la cocina hacia la puerta de atrás. Viola estaba sentada tamizando suaves montículos de harina blanca, con Idabelle, la gata de interior, como compañía. Nos miró de soslayo y dijo:

—La cena estará en una hora.

Los estantes del laboratorio estaban abarrotados de montones de botellas, resultado inspirador o deprimente de años de trabajo, depende de cómo se mire. La planta había granado y nosotros habíamos juntado todas las motitas en un sobre etiquetado, que luego metimos en un bote etiquetado, que a su vez estaba encerrado en el armario de la biblioteca. La estancia olía a pacanas, moho y ratón. Tendría que meter a uno de los gatos de exterior para que echara a los roedores. El abuelito abrió su registro y buscó en él en la penumbra, recorriendo las columnas con su gruesa uña amarilla.

—Aquí está tu anotación. Número 437, el 10 de julio. Me pregunto dónde lo pusimos...

Cabría pensar que es difícil perder un barril de roble, aunque sea pequeño, dentro del laboratorio, pero todo estaba tan repleto de muestras fallidas y desechos de experimentos, nuevos y viejos, que nos llevó unos minutos de manosearlo todo antes de localizarlo enterrado bajo una de las mesas.

—¡Ajá! —exclamó el abuelito—. Ten cuidado, no hemos de alterar los sedimentos. Veamos primero qué aspecto tiene. 

Encendí las lámparas colgantes mientras el abuelito despejaba una parte de la mesa y, con cuidado, dejaba el barril encima. Le dio un golpecito y giró la llave de madera para verter dos dedos del cálido líquido marrón dorado en un vaso limpio. Alzó el vaso y lo sostuvo ante la lámpara más brillante, manejándolo como si fuese nitroglicerina. Lo examinó, primero con anteojos y después sin. El vidrio resplandecía. Pero yo sabía que por muy buena que fuese esa cosa, por muy bien que saliera la prueba, aquello era criminal para las personas de prácticamente doce años.

—No se puede hablar de sedimentos propiamente —señaló el abuelo.

—¿Y eso es bueno?

—Yo diría que es buena señal. No recuerdo haber bebido nunca un vaso de buen bourbon con alguna partícula de materia flotando en él, ¿y tú? ¿Qué te parece este color?

—Es bonito. Es el mismo color que el de los collares de ámbar de mamá. ¿Tenía que tener este aspecto?

—No sabría decírtelo —respondió—. Nos estamos adentrando en el terreno de la destilería sin piloto. —Me miró, y pude ver la emoción del explorador agitándose detrás de su expresión tranquila—. A ver cómo huele —dijo, y se llevó el vaso a la nariz.

Olisqueó con recelo, como si tal vez fueran sales nocivas. Luego inhaló profundamente. Pareció satisfecho y me lo pasó. Yo di un respingo, como un poni nervioso: eso había estado a punto de matarme y él ya no se acordaba. Hirió mis sentimientos.

—No me va a hacer beber esto, ¿verdad? —le pregunté—. ¿No se acuerda de lo que pasó la última vez?

Al ver mi cara, respondió:

—Ah, sí, tienes toda la razón. Espantoso. No permitiremos que vuelva a ocurrir. No hace falta que te lo bebas, sólo dime si te gusta cómo huele.

Cogí el vaso y metí la nariz. Una potente esencia de pacana impactó en mi cara; no era del todo desagradable, teniendo en cuenta lo harta que estaba de las pacanas.

—Huele como el pastel de Viola —señalé.

—Bueno, pues vamos a probarlo de verdad. —Me saludó con el vaso y dijo—: A tu salud, Calpurnia, mi compañera de navegación por aguas inexploradas.

Y tomó un buen trago.

Recuerdo la expresión de su cara como si fuese ayer. Un espasmo de sorpresa seguido de una mirada larga y contemplativa fijada en algún punto a media distancia. Después, una lenta sonrisa.

—Vaya —dijo al fin—, he hecho algo asombroso. 

—¿Qué, abuelito, qué? —me excité.

—Dudo que otro hombre vivo pueda hacer esta afirmación. 

—Oh, ¿cuál? —aullé.

Él contestó con calma:

—He cogido unas pacanas en perfecto estado, las he fermentado y he logrado algo semejante al pis de gato. —Me quedé boquiabierta—. ¿Y qué lección podemos extraer de ello? —continuó. Yo permanecí embobada—. La lección de hoy es la siguiente: es más importante viajar con esperanza en el corazón que llegar sano y salvo. ¿Lo entiendes?

—No, señor.

—Significa que debemos celebrar el fracaso de hoy porque es una clara señal de que nuestro viaje de descubrimiento aún no ha terminado. El día que el experimento sea un éxito será el día de su fin. Y no puedo evitar pensar que la tristeza del final es mayor que la alegría del éxito.

—¿Lo escribo en el registro? —pregunté—. Me refiero a lo del pis de gato.

Él se rió.

—Buena idea. Debemos ser honestos en nuestras observaciones. Ten la bondad de coger la pluma y hacer los honores, hija mía.

Era un día memorable, al fin y al cabo, así que dejé de lado la tinta negra y cogí la botella de la roja. Mojé la pluma en el líquido y escribí despacio y con cuidado. Se lo enseñé al abuelito. 

—Excelente —dijo—, pero creo que «pis» va con una sola ese.

Capítulo 20

El gran cumpleaños

Existen muchas diferencias leves que podríamos llamar individuales, como las que se dan con frecuencia en vástagos de los mismos padres [...]. Nadie supone que todos los individuos de una misma especie estén cortados por el mismo patrón [...].

E
l año iba pasando y seguíamos sin noticias sobre la planta. Mis días consistían en un ciclo de deberes escolares, prácticas de piano y clases de cocina con Viola. En contra de mi voluntad, aprendí a preparar la ternera Wellington y el cordero Parsifal. Aprendí a freír pollo, siluro y quingombó. Hice pan blanco, pan moreno, pan de maíz y pan de leche. Nada de eso parecía encantarle a Viola. Y la verdad es que a mí tampoco. En el tiempo libre que me quedaba, cada vez más escaso, me iba con el abuelito siempre que podía.

Así llegamos a octubre. Ah, octubre. Temporada de éxtasis para mí y para tres de mis hermanos, pues todos cumplíamos años ese mes, y además estaba Halloween. Casi no se podía aguantar tanta emoción. Y aquel año, en efecto, resultó ser demasiado, al menos para mamá, que nos llamó a Lamar, a Sul Ross, a Sam Houston y a mí para hablar.

—Niños —comenzó—, este año tendréis que compartir la misma fiesta de cumpleaños. Un gran grupo, en vez de cuatro normales. ¿A que va a ser estupendo? Invitaremos a todos vuestros amigos y tendremos una buena celebración.

—¿Qué?

—¡Eh, no es justo! 

—Un momento. 

—Mamáaaaa.

¿De verdad esperaba que nos pareciera bien? No nos hizo ninguna gracia. El lloriqueo general fue tan insistente que me extrañó que no se echara atrás y volviera al plan inicial. Pero se mantuvo firme.

—¡Ya basta! —ordenó—. Lo que pedís es demasiado, para mí y para Viola. Si tiene que volver a preparar cuatro banquetes de cumpleaños en un mes, nos abandona, os lo prometo. Y tampoco quiero que vayáis a quejaros a ella: no ha sido idea suya. 

—Callie Vee puede ayudar en la cocina —propuso Lamar, bajito—. Ya está aprendiendo. Que ayude. Yo quiero mi propia fiesta.

Le lancé una mirada tan ponzoñosa que retrocedió un paso. Mamá se impuso, y así empezó una semana entera de preparativos, durante la cual ella, Viola y SanJuanna funcionaron a toda máquina (como también era mi cumpleaños, me dispensaron de cocinar, pese al comentario del asqueroso de mi hermano). Los cuatro niños nos apartamos de su camino y dimos rienda suelta a nuestra ira grupal entre nosotros, refunfuñando todo el tiempo sobre lo injusto que era aquello. Cuando llegó el primer domingo de octubre y nos apiñaron a todos para la fiesta comunitaria, estábamos de un humor raro, entre festivo y huraño.

A Viola le tocó cocinar montañas de comida, y a SanJuanna, ir trayéndola. A Alberto le tocó levantar una carpa por si acaso llovía y pasear a Sunshine, un poni Shetland anciano y amargado, con la correa bien corta para asegurarse de que no realizara su truco favorito, que era girar la cabeza como una serpiente y llevarse un trozo de pierna de su jinete.

Nuestro resentimiento colectivo e inicial se fue disipando al comenzar la fiesta. ¿Y por qué no? Era la más grande que se había visto en Fentress. Estaban invitados todos los niños del pueblo, cuyos padres vinieron también. Había paseos en poni, bengalas, cohetes de agua, croquet, caramelos y juegos de la herradura y de las manzanas. Hubo regalos sorpresa, gorros de papel y serpentinas.

Hubo pilas de sándwiches exquisitos y panecillos de salchicha; gelatinas frías y jamón caliente servido con mermelada de albaricoque; rosbif cortado muy fino y servido con rábano muy picante, que los niños evitaron diligentemente; todas las tartas y helados que uno pudiera comer; pasteles de pacana y de merengue de limón; y otro altísimo, con cuatro capas de chocolate negro y el nombre de cada cumpleañero escrito en los lados con un glaseado blanco y con filigranas, y con unas velas encima para todos nosotros, cuarenta y nueve en total, que cubrían la capa superior. (Doce para mí, catorce para Lamar, quince para Sam Houston y ocho para Sul Ross. Era una auténtica sábana de fuego, y me di cuenta de que si manteníamos eso del cumpleaños comunitario, pronto tendríamos que encontrar otro sistema, o bien hacer un pastel mucho mayor.)

Todo empezó de forma bastante correcta, pero degeneró en un caos sin precedentes.
Áyax
birló un panecillo con salchicha, que consiguió zamparse mientras huía a toda velocidad de la turba de niños revolucionados que salió en su persecución.

Mi única responsabilidad de ese día era acompañar a Sul Ross y asegurarme de que no se atiborrara hasta empacharse. Vana tarea, pues Sul Ross siempre se empachaba de pastel de cumpleaños, lo vigilase yo o no.

Papá y mamá hicieron de huéspedes atentos. El abuelito estuvo con los adultos y se tomó una cerveza con ellos. Anunció que había un regalo de cumpleaños para todos nosotros procedente de Austin pero que se había retrasado inesperadamente y llegaría en algún momento de la semana. Esto dio pie a toda clase de especulaciones, pero no nos dio ningún detalle. Después se retiró a la biblioteca a echarse una siestecita reparadora.

Travis, Lamar y Sam Houston estuvieron rondando a Lula Gates como planetas alrededor del sol, dándole la lata con preguntas constantes: «¿Más helado, Lula?», «¿Te traigo pastel, Lula?»; «¿Te lo estás pasando bien, Lula?».

A mí nadie me preguntó si quería algo, pero la verdad es que era perfectamente capaz de irme a buscar mi propio pastel. Ya lo creo que sí. ¡Una chica hecha y derecha como yo!

Lula estaba hablando con su madre, con esas perlas diminutas de sudor en la nariz y el pelo suelto, plata y oro, cayéndole en cascada bajo el sol. La señora Gates le sonrió a Travis y luego a Lamar. «Vaya —me dije—, confía en pescar a un Tate para Lula, y no parece importarle cuál.»

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