La evolución Calpurnia Tate (30 page)

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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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A J.B. le regalaron un bonito caballo de balancín, pues el viejo estaba tan gastado que tenía la base hecha trizas. Estaba forrado con piel de vaca y tenía una cola de caballo de verdad. A Sul Ross le regalaron varios juguetes de cuerda de madera y una peonza. A Travis, un libro sobre la cría de conejos para ocio y negocio y una almohaza nueva. Yo sabía que esperaba un burro, pero pareció bastante contento. Lamar recibió un maletín de piel con un transportador de ángulos, una regla y un compás. Sam Houston, Las aventuras de Sherlock Holmes. A Harry le regalaron un traje nuevo de la mejor lana azul marino, ideal para un joven a punto de dejar su impronta en el mundo. Y, por supuesto, todos tuvieron un par de calcetines marrones, tejidos por una servidora, que mostraban distintos grados de habilidad. Los de J.B., que eran los primeros que hice, eran deformes y con bultos, pero al llegar a los hermanos mayores ya estaban pasables, y hasta logré tejer un modesto estampado de trenzas en los de papá y el abuelito. Se le dio mucha importancia a esta labor, que, aunque no era lamentable, tampoco merecía la ferviente alabanza que desató (un montaje, sospecho).

Yo le regalé a mamá una colección de flores prensadas. También recibió un par de pendientes de granate y azabache de parte de papá, al que ella correspondió con un elegante chaleco a cuadros verdes para ponerse en sus viajes de negocios a Austin.

Viola estaba ocupada en la cocina, pero había recibido antes sus regalos: tabaco y una enagua gruesa de franela roja de parte de mamá.

Al abuelito le regalaron una bonita caja de puros de un lugar llamado Cuba, en cuya etiqueta había un dibujo de colores de una mujer bailando con una falda larga de volantes; era una caja atractiva, y del tamaño perfecto para guardar tesoros personales. Yo noté que Lamar la quería, pero no se atrevía a pedírsela al abuelito.

—Adelante —le susurré—, pregúntale si te la da. No muerde.

—No te muerde a ti, querrás decir. Pero a mí igual sí. 

—No seas cagueta, Lamar. —Utilicé la palabra mágica: con él siempre funcionaba.

Dio media vuelta y fue hasta el abuelito: 

—Señor, ¿me da esa caja? ¿Cuando ya no la use? 

El abuelito lo miró, sorprendido

—Claro que sí, esto... Travis. 

Lamar pestañeó.

—Gracias, señor. —Y se escabulló otra vez a su puesto.

—¿Lo ves? —murmuré—. Es muy agradable cuando le conoces.

—Me ha llamado Travis —dijo entre dientes. 

Me reí y él me fulminó con la mirada. Le dije: 

—Al menos ya le has pedido la caja. —¿Cómo es que tú no la quieres?

—Yo ya tengo dos... no, espera, tres como ésa. 

—Bueno, pues que te aprovechen.

A veces, Lamar era una auténtica lata.

¿Y a mí qué me regalaron? Los pequeños me dieron una bolsa de caramelos arrugada, y los mayores, cintas nuevas para el pelo. Mis padres me regalaron un hermoso medallón de plata con mis iniciales grabadas. Y aún había otro regalo para mí: me pareció que era un libro, aún envuelto en papel marrón. Qué bien, un libro. Sería estupendo añadir otro a la pequeña biblioteca que ya acumulaba en el estante de encima de mi cama. El ejemplar era tan grueso y pesado que supe que era algún tipo de obra de consulta, un libro de texto o quizás incluso una enciclopedia. Al quitar el rígido papel, vi la palabra Ciencia impresa con florituras.

—Oh —exclamé.

¡Qué maravilla! Pero mejor aún que la realidad palpable del libro en mi mano era el afortunado hecho de que mis padres entendieran al fin qué clase de nutrientes necesitaba yo para sobrevivir. Les dediqué a ambos una sonrisa radiante. Ellos me la devolvieron y asintieron. Rasgué el papel y descubrí el título entero: La ciencia de las amas de casa.

—¡Oh!

Me lo quedé mirando, ofuscada. No entendía nada. ¿Qué podía significar? ¿Las amas de casa tenían una ciencia? La ciencia de las amas de casa, por la señora de Josiah Jarvis. No podía ser cierto. Las manos se me volvieron de plomo. Abrí el libro por el índice y leí: «Cocinar para enfermos», «Las mejores guarniciones», «Cómo quitar manchas difíciles». Contemplé esos temas deprimentes.

La conversación se extinguió y la sala quedó en silencio, salvo por el traqueteo monótono de J.B. subido a su caballito en un rincón. Todos los ojos estaban puestos en mí. Miré al abuelito, que arrugó la frente, inquieto. Y miré a mamá, que palideció y después enrojeció: estaba cometiendo el pecado de avergonzarla delante de un invitado. Puso una expresión sombría. 

—¿Qué se dice, Calpurnia? —me preguntó.

¿Que qué se dice? ¿Qué iba a decir? ¿Que tenía ganas de arrojar el libro a la chimenea porque no valía más que las astillas? ¿Que deseaba gritar lo injusto que era todo? ¿Que en aquel momento podría haber actuado con violencia, que podría haberles dado un puñetazo a todos en la cara? Incluido el abuelito, sí; incluido él. Mira que animarme como lo hacía, sabiendo que para mí no habría un nuevo siglo ni una vida nueva... Mis padres habían decretado mi cadena perpetua. No habría indulto ni libertad condicional. No iba a llegar ninguna ayuda. Ni del abuelito, ni de nadie. El azote de la urticaria me escoció en el cuello.

—¿Calpurnia?

Una gran fatiga me invadió como un maremoto, ahogando mi ira. Estaba demasiado cansada para seguir luchando. Así que hice lo más duro que había hecho en mi vida: me sumergí en las profundidades de mi ser y desenterré una sonrisa aguada, y murmuré:

—Gracias.

Sólo una palabra. Una palabra artificial, surgida de mi propia boca hipócrita. Las lágrimas asomaron a mis ojos. Sentí como si me desintegrara.

En aquel instante J.B. se cayó del caballito y lanzó un berrido tremendo. Entre la confusión general, recogí mis regalos y me escabullí a mi habitación. Contemplé la oscuridad por la ventana. Minutos después vi cómo se alejaba el resplandor del farol del pastor, como una luciérnaga distante en la noche negra. Sul Ross y J.B. subían las escaleras armando escándalo y riendo. Me puse el camisón y me metí en la cama. Miré las cintas, el medallón y el libro, todo ello dispuesto sobre el tocador junto al nido de colibrí en su caja de vidrio. Cerré los ojos, demasiado agotada para dormirme llorando.

Capítulo 26

Llega la respuesta

Aunque los picos y las patas de los pájaros suelen estar bastante limpios, puedo demostrar que a veces se les adhiere tierra; se dio un caso en que extraje veintidós granos de tierra arcillosa seca de la pata de una perdiz, y en esa tierra había un guijarro del tamaño de una semilla de algarroba.

L
levaba meses monótonos acechando como un águila el correo en la mesa del recibidor, husmeando eternas y aburridas cartas y facturas antes de pasar página cada día con rotunda decepción. La respuesta llegó dos días después de Navidad, pero no en la carta que habíamos esperado.

Llegó en forma de telegrama personal, que era un formato alarmante. En los negocios se usaban telegramas para comprar y vender, pero un individuo sólo recibía uno cuando había una muerte en la familia. Llegó con el señor Fleming, el telegrafista, que vino en bicicleta con él en el bolsillo. Había sido soldado raso durante la guerra, y aunque nunca sirvió bajo el mando del abuelito, lo admiraba y estaba decidido a serle útil siempre que pudiera. Lo vi en el camino de grava, donde me encontraba agitando la acequia de drenaje como alma en pena, en busca de arañas de agua. No había ninguna y aquello no tenía sentido, pero era eso o quedarme en mi habitación a leer mi regalo de Navidad.

—Callie Vee —dijo mientras desmontaba de su bicicleta—, traigo un telegrama para el señor Tate.

Di por hecho que se trataba de mi padre y me estrujé el cerebro pensando quién podía haber muerto. Debía de ser su tía de Wichita, una anciana a la que yo no conocía.

—¿Es de Wichita, señor? —le pregunté.

—No. Y no_ puedo decirlo. Oh, está bien, si insistes... es de Washington.

—¿Cómo?

—De algún lugar de Washington.

—¿Mi padre conoce a alguien de Washington?

Tenía que ser algo relacionado con el comercio del algodón, aunque lo raro era que no lo enviaran a la limpiadora.

—No es para tu padre, es para el capitán Tate. 

—¿Disculpe?

—Que no es para tu padre, sino para tu abuelo. 

—Mi...

—Supongo que lo querrá enseguida —apuntó. 

Recuperé la voz:

—¡Démelo!

Se apartó y me miró como si estuviera loca. 

—¿De qué estás hablando? No te lo puedo dar.

—¡Deme ese telegrama!

—Jovencita, estás siendo muy maleducada. ¿Se puede saber qué te pasa? No te lo puedo dar: tengo que entregárselo a un adulto de más de dieciocho años. Las normas de la compañía establecen que tengo que dárselo a un adulto...

—Lo siento, lo siento.

— … y yo me tomo muy en serio la responsabilidad de mi puesto.

El corazón me latía tan fuerte que creí que se me iba a salir de las costillas.

—Venga conmigo, señor Fleming.

Le cogí del brazo y traté de arrastrarlo camino arriba, pero un hombre enfurruñado, y además con una bicicleta, no es muy arrastrable, así que los agónicos cincuenta metros hasta la casa nos llevaron siglos. Me sentí como si estuviera atrapada en una de esas pesadillas en que te revuelves en arenas movedizas. 

— ¡Rápido!

Llegamos al porche, donde el señor Fleming hizo una pausa para zafarse de mí y colocarse bien la gorra. Yo crucé la puerta como un torbellino y gritando:

—¡Abuelito, abuelito! ¿Dónde está? 

Mamá contestó con voz impasible:

—Calpurnia, querida, no hay necesidad de gritar. Está aquí la señora Purtle. Entra a saludarla, cielo.

Normalmente habría entrado en el salón en el acto respondiendo a su tono, pero ahí estaba la puerta de la biblioteca, tentadoramente cerca. ¿Qué hacer? Mientras daba vueltas en el recibidor como un anzuelo en el río, mamá alcanzó a ver al señor Fleming detrás de mí y frunció el ceño, pues sabía qué significaban los telegramas. Él se tocó el sombrero.

—Buenas tardes, señora Tate. Siento interrumpir, pero traigo un telegrama para el capitán Tate. Es de Washington. 

—¿De Washington?

—Por el amor de Dios —gorjeó la señora Purtle—, qué emocionante.

—Adelante, señor Fleming. El capitán ha salido a recoger especímenes al río —dijo mamá—, pero no tengo ni idea de cómo encontrarlo.

—¡Yo sí, yo sí! —grité, y salí corriendo por la puerta.

La mosquitera se cerró de un portazo sobre las palabras de mi madre:

—Deben perdonar a mi hija...

Llegué volando al final del camino. Allí me desvié para meterme en la densa maleza del sendero que atravesaba el terreno con forma de media luna en dirección al río. Saltaba como un ciervo y viraba como un zorro; nunca me sentí tan fuerte ni corrí tan deprisa.

—¡Ya ha llegado! —gritaba—. ¡Está aquí! ¡Ha llegado la respuesta, abuelito!

No estaba en la ensenada donde esperaba encontrarlo. Giré al sur y seguí el curso del río, llamándolo. Llegué al pequeño acantilado sobre la isla, el otro sitio probable, pero tampoco estaba ahí. Puse rumbo al embalse de la limpiadora, a cinco minutos largos de allí. Quise chillar de frustración. Siempre había sabido dónde encontrarlo. Y ahora...

Un asustado halcón de cola roja me gritó desde un roble. Seguí corriendo, pero ya sin aliento para llamar. Mi cerebro adoptó la cantinela del ritmo obstinado de mis pies: abuelo, abuelo, abuelo. Y corrí aún más, pasando por en medio de una familia de cerdos salvajes que hurgaban en busca de pacanas, y que se dispersaron indignados a mi paso.

Ya en la limpiadora me tropecé con el señor O'Flanagan, que había sacado el poste de Polly para tomar un poco el aire los dos. Se encontraba en el terraplén empinado sobre las turbinas de agua, fumándose un puro con gran satisfacción y mirando por encima de su vientre corpulento el río que tenía a sus pies. Polly hinchó su cresta y me miró con su siniestro ojo ictérico mientras yo subía resoplando.

—Señor, ¿ha visto a mi abuelo? —grité. Por la cara que puso el señor O'Flanagan, adiviné que no.

—¿Algo va mal? —contestó alarmado—. ¿Qué pasa? 

Crucé la calle como un rayo en dirección al periódico, abrí la puerta de par en par e irrumpí en la oficina telefónica, donde una sorprendida Maggie Medlin se comía un sándwich junto a la centralita.

—¿Ha visto a mi abuelo? —pregunté con voz ronca. 

Tardó un momento en tragar y decir:

—No, hoy no. ¿Va todo bien?

Di media vuelta y me topé de bruces con la barriga del señor O'Flanagan, que me había seguido desde la limpiadora. Maggie gritó desde su silla:

—¿Hace falta que llame al médico?

—Calpurnia, ¿alguien se ha hecho daño? —quiso saber el señor O'Flanagan.

Me escapé por la derecha y giré hacia la izquierda, pero él se escapó y giró conmigo; se movía admirablemente rápido para estar tan gordo. Me agarró de los hombros, me sacudió y me obligó a mirarle.

—Calpurnia, dime si te has hecho daño. ¿Se ha hecho daño alguien?

Me quedé ahí plantada, procurando recobrar el aliento. Y de pronto me sentí exhausta y abrumada. Me sentí... abandonada. ¿Qué había pasado con nuestro tiempo juntos? ¿Cómo había dejado que huyera? ¿Cómo no había luchado por él? ¿Y dónde estaba el abuelo en un día tan importante? Siempre había sabido encontrarlo cuando lo necesitaba. Y ahora se había ido a recolectar a algún lugar que no era de los nuestros, un lugar del que yo no sabía nada y donde no lo podía localizar. Algún lugar secreto y privado. Recolectando sin mí.

Pregunta para el cuaderno: ¿por qué habría hecho eso? Respuesta: lo habría hecho si estuviera cansado de Calpurnia y quisiera estar solo. Si estuviera cansado de su compañía infantil. ¿No, Calpurnia? ¿No? ¿Era eso?

—Nadie se ha hecho daño, señor —conseguí articular cuando finalmente hablé.

Pero lo único en lo que podía pensar era: ¿no asomó al rostro del abuelito una sombra fugaz de irritación cuando, días atrás, interrumpí su lectura en la biblioteca? ¿Acaso mamá y papá habían hablado con él? ¿Le habían dicho que era una mala influencia para mí y le habían recomendado que cultivase a alguno de mis hermanos en mi lugar? Y luego estaba la espina de la algarroba perdida. Vale, la había vuelto a encontrar, pero ¿realmente me perdonó que fuese tan tonta como para perderla? Hacía unos meses, él me había animado a aprender a tejer y cocinar cuando mamá me endilgó esas tareas. No me consoló cuando La ciencia de las amas de casa cayó en mis manos. Seguro que sabía desde el principio que la vida científica no era para mí, que las fauces de la trampa doméstica estaban bien afiladas. Me eché a llorar.

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