La felicidad es un té contigo (26 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Consuelos se tuvo que tumbar junto a Moira, porque cada vez que la inglesa abría los ojos, se repetían el desmayo y los espasmos. Soleá se echó a un lado, protegida por su madre y su abuela, Atticus y Marlow se situaron junto al cabecero de la cama, Berta, María y el inspector Manchego a los pies, y se quedaron todos en un silencio muy denso hasta que volvieron los diecisiete primos del bar Manolo.

En aquella penumbra fue fácil confundir lo uno con lo otro. La moribunda con la Remedios, los ingleses con los curas, los forasteros con familiares lejanos.

—¡Ay mi Remedios, que se me ha muerto! —gritó una de las tías de Antequera a pleno pulmón.

—¡Ay mi Remedios de mis entrañas y de mi corazón! —corearon seis o siete primos al unísono.

Marlow Craftsman, con la única intención de sacarlos del error, dio un paso al frente y trató de explicarles que aquella mujer no era su Remedios, sino la Moira del condado de Kent, y aquella muerte no era tal, sino un simple desmayo sin importancia.

Como ninguno entendió lo que decía aquel hombre, y antes de darle tiempo a Berta de traducir sus palabras, se levantó un murmullo de voces indignadas contra el clero y la «
inglesia
», y aquella manera de entrar en la casa de uno como Pedro por su casa, qué coraje, apártese de mi tía, que quiero darle el último beso, malafollá.

«Malafollá», dijo, y aquella falta de respeto hacia la persona de su padre encendió en Atticus Craftsman el mismo fuego que había abrasado a Soleá en el despacho de
Librarte
el día en que él llamó homosexual a su difunto abuelo. Marlow, asombrado, asistió a la transformación de su hijo Atticus en una fiera: el cuerpo en tensión, los dedos crispados, los ojos entornados, la voz ronca, la boca escupiendo sapos y culebras.

—¡Me cago en
tos
tus muertos! —exclamó Atticus a voz en grito—. ¡En toditos! ¡Que el Tico de la Dolores no consiente que se falte al respeto a su padre, voto a bríos!

Atticus, con la camisa abierta casi hasta el ombligo, se lanzó a por el primo de Antequera, pecho contra pecho, pelea de gallos, y ambos rodaron por el suelo de terracota ante el escándalo generalizado.

De pronto sonó un disparo de pistola y un polvillo de escayola cayó sobre la cabeza del aterrado Marlow. Todos los ojos se giraron entonces hacia la esquina en la que un hombretón vestido de pastor de ovejas acababa de lanzar un disparo al techo con un revólver de los de película de gánsteres.

—¿Pero
usté
está loco o qué le pasa? —exclamó Soleá—. ¿No ve que arriba duermen los chiquillos y que esa bala ha podido traspasar el techo y matar a alguno?

Estas sabias palabras bastaron para que el grueso de la tropa emprendiera un ruidoso galope hacia las escaleras. En cabeza, Manuela gritando como una poseída, en cola, Remedios en camisón y en el pelotón, los primos y tíos Heredia, Berta, María y la Consuelos, que había logrado saltar de la cama en cuanto se deshizo el silencio.

En el piso de arriba, todo llantos y gritos, contaron los niños y el número de los que encontraron plácidamente dormidos en sus camas coincidió con el de los que habían acostado la noche anterior. Todos sanos y salvos, gracias a Dios.

Volvieron a bajar, treinta en total, entre niños y mayores, gitanos y payos, propios y extraños, y rodearon la cama de Moira Craftsman, asombrados algunos al descubrir a una inglesa entre las sábanas de la Remedios.

—¡Ea, ya me he
curao
! —gritó la Remedios desde la mitad de la escalera—. Volverse ya todo el mundo
pa
su casa que ya os avisará mi Manuela
pa
la boda.

—¿Qué boda, abuela? —preguntó una de las hermanas de Soleá, atónita.

—Pues qué boda va a ser, la de tu hermana y el Tico, Dios primero.

Moira Craftsman, que había logrado mantenerse consciente durante un par de minutos seguidos, volvió a caer en el más profundo de los desmayos. Y eso que no había entendido lo que acababa de anunciar la abuela Remedios: que habría boda. Pero le había bastado con observar la sonrisa desnuda en la cara de Atticus y el rubor en la de Soleá para entender que aquella mujer morena, de ojos brujos, labios anchos, piel tostada y caracolillos en el pelo era —si no lo remediaba Freud— la más probable madre de sus futuros nietos.

Entonces sí, su pérdida de conocimiento fue tan intensa y duradera que entre todos resolvieron llevarla en volandas hasta el centro de salud que había abierto la Junta de Andalucía a tres calles de su casa, por ver si la medicina moderna era capaz de sacarla del hoyo.

Nunca había resplandecido tanto Granada como aquella tarde de sol después de la lluvia: los naranjos de un verde limpio, los geranios frondosos como bosques y las cumbres de la sierra cubiertas de nieve blanca, recién espolvoreada, igual que azúcar molida en lo alto de un pastel.

Atticus y Soleá se asomaron al balcón de San Miguel, desde donde la Alhambra se levantaba luminosa, el segundo sol de Granada, y se desperezaba, y se sacudía.

Delante de aquel decorado mágico, Soleá descubrió que Atticus poseía el corazón más caliente de Inglaterra. Sus manos seguían heladas, pobrecito, después de tantos sustos y tantas emociones, pero la sangre que le recorría los caminillos del cuerpo quemaba. Y también quemaban sus besos, la pasión de sus palabras, la piel envuelta en pelillos rubios y los ojos, si los abría, y si no, los párpados.

Si fue un beso, fue el más largo de la historia. Si fueron varios, Soleá no supo separar uno de otro; todos agua de la misma riada. Besos que destrozaron puentes, anegaron cosechas, arrastraron al ganado e inundaron casas. El barro por la rodilla, oiga, el perro en el tejado, helicópteros de salvamento y árboles caídos.

Atticus recibió el beso de Soleá como un triunfo merecido; el premio a su esfuerzo, el campeonato de traineras, la copa por fin para Oxford, después de siete años de vacas flacas, el sabor de la gloria. Mientras le mordía la boca recordaba una a una todas las escenas de su biblioteca erótica, abandonada en el piso de la calle del Alamillo, qué descuido, con la esperanza de ponerlas en práctica en cuanto esa mujer de armas tomar le permitiera abrirle la camisa y arrancarle la falda, cosa que ya intuía que iba a ser complicada, puesto que Soleá, en medio del beso, se había apartado un momento para darle una bofetada en cuanto notó que su mano trataba de abrirse paso por el escote.

—¿Por qué no? —había rogado él con la mejilla colorada.

—Porque no quiero. Ea —había respondido ella.

Por eso, por no alargar la agonía de querer y no poder, Atticus le pidió que se casara con él, cuanto antes, ese día mismo, o mañana, en la catedral, en una ermita, en medio del campo, los dos solos o con los cincuenta primos de Antequera y, a falta de anillo de compromiso, le regaló el crucifijo de oro que llevaba colgado, con el Cristo de los Gitanos bendiciendo su unión. Se lo sacó por encima de la cabeza y se lo colocó a Soleá sobre el pecho, y del calor le quedó a ella una señal, como un tatuaje, en forma de cruz, que hubo que curarle a besos. Más besos.

Lo hizo como está
mandao
, según le contó después Soleá a su madre y a su abuela; rodilla en tierra, la fórmu la clásica —«¿te quieres casar conmigo?»—, primero en español y luego en inglés, que había sido el sueño de su vida soltarle el «
will you marry me
?» a la mujer de sus sueños también en la lengua de Shakespeare. Y Soleá había respondido primero sí y después
yes
, y luego le había dejado, por fin, besarle un pecho, uno solo, el derecho, no por gusto, sino porque le había quemado el crucifijo.

Moira Craftsman se recuperó enseguida de su «subida emocional de tensión», según le fue diagnosticada por un médico con título universitario después de comprobar tres veces seguidas que el tensiómetro digital de brazo, que midió las tres veces la cifra exacta de diecinueve nueve, no estaba roto y de recetarle dos tazas calientes de té Earl Grey de Twinings, dada la insistencia de Atticus y la concesión de que «mal no le hará, sobre todo siendo inglesa».

A eso de las siete de la tarde, por fin pudieron instalarse en su hotelito con encanto, una bonita casa con patio y flores, los Craftsman, Berta y María y el inspector Manchego, agotados del viaje, las emociones y el ingreso hospitalario.

Si Moira se fijó o no en el crucifijo que colgaba del cuello de Soleá es una incógnita que jamás llegará a resolverse. El caso es que no dijo ni una sola palabra al respecto, le bastó con notar el frío glaciar en las manos de su hijo para entender que algo muy gordo estaba sucediendo y temerse lo peor. Pidió un consomé, una tortilla francesa y un té; se quejó porque el caldo traía pedazos de garbanzos flotando en la superficie y la tortilla no era de tipo
soufflé
, sino más bien de tipo suela de zapato. Lloró un rato, y a eso de las nueve se quedó profundamente dormida. Marlow leyó hasta que se le borraron las letras. Después apagó la luz de la mesilla y cayó en un sueño profundo de ronquidos y silbidos.

El inspector Manchego atendió muy concentrado a todos estos datos, con la oreja pegada a la cerradura de la puerta, porque su deber era proteger a aquella gente, de día y de noche, y devolverlos sanos y salvos a la oficina central de Scotland Yard junto con su hijo, el desa parecido Atticus, que mire usted por dónde ha sido encontrado por fin, en perfecto estado de salud, gracias a las habilidades detectivescas del inspector Manchego, que debería ser nombrado comisario y condecorado con la medalla al valor.

Berta, por su parte, después de comprobar que el Valium, bendito Valium, había hecho por fin el efecto deseado contra el tenaz insomnio de María, salió a tomar el aire al patio y se encontró con la trasera del corpachón de Manchego, la oreja apoyada en la puerta de los Craftsman, la espalda en tensión, la pistola en el cinto.

Dudó si volver a su cuarto sin hacer ruido y evitar una vez más enfrentarse con él. Todavía no había podido perdonarle aquellas injustas acusaciones lanzadas contra su persona y contra las personas de sus personas más queridas. Secuestro, obstrucción a la justicia, robo, evasión de capitales, fraude… Manchego la había ofendido gravemente, la decepción había sido tremenda y, por muchas disculpas que le hubiera pedido después —«perdóname, Berta, sabes que no lo creía de veras, que fue cosa de la tensión del momento, que yo te quiero, ¿lo oyes?, te quiero, ea, en dos palabras te lo digo, como nunca he querido antes a ninguna mujer»—, el hecho de haberla avergonzado tanto todavía tenía más peso en la balanza del resentimiento que en la de la compasión.

Sin embargo, aquel viaje a Granada y aquella lluvia persistente de la mañana, aquella pinta de niño desvalido que mete la pata y que después se arrepiente y se arrastra mendigando perdón estaban ablandando su corazón de patata cocida.

—¿Un cigarrito? —dijo a sus espaldas.

Manchego se giró en redondo y se llevó la mano a la pistola.

—¡Qué susto, por Dios, Berta! —protestó—. No hagas eso. Es peligroso asustar a un policía de servicio, mira que voy armado, mira que estoy en tensión.

—Ya —respondió ella—. Se te nota lo de la tensión, por eso te vendría bien un cigarrito, un rato de descanso. —Después añadió—: ¿Duermen?

—Como dos angelotes.

—María también ha conseguido por fin conciliar el sueño.

—Entonces, sólo quedamos tú y yo despiertos. No sé si has notado que el hotel está vacío.

Era cierto. El 15 de diciembre, viernes, con todo el fin de semana por delante, debería ser un buen día para el turismo y, sin embargo, aquel hotel les pertenecía a ellos en exclusiva, con su patio andaluz, sus balcones de madera y sus geranios.

—La gente estará ahorrando para la Navidad.

—Seguramente.

Al pensar en la Navidad a Berta se le caía el alma a los pies. Otros años decoraba con ilusión la oficina de
Librarte
. Compraba un abeto, lo llenaba de adornos, compraba flores de Pascua, las repartía sobre las mesas, cubría la fotocopiadora con un paño de terciopelo y allí colocaba el misterio, sólo los tres importantes, claro, lo de las casitas y los pastores era cosa de niños, y ponía una botella de sidra a enfriar, para brindar con sus compañeras el 24 por la mañana: que seáis felices, que Dios os bendiga, que los Reyes Magos os traigan muchos regalos, que el próximo año sea mejor, que sigamos juntas y tan amigas y tan contentas.

Pero este año la cosa pintaba fea: la oficina acababa de ser clausurada, todas ellas se habían quedado sin trabajo y, para colmo, María había resultado ser una ladrona, traidora y mentirosa; obligada por las circunstancias, sí, maltratada y amenazada por un hombre sin corazón, también, pero una delincuente, qué le vamos a hacer, que por su culpa la revista se había arruinado y, con ella, las vidas de todas las chicas.

—¿Qué planes tienes para estas Navidades? —se le ocurrió preguntar a Manchego.

—Pues como no sea llevarle unos polvorones a María a la cárcel, no sé qué decirte —respondió ella, resignada a la tristeza.

—Ya —se lamentó Manchego.

—¿Y tú?

—Yo estaba pensando en ir a Nieva. ¿Sabes que hace ya tres años que no paso las Navidades con mis padres?

—¿Y eso?

—Pues mira, Berta, la verdad —contestó Manchego—, porque cada vez que voy a casa me preguntan que si me han ascendido, que si tengo novia, que si he resuelto algún caso importante, y me da la sensación de que año tras año se llevan una decepción.

—Y este año es diferente.

—En lo del trabajo, sí —respondió él—. En lo de la novia, no.

Berta sintió que le subía un calor extraño por todo el cuerpo. Como cuando de niña tomaba vino caliente en la plaza del pueblo y las orejas comenzaban a latirle, y las piernas a temblarle, y los ojos a llenársele de lágrimas.

Manchego no había encendido el cigarro. Lo sujetaba entre dos dedos que temblaban lo mismo que las piernas de Berta. Se quedó callado de repente, hablaron los ojos. Se dijeron que el disgusto estaba dando paso a otro sentimiento, quién sabe dónde habían perdido esos dos el orgullo y la altanería, las manías de solterones, el cariño a la soledad, y no pudieron evitar encontrarse a medio camino entre la ilusión y el susto.

—A lo mejor podemos arreglar eso de la novia —dijo Berta, acercándose un poco más a Manchego.

Él tiró el cigarro al patio, la rodeó con sus brazos de pastor de ovejas de Suffolk y ella sintió que abrazaba a un roble, a un haya con las hojas amarillas de tanto otoño, y aspiró el aroma a tierra mojada, a setas de campo, a ganado suelto, a leña ardiendo.

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