La felicidad es un té contigo (8 page)

Read La felicidad es un té contigo Online

Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: La felicidad es un té contigo
13.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Así que, en señal de protesta, hemos tomado la decisión de no volver a presentarnos a ningún examen —le explicó el mismo chico que acababa de ducharle con agua del lago—. Nos oponemos al sistema, porque es injusto y desigual.

—Llegará el día —añadió otro chaval— en que los exámenes queden desiertos y las clases vacías. Los profesores perderán sus plazas y el gobierno se verá obligado a cambiar la ley de educación universitaria.

Obviando el hecho de que a todos aquellos ilusos les iba a caer un suspenso por todo lo alto al día siguiente sin la menor contemplación, Atticus se declaró absolutamente a favor de sus postulados revolucionarios, lo cual le dio derecho a compartir cubata, hoguera y revolcón sobre la hierba.

A eso de las nueve perdió definitivamente la memoria. Nunca supo con qué amenazas policiales él y sus nuevos amigos huyeron del parque al llegar la medianoche y ser desalojados junto al resto de borrachos, indigentes y maleantes que aún poblaban las praderas, ni a qué vehículo se subió después, ni en qué local de mala muerte lo abandonaron sus colegas, ni cómo encontró el camino de vuelta a su hotel.

Lo siguiente que presenció Atticus fue su propio amanecer desnudo sobre la cama revuelta de su habitación de lujo con un dolor de cabeza que no pudo aliviar por muchas tazas de té Earl Grey que preparó en su
kettle
. Aparentemente, había dormido solo, ya que no había rastros femeninos dispersos entre sus cosas. Ni masculinos, gracias a Dios y a todos los santos del cielo. No parecía que le hubieran extirpado un riñón durante la noche —no tenía puntos de sutura en el costado— ni que le hubieran violado, ni golpeado, ni robado. Lo más probable era que hubiera logrado regresar al hotel por su propio pie, en un estado lamentable, eso sí, y que, asombrosamente, hubiera sido capaz de recordar su número de habitación antes de caer inconsciente sobre la cama.

Después de recuperar la estabilidad física y la dignidad humana con una ducha fría y mucha agua de lavanda, Atticus, entre fuertes punzadas de dolor, fue acordándose de dónde estaba: en Madrid; con qué propósito: negocios; y de la cita que había concertado con una tal Berta Quiñones a las diez en punto de la mañana.

Miró el reloj. Eran las once menos cuarto. Maldijo el alcohol y juró solemnemente no volver a probar una copa en toda su vida. Se le ocurrió la magnífica idea de echarle la culpa de su retraso a la diferencia horaria con Londres. Mejor quedar como un idiota que como un crápula, se dijo, y con previsión británica pidió un taxi desde el teléfono de la habitación.

Una semana y dos días después de la visita de Marlow Craftsman al inspector Manchego, la investigación, tuvo que reconocer, se había estancado definitivamente. Tras descartar hospitales, cárceles, hoteles y demás posibilidades lógicas, la cuestión estaba adquiriendo tintes de misterio. El interrogatorio a las mujeres que formaban parte de la redacción de la revista
Librarte
había resultado infructuoso. Todas ellas habían corroborado la versión de la jefa. También hacía tres meses que no sabían nada de Atticus Craftsman, circunstancia esta que, si bien las había extrañado un poco, había resultado ser un auténtico alivio para ellas, ya que, aparentemente, el hijo del propietario de la empresa había viajado a España con la intención de cerrar la revista.

—Como usted comprenderá —le había explicado Berta Quiñones—, durante estos meses nosotras hemos estado calladitas como muertas. La verdad, inspector, es que mientras nos sigan pagando el sueldo, preferimos no indagar mucho en el paradero del señor Craftsman, mayor de edad, por cierto, y muy libre de hacer con su vida lo que le venga en gana.

Como la explicación era complicada y requería de una buena dosis de diplomacia, Manchego prefirió esta vez telefonear a Bestman, en lugar de a Marlow, para trasladarle el descorazonador resultado de sus pesquisas en lengua española.

Logró localizarlo en su despacho londinense, parapetado detrás de varias telefonistas bilingües, a las cuales informó convenientemente de quién era, qué estaba investigando y las dificultades con las que se estaba encontrando para ubicar al señor Craftsman.

—Señor Manchego —dijo por fin Bestman.

—Inspector.

—Lo que sea.

Bestman no sonaba muy contento.

—No creo que sea necesario que le insista en la confidencialidad de nuestras conversaciones. El hecho de que uno de los hijos del señor Craftsman se encuentre en paradero desconocido es una circunstancia delicada que debemos manejar con total discreción.

—Por supuesto —respondió Manchego—. Soy una tumba.

—En ese caso —Bestman apretó levemente la mandíbula—, le agradecería que no volviera a compartir sus preocupaciones profesionales con las telefonistas de Craftsman&Co. No es en absoluto conveniente que esta cuestión se convierta en la comidilla del despacho ni que trascienda sus muros y llegue al gran público. No sería bueno para el negocio.

—Entiendo —reculó el inspector.

A continuación vino la torpe exposición de los hechos: ninguna novedad, ninguna pista, ninguna línea de investigación…

—Encontrar a
Crasman
en España es como buscar una aguja en un pajar —sentenció Manchego—. Eso es lo que es.

Al otro lado de la línea telefónica, Bestman sufría sólo de pensar en cómo iba a trasladarle a Marlow semejantes noticias. «Una aguja en un pajar», anotó mentalmente. Difícil de traducir al inglés, sí, señor.

Cuando colgó el teléfono, Manchego reconoció que se encontraba en un callejón sin salida. El siguiente paso debería ser buscar pruebas en el piso de la calle del Alamillo. Pediría una orden de registro, pero comprendía que sin ninguna razón de peso para semejante allanamiento resultaría difícil que un juez le permitiera echar la puerta abajo. Además, con las Navidades de por medio, el fin de año y los Reyes Magos, el inspector calculó que hasta mediados de enero, como poco, no se tramitaría la solicitud.

Tal vez había llegado el momento de actuar al filo de la ley, se dijo. Cuando la maquinaria del Estado se mueve con excesiva lentitud y el peligro se vuelve inminente, lo normal es que el héroe de la película se tome la justicia por su mano.

El mayor peligro, entendía, era precisamente que lo apartaran del caso. Si la paciencia de Bestman y la de Craftsman llegaban a su fin, tal vez le encargaran la investigación a alguna firma de detectives privados,
mecagonlamar
, y lo dejaran a él al margen.

Eso no podía consentirlo. No había esperado media vida a que un expediente como aquél llamara a la puerta de su despacho para echarlo todo a perder ahora por culpa de la parsimonia de un sistema judicial desbordado y las prisas de un par de británicos sin pizca de flema inglesa.

En medio de tales cavilaciones, su mente se activó por efecto de la adrenalina y en una nebulosa confusa mezcló a Bestman con una ensoñación en la que aparecían un fulano, un arbolito endeble y un par de cigarrillos. Recordó haber mantenido una extraña conversación sobre el caso Craftsman con aquel desconocido que dijo ser cerrajero. Se echó la mano al bolsillo. Allí estaba todavía el papelito con un número de teléfono y un nombre: Lucas.

Marcó los nueve dígitos en su móvil.

—¿Diga?

—Amigo —pronunció en tono de mando—. Tenemos que vernos.

Soleá, cuando quería enamorar, se ponía la falda corta de flores, la camisilla estrecha y las alpargatas altas. Se soltaba el pelo negro, que le caía largo y liso por la espalda, con una onda natural a ambos lados de la cara. Se pintaba los ojos con abéñula hasta más allá de las pestañas y los labios con un tono de rojo que estaba a medio camino entre el color de la sangre y el del vino tinto.

Conocía sus virtudes y sus defectos como la palma de su mano: le hubiera gustado ser más alta, tener las caderas más anchas y el pecho más grande, saber bailar con la gracia de su abuela Remedios y poseer el don del cante, como su hermano Tomás. Pero reconocía que los ojos azules y los labios gruesos, herencia materna, y la piel dorada de los Montoya mezclada con el óvalo perfecto de su cara Heredia eran el regalo definitivo de Dios para engalanarla. Por otro lado, aunque no podía compararse con el resto de su familia, Soleá sabía que cantaba y bailaba con mucho arte, al menos el suficiente como para llamar la atención fuera del Albaicín de Granada.

Antiguamente, las mujeres como Soleá se casaban muy jóvenes, enseguida tenían un puñado de niños muy guapos y se pasaban la vida entre pucheros y guitarras. No necesitaban más para ser felices. En cambio, ahora, por culpa de la televisión, el internet y los estudiantes extranjeros que se habían instalado en la parte nueva de la ciudad, con sus chanclas y sus piernas peludas, su acento y sus ideas modernas, las cosas habían cambiado mucho. Las niñas asistían a clase, tenían sueños, querían conocer mundo.

Las abuelas se hacían de cruces cuando alguna de las nietas les venía con el cuento de la universidad y los idiomas, y las oportunidades laborales y la independencia económica.

—Y tú, ¿cuándo te vas a casar? —les preguntaban invariablemente.

Y eso que las mujeres eran más comprensivas que la mayoría de los hombres. Éstos, en general, trataban de quitarles de la cabeza esas ansias de libertad a fuerza de besos y promesas de amor. Muchas sucumbían al asedio, se enamoraban, se rendían y delegaban en sus hijas la realización de sus propios sueños.

El padre de Soleá, Pedro Abad, fue quien más la animó para que volara.

—Tú estudia. Prepárate. Sal al mundo.

Supo enseguida que la niña tenía inquietudes profundas y miras altas. La acompañó todos los días al colegio, luego a la Facultad de Filosofía y Letras y luego a Madrid, para el máster en comunicación. Allí buscaron una casa bonita, en un barrio antiguo de calles estrechas y empinadas, alquilaron un piso diminuto, lo llenaron de geranios, se aseguraron de que el vecindario fuera respetable y se despidieron con lagrimones.

Soleá había conseguido su primer contrato de trabajo como redactora en una revista de arte. Pedro Abad regresó a Granada, lo contó a voces. Las abuelas se abanicaron y se santiguaron, pero esa noche, las mujeres más jóvenes del Albaicín, echaron el doble de avíos al puchero.

Nunca lo reconocieron abiertamente, pero el éxito de Soleá era el de todas las Heredias y las Montoyas, y las Amayas y las Cortés; el de sus hijas y el de sus nietas y eso lo comprendió Soleá perfectamente sólo con ver la esperanza reflejada en el brillo de sus ojos cada vez que regresaba a casa.

Por eso, la posibilidad de perder su trabajo le atenazaba el alma. No tanto por ella, que era joven y lista y encontraría otro empleo, seguro, muy pronto, sino por aquellas muchachas y las explicaciones que tendrían que dar, y la bilis que tendrían que tragar, y las lágrimas que tendrían que llorar. Porque tal y como Soleá imaginaba, el drama era un habitante más del Albaicín. Las penas y las alegrías se gritaban a los cuatro vientos. Se sufría en comunidad, se amaba en comunidad. Allí no había secretos. Se los llevaba el aire.

—Mamá, tengo que contarte un secreto muy gordo.

Manuela estaba en el patio de su carmen de Granada cuando sonó el teléfono aquel domingo de mayo. El padre de Soleá era payo; pero de los
güenos
. Había nacido en la ciudad y se dedicaba al negocio de la fruta. Le iba más o menos bien vendiendo naranjas. Había heredado la empresa y la casa de sus padres y se había enamorado de Manuela de niño, jugando con ella y sus primos a perseguirse por las calles y las plazas.

—¡Ay, mi Soleá! —respondió Manuela echándose las manos a la cabeza—. ¿No estarás preñada?

A Soleá la idea de mezclar a su madre y a su abuela en los asuntos de la revista
Librarte
le repugnaba bastante. Siempre había preferido mantenerlas al margen de la vida que llevaba en Madrid, de sus artículos de investigación y de sus ansias de escribir algún día una novela seria. Sin embargo, los acontecimientos se habían precipitado y comprendía que si quería conservar su empleo, al menos durante unos meses, hasta que Berta lograra encontrar una solución más permanente, no le quedaba otro remedio que compartir con las dos mujeres de su vida la idea que desde hacía años le rondaba la cabeza.

—¿Tú te acuerdas del arcón que guarda mama Remedios?

—¿El de las cosas del abuelo?

—Ése.

—Digo.

—Pues vamos a tener que abrirlo, mamá. Es cosa de vida o muerte.

Con la falda corta de flores, la camisilla estrecha y las alpargatas altas, Soleá se miró al espejo de cuerpo entero. Tomó aire. Se santiguó. Salió corriendo de casa. En la oficina de la calle Mayor la estaban esperando las otras temblando de miedo.

—¿Has hablado con tu madre? —le preguntó Berta nada más abrirle la puerta.

—Está de acuerdo con nosotras —respondió Soleá—. Nos va a ayudar.

Una corriente de alivio se contagió al resto de las chicas. El plan estaba en marcha. Ya sólo había que esperar, con cara de inocentes, al desaprensivo de Atticus Craftsman, que llegaría de un momento a otro con sus aires de superioridad, su cartera de piel y sus cartas de despido, listo para darles el finiquito, la indemnización, la palmada en la espalda y luego, definitivamente, la patada.

El taxi se detuvo en medio de la calle Mayor impidiendo que el tráfico continuara avanzando y liberó a Atticus de su interior con la misma parsimonia con la que las ancianas del barrio cruzaban la calzada: con una indiferencia absoluta hacia los insultos y los bocinazos de los conductores.

En términos de tiempo real, el edificio donde se alojaba la sede de la revista
Librarte
no estaba demasiado lejos de su hotel; en total unos quince minutos de reloj. Sin embargo, al internarse en aquellos callejones repletos de comercios de antaño, con sus marquesinas, sus carteles de madera y chapa y su género trasnochado —sombreros, bastones, abanicos y artículos de ultramar—, aquellas barberías, librerías de viejo, o aquellos bares en cuyos techos ponían a secar patas de cerdo con piel y pezuña, como si fuera ropa tendida, Atticus tuvo la sensación de haber atravesado un agujero negro y de haber retrocedido unos cincuenta años en el tiempo.

Respiró una fuerte combinación de olores matutinos: aceite frito de las cocinas, humo de los cigarros, fruta madura y tubos de escape de los autobuses. Le resultó agradable, cosa extraña, esa mezcolanza indescriptible de aromas castizos. Tenía hambre.

Other books

The Last Girl by Jane Casey
Mediterranean Nights by Dennis Wheatley
Atlantic Britain by Adam Nicolson
Spiking the Girl by Lord, Gabrielle
Forsaken by Sophia Sharp
Rooftops of Tehran by Mahbod Seraji
Contract of Shame by Crescent, Sam
The Precipice by Paul Doiron
Born in the USA by Marsden Wagner