La felicidad es un té contigo (6 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Escuchó pasos a sus espaldas. Se puso en guardia.

Un chico con auriculares le adelantó por la derecha.

Siguió andando.

Volvió a oír pasos. Se detuvo. Los pasos también.

Manchego se agarró al tronco de un arbolito endeble. El ancla.

Más allá, entre los coches, se movía alguien. Una sombra.

—¿Quién va? —gritó Manchego.

Silencio.

Se llevó la mano a la cintura. Se aseguró de que la pistola estuviera en su sitio.

—¿Quién va? —repitió—. No haga tonterías. Soy policía. Voy armado.

Un hombre fuerte, con pinta de sucio, salió a la luz. Se movía de lado a lado, al compás de la calle. Iba subido en el mismo barco. Se detuvo a unos centímetros de Manchego.

—¿Tiene fuego? —preguntó.

—No diga tonterías, amigo —respondió el inspector—. Acabo de advertirle que voy armado.

—Me refiero a una cerilla, agente.

—Inspector, si no le importa.

—Inspector.

Manchego sacó un mechero del bolsillo. El otro, un paquete de cigarrillos. Le ofreció uno. Fumaron juntos. Conversaron.

—Si yo tuviera que investigar una desaparición —dijo el hombre después de escuchar atentamente todo lo referente al caso de Atticus Craftsman—, empezaría por interrogar a sus conocidos. Después registraría su casa.

—El problema es que sin una orden judicial no puedo echar la puerta abajo. Las órdenes tardan varios días.

—Podría estar muerto dentro del piso —advirtió el otro.

—Podría.

—¿Y no hay otro modo de entrar?

—No legalmente.

—Pero…

—Hombre —resolvió Manchego—, si diera la casualidad de que alguien, digamos un ladrón, entrara a robar, y justo en ese momento pasara por allí un policía de paisano…

—Improbable.

—Mucho.

—Yo soy cerrajero.

—¡Qué casualidad!

La calle se mecía. El whisky era de garrafón.

Se despidieron con la promesa de volver a encontrarse en ese mismo árbol, si era necesario, un día de ésos. El hombre se llamaba Lucas. Su número de teléfono lo apuntó en un papel que recogió del suelo.

—Puedes llamarme cuando quieras —le dijo a Manchego—. Igual está muerto dentro del piso —le recordó.

Soleá nunca respondía al fijo. Era inútil. Si estaba en casa, lo descolgaba. Si no, lo dejaba sonar hasta el infinito. No soportaba la idea del contestador automático. Lo consideraba una intromisión en su vida privada. Defendía que contestar al teléfono era lo mismo que abrir la puerta y dejar entrar a cualquiera.

—Imagínate —decía— que estás, por ejemplo, tomándote un tazón de cereales delante del televisor y suena el maldito teléfono. ¿No le tienes que hacer sitio en tu sofá a esa persona que se planta en tu casa, entre tu cuchara y tu boca, entre tu oreja y el final de la película?

—¿Y si es importante?

—Que espere.

—¿Y si es urgente?

—Mira, Berta —aseguraba Soleá—, el noventa por ciento de las veces sólo es urgente o importante para el que llama.

—Pero yo soy tu jefa, Soleá, tengo que tenerte localizada.

—Pues dame un móvil. Pero de la empresa, jefa, que no me llega el sueldo para más gastos.

Resignada de antemano a su respuesta malhumorada, Berta marcó los nueve dígitos del celular y esperó a que Soleá se despertara. Las nueve en punto de la mañana. Domingo. Menos mal que no la tenía delante, porque aquella chica era capaz de hacerle tragar el teléfono.

A la cuarta o quinta llamada escuchó su voz soñolienta al otro lado de la línea. Hablaba en susurros.

—Berta, te mato.

—¿Dónde estás?

—En la casa de los okupas de la calle Zurita.

—Pero ¿qué…?

—Nada, mi alma, que se complicó un poco la noche. Fui al estreno de la obra esa que te dije, en la sala Triángulo, y al salir llovía, y lo primero que vi abierto fue este sitio. Entré y había un muchacho de mi tierra que tocaba muy bien la guitarra. Un recital. Se me hizo tela de tarde y al final me quedé dormida encima de unos sacos de dormir.

—¿No huele a pis?

—¡Ay, Berta! ¡Calla!

Le soltó lo de la reunión ineludible sin darle opción a ponerle una disculpa. A las once en la oficina. Soleá no discutió. Berta nunca le había dado una orden tan tajante como aquélla.

A María la pilló en casa de milagro. Llevaba en pie desde las siete porque los niños tenían el sueño ligero y los despertaba el ruido del ascensor. Iban a marcharse a la casa de campo. Ya tenía el picnic listo: tortilla de patatas, filetes empanados y ensaladilla. Se había pasado la tarde del sábado cocinando, planchando, fregando, remendando pantalones, bañando niños, calentando sopa, recogiendo trastos. Pensaba dedicar el domingo a descansar, todo el día tirada encima de una manta, a la sombra, mientras los niños jugaban en los columpios. Había empaquetado hasta el DVD, para dejarlos extasiados delante de la pantalla, bendito ordenador portátil, durante la hora y media de su siesta sagrada.

Los domingos, Bernabé jugaba al fútbol y después comía con los compañeros del equipo en una tasca. Cuando anochecía, volvía a casa, esperaba viendo la tele a que regresara María con los niños y casi siempre pedía la cena temprano, que el lunes tenía turno de mañana en la cafetería, vaya suplicio.

—¿Y qué quieres que haga con los niños, Berta? ¿Me los como?

—Pero, corazón, ¿tú no tienes una vecina que te los vigile un rato?

—No, hija, no. Tengo una bruja cotilla, un borracho y una loca. Eso es lo que tengo.

—Y renta antigua, María.

—Eso sí.

Al final convenció a Bernabé para que se los llevara con él al fútbol.

—Átalos a la portería, hombre, hazme el favor.

Por el tono de Berta había comprendido que algo muy grave había ocurrido en la oficina. Se puso en lo peor, se echó a temblar. Si perdía su empleo, la vida se le venía abajo.

Asunción respondió enseguida. Le dijo a Berta que llevaba un buen rato despierta, leyendo. Que los chicos andaban por ahí —siempre lo mismo—. Que no los esperaba hasta la hora de comer.

—Fíjate que me alegro de que me llames —confesó—. Los domingos me ponen un poco mustia. Si te parece, voy a misa de diez cerca de la oficina y a las once en punto me tienes ahí. ¿Quieres que lleve cruasanes?

Gaby fue la más difícil. En un susurro le explicó que estaba ovulando, «justo, Berta, qué oportuna eres, guapa», y que tenía que reposar al menos una hora después del coito. Como el coito todavía no había tenido lugar, procuraría despertar a Franklin con cariño y sin ropa interior a ver si zanjaban el asunto en quince o veinte minutos.

—Pero lo más pronto que puedo estar ahí —le aseguró— es a las once y cuarto. Es lo mínimo para un revolcón rapidito y romanticón. Hazte cargo, Berta.

El día en que pasó de los setenta kilos, Asunción dejó de pesarse. Aquella animadversión hacia la báscula y la determinación de empezar a ocuparse de asuntos más interesantes que los vaivenes de su espléndida masa corporal no fue exactamente una decisión tomada en frío, sino más bien el resultado de destrozar a golpes la balanza de metacrilato con retroalimentador de placas solares que le habían regalado sus hijos el Día de la Madre.

—Tienes que volver a cuidarte, mamá —le rogaron—. Salir a la calle, comprarte ropa nueva, teñirte las canas… Ya hace seis meses que papá se fue. Acéptalo. Pasa página.

Eran dos adolescentes de quince y diecisiete años, y, sin embargo, habían afrontado el abandono con mucha más valentía que ella; porque, aceptémoslo, también a los hijos los había engañado el padre, que prometió ante el altar recibirlos responsable y amorosamente, cuidarlos, protegerlos y educarlos. Bien que asintió y consintió y juró el día de su boda que la amaría hasta que la muerte los separara. Y, al final, lo que los separó no fue la muerte, sino una azafata de vuelo que vivía en Barcelona.

Ya le extrañaban a Asunción tantos puentes aéreos, dos por semana, pero el marido le explicaba que estaban abriendo una sucursal en la Ciudad Condal, que se hiciera cargo, que sobre todo al principio, hasta que la oficina rodara por sí sola, no tenía más remedio que andar yendo y viniendo como un bumerán.

Y las noches se le hacían raras, después de casi veinte años de dormir abrazada a su espalda.

Hasta que una tarde a las ocho sonó el timbre de la puerta. Asunción bajó a abrir. Ya se había puesto el pijama, las zapatillas de casa, la bata de lana. Se había preparado un té y estaba a medio camino entre el
Rojo y negro
en francés, las piernas por alto, los niños a punto de llegar del entrenamiento de fútbol, el pollo en el horno, la mesa lista, la música romántica, la vela de vainilla.

Al otro lado de la puerta había una mujer alta y morena, embutida en un traje de chaqueta de Iberia. Si hubieran estado en guerra, aquél habría sido un uniforme militar y ella la encargada de darle la noticia de la muerte de su esposo en acto de servicio. Pero estaban en paz, desgraciadamente, y lo que se traía aquella mujer entre manos era el certificado de defunción de su familia, ni más ni menos.

—¿Puedo pasar? —le preguntó con la dulzura de alguien acostumbrado a lidiar con las peculiaridades del género humano.

—Depende.

—Eres Asunción, ¿verdad?

—La misma.

—Yo soy la amante de tu marido.

El alma no tiene peso. Eso es una mentira inventada por un productor de Hollywood para dar nombre a una película. No tiene peso porque no es de este mundo. Como el amor o el dolor. Es el continente de todas las grandezas que hacen al ser humano parecerse un poco a Dios.

Sin embargo, Asunción escuchó perfectamente el ruido que hizo su alma al caer al suelo. Sonó como un cacharro de acero inoxidable rebotando por los escalones de la cocina.

—Pasa. Siéntate.

La azafata le contó cómo había empezado todo: un juego inocente de tráigame, por favor, otra Coca-Cola, póngame, por favor, una almohadita, una mantita, que tengo frío. Cómo había existido una fuerza de atracción magnética que había hecho desestabilizarse el vuelo. Cómo se habían visto a escondidas, en hoteles y playas, hasta que decidieron comprarse un piso a medias. Cómo aquel secreto tendría que dejar de serlo en un par de meses, porque, le dijo, ya no me cierra la falda y voy a pedir la baja, que volar es peligroso para el bebé.

—Vengo yo porque él no se atreve a contártelo —reconoció bajando la vista—. Me dice que os vais a divorciar, que ya no te quiere. Que de hoy no pasa, que de mañana. Pero a este paso el niño nace sin padre, ya lo estoy viendo. O acabamos tú y yo en las noticias por su bigamia. Que es capaz de casarse conmigo sin separarse de ti.

Después vinieron los gritos, los llantos y el rechinar de dientes. El infierno. Los niños sufrieron, suspendieron, se metieron en líos. La casa se vino abajo, la renta se volvió prohibitiva y hubo que buscar un piso más pequeño. Asunción perdió el control. Se marchitó.

Hasta que un domingo 6 de mayo, a las diez de la mañana, aquellos dos adolescentes problemáticos tuvieron la increíble idea de gastarse su dinero en una báscula automática, digital, con retroalimentación de placas solares, y regalársela a su madre, que llevaba seis meses sin salir de la cama.

Aquel objeto inanimado se transfiguró en una conciencia machacona que la miraba con sus ojos de metacrilato desde el suelo del cuarto de baño. «Pésate —la tentaba—, pésate y comprueba que el abandono, además, engorda».

Entonces, cuando reunió el coraje necesario para subir sus lorzas a lomos de semejante ingenio y confirmó sus sospechas —que estaba más cerca de los setenta que de los sesenta kilos de toda la vida, y se enfrentó a la señora desaliñada y envejecida que la señalaba desde el espejo—, decidió, por fin, tomar cartas en el asunto. Bendita báscula y bendito espejo.

Redactó un nuevo currículum con la explicación de los últimos quince años de asueto laboral por circunstancias familiares ajenas a su voluntad y fue a pedirle credenciales a su antigua jefa, a la que encontró tan ajada como a su propio retrato, pero aún sentada ante la mesa del mismo despacho en el que quince años atrás, cuando Asunción se quedó embarazada por segunda vez, se despidieron con lágrimas en los ojos.

—Hay un inglés que anda reuniendo equipo para una revista literaria. Tal vez te interese. Paga una mierda.

Con las canas teñidas y las uñas pintadas se presentó en el cásting del señor Bestman y superó el examen con matrícula de honor. Habían sido quince años de dedicación total a la literatura, según le dijo, autodidacta, eso sí, le confesó, pero glotona. Igual de dulces que de libros. Una auténtica tragaldabas de autores y géneros. Que lo mismo le daban Lorca que Ezra Pound, las Brönte que los hermanos Grimm. «Todos juntos al gaznate, señor Bestman, pregúnteme lo que quiera, que servidora lo sabe todo».

Así que consiguió el trabajo de redactora en
Librarte
y regresó al mundo de los vivos con ocho kilos de más. Poco a poco sus temores se fueron apagando, sus inseguridades quedaron atrás, sus ilusiones retornaron y el insomnio se acabó. Lo único que perduró, para su mortificación, fue aquel sobrepeso acosador y cruel, pegajoso y celulítico, que no había manera de vencer, por mucha dieta disociada y mucha leche de soja.

—Mire, Asunción. Lo suyo es un tema de metabolismo. Pasajero, no se asuste, motivado por la menopausia. Notará también sofocos y calores, pérdida de la libido, sudoración nocturna, aceleración del ritmo cardiaco, sequedad vaginal, incontinencia, irritabilidad, dolor articular, problemas digestivos y cambios en su olor corporal, entre otras cosas.

—¿A qué voy a oler? —preguntó Asunción, aterrada, asistiendo a su propia transformación de mujer en cucaracha, igualita a la que describió Kafka en su famosa
Metamorfosis
.

Pero ante tamaño diagnóstico fatal, Asunción, que se había convertido en toda una Juana de Arco por reacción a su reciente bajón emocional, se propuso luchar con uñas y dientes contra los kilos de más.

No lo logró. Perdió la guerra. Lloró desconsoladamente. Se le corrió el rímel. Volvió a mirarse al espejo hecha un adefesio de greñas y lagrimones y gritó «¡sanseacabó!» con la misma energía que empleaba su vieja niñera, que era de Málaga, cuando las travesuras de sus hermanos y las suyas propias llegaban demasiado lejos.

Alzó la báscula por encima de su cabeza y la lanzó con fuerza contra el espejo del baño. Maldita báscula y maldito espejo.

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