Read La felicidad de los ogros Online

Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (12 page)

BOOK: La felicidad de los ogros
6.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—No entres ahí, Ben, es bastante antiestético.

(Gracias, no tengo ningún deseo de tragarme la visión de un tercer cadáver).

—Pero ¿y tú, Théo, y tú?

—Yo estoy bastante mejor que él.

Una gotita de sangre brota de su labio superior, tiembla y cae en el corazón del lirio azul moteado de amarillo.

—Siempre he creído que el lirio tenía vocación carnívora.

Lo más sorprendente es la continuación. La manifestación, dispersa por unos instantes, como barrida por el viento de la explosión, se ha reconstituido en el piso superior, añadiendo el tema de la Seguridad al de los Convenios Colectivos. ¿Será porque el petardo era menos sonoro que los dos precedentes? ¿O porque el hombre a acostumbra a todo? La muchedumbre de los clientes no se ha dejado arrastrar por el brote de pánico. El Almacén no cierra sus puertas. Sólo la planta queda clausurada por resto del día.

Los bomberos se han llevado a Théo. Esta noche iré a su casa para comprobar si está entero.

Se habla de la explosión.

Luego ya se habla menos.

Sólo aquel olor en el aire, que dobla los efectivos de la clientela.

Por la tarde, me llaman de nuevo, dos o tres veces, a lo de Lehmann, que se ha trasladado a la cabina de miss Hamilton; dicha miss, a juzgar por la calidad de su mirada-sonrisa, ha comprendido por fin la naturaleza real de mi currelo y el heroísmo que despliego en él. Conoce también la estima que siente por mí Sainclair y la multiplicación por dos de mis panecillos.

Demasiado tarde, hermosa. Haberme amado cuando era un don nadie. En fin, tal vez si insiste…

Luego, una llamada del exterior. Me encierro en la cabina apropiada (¿será prudente encerrarse en las cabinas vistos los tiempos que corren?) y digo:

—¿Si?

(¡Clara! ¡Eres tú, Clara, clarinete mío! ¿Por qué me gusta tanto tu voz, acurrucarme en tu apacible vocecilla, sin un solo tropiezo, tu suave tapete de billar por el que rueda la precisión de tus palabras…? ¡Bueno, ya está bien Benjamin, no incestúes! Y además, acurrucarse en un tapete de billar…).

—No te preocupes, querida, no me ha pasado nada, esta vez ha sido una explosión muy pequeña y llevaba mi armadura, nunca voy sin ella, ya lo sabes, sólo me la quito para volver a casa y estrecharos entre mis brazos. ¡Una tontería de explosión, de veras!

—¿Qué explosión?

Silencio. (Pero ¿no me llama por lo de la explosión? ¡caramba!)

—Tengo que darte una buena noticia, Ben.

—¿Ha llamado mamá?

—No, mamá debe de acostumbrarse a las bombas.

—¿Habéis terminado el artículo de tía Julia?

—¡Oh, no! ¡Todavía nos falta mucho!

—¿No habrán castigado a Jérémy esta semana?

—Sí, cuatro horas el sábado, jaleo en música.

—¿Thérese se ha convertido al racionalismo?

—Acaba de tirarme las cartas.

—¿Dicen las cartas que aprobarás tu bachillerato?

—Las cartas dicen que estoy enamorada de mi hermano mayor, pero que debo desconfiar de una rival, periodista de la revista
Actúal
.

—¿El Pequeño ya no sueña con ogros Noel?

—Ha encontrado en mi enciclopedia la reproducción de un Goya:
Saturno devorando a sus hijos
, le ha gustado mucho.

—¿Lo de Louna es un embarazo histérico?

—Acaba de hacerse una ecografía.

—¿Varón o hembra?

—Gemelos.

Silencio.

—Clara, ¿ésa es tu buena noticia?

—Ben, Julius se ha curado.

¿Julius se ha curado? ¡Julius se ha curado! No, ¿Julius se ha curado? ¡Curado! ¡Julius! Sí, Julius se ha curado. Incluso ha despertado cierta sensación, esta mañana, en el edificio, bajando los cinco pisos: arrastraba tras de sí una zarabanda de frascos que se rompían en los peldaños, unos tras otros, bolsas de deyecciones reventadas vertiendo lo que debían verter y dándole, al extremo de sus tubos translúcidos, un aspecto de jabalí loco intentando huir de un ataque de medusas. Pánico en la morada. Todos los inquilinos encerrado en sus casas, con doble llave, y todos los hedores julianos poniéndose las botas por el hueco de la escalera, de arriba abajo.

—Yo le daría un baño, pero tal vez sea demasiado pronto, ¿no?

—El baño más tarde, Clara, más tarde; cuéntame lo demás.

—No hay nada más, se ha curado, eso es todo. Ha bebido y comido como si acabara de dar un paseo algo largo, y se ha tendido bajo la cama del Pequeño, como suele hacer a estas horas.

—¿Has avisado a Laurent?

—Sí.

—¿Y qué ha dicho?

—Que Julius estaba curado.

—¿No hay secuelas?

—Ninguna. Bueno, sí, una nadería de todos modos.

—¿Qué?

—Sigue sacando la lengua.

21

Bingo de nuevo. Recibo el golpe en pleno flanco. Sin tiempo para recuperar el aliento, otro ataque, frontal esta vez, me envía a la lona. Ya sólo puedo hacerme un ovillo, encogerme al máximo, dejar que llueva, esperar a que todo pase aun sabiendo que no va a pasar. Y no pasa. Y no es una partida de ajedrez.

¡NO ES UNA PARTIDA DE AJEDREZ, JODER! Ese aullido mudo me obliga a ponerme en pie. Hay un grito de sorpresa de quien me mantenía clavado en el suelo y que rueda por la acera, luego la clara visión de Cazeneuve, de pie ante mí, preparando su pie para soltarme una nueva patada en las costillas. Enojosa abertura entre sus piernas, en la que aplasto mi propio pie, provocando un aullido de coyote capaz de despertar todo el hemisferio boreal. Se acabó Cazeneuve, pero un golpe en la nuca me proyecta hacia delante, con los brazos abiertos, agarrándome como a un clavo ardiente a otro cuerpo que cae bajo el empuje. De nuevo la acera, pero esta vez mi caída es amortiguada por el grosor del otro, debajo, del otro al que golpeo a ciegas, el rostro, las costillas, el estómago, y que grita socorro, mierda, esta voz, ¡mierda de mierda!, es una mujer. La sorpresa me hace levantar la cabeza, justo para ver la trayectoria del pie que me da en plena boca y me manda diablo. El diablo, esta noche, lleva un buen garrote, que cae primero sobre mi hombro, falla la segunda vez porque ruedo sobre mí mismo, imprimiendo a mis piernas violentos movimientos de tijera para segar todo lo que puedo a mi alrededor. Aullidos de tibias, blando ruido de una gran caída, diversos cacareos y, de nuevo, el garrote del diablo que, esta vez no falla; explosión de mi pobre cráneo, adiós a la vida, adiós al día, adiós a la noche, incluso a esa jodida noche de cuerda, adiós…

De pasmosa ubicuidad, omnipresente en cada asunto tenebroso…

Si el paraíso, o si el infierno, o si la nada, es encontrar a Cario Emilio Gadda, ¡vivan la nada, el paraíso y el infierno!

—Elisabeth, un poco de café, por favor.

Sí. El inspector Ingravallo (¿pero por qué diablos le llamaban don Ciccio?), a quien le han encomendado un servicio en la acera de via Merulana, necesita un cafecito.

—Creo que poco a poco vuelve en sí.

¡Oh, poco a poco, por favor! Volver muy poco a poco, lo más despacio posible, acabo de conocer el dolor. ¡Cario, no me abandones, no me dejes volver a la superficie, Cario Emilio, no quiero abandonarte!

—¿Qué dice?

—Dice que no quiere abandonar a un tal Cario Emilio Gadda y, francamente, lo comprendo.

—¿Un italiano?

—El más italiano de todos, Elisabeth, despacio con el café, va usted a ahogarlo.

El inspector Ingravallo mojaba su pluma en el capuccino, de ahí el tranquilo nerviosismo de su lengua…

—Una lengua polidialectal, sí, es lamentable que no tengamos un equivalente en nuestra literatura.

Tendré que leérselo a los niños, aunque no comprendan nada, también tendré que preparar a Clara para su examen de bachillerato… no para la vida, eso lo hace ella sola: para el examen de bachillerato.

—Esta vez creo que emerge, ayúdeme, vamos a sentarlo.

¿Cómo sentar a un acordeón de dolores? ¡Julius de una pieza y yo hecho mil pedazos! ¿Cómo sentar mil pedazos?

—Poco a poco, Elisabeth, páseme otro almohadón… Pero ¿Julius se ha curado? ¡JULIUS SE ha CURADO!

—¿Quién es ese Julius, señor Malausséne? A Gadda lo conozco, pero el tal Julius…

La pregunta del comisario Coudrier, aunque sonriente exige una respuesta que caerá en sus expedientes.

—Es mi perro, se ha curado.

Los divanes Récamier no son camillas muy confortables.

—Tenga, tome un poco más de café. No tengo ni la menor noción de medicina, pero sí una confianza absoluta en el café de Elisabeth. Elisabeth, ayúdelo por favor.

Sí, ayúdeme Elisabeth, me he sentado sobre mis huesos.

—Ya está.

(Yastá, yastá, yastá…)

—¿Por qué son tan duros los divanes Récamier?

—Porque los conquistadores pierden su Imperio cuando se duermen en los divanes, señor Malausséne.

—Lo pierden de todos modos, el diván del tiempo…

—Diríase que se encuentra usted mejor.

Vuelvo la cabeza hacia el comisario Coudrier, sentado a mi cabecera, levanto la cara en dirección a Elisabeth, inclinada sobre mí con la taza de café en la mano (la tacita ribeteada de oro y su N imperial), inclino la cabeza hacia mis pies, ahí abajo. Mi cabeza se levanta y se inclina, estoy mejor.

—Podremos hablar.

Hablemos.

—¿Tiene usted idea de lo que le ha pasado?

—Se me ha caído el Almacén encima.

—¿Y por qué, a su entender?

¿Por qué? ¿Injustificada enemistad de Cazeneuve? No estaba solo. Y había al menos una mujer en la pandilla (¡Una mujer a la que he golpeado, Jesús mío!) ¿Por qué? ¿Porque no me manifiesto? No, no estamos en yanquilandia ni en sovietogrado. Por esta razón, además, no encuentro ocasión para manifestarme. ¿Por qué se me han echado encima?

—No lo sé.

—Yo sí.

El comisario Coudrier se yergue a la luz verdosa de su mesa.

—Muchas gracias, Elisabeth.

Ya graciada Elisabeth, la puerta se cierra. Más café. De pie ante su biblioteca, el comisario Coudrier recita: «De pasmosa ubicuidad, omnipresente en cada asunto tenebroso…».

—Gadda.

—Gadda y usted, señor Malausséne. Estaba presente en el lugar de la primera explosión, en el de la segunda y en el de la tercera. No se necesita más para que algunos borricos pierdan la cabeza.

Es cierto, pero si no me equivoco, también Cazeneuve estaba presente las tres veces. ¿Se lo digo o no? Que se fastidie Cazeneuve, se lo digo.

—En efecto —responde el comisario—, pero él no asistió a la conferencia del profesor Léonard.

¿Cráneo de Obús? ¿Por qué me sale ahora con Cráneo de Obús?

—Es la víctima del día.

¡Ah, caramba!

—¿Qué hacía usted en esa conferencia?

Pringar a Cazeneuve, de acuerdo, pero no a tía Julia (aunque, si me vieron, forzosamente me vieron con ella).

—Tengo una hermana preñada, y se pregunta si…

—Comprendo.

Lo que no significa que lo apruebe. Ni que la respuesta le baste. Sólo para ver cómo funciono, intento la posición sentada. ¡Joder! Rígido como Julius en tiempos de su rigidez, (¡Julius se ha curado!)

—Tiene usted una fisura en dos costillas. Lo hemos vendado.

—¿Y el cráneo?

—Abollado, eso es todo. (Eso es todo).

Rodea su mesa, se sienta, enciende la lámpara. Hago una mueca deslumbrado y reduce la intensidad. Que yo sepa junto con el teléfono, esta lámpara con reostato es la única concesión a la modernidad del despacho. Se rasca detrás de la oreja, la aleta de su nariz, cruza por fin los dedos ante sí y dice:

—Tiene usted un oficio curioso, señor Malausséne, que atrae forzosamente los golpes, antes o después.

(Mira por dónde, a pesar de lo que Sainclair afirmaba, se creyó mi historia del Chivo Expiatorio). Y sigue la pregunta más pasmosa que un detenido, suponiendo que yo esté detenido, haya oído brotar nunca de la boca de un pasma.

—¿Es usted quien pone esas bombas, señor Malausséne?

—No.

—¿Sabe quién es?

—No.

Nueva rascadura de nariz, nuevo cruce de dedos y una segunda ocasión para la sorpresa:

—Aunque no tengo por qué comunicarle mis conclusiones personales, sepa que lo creo.

—Pues mucho mejor para mi menda.

—Pero en su lugar de trabajo, buen número de sus colegas creen que ha sido usted.

—¿Algunos de los que se me han echado encima esta noche?

—Entre otros.

El movimiento de sus cejas me indica que intentará hacerse comprender bien.

—Mire usted, el Chivo Expiatorio no es sólo aquel que, si llega el caso, paga por los demás. Es, sobre todo y ante todo, un principio de explicación, señor Malausséne.

(¿Que soy un «principio de explicación»?)

—Es la causa misteriosa pero patente de cualquier acontecimiento inexplicable.

(¡Y por añadidura soy una «causa patente»!). —De ahí la explicación de las matanzas de judíos durante las grandes pestes de la Edad Media.

(Pero ya no estamos en la
Middle Age
, ¿verdad?)

—Para alguno de sus colegas, como Chivo Expiatorio, es usted el colocador de bombas por la simple razón de que necesitan una causa, de que eso los tranquiliza.

(A mí no).

—No tienen necesidad alguna de pruebas. Su convicción les basta. Y volverán a hacerlo si no los meto en cintura.

(¡Métalos en cintura!)

—Bueno, hablemos de otra cosa.

Hablamos de otra cosa. De mí. Por los descosidos. ¿Por qué no negocié adecuadamente mi licenciatura en derecho? (Es una de las pocas personas en el mundo que sabe que soy el honorable propietario de ese papelucho). ¿Por qué? Bueno, no sé muy bien por qué. El acojono adolescente de la instalación, probablemente, de la «integración en el sistema», como decíamos por aquel entonces, aunque nunca mordí demasiado ese tipo de anzuelos. Trivial, vamos.

—¿Militó alguna vez en una organización cualquiera?

Ni en una cualquiera ni en una más distinguida. En los tiempos en que tenía amigos, ellos lo hacían por mí, trocando la amistad por la solidaridad, el flípper por la multicopista, las veladas exquisitas por las actuaciones responsables, el claro de luna por el brillo del adoquín, Cadda por Gramsci. Saber si tenían razón ellos o la tenía yo es algo que supera a todos los que le dan respuesta. Y además, de todos modos, yo tenía ya a mi madre suelta, los mocosos en casa, Louna y sus primeros amores, Thérése, que por la noche tenía unas pesadillas capaces de despertar todo Belleville, y Clara, que tardaba dos horas en volver del parvulario situado a trescientos metros. («Puez miro, Ben, me gusta mucho mirar». Ya entonces). ¿Y su padre?

BOOK: La felicidad de los ogros
6.12Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Locavore's Dilemma by Pierre Desrochers
Mermaids on the Golf Course by Patricia Highsmith
The Disappearance by J. F. Freedman
Wife or Death by Ellery Queen
Fire in the Blood by George McCartney
Convincing Leopold by Ava March
Some Kind of Happiness by Claire Legrand