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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo (22 page)

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Tal vez entre todas se les ocurriera la manera de hacerle entender que jamás habían actuado con maldad, que nunca habían albergado la menor intención de hacer daño a nadie, que el plan de Soleá no representaba ningún peligro, que Atticus estaba sano y salvo en Granada y que ya sólo quedaba meter entre rejas a Barbosa, reclamarle el dinero de sus robos, rellenar las arcas de
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, telefonear a Marlow Craftsman, explicarle los verdaderos motivos del descalabro económico y entonces, sí, traer a Atticus de vuelta a Madrid y suplicarle que les diera una segunda oportunidad, que confiara en ellas, bueno en María no, a María habría que buscarle otro trabajo, lamentablemente, uno en el que no tuviera acceso a las cuentas bancarias de nadie, pero a las otras cuatro sí, apiádese, míster Craftsman, entienda que nosotras no tuvimos la culpa, que fuimos víctimas del robo lo mismo que usted.

Cómo se tomaría Manchego el engaño de Berta era difícil de prever. Igual podía montar en cólera que echarse a llorar desconsoladamente. «Yo confiaba en ti —le diría entre lágrimas—, hasta creí que sentía algo por ti, Berta, a pesar de tu físico de pena y tus ideas de empollona, a estas alturas de mi vida había creído encontrar a mi alma gemela». Descorazonador.

A Berta se le embotaba el cerebro cuando se ponía a pensar en una coartada que no fuera otra mentira mayor que la primera. Porque una cosa estaba clara: que el día en que hablaron por primera vez, aquella fría mañana de noviembre en la oficina, cuando Manchego le preguntó si conocía el paradero de Atticus Craftsman, ella respondió que no. Un no rotundo, sin matices ni excusas. Y para empeorar todavía más las cosas, lo cierto era que había pasado más de un mes desde aquel primer interrogatorio y que, a pesar de haber estado siempre puntualmente informada por Soleá sobre cada paso que iba dando el desaparecido Craftsman por las laderas del Sacromonte, ella jamás le había contado la verdad a Manchego.

Berta sabía, por ejemplo, que Atticus Craftsman había estado alojado en casa de Soleá desde su llegada hasta el 10 de agosto, día en que la chica le confesó entre lágrimas que su estancia en Granada respondía a un torticero plan de despiste ideado por las empleadas de
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con el único fin de dilatar su angustiosa espera hasta el despido. También sabía que aquella revelación había sido como una puñalada trapera para el pobre míster Craftsman, el cual, al parecer, se había hecho ilusiones con respecto a Soleá y había llegado incluso a besarla en una playa, al atardecer. Sabía que después de aquel desengaño, Atticus vagó durante días como un alma en pena por las callejas del Albaicín, con la sola compañía de su guitarra, que durmió al raso, bebió demasiado, se metió en muchos líos y finalmente encontró alojamiento en una cueva regentada por un primo de Soleá, donde algunas noches sustituía a alguno de los músicos para deleite de los turistas, cuyo conocimiento del cante flamenco dejaba mucho que desear.

Por su parte, Soleá había telefoneado un par de días después del incidente de la playa con la angustia de la muerte rondando. Así se lo contó a Berta: que la muerte andaba rondando su casa, que su abuela Remedios había caído enferma de gravedad, que la familia entera se había trasladado a su carmen, que habían bajado la cama al salón, cerquita de la chimenea, que comprendía, ¿verdad, Berta?, que en una circunstancia como aquélla le era imposible regresar a Madrid, con los diecisiete de familia allí durmiendo, comiendo y viviendo, que había que atenderlos, que habían abandonado sus hogares en Antequera, sus negocios, sus tareas, para poder despedir a la Remedios como Dios manda.

No es que permanecieran todo el tiempo los diecisiete a los pies de la cama, le aclaró, la familia va y viene, pero diez o doce hay siempre, una docena de bocas que alimentar, y la abuelilla, que es muy mayor, dice que ve borroso al Cristo de los Milagros, como si se estuviera marchando para el otro barrio, y que ella se va detrás.

—¿Pero la ha visto un médico?

—Digo. Pero no le encuentra nada malo. Dice que esta enfermedad es más bien del ánimo, pero que puede matarla igual.

El problema era que después de cuatro meses en cama, la abuela Remedios seguía en este mundo, sin mover ficha, y que la redacción de
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se estaba resintiendo por la ausencia de Soleá.

—Yo trabajo desde mi casa, si me dejas, Berta. Te cubro toda la vida cultural de Andalucía. Te hago efemérides, documentación, perfiles, lo que haga falta, pero no me obligues a volver a Madrid, no se me muera mi abuela sin estar yo con ella.

—¿Y míster Craftsman?

—Míster Craftsman se pasa por aquí todas las mañanas. Le trae flores a mi Remedios, o bombones, o lo que se le ocurre. Pero yo procuro no encontrármelo, me parte el alma, después de lo mal que me he portado con él. Me asomo a la escalera y si veo que está en la sala, me meto para dentro. Un día hasta salté por la ventana para no tener que saludarlo. Mira lo que te digo, Berta, mejor sería que se volviera a Madrid, o a Inglaterra, para yo poder olvidarme de él, porque así, viéndolo todos los días, escuchándolo hablar con mi abuela, cantarle cosillas, tocarle la guitarra, con ese acento que tiene, que me da la risa, un inglés cantando flamenco, y esa manera de caminar, que parece que se va a tropezar todo el tiempo, pues que me da ternura, Berta, qué quieres que te diga, que le estoy cogiendo cariño.

Así las cosas, tal vez había llegado el momento de compartir aquella información con Manchego. Por muy violenta que pudiera resultar la situación, lo justo era colaborar con la investigación; permitir al inspector resolver su caso. Lo otro era obstrucción a la justicia, pensaba, además de una malvada traición que podría acarrear funestas consecuencias para el futuro de su amistad con aquel hombre bueno que poco a poco le estaba robando el corazón.

Pero Manchego, sentado frente a ella en aquella mesa de cocina, no apartaba la vista de sus ojos cansados. La miraba con una mezcla de cariño y ternura muy poco propia de un hombretón como él. Además, había ido acercando la mano por encima de la mesa, hasta donde se encontraba la mano temblorosa de Berta y la había puesto sobre ella, protector y cálido, y ahora la estaba acariciando, con evidentes intenciones de agarrarla con firmeza, llevársela a la boca y besarla. Y tal vez luego, aprovechando que María dormía profundamente en la otra habitación, Manchego se levantaría sin decir nada, la rodearía con sus brazos, desde atrás, acariciaría su pelo, su cuello, su boca, se arrodillaría a su lado, aproximaría sus labios de hombre fornido a los suaves de Berta, sus bocas se rozarían, sus almas se reconocerían y entonces…

Sonó el timbre del teléfono rompiendo el hechizo. Berta se dio cuenta de que la mano del inspector Manchego seguía en el mismo lugar en el que siempre había estado. A escasos centímetros de la taza de café. Inmóvil.

Se sobresaltó con aquella llamada, se levantó y respondió: «¿Quién es?».

Y al otro lado de la línea telefónica escuchó la voz angustiosa de Asunción.

—Berta, por Dios, ven corriendo. Se ha presentado míster Craftsman padre, el jefazo en persona, sin avisar. Estamos Gaby y yo en la redacción intentando entendernos con él en inglés, pero ya sabes que yo no he vuelto a hablarlo desde el colegio y que Gaby sólo sabe francés. Además, están aquí los niños de María, con anginas, y este señor, tan inglés, no da crédito a la situación. Se está congestionando, Berta, se está poniendo colorado por la nuca, por detrás de las orejas. Haz el favor de venir volando antes de que le dé un síncope.

En efecto, media hora después de la llamada de socorro de Asunción, dentro de las angostas paredes de la redacción de
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la tensión se había vuelto insostenible. Manchego se había empeñado en acompañar a Berta —«no querrás que me quede aquí, solo, con María, a ver si van a acusarme a mí de algo»—. Había dejado a su compañero de patrulla vigilando el portal y se había subido al mismo taxi que ella, excitado ante la idea de contarle al señor Marlow que la investigación iba por buenos derroteros, que había nuevos datos, nuevas pistas que muy probablemente le conducirían tarde o temprano hasta su hijo Atticus. Pero al llegar a la redacción y encontrarse frente a frente con la cólera del británico, Manchego había preferido guardar silencio, al menos hasta que Berta, en su magnífico inglés, lograra calmar aquella tempestad shakespeariana que se había desatado en la oficina y que amenazaba con arrasarlo todo. Los niños estaban jugando con el ordenador de Berta, a puertas cerradas, en el despacho pequeño. En el grande, Berta, Asunción, Gaby y Manchego contenían la respiración mientras Marlow Craftsman daba puñetazos sobre la mesa.

—Y ahora —bramó míster Craftsman—, o me dicen inmediatamente dónde está mi hijo Atticus o hago que toda la fuerza de la Commonwealth caiga sobre ustedes, y les recuerdo que la Gran Bretaña, al contrario que la mayoría de los países de Europa del sur, puede presumir de tener un parlamento impenitente, una reina implacable, unos aliados incondicionales y una policía insobornable. Un imperio, sí, señor, eso es lo que somos. Y poseemos unas cárceles de pesadilla. Hay una, por ejemplo, en la isla de White, de la que ningún ser humano ha escapado jamás con vida. Y resulta que es una prisión para mujeres, miren ustedes por dónde, para delincuentes femeninas, secuestradoras, ladronas y violadoras.

—¡Está en Granada! —dijo de repente Asunción. Y todas las cabezas se volvieron hacia ella.

Asunción estaba pálida y sudorosa. Había escupido aquella confesión a la vez que dejaba escapar un suspiro desgarrador. La tensión había podido con ella, eso estaba claro. Desde hacía años su cuerpo era como una olla exprés, siempre a punto de estallar. De vez en cuando debía abrir la válvula del aire a presión, lo mismo que los barcos sueltan lastre para poder avanzar o los globos aerostáticos bolsitas de arena. Ahora se estaba desinflando a ojos vistas. El cuerpo primero, la cabeza después. Cayó al suelo y quedó semienterrada por el material de oficina que se llevó consigo en su caída.

Sus compañeras la atendieron con urgencia: la tumbaron boca arriba, con las piernas en alto, la abanicaron, le dieron palmaditas en la cara y masaje cardiaco, pidieron agua, la salpicaron, pidieron socorro, auxilio, que esta gorda se nos va, que a lo mejor es un infarto, que si se muere es culpa suya, señor Craftsman, que es usted un asesino en potencia de mujeres indefensas como la pobre Asunción, tirano, sinvergüenza, desalmado, monstruo.

Pero Asunción volvió en sí en un par de minutos. Y traía cara de alucinada porque, según les contó después, había estado en las puertas del cielo, había visto el túnel, había ido hacia la luz.

Marlow Craftsman se sintió aliviado, por mucho que fingiera una impasibilidad de estatua de sal. Dejó que pasaran unos minutos, que hiciera efecto el abanico y el vaso de agua, la valeriana, el aire fresco de la ventana abierta, y entonces, en un tono mucho más conciliador, se atrevió a preguntar:

—¿Ha dicho usted, señorita Asunción, no se altere, que mi hijo Atticus está en Granada?

—Sí, señor Craftsman. En Granada. Desde mayo. Sano y salvo.

Manchego clavó sus ojos de águila en los miopes de Berta. Ella bajó la mirada y él comprendió que era cierto. Que durante todo el tiempo el presunto desaparecido había estado en paradero conocido, al menos para aquellas cinco brujas de
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. Imaginó un zulo excavado en las colinas de cal y al preso atado y amordazado detrás de unos barrotes, alimentándose de lo que ellas le llevaban, haciendo pis en una bacinilla, volviéndose loco de remate.

—¿Dónde lo tenéis encerrado? —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Confesad, malditas!

Gaby, Berta y Asunción abrieron los ojos como platos.

—¿Nos estás acusando de secuestro? —dijo Berta, incrédula.

—De secuestro, de obstrucción a la justicia, de robo, de evasión de capitales, de fraude, de todo.

Berta montó en cólera.

—Pues si eso es lo que piensas de mí, policía de pacotilla, ya no me importa que sepas toda la verdad, por mucho que duela. Por mucho que quiera morirme después cuando te eche de menos. ¡Idiota, patán, paleto!

Marlow Craftsman se atrevió a interrumpir con otro puñetazo sobre la mesa lo que a todas luces y para su propio asombro parecía ser una riña de amantes.

—¡Díganme de una vez dónde está mi hijo!

Berta se sentó, derrotada. Habló despacio, en un inglés comprensible hasta para Manchego. Se acompañó de gestos, suspiros, lágrimas y kleenex. Contó lo de los falsos poemas de Lorca, la estancia de Atticus en el carmen de las Heredia, la cueva del primo de Soleá, la guitarra española. Contó que el joven Craftsman había sido libre en todo momento: libre de tomar el camino de vuelta y regresar a Madrid, libre de presentarse en
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y desmantelar la redacción, libre de echarlas a todas a la calle, libre de volver a casa, a Inglaterra, y que si no lo había hecho hasta ahora, habría que preguntarle las razones, porque, sinceramente, señor Craftsman, no se me ocurre ninguna que lo ate a Granada, más que tal vez un enamoramiento platónico que lo tenga como alma en pena, de esquina en esquina, mendigando piedades. Un amor no correspondido, cruel, inmisericorde, de esos que a uno le duelen por dentro, de los de desengaño, desilusión, ésos son los peores. Y eso último lo dijo mirando a Manchego, con la esperanza de que él comprendiera lo que quería decirle, si no con palabras, sí con razones, y fuera capaz de perdonarla.

Pero Manchego hacía un rato que se había marchado de aquella oficina. No físicamente —ahí seguía su corpachón desgarbado, apoyado en la pared, con una mano cubriéndole los ojos a modo de vendaje—, sino en espíritu. Su alma había abandonado el continente físico que la albergaba y había escapado por alguna fisura mística para sobrevolar la escena. Una experiencia extracorpórea en toda regla, eso era lo que estaba experimentando el inspector mientras observaba desde arriba su propia desolación, qué vergüenza, un par de lágrimas rodándole mejilla abajo, Berta suplicando su perdón, Craftsman estupefacto, Asunción al borde del segundo desmayo y Gaby abanicándola como si en ello le fuera la vida.

El alma de Manchego salió por la ventana abierta. Contempló los tejados del Madrid de los Austrias, el Palacio Real, la cúpula de la catedral de la Almudena y los jardines del Moro.

Hacía un día gris, frío y triste. Ojalá fuera sábado, pensó, para quedarse el día entero metido en la cama.

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