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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo (7 page)

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Ese día se curó definitivamente. Se convirtió en una gorda feliz que si no se embadurnaba de colonia, olía a grasa de moto por efecto de la menopausia, pasajeramente, esperaba. Que ayudaba en la parroquia a encontrar trabajo a las mujeres inmigrantes. Que cocinaba para sus hijos. Que consideraba a su jefa, Berta, su mejor amiga y que era capaz de decir cosas como: «Yo ya me casé y me descasé, gracias a Dios», sin que las lágrimas traicionaran su aparente valentía.

Por eso, la llamada de Berta, a las nueve de la mañana de aquel domingo de mayo, seis años y medio después de su primera muerte en vida, le trajo a la memoria el timbrazo de la azafata. Volvió a sentir el temblor del suelo bajo sus pies y el cacharrazo de su alma cayendo por las escaleras de la cocina. Entró en la iglesia para oír la misa de diez, se santiguó, se arrodilló y rezó con los cinco sentidos puestos en su oración desesperada. Una bengala de socorro fue lo que le lanzó al señor.

—Padre, si puede ser, que pase de mí este cáliz. Que no me quede sin trabajo, Diosito, por favor, te lo ruego. Hágase tu voluntad, pero que no sea precisamente la de dejarme en la calle, hombre, si puede ser, claro. Comprendo que antes van el hambre, las guerras y eso. Si ves que tú estás demasiado ocupado, pues encárgale lo mío a un santo. A alguno que tenga pocos devotos: San Pantaleón o San Lamberto o San Vito, que, con ese nombre, fijo que me saca del atolladero.

Una vez confiada en el buen Dios, Asunción cruzó al otro lado de la calle y pidió una docena de cruasanes para llevar, las penas con pan son menos, unos torteles y cinco ensaimadas. Supuso que Berta ya habría preparado el café.

Lo que tuvo lugar aquella mañana de domingo a las once y cuarto en punto en la oficina de
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no fue una reunión entre cinco mujeres civilizadas, sino más bien un aquelarre entre cinco brujas despiadadas que recurrieron a las malas artes y a la magia negra para esquivar la desgracia que se les venía encima.

Fueron llegando a cuentagotas, en el orden habitual: Berta, Soleá, María, Asunción y Gaby. Todas aterradas, intentando disimular con aspavientos exagerados la realidad de su angustia. Ellas, que a diario se saludaban con un escueto buenos días, aquel domingo se abrazaron y besaron, como si aquello fuera la fiesta de las antiguas alumnas del colegio e hiciera veinticinco años que se hubieran visto por última vez. Luego desayunaron juntas el café de Berta y los bollos de Asunción, y charlaron de niños, libros y estrenos de teatro para dilatar el buen rato hasta el fatal momento en que hubiera que enfrentarse a la verdad.

Berta, al final, no tuvo más remedio que hablar. Les contó que el motivo por el que las había llamado a una hora tan temprana, cuánto lo siento, de un domingo, era porque tenía que comunicarles una malísima noticia y no podía esperar hasta el lunes, ya que, después de pensarlo mucho y darle muchas vueltas, había llegado a la conclusión de que tal vez, entre las cinco, pudieran idear alguna manera de solucionar las cosas y evitar la tragedia.

—La tragedia es que cierran la revista, ¿verdad? —comprendió María.

—Eso parece.

Con un tono de voz más agudo de lo normal, Berta les contó que el día anterior por la tarde había recibido una llamada de teléfono procedente del mismísimo señor Bestman para informarla de la inminente visita del señor Craftsman.

—¿El dueño en persona? ¿Marlow Craftsman?

—No, hija. El hijo.

—¿Qué hijo?

Berta tuvo que poner al corriente a las chicas de la situación familiar de los Craftsman. Les habló de la abuela aristócrata; de Marlow, el consejero delegado; de Moira, la esposa elegante; de Holden, el rebelde; y de Atticus, el delfín, que a esas horas debía de haber aterrizado ya en Madrid con las hojas de despido planchaditas en la cartera.

—Según Bestman, las pérdidas de la revista son excesivas para la empresa. Inexplicables. Desmesuradas —les informó Berta, desolada—. Además, dice que
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no ha logrado situarse en un buen lugar entre las publicaciones literarias españolas, que no tiene ningún renombre ni ninguna credibilidad. Que la leen cuatro gatos y que, en lugar de promocionar las novedades de Craftsman&Co, produce el efecto contrario; es decir, que las desprestigia.

Los ánimos se vinieron abajo. Gaby se abanicó con papel reciclado. Asunción se sofocó. A María se le saltaron las lágrimas y Soleá estalló:

—¡Y una mierda
pa
él! —gritó con la rabia de todos sus antepasados gitanos puestos en fila india.

Entonces el silencio se solidificó y tomó la consistencia de una gelatina pastosa que se introdujo en las bocas de las cinco mujeres impidiéndoles hablar y tragar saliva. Se ahogaban.

—Pues habrá que pensar en algo. —A Asunción se le desató la lengua antes que a ninguna. Soplos del Espíritu Santo.

—Una solución desesperada —dijo Berta.

—O veinte poemas de amor —respondió Asunción con el último sentido del humor que pudo rescatar del naufragio.

Aquella referencia a Neruda pareció encender una bombilla en el interior de Soleá. Se puso en pie. Tomó aire. Gritó:

—¡Tengo una idea!

Las demás la miraron sorprendidas. Apenas llevaban quince minutos de aquelarre y ya la brujería se había puesto en marcha. Desde luego, la química que unía a aquellas cinco mujeres reaccionaba con la virulencia de una mezcla explosiva.

Soleá bajó la voz. Como si fuera posible que alguien ajeno a aquella redacción pudiera escuchar sus planes delictivos, les hizo un gesto a sus compañeras para que se acercaran a ella. Las puso en círculo a su alrededor y entonces les habló de su Granada del alma y de sus poetas viejos, y del Albaicín, las noches de jazmines y hierbabuena, las cuevas blancas de cal, las familias alrededor de las abuelas, las historias que se saben y se callan, los amoríos prohibidos y los corazones rotos, las traiciones, los ajustes de cuentas, las maldiciones gitanas.

—Le voy a contar una cosilla que me contó a mí mi abuela de chica. Un secreto que no lo sabe nadie y que a
míster Crasman
le va a picar mucho la curiosidad. Entonces me lo llevo para Granada y lo tengo distraído hasta que se os ocurra algo mejor.

En el centro del círculo fue alimentándose un fuego poderoso y sobre el fuego un puchero en el que todas escupieron sapos y culebras. La idea de Soleá tenía sentido. Podría, al menos, darles tiempo a las demás para pensar un plan mejor, más civilizado y menos esotérico, que terminara por convencer a Marlow Craftsman y al señor Bestman de la necesidad de mantener la revista
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en pie unos cuantos años más.

—Mientras tú entretienes a Atticus Craftsman, nosotras revisamos las cuentas, hablamos con los anunciantes, con los libreros, con los papeleros y con la distribuidora. Ajustamos los gastos, saneamos la empresa, la dejamos en perfecto estado de revista, nunca mejor dicho, para la futura inspección. Al final, lo inteligente será conservarla y lo absurdo cerrarla.

—Mañana os quiero a todas aquí a las nueve en punto —dijo Berta para zanjar la reunión—. Y tú, Soleá, ponte guapa.

Atticus Craftsman se consideraba un hombre de mundo desde que a la temprana edad de veinte años recorriera media Europa con una mochila a la espalda y el dinero de la cuenta de ahorro que le había abierto su abuela de pequeño y en la que al cumplir la mayoría de edad, para su asombro, descubrió que se acumulaban más de veinte mil libras esterlinas. Por lo visto, la abuela Craftsman se había pasado la vida ingresando a cada uno de sus nietos una cantidad fija al mes en previsión del negro futuro que le auguraba al negocio familiar. El miedo era injustificado: Marlow Craftsman había demostrado ser un buen administrador y la editorial, una empresa solvente. Sin embargo, para alguien que había sobrevivido a la crisis del 29 y a dos guerras mundiales, la estabilidad económica y la paz mundial eran dos posibilidades tan remotas como la invasión extraterrestre del planeta o la máquina del tiempo. Ella, una devota de Julio Verne, tenía mal definida la línea que separa la realidad de la ciencia ficción: jamás había aceptado como válida la teoría de la evolución de las especies de Darwin ni, por supuesto, la del Big Bang, y nunca admitió que el hombre hubiera sido capaz de llegar a la Luna, como pretendían hacerles creer los norteamericanos.

La cuestión es que, gracias al escepticismo de la abuela Craftsman, Atticus pudo hacer realidad su sueño de viajar a Oriente Próximo, explorar los países árabes, sumergirse en el mar Muerto, visitar Tierra Santa y entrar en Estambul por el mar de Mármara, Asia a un lado, al otro Europa, a bordo de un carguero.

De su viaje regresó sin dinero, sin Earl Grey y sin la menor intención de volver a probar el cordero, ya fuera con especias, con arroz, hervido, asado o estofado. Por extensión, renunció también al resto de la carne. No era una filosofía de vida, le explicó a su madre, era un empacho.

Habían pasado diez años y aún no soportaba la idea del cordero con comino. Tampoco la de abandonar las comodidades de su piso de Londres o las de su casa de Kent. Se había acostumbrado a dormir entre sábanas limpias, ducharse con agua caliente, vestir como un dandi y alimentarse únicamente de productos ecológicos. No había vuelto a sentir la menor necesidad de salir de Inglaterra.

Por eso, cuando su padre le encomendó aquella tarea de viajar a España durante un tiempo indefinido, Atticus había experimentado un miedo irracional e inconfesable hacia lo desconocido; absurdo, sí —España era un país moderno, desarrollado y europeo—, pero cierto. Se le había instalado un nudo en la boca del estómago, como si el corazón de las tinieblas lo estuviera esperando y casi pudiera escuchar su latido sordo, rítmico, inquietante, abriéndose paso entre la hojarasca.

El calor, parecía mentira, a las dos y pico de la tarde de ese domingo de mayo, le estaba asfixiando. Le estaba aplastando contra el pavimento. Eso, y el cansancio del vuelo a primera hora, le hacía ver la realidad distorsionada. Para empezar, la luz era tan deslumbrante que le escocían los ojos y, aunque los entornara, le daba la sensación de estar sudando entre pestaña y pestaña. Todo lo veía líquido; como en un espejismo, haciendo ondas.

Se desabrochó los primeros botones de la camisa, se remangó hasta los codos. Notó los pies abrasándose dentro de los calcetines de lana. Estaba extrañamente aturdido.

A pocas calles de su hotel, en un callejón sombrío, encontró un bar. Dentro olía a aceite frito. Se acercó a la barra. Observó que el suelo estaba sucio de palillos, servilletas, peladuras de marisco y otros desechos indescriptibles.

—Por favor —dijo con su inconfundible acento británico—, un sándwich de salmón con crema de queso.

Los tres o cuatro hombres que ocupaban la barra dejaron de hablar. El camarero lo miró con cara de guasa.

—Caballero —le explicó—, aquí no trabajamos ese género. Somos más de los de toda la vida. De pinchos y tapas, a ver si me entiende.

Uno de los clientes, el más cercano a Atticus, salió en su ayuda. Le dijo al camarero: «Tráele una de gambas al ajillo, Paco, verás qué cara pone. Y una cerveza bien fría». Luego se colocó a poco más de diez centímetros de su cara. Le habló a gritos.

—Aquí no salmón, ni pijadas —chilló—. Aquí birra y gambas, amigo.

Y le dio una palmada en la espalda.

A las cinco de la tarde, después de seis litros de cerveza, cuatro raciones de ensaladilla, dos de queso manchego, tres de tortilla, cuatro de calamares fritos y dos platos de jamón que Atticus no probó por su condición de vegetariano, el joven Craftsman logró deshacerse de sus nuevos amigos y regresó al calor de la calle líquida.

Sentía el estómago pesado y lento, la cabeza le daba vueltas. Lo más sensato habría sido volver al hotel, tomarse un té y esperar a que su cuerpo asimilase aquel mejunje de grasas saturadas. Sin embargo, al llegar al final de la calle se encontró de frente con la entrada del Parque del Retiro y notó que sus pies le conducían solos hacia el interior del bosque urbano.

Lo normal en Londres —póngase, por ejemplo, Hyde Park— hubiera sido encontrar una buena sombra, hacerse con una hamaquita plegable de las que pululan por el lugar y echarse una siesta memorable con el ruido de fondo de las alegres voces de los niños que pueblan el parque y la compañía silenciosa de las ardillas. Pero aquí no había nadie dormitando tranquilamente sobre la hierba. El bullicio era insoportable para un dolor de cabeza como el suyo. Había música, gritos, carreras, patines, bicicletas, turistas, artistas callejeros, vendedores sospechosos, masajistas orientales, brujas adivinadoras de buenaventuras previsibles, policías a caballo, malabaristas, vagabundos y un sinfín de personajes de circo a cada cual más asombroso. En medio del caos, Atticus vislumbró el agua turbia de un lago plagado de barquitas de remos. Su instinto de regatista le llevó hasta la entrada del Club Deportivo Municipal, donde se almacenaban unas traineras en bastante buen estado. Entró a preguntar y le informaron de que a esas horas no quedaba allí más que el gato del encargado de mantenimiento y le recomendaron que volviera otro día, a otra hora y con menos olor a cerveza. Estaba de pie, de espaldas al agua y no vio llegar a las chicas que se acercaron al embarcadero huyendo de una pandilla de muchachos que las perseguían para salpicarlas.

—¡Quita de ahí, guiri! —gritó un chaval sin camisa cuando ya era demasiado tarde para apartarse y evitar que una ducha de agua sucia le empapara de la cabeza a los pies.

—¡Sube, rubio! —le gritó una de las chicas.

En la barca se apretujaban cinco jóvenes voluptuosas con las camisas mojadas pegadas al cuerpo. Tras ellas, tres o cuatro barcas cargadas de hombres sedientos trataban de darles alcance, rodearlas, asediarlas y volver a salpicarlas. Tenían la risa floja aquellas chicas, el pelo chorreando, la lengua muy suelta.

Atticus tomó el mando de la embarcación. Se aferró a los remos, puso en práctica sus cien mil horas de entrenamiento y logró conducir a las chicas sanas y salvas hasta la orilla, para sorpresa y disgusto de todos los gamberros de alrededor. Ellas aprovecharon para burlarse del resto de los barqueros, agradecerle a Atticus su salvamento valiente, escurrir pelos y camisas, compartir cigarros y chicles e invitarle a pasar con ellas el resto de una tarde inolvidable.

Formaban parte de un grupo diverso de gente despreocupada que había decidido instalarse en el Retiro hasta que les echara la policía. Eran estudiantes sin casa ni familia y con muchas ganas de divertirse. Tenían botellas de Coca-Cola mezclada con ron, gui tarras y timbales y un examen al día siguiente al que ninguno de ellos pensaba presentarse, porque, según le explicaron a Atticus, formaban parte de la liga antiexámenes de la Universidad Complutense: una asociación transversal creada por alumnos de varias facultades que luchaba por la total erradicación de las pruebas de nivel por considerar que fomentaban la competitividad y el fracaso.

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