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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

La felicidad es un té contigo (5 page)

BOOK: La felicidad es un té contigo
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—Tú estás enamorada, niña.

—Como una tonta, chicas. Hasta las trancas.

Fueron de boda, las cinco, ocho meses después de lanzar la revista.

Gaby de blanco radiante, el novio estupendo, la iglesia cubierta de flores. Lucía llevó las arras, a Asunción le cayó el ramo.

—La próxima tú, Asunción.

—Dios me libre —dijo ella, acalorada—. Yo ya me casé y me descasé.

Los últimos seis años habían pasado deprisa. Berta apagó la aspiradora, lavó la taza del café, se sentó en una esquina del sofá y levantó el auricular. Ya no podía dilatar más la espera. En recuerdo de aquella primera mañana las fue llamando en riguroso orden de llegada: Soleá, María, Asunción y Gaby, sus mejores amigas, para darles la peor de las noticias.

—Ya sé que es domingo —les repitió a las cuatro con el mismo tono de disculpa—. Pero es importante que nos reunamos. A las once en la oficina. No, María, esta vez no puedes traer a los niños.

Pocos días después de la inquietante llamada del inspector Manchego, Marlow Craftsman, muy a su pesar, decidió que había llegado la hora de contarle a Moira que su hijo Atticus llevaba tres meses en paradero desconocido. Si no lo había hecho hasta entonces era porque aún conservaba la esperanza de que el asunto se resolviera antes de las Navidades, cosa que cada vez se le antojaba más improbable. Cuando Moira le preguntaba qué tal le iba a Atticus por España, Marlow respondía con alguna frase del tipo: «Bien, querida, bien». Y como era hombre de pocas palabras, ella se quedaba satisfecha, se daba media vuelta en la cama y se dormía como un lirón.

Sólo al llegar noviembre y dar comienzo la tortura de los preparativos navideños, Moira se fue volviendo más insistente. Quería detalles.

Necesitaba saber cuántas noches se quedaría Atticus en la casa de Kent, qué día llegaría, qué invitados traería esta vez, si aún seguía siendo vegetariano, si había cambiado de colonia o todavía utilizaba la de lavanda de toda la vida y, sobre todo, la fecha y hora exactas de su partida, ya que pretendía asignarle la habitación de Atticus a los suegros de Holden, que ese año pasarían con los Craftsman la noche de fin de año.

Moira lo anotaba todo en una agenda negra enorme. Desde las tarjetas que recibían y los regalos que enviaban hasta las cantidades de ternera para el
roast beef
que debía encargar la cocinera en la carnicería de Seven Oaks.

La incertidumbre la estaba matando.

Marlow le llevó un Horlicks caliente a la cama en una bandeja de plata. La doncella lo dejaba preparado antes de irse a dormir y solía disolver en la mezcla media pastilla del ansiolítico que le habían recetado a ella, por considerar que la señora tenía la mitad de culpa de su cuadro clínico. Aquella noche, su esposo, ignorante de tales argucias, añadió además dos tabletas de diazepam con la buena intención de hacerle más soportable a Moira la impresión que le causaría la mala noticia.

La dosis resultó excesiva, claro.

—Moira, querida —comenzó Marlow en un tono muy suave mientras le acariciaba la espalda—. Me temo que tengo algo que contarte sobre Atticus.

—¿Atticus? —pronunció ella con lengua de trapo.

—Cómo explicarte, cielo… No te asustes, ponte en lo mejor. Desde hace unos días… no sabemos dónde está. —Ya estaba. Lo había dicho.

Moira no hizo ningún comentario. Siguió tumbada de medio lado, con la cara aplastada contra la almohada.

—Probablemente se encuentre en algún lugar sin cobertura de móvil, ya sabes que España es un país muy montañoso, con mucho mar alrededor, y seguramente él, que es todo un aventurero, haya decidido tomarse unas vacaciones. Lo imagino, querida, a bordo de un barco pesquero, o en la cumbre de una sierra nevada, o tal vez en alguna isla remota de esas que todavía conservan los españoles en África.

—¿África?

—A la altura de Mauritania, sí.

Silencio.

—Pero regresará muy pronto. Jamás faltaría a casa por Navidad. Es un buen chico nuestro Atticus. Por si acaso —añadió mucho más deprisa—, he dado parte a la policía. Ya lo están buscando, Moira, y me han asegurado que tendremos noticias enseguida.

Más silencio.

—De momento sabemos que no está en ningún hospital, lo cual es una información tranquilizadora. No ha sufrido ningún accidente ni ha tenido ningún problema de salud, gracias a Dios. Tampoco hay denuncias: no se ha metido en ningún lío. Simplemente, se ha esfumado. Sin dejar rastro. Igual que aquella vez, ¿te acuerdas?, cuando tenía veinte años y se tomó aquel año sabático. No supimos de él en meses. No nos preocupamos entonces ni nos vamos a preocupar ahora, Moira, porque todo este asunto tendrá una explicación razonable. Yo, al menos, no estoy alarmado en absoluto. Ya es mayorcito, toma sus decisiones, no tiene obligación de consultarnos. Si le ha apetecido embarcarse en un buque atunero, allá él. Si se ha hecho ermitaño y se alimenta de insectos, allá él. Es su vida.

Moira comenzó a roncar. La sobredosis había hecho efecto. Lo más probable, pensó Marlow, era que al día siguiente no recordara absolutamente nada. Lástima, se lamentó él, que era hombre de pocas palabras, porque el discurso había sido inmejorable.

Más tranquilo y plenamente convencido de la falta de motivos para inquietarse gracias a la coherencia de sus propias tesis, también él se metió en la cama, se arropó con la manta de lana escocesa y se quedó profundamente dormido.

En contra de los temores de Berta, que al verlas por primera vez la una frente a la otra —tan diferentes, tan opuestas, una joven y alocada, la otra madura y serena— había imaginado un tándem imposible de frenos rotos y ruedas pinchadas, lo cierto es que Soleá y Asunción congeniaron de maravilla. Ambas tenían escrita en el contrato la misma palabra: «Redactora», después de la frase: «Cargo que ocupa en la empresa», pero cada cual tenía su particular manera de entender la profesión. Mientras que a Soleá parecía que la silla le abrasaba el trasero y se pasaba la vida callejeando en busca de historias que contar, a Asunción lo que le gustaba era el trabajo de despacho: la sosegada labor de escribir con calma reseñas y críticas, semblantes y perfiles.

Desde el primer día se repartieron el trabajo según sus intereses: Soleá asistía a los estrenos, a las presentaciones, a los festivales; hacía entrevistas a codazos, las fotos le salían movidas, las crónicas ligeras. Asunción leía, se documentaba, comparaba, tejía. Al final, entre las dos lograban darle a sus artículos el punto exacto de limón y sal.

Una vez a la semana se reunían con Berta para organizar los contenidos de la siguiente edición. Cada una presentaba su lista de propuestas y Berta las analizaba con neutralidad de rey Salomón. Siempre se maravillaba de las ocurrencias de sus dos redactoras.

—¿De verdad quieres ir a cubrir el festival de músicas tribales africanas, Soleá?

—Es gratis, Berta, va media España.

—¿Al desierto de los Monegros?

Parpadeaba, tosía y casi siempre claudicaba.

—Y tú, Asunción, ¿un artículo de fondo sobre las perversiones estéticas del surrealismo?

—Hubo muchísimas.

—No, si no lo dudo.

Después repartía el trabajo por secciones: tú, cine, tú, libros, tú, museos, tú, agenda, tú, música, y tú, artes plásticas, ea. El cóctel variaba cada semana el orden de sus factores para abarcarlo todo.

Berta era quien daba luz verde a las producciones y la que hacía los presupuestos, organizaba los viajes, contrataba a los fotógrafos y se las apañaba para encontrar cuatro o cinco anunciantes que sufragaran la mayor parte de los gastos de edición. Normalmente eran productoras de cine, compañías de telefonía móvil, salones de subastas, restaurantes y hoteles. Por política de la empresa,
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no aceptaba campañas publicitarias de otras editoriales diferentes a Craftsman&Co, lo cual limitaba bastante las posibilidades de Berta a la hora de encontrar clientes.

María se ocupaba de la administración de la pequeña empresa con la misma minuciosidad con la que dirigía la contabilidad de su casa. «Fácil —decía—. La cuestión es conseguir que cuadren los balances; lo comido por lo servido y en paz». Amontonaba en infinidad de carpetas y archivos las facturas que firmaba Berta. Guardaba cada tique, cada justificante y cada nota en cajas de zapatos. Las forraba ella misma con papel pinocho y celofán. Un color por año. También compraba los billetes de tren o los de autobús para los desplazamientos de las redactoras (nunca, hasta la fecha, las finanzas de
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habían estado tan boyantes como para poder viajar en avión), la tinta de la impresora, el cartucho de tóner y los demás artículos de papelería.

Igual que en su casa, era ahorradora hasta límites insospechados: el papel se reciclaba, los bolígrafos se exprimían hasta la última gota, las luces se apagaban en cuanto salía el sol, los ordenadores se desenchufaban todas las noches, la calefacción no se ponía hasta bien entrado el mes de noviembre y el aire acondicionado no se encendía jamás, ya que María alegaba que además de caro era insano e innecesario, sobre todo porque ella, que había nacido en un pueblo cerca de Toledo, había pasado tanto calor de niña que se había hecho inmune a los estragos del termómetro.

Ahí radicaron al principio la mayor parte de las discusiones en la oficina, ya que mientras María era feliz con un abanico y agua fresquita para combatir el calor, Asunción se ahogaba entre sofocos y sudores.

Berta tuvo que mediar: le dio el mes y medio de excedencia anual que le suplicaba María con la excusa de las vacaciones escolares y, a cambio, le permitió a Asunción conectar el aire acondicionado medio julio y todo agosto y difuminar el coste extraordinario en la partida del gasto anual de electricidad.

Por su parte, Gaby, ella sola, constituía la oficina técnica digital de
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. No se le resistía un programa informático. Era capaz de encontrarle a Soleá los textos que misteriosamente le desaparecían en el escritorio de su Macintosh o de resucitarle el suyo a Berta cuando entraba en pánico por la muerte súbita del cacharro, como ella decía.

Importaba y exportaba fotos y archivos, dominaba el photoshop, manejaba el indesign, el quark y el adobe como si fueran herramientas de carne y hueso, sabía transformar maquetas en PDF y entrar desde su casa en los portátiles de las demás.

Había estudiado diseño gráfico en París cuando aquello sonaba a extraterrestre en la Península Ibérica y había encontrado la horma de su zapato en su compañero de pupitre, un argentino al que todos llamaban por su apellido: Livingstone, porque habían olvidado cuál era su nombre de pila.

Franklin Livingstone había crecido en Santa Fe, provincia de Córdoba, en una hacienda de tierras fértiles y campos verdes, acunado por las canciones de los charros y alimentado de asado de carne y mate amargo. De ahí su carácter rudo, su piel cuarteada y sus manos ásperas. Su madre, una niña bien de Buenos Aires, había diseñado para él un futuro glorioso, en el piso treinta y tantos de un rascacielos de Manhattan, como triunfador en los negocios, abogado de prestigio, arquitecto de renombre o financiero despiadado. Pero ninguno de estos sueños habían llegado a hacerse realidad. En una universidad de Boston, aburrido hasta límites insospechados de tanta cifra y tanta gráfica, descubrió que sus manos de
cowboy
habían sido creadas para acariciar cosas más interesantes que las cuentas corrientes de sus eventuales clientes. Mujeres y pinceles, por este orden, comenzaron a ocupar la mayor parte de su tiempo.

Abandonó la escuela de negocios e ingresó en una de bellas artes, para espanto de su madre, y cuando terminó sus estudios, recibió una beca para viajar a París, la ciudad de la luz y del arte, y se convirtió en uno de los pioneros del diseño digital, cosa de meigas.

Allí conoció a Gaby, alegre como una campanita de cobre, con sus ilusiones intactas, su página en blanco, y empezó a rondarla a la vieja usanza, como se hacía en Córdoba en los tiempos de los abuelos, con regalos y palabras bonitas.

Le pintó un retrato al óleo en el que se insinuaban sus ojos de lince contemplándola desde el otro lado del lienzo. Qué mayor prueba de amor que aquel trabajo de meses, con la idea fija del color de su piel, la suavidad de sus rizos o la curva de su pecho. Ella continuamente lo descubría mirándola desde su pupitre. A veces midiendo con un lápiz la distancia entre sus ojos o la longitud de su cuello.

Cuando el cuadro estuvo listo, la invitó a conocer su cuchitril. Una habitación de estudiante en una residencia del distrito quince. Allí nació su historia de amor. Con delicadeza de artista. Dos artistas. Él el pincel, ella la tinta.

A veces, Livingstone pasaba por la redacción a media mañana. Les llevaba a las chicas pasteles, flores, helados o alfajores. Le decía a Gaby: «Te espero en casa, flaca». Y a ella todavía le temblaban las piernas.

Llevaban casados cinco años y pico. Estaban deseando tener niños. No venían.

—El día menos pensado, Gaby, ya verás —la consolaba Berta.

Pero todos los meses —no hacía falta echar las cuentas—, Gaby se llevaba un disgusto en el cuarto de baño de la oficina.

—Ya verás —volvía a asegurarle Berta—, el día menos pensado.

El inspector Manchego, al segundo whisky, perdía la estabilidad. A sus espaldas, el Josi aseguraba que era cosa de la falta de costumbre.

—Él siempre ha sido más de zurracapote que de licores —les contaba a los otros en cuanto el inspector abandonaba la partida—. En el garaje de la casa de sus padres poníamos la cuba; media de vino, media de Fanta limón, un chorretón de vodka, eso sí, pero que entre tanto líquido ni se notaba, bien de hielo, bien de azúcar. Abríamos la puerta, se formaba cola. Éramos el alma de las fiestas.

—¿Botijo, bota o porrón?

—Porrón, Macita, vaya pregunta. El Manchego bebía por el agujero gordo. Tenía un aguante…

La calle estaba vacía y oscura. Se movían un poco las farolas y las aceras; como si hubieran asfaltado el suelo con olas de mar. Manchego había perdido cuarenta euros,
cagonlamar
, por culpa de un póquer de reyes al que venció uno de ases, mala suerte, que se sacó el Carretero de la manga en el último minuto.

Volvía a casa caminando para que le diera el aire, con la reglamentaria en el cinto, por si las moscas. Se había mandado fabricar uno de esos arneses con tirantes que igual sujetan el pantalón que alojan la pistola y, aunque sabía que no debía beber cuando iba armado, se disculpaba diciéndose que tampoco estaba permitido encender la sirena sin motivo y bien que lo hacían todos los compañeros para librarse de los atascos. Lo uno por lo otro. Él era muy cumplidor con lo de la sirena.

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