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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo (18 page)

BOOK: La felicidad es un té contigo
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—¿Manchego?

—¿Berta?

—¡Ven, sálvame!

El inspector Manchego estaba de suerte: le acababan de tocar tres ases y la apuesta, en billetes de cinco, superaba los doscientos cincuenta euros. El Macita tenía cara de dobles parejas, el Josi acababa de decir aquello de «no voy» y el Carretero se estaba tirando un farol, cosa que hacía fatal porque de toda la vida, cuando mentía, se le disparaba un tic nervioso en las aletas de la nariz y a Manchego, que lo conocía desde niño, no le pasaba desapercibido el abrirse y cerrarse de aquellas fosas nasales descomunales, así que o iban de pareja o el Carretero estaba perdido, eso lo descubrieron jugando juntos al mus en el casino.

Ya se estaba frotando las manos Manchego y saboreando mentalmente algún rico platillo del restaurante al que se había jurado invitar a Berta Quiñones cuando le sonó el móvil en el bolsillo del pantalón.

—No lo cojas,
cagonlamar
—le soltó el Macita, que se creía, pobre hombre, que se iba a quedar con los dineros.

Manchego lo miró con una mezcla de desprecio y ferocidad al tiempo que sacaba el móvil del bolsillo más rápido de lo que John Wayne desfundaba la pistola en
La diligencia
y se lo mostraba al otro agitándolo ante sus ojos.

—Esto no es el teléfono de una tienda de ultramarinos, Macita, no jodas —dijo—. Es una herramienta de trabajo. Es la línea que separa la vida de la muerte, la que atrapa al asesino, la que evita una desgracia. Y pretendes que no lo coja, mercachifle, que por mucho
gourmet
que pongas en el cartel ese tan cursi de tu negocio lo único que te preocupa es vender latas de atún en aceite. Que no lo coja, que no lo coja —añadió en tono de burla, imitando la voz un poco nasal de su amigo—. ¿Y si se trata de un asunto de drogas, o de un tiroteo, o de un atraco a mano armada?

Descolgó.

—¿Berta? —balbuceó.

—¡Qué mamón! —exclamó el Macita.

El caso es que a Manchego le resultaba más sencillo ocultar un trío de ases que aparentar normalidad cuando tenía los sentimientos alborotados. Los amigos habían notado que algo sucedía en las intrincadas emociones del inspector desde el primer día que llegó tarde a la partida con la mentira del trabajo amontonado, la cara sofocada, la sonrisa bobalicona y la mirada ausente, que había confundido una pareja de reinas con una de jotas, que se había dejado a medias la media ración de gambas al ajillo, que no había dado pie con bola en toda la noche.

—Mancheguito —le dijo el Míguel con aire de guasa—, ya te has vuelto a enamorar, no me digas más.

—¿Quién? ¿Yo?

Era enamoradizo el inspector. Y poco selectivo en los asuntos del corazón. Y poco realista. Los amigos lo habían acompañado en varias borracheras de desengaño; juntos habían condenado al fuego eterno a todas las mujeres de la tierra por pérfidas, por guapas o por crueles, habían jurado no volver a caer en sus redes, y a pesar de que todos, menos Manchego, estaban casados, los cinco habían faltado a su promesa de la manera más vergonzosa. La última conquista del inspector había resultado ser una estafadora que le robó la cartera la primera noche en que salieron a cenar. Se llamaba Piluca y los muchachos sospechaban que de joven había sido un hombre; no había más que verle las manos peludas, el bigote afeitado y el nacimiento de la nuez en lo alto del cuello.

De todas maneras, no hubo ocasión de comprobarlo, ya que aquella historia del revés amoroso había terminado antes de comenzar en aquel restaurante de barrio en el que Manchego perdió su dinero, su cartera y su dignidad.

Desde entonces, el hombre había procurado mantenerse célibe de pensamiento, palabra y omisión, en parte para proteger su integridad emocional y en parte porque hasta el momento no se había cruzado con ninguna nueva candidata a romperle el corazón.

Pero Berta Quiñones, la anodina directora de la revista
Librarte
, a la que el inspector había descrito como una mujer de mediana edad, algo entrada en carnes y necesitada de gafas para ver de lejos, parecía, por alguna extraña razón, haber comenzado a formar parte de los pensamientos y preocupaciones de Manchego. Él sostenía que su interés por Berta era meramente profesional —había puesto al corriente a sus amigos de sus avances en el caso Craftsman—, pero los muchachos, que lo conocían bien, sabían que aquel estremecimiento que le sacudía cada vez que le sonaba el móvil se debía a otro tipo de interés, más del tipo amoroso. Lo que no entendían era qué había podido ver su amigo en una mujer como aquélla, tan diferente a todas las hembras de las que normalmente se encaprichaba siguiendo al pie de la letra el criterio de las teleseries norteamericanas. A él siempre le habían gustado altas, rubias y voluptuosas, un poco tontas, un poco facilonas, con nombres absurdos como Babi, Lucy o Mimí, muy desvalidas, eso sí, necesitadas de un valiente inspector de policía dispuesto a arriesgar su vida por salvar su bolso.

Baja el listón, le decían, o terminarás más solo que Gary Cooper en
Solo ante el peligro
. Te harás viejo antes de tiempo, te llenarás de manías y, al final, te morirás, como todos. Y no se daban cuenta de que el listón, en todo sentido excepto en el físico, estaba a un nivel tan rastrero que era difícil degradarlo aún más.

A Manchego ninguna mujer lo había querido de veras. Había tenido la desventaja de nacer con un cuerpazo sensacional, inalcanzable para el común de las mortales como Berta, tan del montón, y hasta al momento sólo había conocido la atracción física y la confusión sentimental. Aún conservaba cierto atractivo —era un hombretón de anchos hombros, grandes manos y piernas macizas—, pero ya las canas le habían conquistado la parte del cráneo que no había desertado de la guerra contra la alopecia y el cinturón reglamentario lucía, como dos muescas en una pistola, dos agujeros extra, de zapatero de barrio, y a veces se sofocaba si hacía más ejercicio de la cuenta. Lo positivo del caso era que había llegado el momento en que la pareja desigual de la empollona y el tío bueno comenzaba a equilibrarse de manera natural, dando paso a una imagen creíble de dos miembros de la misma especie trastabillándose al unísono.

Los amigos, que inconscientemente conservaban en sus retinas la idea del antiguo Manchego, tan gallardo, del mismo modo que al mirarse en el espejo se negaban a reconocer los efectos del paso del tiempo sobre sus propias pieles y sus propios pelos, no daban crédito a la situación. Escuchaban a su amigo hablar de la exbibliotecaria, cincuentona y normalita, tirando a feílla y no aceptaban que ellos mismos estaban a punto de cumplir los sesenta. La rendición de Manchego ante la eventualidad de un amor más sentimental que físico les parecía una derrota colectiva que no estaban dispuestos a tolerar.

—Hombre, Manchego —le decían—, una cosa es bajar el listón y otra bajarse los pantalones.

Pero aquella noche en la fonda —así lo llamaban algunos, fonda, como si todavía estuvieran en el pueblo— percibieron los estragos del enamoramiento de su amigo en los ojos entornados, las manos crispadas, la boca espumosa y el juramento que se le escapó entre dientes sin poder evitarlo cuando colgó el móvil y lo aplastó contra el tapete.

—Lo mato —dijo—. Os juro que yo lo mato.

—¿A quién vas a matar? Mira lo que dices, que si luego vas y lo matas de veras, nos metes a todos en un lío por encubrirte —advirtió el Josi, su mejor alumno.

—A un fulano que anda por ahí amenazando a mujeres indefensas, el hijoputa.

El inspector Manchego, en toda su gloria, elevó los cien kilos de su organismo monumental, se llevó la mano al cinto, comprobó que la pistola estaba en su sitio, se puso la cazadora impermeable forrada de goretex y casi se larga sin despedirse.

—¡Espérate, Manchego, que nos vamos contigo! —gritó el Macita haciendo de portavoz del resto de los amigos, que, al unísono, se levantaron de la mesa de juego, tiraron alguna silla al suelo, abandonaron las cartas y los dineros sobre el tapete, lo siguieron a la calle y se subieron en el coche, apretados, cinco señores entrados en canas, cinco barrigas prominentes, cinco chavales de Nieva de Cameros en plena juventud, dispuestos a partirle la cara al forastero que se cree que el pueblo es suyo y viene a las fiestas a hacer el bestia, a ligarse a las chicas, a emborracharse y a faltarles el respeto a las abuelas y luego no tiene ni media bofetada, es más cobarde que las ratas, sale huyendo, se caga de miedo, cuando se encuentra de frente con los mozos del pueblo, Macita, Josi, Míguel, Carretero y Manchego, como en los viejos tiempos, las ventanillas del coche empañadas, la noche fría, la sangre hirviendo.

Berta tenía puesto el belén en un rinconcito destacado del salón; entre el ficus benjamina y el retrato de sus padres, sobre una mesa camilla chiquita, cubierta con un paño de terciopelo rojo, el portalito, la cuna vacía, la Virgen y San José, los tres Reyes Magos, el Melchor del manto rojo, la mulilla y el buey, algo de musgo, un fondo de cielo estrellado, dos montañas de corcho nevadas de harina, y el Niño Dios escondido en una caja de música que, al abrirla, si se le daba cuerda, tocaba
Noche de Paz
.

Este detalle, unido a sus lágrimas de oveja desvalida y al gesto de no hagas ruido, Manchego, que la pobre María por fin se ha dormido en el sofá, no la vayas a despertar, devolvieron al inspector a su infancia de calles heladas y vino caliente compartido en la plaza, que esta noche nace el Niño, calcetines colgados de la chimenea, zapatos nuevos, un balón y un scalextric.

Habían detenido el coche en un prohibido aparcar, al principio de la calle del Alamillo. Allí se habían quedado el Macita y el Josi, con la luz apagada y las solapas subidas, fumando un cigarrillo el uno, mordisqueándose las uñas el otro. El Míguel y el Carretero habían acompañado a Manchego hasta el portal de Berta y luego habían continuado solos hasta el final de la calle, donde en ese momento estaban haciendo guardia, los dos de pie, combatiendo el frío como podían, atentos a cualquier merodeador que encajara en la descripción de «fulano con pinta de chulo», que era lo único que sabían de la apariencia de Barbosa. El inspector Manchego había subido por las escaleras mal iluminadas hasta el tercero izquierda y se había dado de bruces con el medallón del Sagrado Corazón y la aldaba en forma de mano, igualita a la de su casa de Nieva. También había timbre, pero, dadas las circunstancias, prefirió golpear con suavidad el llamador y esperar a que Berta, hecha una pena, la verdad, abriera la puerta después de reconocerle a través del agujero de la mirilla.

Ella lo invitó a pasar, a tomarse un café, a sentarse en el suelo, junto a la ventana, desde donde se podía ver quién pasaba por la calle sin ser vistos, igual que desde el paio de la primera casa del pueblo, la de enfrente del telégrafo.

—Si se le ocurre aparecer por aquí esta noche, te juro que duerme en el calabozo —le aseguró Manchego a Berta entre sorbo y sorbo de café negro y dulzón.

—¡Qué canalla, qué canalla! —repetía ella moviendo la cabeza de lado a lado, incapaz de creer que pudiera existir en este mundo alguien tan desalmado como César Barbosa.

—Así que María —Manchego la señaló con un movimiento de cabeza— se veía con este tipo a espaldas de su marido.

Berta asintió compungida.

—¿Desde cuándo? —la interrogó el inspector.

—Que yo sepa, desde hace un año, más o menos —respondió ella—. Pero la cosa empezó a torcerse en mayo, cuando él se enteró de que María estaba a punto de quedarse en paro. Ahí es cuando comenzó a amenazarla y a golpearla el canalla.

—¿Por perder su trabajo?

—Le decía que era una estúpida, incapaz de conservar un puesto de trabajo tan sencillo como el suyo, que no valía para nada, que era una mierda, ya sabes.

—¿Él a qué se dedica?

—Es fotógrafo.
Freelance
. Uno de los que a veces contratábamos para cosas de la revista. Así se conocieron. Maldita la hora. —Berta apretó los puños con rabia, como si de alguna manera se sintiera culpable.

—Mañana, en cuanto llegue a la comisaría, voy a investigar sus antecedentes. Estos maltratadores suelen ser reincidentes —dijo Manchego haciéndose el interesante—. Podemos presentar el mensaje como prueba. Pero primero tenemos que convencer a María para que lo denuncie.

—No creo que podamos —respondió Berta—, porque está muerta de miedo pensando en qué pasará si se entera Bernabé. Está casada, tiene tres niños, hazte cargo. Cree que si habla, les pasará algo a sus hijos, este Barbosa es un bestia, o que Bernabé la echará de casa.

—Pues eso es lo malo. Las mujeres como María se callan y los abusos se multiplican,
mecagonlamar
. —Manchego se rascó la nuca.

—¿Cuánto podría caerle? —quiso saber Berta.

—Por amenazas, entre seis meses y tres años.

—¿Y por lesiones?

—De dos a cinco años.

—Total, que en un par de años, si consiguiéramos meterlo en la cárcel y siendo optimistas, estaría libre. —Berta lo miró directamente a los ojos—. Y María se habría quedado sin familia.

—Entiendo —respondió Manchego.

El café caliente y la charla en voz baja, la intimidad compartida que, de repente y por primera vez en su vida experimentaba Berta, transformada de nuevo en la niña de las trenzas y las gafas, igual que aquella otra escondida detrás de los visillos de una ventana solitaria, era, a pesar de lo doloroso de las circunstancias, una sensación extrañamente agradable que Berta notaba recorriéndole la piel, calmándole el temblor de manos, apaciguándole el malestar estomacal y mitigando el frío que se le había instalado en el cuerpo.

La presencia del inspector Manchego en su salón era lo más parecido al árbol en el que se hubiera refugiado la niña Berta en medio de la tempestad: grande, firme y robusto. Un haya, un roble de los que habitan los montes de Cameros.

Manchego tenía el móvil en modo vibración por consejo de Berta, para no despertar a María si no era estrictamente necesario. Su sonido mecánico los sobresaltó a los dos pasada la una y media de la madrugada.

—Manchego —dijo la voz del Macita—, acaba de pasar un tipo bastante sucio. Lo seguimos a distancia para que no sospeche. Tú identifícalo desde la ventana y llama al Carretero si hay que actuar.

El inspector se incorporó de un brinco. Berta se asustó, la taza de café se tambaleó en el platillo. María abrió los ojos antes de que la despertaran, como si un instinto de supervivencia la hubiera alertado del peligro mientras dormía.

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