La evolución Calpurnia Tate (32 page)

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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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Mamá se pasó la cena lanzando miradas al abuelito, sonriéndole y asintiéndole para animarlo cada vez que él alzaba la vista, dándole así ocasión de explicar ese comunicado extraordinario. Sin embargo, él prefirió dedicarse a su plato. Los susurros generalizados de mis hermanos y sus miradas furtivas indicaban que sabían que algo pasaba.

Terminamos la cena. Y hasta que SanJuanna se llevó los platos de los postres, el abuelito no se acercó al aparador para servirse una generosa cantidad de oporto. Después sostuvo el vaso en alto hasta que la mesa calló y todos los ojos se posaron en él. El oporto atrapaba la luz de la araña y proyectaba una oleada rubí en su barba. Pareció que estaba a punto de dirigirse a nosotros, pero entonces dio media vuelta, empujó la puerta oscilante de la cocina y llamó a Viola para que saliera al comedor. Ella se dio prisa mientras se secaba las manos en el delantal, con el ceño fruncido de preocupación.

—Damas —se inclinó—, caballeros, propongo un brindis. Ha sucedido algo maravilloso: hoy he recibido un telegrama de Washington y lo envía la Institución Smithsonian, que nos in forma a Calpurnia y a mí de que hemos descubierto una nueva especie de algarroba. Un espécimen desconocido hasta ahora y que de hoy en adelante se llamará Vicia tateii.

—¡Muy bien! —dijo papá.

Mamá escrutó al abuelito con expresión atónita, y luego volvió su mirada hacia mí. Harry dijo:

—Abuelo, ha hecho que nuestro apellido forme parte de la historia.

—¿Habéis ganado un premio, Callie? —preguntó Jim Bowie—. ¿Qué habéis ganado?

—Hemos ganado un lugar en los libros de ciencia —contesté. 

—¿Qué libros? ¿Eso qué significa? ¿Los podremos ver? 

—Algún día, J.B.

Papá empezó a aplaudir y los demás lo siguieron con palmadas y vítores. Eso era lo que yo me esperaba, y me hizo sentir más alegre, aunque no tanto como cabría pensar.

Papá se unió al abuelito en el aparador, se sirvió una buena dosis de oporto y dijo:

—Margaret, ¿nos acompañas? —Mamá me escudriñó—. ¿Margaret?

—Oh —dijo ella, y se volvió hacia papá—. Tal vez un vaso pequeño, Alfred, puesto que es una ocasión especial.

—Viola, ¿no tomarás un vaso? —preguntó el abuelito. 

Ella echó un vistazo a mamá y contestó:

—No, no, señor Tate, no podría...

Él la ignoró y le puso un vaso en las manos y luego otro en las de SanJuanna, que parecía que se fuese a desmayar. Todos ellos alzaron sus vasos y nosotros los imitamos con vasos de leche. Papá declaró:

—A nuestra salud, por que se mantenga nuestra prosperidad y, en esta gran ocasión, por el abuelo y sus proyectos científicos. Debo admitir que a veces tenía mis dudas sobre el modo en que empleabas tu tiempo, pero has demostrado que valía la pena. ¡Esta noche eres el orgullo de la familia!

Harry inició un coro de Porque es un muchacho excelente y luego les hizo gritar a todos tres hurra.

—Y no nos olvidemos de Calpurnia y su cuaderno —añadió Harry—. Reclamo parte del mérito de tus logros, bicho, por habértelo regalado. ¡Así se hace!

Otro hurra, esta vez dirigido a mí. No me quedó más remedio que sonreír ante sus caras radiantes y excitadas.

—Es cierto —afirmó el abuelito mientras alzaba su copa hacia mí—. Nada de esto habría ocurrido sin la ayuda de mi única nieta, Calpurnia.

Y bebió con toda la calma.

¡Su única nieta! Se hizo un silencio helado, seguido de una oleada creciente de murmullos y siseos.

—Perdón —añadió el abuelito al comprender su error, e hizo una reverencia—. Quería decir mi única nieta chica, por supuesto.

Volvió a beber tranquilamente y después se sentó. Mis hermanos echaban chispas, pero me daba igual: mi corazón bombeaba felicidad por todas mis venas. Yo lo era todo para él, ¿a que sí? Y él lo era todo para mí.

Capítulo 27

Fin de año

El hombre apenas puede seleccionar, y sólo con gran dificultad, alguna variación de la estructura si no es externamente visible; y de hecho pocas veces se ocupa de lo que es interno.

P
or primera vez en la vida, a todos los niños, incluido Jim Bowie, nos dejaron quedar a contar las campanadas de medianoche en fin de año, un acontecimiento increíblemente emocionante, al menos en teoría. También era angustioso, pues algunas sociedades religiosas venían diciendo que el mundo se acabaría el primer día del milenio. Según informaron los periódicos, había unos hombres salvajes y barbudos paseándose por las calles de Austin, vestidos con largas túnicas y con letreros que decían: ARREPIÉNTETE, EL FIN ESTÁ PRÓXIMO. Papá los tachó de panda de lunáticos, pero Travis se lo había tomado muy en serio y me preguntó, después de pensarlo un poco:

—Callie, ¿de verdad que esta noche se acabará el mundo? 

—No, tonto. El abuelito me lo ha explicado: el siglo no es más que un signo del paso del tiempo. El tiempo es obra del hombre y procede de Inglaterra.

—Pero ¿y si va y se acaba? ¿Quién cuidará de Jesse ]ames? ¿Quién dará de comer a Bunny?

Sólo vi una forma de zanjar esa discusión:

—No te preocupes, Travis; lo haré yo. 

—Oh, vale. Gracias, Callie.

A las seis en punto tomamos una cena descomunal en el piso de abajo. Hacía un tiempo de perros, pero en cada habitación había fuegos encendidos. Mamá estaba sonrosada y tranquila, y advertí que bebía un vino con burbujas que parecía sentarle muy bien. Después, papá hizo varios brindis y nos tranquilizó respecto al fin del mundo; también dijo que era un hombre afortunado por estar rodeado de su afectuosa familia: su padre, su esposa y sus hijos, y al decirlo le tembló un poco la voz.

Luego nos retiramos todos a nuestros cuartos, a descansar durante la larga velada que quedaba por delante, a recitar nuestras plegarias y a reflexionar sobre nuestros propósitos. Era tradición que nos levantáramos por turnos y los recitáramos, y que mamá los apuntase en un papel que guardaba dentro de la Biblia familiar hasta el año próximo, cuando los nuevos sustituían a los antiguos.

Me tumbé en la cama y miré por la ventana aquel cielo tan bajo. Una parte de mí deseaba que nuestras vidas continuasen como siempre, con todos viviendo juntos en nuestra vieja y rebosante casa. Pero la otra parte ansiaba un cambio drástico y radical con el que dejar Fentress atrás. ¿De qué me servía que una algarroba vellosa y muntante llevase mi apellido si tenía que pasarme la vida en el condado de Caldwell, entre Lockhart y San Marcos y entre pacanas y algodón? El abuelito me había dicho que podía hacer lo que quisiera con mi vida, y aunque algunos días le creía, otros no. Esa lúgubre tarde nublada, ese último día del siglo que moría, estaba virando definitivamente hacia el no. Había tantas cosas que quería ver y hacer mientras viviera..., pero ¿cuántas de ellas estaban a mi alcance? Escribí una lista en la última página de mi cuaderno. La cubierta de cuero rojo estaba arrugada y las páginas de borde dentado se estaban ensuciando. Lo dejé a un lado y me dormí, y soñé que flotaba en un río. Pero no era el mío. El agua era verde claro en vez de azul y, curiosamente, las orillas estaban cubiertas de arena.

Viola, tocó el gong a las nueve y me despertó. Bajamos las escaleras en tropel y allí nos esperaban unos cuencos con una tarta de manzana peligrosamente caliente que te chamuscaba la boca. A cada uno nos dieron un cucurucho sorpresa, dentro del cual había una corona de papel, un matasuegras y un juguete de hojalata en miniatura, regalitos que dieron pie a un animado mercado de intercambio y regateo. Luego sólo quedó sentarse a esperar. Los pequeños, que nunca habían estado levantados hasta tan tarde, reaccionaron a la relajación generalizada de la disciplina corriendo escaleras arriba y abajo o durmiéndose en un segundo en la alfombra del salón.

Yo me comí la mitad de mi naranja de Navidad con ostentoso disfrute, para fastidio de los que ya se habían terminado las suyas. Guardé la otra mitad para comérmela en otro siglo. ¿Sabría diferente una naranja de 1899 de una de 1900?

Hacia las diez, ya estábamos agotados y deseando acostarnos, pero decididos a llegar a la hora mágica. Con las once llegó la hora de los propósitos del nuevo año: mamá sacó los antiguos de la Biblia y los leyó en voz alta, nos reímos un montón y luego los quemó en la chimenea. Mi propósito anterior había sido dominar el hilado y el zurcido. Eran como de otra vida, de antes de aquel mes caluroso de verano en que mi abuelo y yo empezamos a conocernos.

Tratamos de explicarle a J.B. qué era un propósito, pero era demasiado joven para entenderlo. Mamá hizo uno por él: que ese año se aprendiera el abecedario. Sul Ross se hizo el propósito de terminar los deberes del colegio a tiempo. Travis resolvió pasar más tiempo jugando con Jesse James, pero eso era imposible, pues ya iba a todas partes con ese gato larguirucho metido en la pechera de sus petos. Entonces llegó mi turno. Me puse en pie, me saqué el cuaderno del bolsillo y lo abrí por la última página.

—Más que un propósito, esto es una lista. —Me aclaré la garganta y leí—: Quiero ver las siguientes cosas antes de morir: la aurora boreal. Harry Houdini. Los océanos Pacífico o Atlántico. O cualquier océano, no importa. Las cataratas del Niágara. Coney Island. Un canguro. Un ornitorrinco. La Torre Eiffel. El Gran Cañón. Nieve.

Me senté rodeada de silencio. Entonces Harry dijo: 

—Muy bien, bicho. —Y se puso a aplaudir.

Mis otros hermanos se unieron a él; mamá y papá me dedicaron un aplauso poco entusiasta. Sentí una vaga melancolía. Continuó Lamar:

—Yo me propongo mejorar en geometría.

Cada día se tiraba horas midiendo por toda la casa los ángulos de las cosas con su nuevo transportador de acero. Sam Houston dijo:

—Como Lula Gates no me deja llevarle los libros al salir de clase, me propongo llevar los de Effie Preston, aunque ella no quiera. Juró que lo haré.

Esto se ganó una buena carcajada. Después le tocó a Harry, pero se limitó a sonreír y declarar:

—Es un secreto.

Hubo una protesta general ante tamaña injusticia. Y le rogué: 

—Tienes que decírnoslo, Harry. Si no, no es un propósito de verdad.

Al final acabó por ceder para que lo dejáramos en paz. Le lanzó una mirada a mamá y anunció, a mi parecer con voz algo débil:

—Me propongo estudiar mucho para entrar en la universidad el año que viene.

Mamá pestañeó complacida, que por supuesto era lo que él pretendía, pero yo hubiera dicho que no estaba convencido, sino que sólo lo decía para tenerla contenta. El hecho de que no nos contara su propósito auténtico me hizo sospechar que tenía algo que ver con Fern Spitty.

El propósito de mamá fue asegurarse de que todos y cada uno de sus hijos fueran a la iglesia dos veces por semana como mínimo. Hubo cierta agitación en las filas, pero nadie se atrevió a quejarse delante de ella.

El propósito de papá fue dejar el tabaco de mascar. Puesto que sólo podía hacerlo en la limpiadora, decidió que la angustia de tener que tirarlo cada día al entrar por la puerta de casa no compensaba el placer de mascarlo en el trabajo. Mamá pareció encantada y sorbió su vino efervescente. En cambio, el abuelito lo pinchó un poco, y se mostró muy jovial antes de decir:

—Sería muy triste que a estas alturas de mi vida me quedara algún propósito por cumplir. Sin embargo, hay una cosa... 

Desconcertada, rebusqué en mi cerebro. ¿Tendría algo que ver con el muntante? ¿Querría perfeccionar su licor de pacana? No tenía ni idea.

—Deseo conducir un automóvil —afirmó—. He oído que tienen uno en Austin.

—¡Pero si son unas máquinas espantosas! —exclamó mamá—. ¡Y muy inseguras! Dicen que pueden explotar sin previo aviso, y la gente siempre se está rompiendo la pierna con la manivela.

—Cierto —sonrió él.

Su rostro adoptó una expresión satisfecha y ausente. Miraba el mundo como si contemplase el vacío, pero yo sabía que estaba observando el futuro.

Después sólo quedó sentarse a esperar que pasase esa hora. Mis padres charlaban con calma, el abuelito se fumaba un puro y leía el National Geographic y mis hermanos y yo luchábamos contra el sueño y caíamos por turnos de forma lamentable. Y por fin, por fin, el reloj tocó la medianoche, y mientras las campanadas se apagaban oímos una cacofonía de ollas y cacharros golpeados por las calles de todo el pueblo. Nos cogimos de las manos formando un círculo y cantamos Auld Lang Syne; las palabras eran incomprensibles, pero la música era preciosa. Miré a mi alrededor aquellos rostros que amaba y pensé en todos mis dones del año anterior: estaban papá y mamá, cogidos de la mano y con aspecto cansado pero feliz. Ella tenía algún cabello gris en las sienes, aunque yo no me di cuenta hasta entonces. Estaba Harry: orgulloso, alto y guapo, con el cuello y la corbata inmaculados; un joven caballero en ciernes. Estaban Sam Houston y Lamar; estaba Travis con Jesse James en brazos; estaba Sul Ross, bostezando. Y estaba J.B., que no se aguantaba de pie pero había decidido valientemente ver entrar el año nuevo.

Y estaba mi abuelo, sumando su voz de barítono en triste y dulce armonía a la música, y con la barba larga encendida a la luz del fuego. Qué cerca habíamos estado de perdernos el uno al otro. Al final, él resultó el mejor regalo de todos.

Las ollas y cacharros se fueron apagando y la canción se acabó, y todos nos fuimos a rastras a la cama, salvo mamá y papá, que se quedaron allí juntos un poco más.

Yo me puse mi camisón más grueso de franela roja y me acosté. Menos mal que SanJuanna había eliminado el helor de las sábanas con un calentador de cama. Intenté aguantar un rato tumbada y hacer balance de mi vida. Es lo que se hace cuando termina un siglo, ¿no? Pero creo que en realidad me dormí enseguida y sólo soñé que hacía balance.

Capítulo 28

1900

A primera vista, la acción del clima parece del todo independiente de la lucha por la existencia; pero, dado que el clima actúa principalmente reduciendo los alimentos, desata la lucha más inclemente entre los individuos [...].

D
esperté jadeante y aterrada. Algo iba terriblemente mal, y en lo más hondo de mí supe que había ocurrido algo espantoso durante la noche. Tardé varios segundos en entender qué era exactamente: en la casa y fuera de mi ventana reinaba un silencio tan profundo y anormal que era como si hubieran envuelto el universo entero y lo hubieran robado de noche. ¿Había sucedido? ¿Se había terminado el mundo? ¿Debía arrodillarme y rezar?

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