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Authors: Daniel Pennac

Tags: #Intriga, #Humor

La felicidad de los ogros (15 page)

BOOK: La felicidad de los ogros
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Tardo un buen rato en no sobreponerme. Pero ¿quién le soltó el camelo de Malausséne, «principio de explicación», Malausséne, «causa patente», Malausséiie «Chivo Bombardero»? ¿Quién? ¿Cazeneuve? ¿Lecyfre? ¿Y por qué lo creyó ella? ¡Pues yo pensaba que le caía bien! ¡Olé tu perspicacia, Malausséne! ¡Bravo! ¡Puedes asegurar que eres el rey! ¡El responsable eres tú! ¡Tú y tu cabronada de oficio! ¡Tú y tu hedor a chivo!

Miss Hamilton y yo nos miramos un buen rato, así, incapaces de decir una palabra, luego dos pequeñas lágrimas corren por su campo en ruinas y huyo como el traidor tras la matanza de los dormidos.

Estoy harto. ¡Estoy harto, harto, harto, harto! (Estoy bastante harto…)

¡Stojil! En ese estado de ánimo necesito absolutamente la presencia de Stojil. Porque él, Stojilkovitch, ha conocido todas las desilusiones. Todas. En primer lugar el Buen Dios, en quien creía a pies juntillas y que resbaló en su alma jabonosa, dejándolo abierto a todos los vientos de la Historia. Y luego, el heroísmo de la guerra y su absurda simetría. La santa obesidad de los camaradas, más carde, cuando la revolución estuvo hecha. Y finalmente la soledad leprosa del excluido. En el transcurso de su larga vida todo se ha jodido. ¿Qué queda? El ajedrez; y no siempre, porque a veces pierde. ¿Y entonces? El humor. El humor, esa expresión irreductible de la ética.

Paso, pues, parte de la noche con el viejo Stojil. Pero no vamos a empujar madera. Necesito en exceso que me hable.

—De acuerdo, pequeño, como quieras.

Con la mano en mi hombro, comienza a hacerme visitar por completo el Almacén. Me lleva de planta en planta y, con su bella voz subterránea, me habla del menor objeto (olla a presión, fabada en lata, camisones, escaleras metálicas, obras completas, luminarias, flores de tela, alfombras persas) de un modo histórico-místico, como si se tratara de un monumental condensado de civilización visitado por marcianos baldados de sabiduría.

Tras lo cual, colocamos nuestras piezas en el tablero. No he podido resistirme. Pero será una partida de risa, una partida charlatana, en la que Stojil proseguirá su monólogo de bajo, lejano e inspirado. Hasta que lleguemos (sabe Dios por qué caminos) a la evocación de Kolia, el joven matador de alemanes, el que se volvió loco al finalizar la guerra.

—Como ya te he dicho, había realmente puesto a punto treinta y seis mil modos de matar. Estaba el truco de la camarada preñada y el cochecito, claro, pero también se metía en la cama de algunos oficiales. (¡Entre los nazis, nadie como los SA para preferir las caritas de ángel!) O les daba la sorpresa del accidente, un andamio que se derrumba, una rueda de coche que se desprende, esa clase de cosas. Con frecuencia, la muerte, cuando emanaba de él, adoptaba un carácter fortuito, accidental, por culpa de la mala suerte, como decís vosotros, los franceses. Dos de los oficiales con los que se acostaba abiertamente (una especie de Lorenzaccio balcánico, ya ves) murieron de ataques cardíacos. No pudieron descubrir ningún rastro de veneno, ninguna violencia. Por ello, otros oficiales lo protegieron de las investigaciones de la Gestapo. Casi todos lo deseaban y, de ese modo, protegían su muerte. Debían de tener una vaga conciencia de es porque, riendo, lo apodaban: «LEIDENSCHAFTSGEFHAR»

—¿Traducción?

—'Los riesgos de la pasión'. Muy alemán como puedes ver, muy a lo Heidelberg. Y, poco a poco, se convirtió en la encarnación angélica de la muerte. Incluso para los nuestros, a quienes les costaba mirarlo a la cara. Supongo que también eso contribuyó a su locura.

La encarnación de la muerte. Paso relámpago de la pequeña foto por mi cabeza, los tensos músculos de Léonard, el cráneo puntiagudo y reluciente, las piernas del niño muerto… Y entonces pregunto:

—¿Nunca utilizaba explosivos?

—Bombas, sí, a veces. La buena tradición maximalista.

—¿Mataba a inocentes, entonces? A viandantes.

—Nunca. Era su obsesión. Había imaginado un sistema de bombas direccionales que los servicios rusos y americanos perfeccionaron más tarde.

—¿Bomba direccional?

—El principio es sencillo. Haces el máximo ruido para el mínimo daño. Una explosión muy ruidosa para proyectar la metralla dirigida a un blanco muy preciso.

—¿Con qué objetivo?

—Hacer pensar que se trata de un atentado ciego cuando la víctima se ha elegido cuidadosamente. En caso de investigación, en principio, se evoca la casualidad. También hubieras podido ser tú, o yo, o, dado el ruido, una decena de personas. Por lo general, Kolia eliminaba de ese modo a los colaboracionistas, a yugoslavos, matándolos entre la muchedumbre.

Una pausa durante la cual Stojil regresa a la partida. Luego en el tono de un jugador reflexivo:

—Y si te interesa mi opinión, el tipo que está operando ahora en el Almacén no lo hace de otro modo.

25

Admitámoslo. Admitamos que nuestro colocador de bombas no mata al azar. Las víctimas son elegidas. La policía extraviada, piensa en un asesino loco. Para ella, sólo la suerte preserva a la clientela de la carnicería. Además, murieron dos personas en lugar de una. Bien. Supongamos pues que la pasma ande perdida, embarcada en la pista del mochales que mata a ciegas. Aunque sus laboratorios han debido de analizar muy bien esas bombas. Pero pongamos que no hayan llegado a ninguna conclusión satisfactoria. Preguntas: si el asesino conoce a sus víctimas y las elimina una tras otra, 1) ¿por qué exclusivamente en el Almacén? Objeción, puede perfectamente eliminarlas en otra parte sin que tú lo sepas. De acuerdo, aunque poco probable. Cuatro víctimas en un mismo lugar hacen que la hipótesis sea más bien frágil. 2) Si el asesino conoce a sus víctimas y las elimina una tras otra: ¿no lo conocen ellas? es probable. 3) Pero si los fiambres en potencia se conocían ¿por qué se empeñan en hacer sus compras en el Almacén? Creo que yo evitaría ese polvorín si tres de mis compas la hubieran espichado allí. Conclusión: las víctimas no se conocen entre sí, pero el asesino las conoce a todas por separado. (Un tipo que tiene buena mano para hacer amigos en todos los medios). Sea. Y ahora, regreso a la primera pregunta: ¿por qué se los carga sólo en el recinto del Almacén? ¿Por qué no en su catre, ante un semáforo o en casa de su barbero habitual? No hay respuesta, de momento, a esta pregunta. Pasemos, pues, directamente a la pregunta número 4: ¿Cómo se las arregla para introducir sus petardos en el Almacén, donde la pasma magrea de día y merodea de noche? Sin mencionar al centinela Stojilkovitch. ¿Alguna respuesta? No hay respuesta. Bien. Pregunta número 5: ¿QUÉ COÑO pinto yo EN todo ESTO? Porque, es un hecho, he estado presente en cada zambombazo. Y siempre he salido vivo. Tras ello, sudor frío. Eliminación de las preguntas 1, 2 y 3, y regreso a la hipótesis de trabajo del comisario Coudrier. El asesino no conoce a ninguna de sus víctimas. La tiene tomada conmigo, y sólo conmigo. Quiere que cargue con el muerto. Se pasa, pues, el tiempo siguiéndome y, cada vez que se presenta la ocasión, ¡bum!, manda al carajo a uno de mis vecinos. Pero, si me la tiene jurada hasta el punto de meterme en algo tan enorme, ¿por qué no dinamitarme personalmente? Eso es peor todavía, ¿no? Y además, si la cosa es así, ¿quién es el tipo? Y ahí mi memoria es un abismo. No caigo. Y regreso de nuevo a la pregunta
number one
: ¿por qué comprometerme sólo en el interior del Almacén? ¿Por qué la gente no se derrumba por la calle, al cruzarse conmigo? ¿Por qué no estalla en el metro, al sentarse frente a mí? No, está relacionado con el Almacén. Pero si todo depende de mi presencia en el Almacén, bastará con que me largue para que la matanza termine, ¿no? Por ende, pregunta número 6: ¿por qué el comisario de división Coudrier me deja respirar este oxígeno? ¿Sólo por el gusto de pringar a un criminal tan astuto como él? Eso es muy posible. Coudrier es un enconado apacible. Se siente desafiado, acepta el desafío. Tanto más cuanto que no se trata de su cabeza. El bueno y el malo están jugando una partidita al más alto nivel. De momento, el malo gana por cuatro a cero.

Este es el tipo de preguntas que sigue haciéndose Benjamín Marlowe o Sherlock Malausséne, mi menda, permitiendo pensativamente que los pantalones resbalen hasta sus pies.

Pese al olor de Julius-Lengua-Colgante, en mi habitación se adivina todavía el perfume de tía Julia. («Tienes realmente el sentido de la familia atornillado al alma, Benjamín; estás enamorado de tu hermana Clara desde que nació, pero como tu moral te prohíbe el incesto, haces el amor con otra a la que llamas tía.») Su perfume planea y yo sonrío. («¿Qué sería del mundo si dejaras de explicarlo, tía Julia?») El ojo de Julius sigue las etapas de mi solitario
striptease
. Está tendido al pie de la cama. Ya no me recibe nunca echándose encima. Ya no salta ante la idea del paseo en común. Olisquea la sopa antes de echársela al coleto. Posa en todo lo que vive una mirada preñada de prudencia. Ha conocido al buen Dosto en su viaje a Epilepsia, y Fiodor Mijailovich lo ha explicado todo. Desde entonces, el viejo Julius nos representa la comedia de la madurez. Impresión extraña. Tanto más cuanto que su colgante lengua le da, realmente, una jeta de niño definitivo. Pero ¡qué peste! Tal vez pudiera aprovechar su nueva prudencia para enseñarle a lavarse solo…

—Eh, Julius, ¿qué te parece?

Me dirige una mirada ajamonada en la que puedo leer que la suprema prudencia del perro consiste, precisamente, en no lavarse nunca.

—Como quieras…

A roncar. Día agotador, a fin de cuentas. Pero que me reserva, sin embargo, una última sorpresa antes de meterme entre las sábanas. Al apartar el cobertor descubro una hoja de papel de carta debajo de mi almohada. Bueno, bueno. ¿De qué tipo será la sorpresa? ¿Declaración de amor o de guerra? La tomo con el pulgar y el índice, la acerco a la lamparita de noche y descubro la caligrafía de Thérése, que no me ha dirigido la palabra desde el santo tornado. Es una caligrafía de sargento primero, perfectamente dibujada, absolutamente impersonal, de la que podría jurarse que procede de un maestro calígrafo de la Tercera república. Inquietud. Sonrisa luego. Thérése me dirige un signo de paz. Con una pizca de humor que me extraña de su parte, me suelta sus vaticinios para la próxima primitiva. Clara me ha tomado, pues, al pie de la letra.

«Querido Ben, serán el veintiocho, el tres, el once o el siete. Con una gran probabilidad del veintiocho. Un beso. Thérése, tu afectuosa hermana.»

OK, Thérése mía. Mañana mismo jugaré a esos tres números. Si Clara acaba vendiendo sus fotos y Thérése obtiene una primitiva todos los años, podré llevar una hermosa vida de rentista… (En el fondo, tengo sólo una ambición: rentabilizar la familia. No es que me afane, invierto).

Ya está. Me duermo. Pero para despertar enseguida. La solapada ronda de las preguntas, insidiosas primero, cada vez más precisas luego, me llena de chiribitas. Conciencia perfectamente clara. Pienso de nuevo en la fotografía escondida en el cajón de mi mesilla de noche. Y no, esta vez, bajo los auspicios del horror. No, pienso en ella como un indicio. El único indicio. Y Théo quiere ocultarla a la policía. No quiero engañar a Théo, pero tendré que explicarle, de todos modos, que jugamos una partida peligrosa. ¿A cuánto saldrá eso de ocultar indicios? Obstruir la investigación, complicidad tal vez. Théo, Théo, tenemos que dar la foto a la pasma si no quieres que nos la peguemos. Me gusta el óxido de carbono y el plomo rampante de esta ciudad, Théo, no quiero que me priven de ellos. Pero ¿por qué he guardado entonces esta foto? ¿Para que no tenga problemas al volver a su casa? Insuficiente. La guardé para estudiarla más de cerca. Me olí algo. Con mi habitual intuición. Mi famosa intuición: la que me permitió diagnosticar la pasión en miss Hamilton. (
Mamma Mía
…) Saco, pues, la foto del cajón y la miro atentamente. No me había fijado en que el pie derecho del niño está amputado y lo tiene Léonard en su mano izquierda. Por otro lado, ¿qué puede ser ese montón al pie de la mesa? ¿Un montón de ropa? No estoy de acuerdo, Théo, es otra cosa. ¿Pero qué? Ni idea. La sombra del fondo, ahora. Parece preñada, aquí y allá, por sombras más espesas. Dios mío, tanta oscuridad… ¡Y ese relámpago de carne mutilada!

26

Con las manos crispadas en los mosquetones, los patrulleros saltaron a sus camiones blindados. Se oyeron los portazos luego el largo estridor de un silbato y las aullantes luces giratorias brotaron de las fauces de los garajes. Los motoristas abrían paso ya, de pie en sus estribos, ofreciendo sus redondos culos como húsares a la carga. París se esfumaba ante ellos. Los coches aterrorizados se subían a las aceras y los viandantes saltaban sobre los bancos. Tres cuarteles de bomberos soltaron sus monstruos rojos cuyos cromados aullaban más que las sirenas.

Estuvo también el largo grito blanco de las ambulancias y los sables de los helicópteros cortaban el aire saturado de la capital. La redonda casa de la Televisión liberó, a su vez, sus jaurías, camiones-laboratorio y coches erizados de antenas, seguidos muy pronto por sus colegas de la Prensa Escrita en sus automóviles de empresa y los tipos de las radios libres con sus vespas personales. Todo convergía hacia el sur, animado por la más profesional de las excitaciones. En la plaza de Italie, un furgón que apareció por el bulevar de l'Hópital se la pegó con un coche-bomba que venia de Gobelins. Azul contra rojo, pero no hubo vencedor sino un número igual de cascos por el asfalto. Una ambulancia hizo la limpieza y regresó al lugar de donde venía.

Autopista del Sur: el convoy aullador creaba una especie de aspiración en la que se abismaba el ejército de curiosos, la muchedumbre inmensa y sanota de los sedientos de sangre que se pusieron también a dar bocinazos como si se tratara de una boda. Había que recorrer diecisiete kilómetros y fue cosa de un abrir y cerrar de ojos. Sin tiempo de preguntarse adonde iban, habían llegado ya, pues la urgencia tensaba el aire. Savigny-Sur-Orge. Allí ocurría la cosa. Más precisamente en aquella hermosa casa cubierta de rosas, a orillas del Yvette. Porticones cerrados, gran vacío alrededor, perfume de muerte. El silencio de la espera. Uno de esos silencios por los que se escurre la sombra de los tiradores de élite, ocultos aquí tras un coche, allí sobre un viejo tejado, más allá tras el toldo de un camión, conectados todos con el jefe por el walkie-talkie, con el dedo en el gatillo de sus fusiles de mira telescópica, no exactamente hombres, sólo miradas y balas. El comentarista de la tele, que hasta entonces se había entregado a un compás futbolístico, murmuraba ahora, murmuraba en un susurro que era allí, en el interior de aquella hermosa casa de floridos balconcillos, donde se había atrincherado el asesino del Almacén que, al parecer, utilizaba a su anciano padre como rehén. La casa estaba atestada de explosivos, los suficientes para hacer saltar toda la aldea, y habían vaciado el barrio en trescientos metros a la redonda.

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