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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (17 page)

BOOK: La Forja
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—¿Por qué debo hacer esto, Anja? —preguntó Joram como sin darle importancia, seis meses más tarde.

Estaba ejercitándose en hacer pasar un guijarro redondo y liso por entre los nudillos, haciéndolo saltar rápidamente por el dorso de la mano.

—Vas a necesitar esa habilidad cuando vayas a los campos a ganarte el sustento el año próximo —repuso Anja distraídamente.

Joram levantó la cabeza con brusquedad, con la rapidez del gato que salta sobre el ratón. Captando la rápida mirada que le echaron aquellos ojos oscuros, Anja añadió apresuradamente:

—Si para entonces no has desarrollado la magia tú mismo, claro.

Ceñudo, Joram abrió la boca, pero Anja desvió la mirada. Contemplando su andrajoso y sucio vestido, alisó el tejido con las encallecidas y bronceadas manos.

—También existe otra razón. Cuando vayamos a Merilon, hijo mío, podrás impresionar a los miembros de la Casa Real con tu talento.

—¿Vamos a ir a Merilon? —gritó Joram, olvidándose de sus lecciones, olvidándose de La Diferencia. Poniéndose en pie de un salto, dejó caer el guijarro y estrechó las manos de su madre—. ¿Cuándo, Anja, cuándo?

—Pronto —respondió Anja con calma, tirándole de los rizos—. Pronto. Debo encontrar mis joyas. —Echó una mirada vaga por aquel cuchitril—. He perdido mi joyero. No puedo aparecer en la corte sin...

Pero el niño no estaba interesado ni en las joyas, ni en las cada vez más frecuentes incoherentes divagaciones de Anja. Agarrándose a los destrozados restos de la falda de su madre, le rogó:

—Por favor, Anja, dime cuándo. ¿Cuándo veré las maravillas de Merilon? ¿Cuándo veré el Dragón de Seda y Las Tres Hermanas y las Agujas de Cristal Irisado y el Jardín del Cisne y el...?

—¡Ah! Mi corazón, mi vida —le dijo Anja cariñosamente, alargando la mano para acariciarle los negros rizos que le caían por el rostro—. Pronto iremos a Merilon. Pronto verás ese hermoso prodigio que es Merilon, y ellos te
verán a ti
, mi mariposa. Verán a un auténtico
Albanara
, un mago de noble ascendencia. Para eso te estoy educando, para eso es para lo que estoy trabajando. Pronto te llevaré de vuelta a Merilon, y entonces reclamaremos lo que es legítimamente nuestro.

—Pero ¿cuándo? —persistió Joram, tozudo.

—Pronto, mi amor, pronto —fue todo lo que Anja le contestó. Y, con aquello, tuvo Joram que contentarse.

A los ocho años, Joram ocupó su lugar en los campos junto con los otros hijos de los Magos Campesinos. Las tareas que realizaban los niños no eran difíciles, aunque los días se les hacían largos y agotadores, ya que trabajaban el mismo número de horas que los adultos. Se les asignaban trabajos tan triviales como limpiar los campos de piedras o recoger cuidadosamente gusanos u otros insectos, que cumplían con su humilde destino al trabajar en armonía con el hombre en el cultivo de los alimentos que nutrían su cuerpo.

El catalista no transfería Vida a los niños; eso hubiera sido un derroche innecesario de energía. De modo que los chicos andaban por los campos, en lugar de flotar sobre ellos. Sin embargo, muchos poseían suficiente Energía Vital natural en su interior como para permitirles lanzar las piedras al aire o hacer que gusanos que carecían de alas volaran por encima de las plantas. A menudo animaban su trabajo —cuando el capataz y el catalista no los estaban observando— celebrando improvisados concursos de magia. En aquellas raras ocasiones en que conseguían engatusar o incitar a Joram para que les demostrara sus habilidades, éste igualaba con facilidad sus proezas mediante la utilización de sus técnicas de prestidigitación, en las que se había convertido en un experto. Y de esta forma, conseguía pasar inadvertido.

De hecho, la mayoría de las veces los otros niños no invitaban a Joram a participar en sus juegos. A muy pocos les gustaba. Tenía un carácter hosco y reservado, desconfiando inmediatamente de los ofrecimientos de amistad.

—No dejes que nadie se te acerque, hijo —le aconsejó Anja—. No te comprenderán, y temen aquello que no comprenden. Y es por ese motivo por lo que destruyen todo aquello que temen.

Uno a uno, a medida que iban siendo rechazados con frialdad por aquel extraño niño de oscuros cabellos, los otros chicos fueron dejando a Joram totalmente solo. Pero hubo uno de ellos que persistió en sus intentos de ser amable. Era Mosiah, el hijo de un Mago Campesino de mayor categoría. Inteligente y sociable, el muchacho estaba extraordinariamente dotado para la magia, hasta tal punto que se había oído al catalista, el Padre Tolban, mencionar la posibilidad de enviarlo a uno de los Gremios cuando fuera mayor, para que se ganara la vida.

Simpático, extravertido y popular, el mismo Mosiah no podía explicar por qué se sentía atraído por Joram, excepto quizá que lo atraía de la misma manera que el hierro atrae al imán. Cualquiera que fuese la razón, Mosiah se negaba a ser rechazado.

Aprovechaba cualquier oportunidad para trabajar cerca de Joram en los campos. A menudo se sentaba junto a él durante la pausa para el almuerzo, hablando sin parar de esto y aquello, sin esperar ni solicitar una respuesta del silencioso e introvertido chico que tenía al lado. Esta amistad podría haber parecido unilateral y desagradecida. Ciertamente Joram no hacía nada para alentarla y, en sus infrecuentes respuestas, era, la mayoría de las veces, lacónico. Pero Mosiah sentía intuitivamente que su presencia era bienvenida, y por lo tanto siguió adelante, desconchando la pétrea fachada que Joram se había construido, una fachada tan alta y sólida como la que recubría a su padre.

Los años pasaron por el pueblo de Walren y sus habitantes sin incidentes, sucediéndose las estaciones sin pausa, con alguna que otra ayuda ocasional por parte de los
Sif-Hanar
en el caso de que la naturaleza no actuase según sus designios.

Así como las estaciones se fusionaban entre ellas, también las vidas de los Magos Campesinos transcurrían según las estaciones. En primavera, sembraban. En verano, cultivaban. En otoño, cosechaban. Y en invierno luchaban por sobrevivir hasta la primavera, momento en el que el ciclo se iniciaría de nuevo. Pero aunque llevaban una vida de trabajo duro, penalidades y pobreza, los Magos Campesinos de Walren se consideraban afortunados; todos sabían que aún podía ser peor. El capataz era un hombre justo e íntegro, que se ocupaba de que cada uno recibiera su parte de la cosecha y no exigía quedarse con una porción de lo que le correspondía a cada uno de ellos. Allí no se había visto ni oído a los bandidos, que se decía atacaban los poblados del norte, y los inviernos, la peor época del año, aunque eran largos y fríos no eran tan malos como en las tierras del norte.

Incluso a Walren, que estaba lejos de la civilización, llegaron noticias de sublevaciones y rebeliones. De hecho, se realizaron discretas indagaciones entre la población para determinar si deseaban declararse independientes, pero el padre de Mosiah, un hombre que estaba contento con su suerte, sabía por pasadas experiencias que la libertad era algo agradable, pero tenía un precio. Así que se dio prisa en dejar bien claro, ante cualquier forastero, que él y su gente querían simplemente que les dejaran en paz.

El capataz de Walren se consideraba también un hombre afortunado. Ni una sola vez dejó de recoger una abundante cosecha, nunca tuvo que preocuparse por sublevaciones o disturbios como los que se rumoreaba ocurrían en otras partes. Estaba enterado de los discretos contactos que los alborotadores y agitadores del exterior habían llevado a cabo, pero tenía un excelente acuerdo de trabajo con su gente y confiaba en el padre de Mosiah; por lo tanto, pudo, con ecuanimidad, hacer la vista gorda.

El catalista, el Padre Tolban, no se consideraba a sí mismo tan afortunado. Todos los momentos libres de su triste existencia, y tenía bastante pocos, los dedicaba a trabajar duramente en sus estudios, acariciando la idea de volver a ser aceptado en el rebaño. Su crimen —el crimen que le había convertido en Catalista Campesino— no había sido más que una ofensa menor, cometida en el entusiasmo de la juventud. Un tratado, sólo eso, que versaba sobre Los beneficios de los Ciclos Climáticos Naturales, comparados con la intervención de la magia, con respecto a la obtención de cosechas. Había sido un magnífico trabajo, y se lo honró colocándolo en la Biblioteca Interior de El Manantial. Al menos eso es lo que le dijeron cuando le asignaron aquel puesto y lo enviaron fuera. No podía asegurar que su trabajo estuviera realmente en la Biblioteca Interior, ya que nunca se le había permitido volver a El Manantial para cerciorarse.

Mientras las estaciones se convertían en años, el capataz obtenía sus cosechas y el catalista seguía persiguiendo un sueño que se desvanecía, la vida de Joram cambió muy poco excepto, quizá, que se volvió más sombría.

Quince años después de su llegada al poblado, Anja aún llevaba el mismo vestido, cuyo tejido estaba tan gastado y deshilachado que únicamente se mantenía de una pieza gracias a los encantamientos que ella tejía a su alrededor. Los relatos nocturnos continuaron, realzados con historias sobre las maravillas de Merilon, pero, a medida que pasaban los años, las historias de Anja se volvieron más confusas e incoherentes. A menudo creía estar en el mismo Merilon y, a juzgar por sus delirantes descripciones, la ciudad tanto podría ser un jardín de las delicias como un pozo de los horrores, según la orientación que tomase su locura.

En cuanto a regresar a Merilon, Joram se había dado cuenta, al hacerse mayor, que el sueño de Anja estaba tan raído y hecho jirones como el vestido que llevaba. Hubiera considerado todas sus historias como invenciones, si no hubiera sido porque parecía haber fragmentos de su historia que tenían una cierta solidez, que se aferraban a Anja como los restos de aquella ropa que una vez había sido de una gran elegancia.

La existencia de Joram era triste y dura, una lucha diaria para sobrevivir. Contempló el descenso, cada vez más rápido, de su madre hacia la locura con ojos que podrían haber sido los de su padre, ojos pétreos que miraban continuamente a lo lejos a algún sombrío reino de las tinieblas. Aceptó su demencia en silencio, tal y como aceptaba todos los demás sufrimientos.

Pero había un dolor que no podía obligarse a sí mismo a aceptar: no había conseguido desarrollar el don de la magia. Día a día se volvía más hábil en el arte de la prestidigitación. Sus trucos engañaban incluso los vigilantes ojos del capataz. Pero la magia que tanto deseaba y que cada mañana esperaba sentir palpitar en su alma nunca llegó.

Cuando cumplió los quince años, dejó de preguntarle a Anja cuándo adquiriría la magia.

En su fuero interno, ya conocía la respuesta.

Las tareas que realizaban los niños se hacían más complejas al crecer éstos y hacerse más fuertes. A los chicos mayores y a los jóvenes se les encomendaban tareas duras que requerían un esfuerzo físico, tareas que los dejaban agotados y mantenían sus mentes ocupadas. Estos chicos y jóvenes eran, según se rumoreaba, los que fomentaban revueltas entre los Magos Campesinos, y aunque el capataz no tenía motivos de queja de su gente, decidió que valía más hacer caso del dicho que dice: «Cuando veas las barbas de tu vecino pelar...». Por lo tanto, cuando se decidió ampliar la tierra cultivable de la colonia, asignó la labor de limpiar el terreno a los jóvenes. El trabajo era arduo; tenían que arrancar o quemar todo el monte bajo, levantar enormes piedras, matar las malas hierbas y había también un centenar de otros trabajos que los dejaban exhaustos. Luego aparecían los Magos Campesinos de mayor categoría y privilegios y, con la ayuda de los
Fihanish
, los Druidas, utilizaban su magia para convencer a los gigantescos árboles de que soltasen sus raíces del suelo y se plantaran en otro lugar. Después de eso, los jóvenes tenían que arrastrar aquellos árboles que estaban muertos hasta el pueblo, adonde, varias veces al año, los
Pron-alban
enviaban a los alados Ariels para transportar la madera a la ciudad.

Todos aquellos trabajos físicos debían realizarse manualmente. El catalista no otorgaba Vida a los jóvenes para ayudarlos en ninguna de aquellas tareas. Incluso Mosiah, que tenía aquel don natural para la magia, estaba generalmente demasiado cansado para recurrir a ella. Aquello se hacía a propósito, para quebrantar el ánimo de los muchachos y convertirlos en auténticos y grises Magos Campesinos, como sus padres.

En cuanto a herramientas... Una vez, Joram, cansado de empujar un enorme pedrusco a través del terreno, tuvo de repente la idea de tomar un palo, colocarlo bajo la piedra y utilizando la fuerza de la palanca hacer que ésta se moviera. Estaba colocando el palo bajo la roca cuando Mosiah, con expresión sobresaltada, lo agarró del brazo.

—Joram, ¿qué estás haciendo?

—Bueno, ¿
qué estoy
haciendo? —le espetó éste con impaciencia, apartándose de él. Odiaba que la gente lo tocara—. ¡Estoy moviendo esta roca!

—¡La mueves porque le estás dando Vida a este palo! —dijo Mosiah—. Le estás dando Vida a algo que no tiene Vida propia.

Joram miró el palo, ceñudo.

—¿Y...?

—Joram —musitó Mosiah, atemorizado—, ¡eso es lo que hacen los Hechiceros! ¡Los que practican las Artes Arcanas!

Joram lanzó un bufido.

—¿Me estás diciendo que las Artes Arcanas no son más que utilizar palos para mover piedras? Por la forma en que todo el mundo las teme, pensaba que, como mínimo, debían de sacrificar bebés...

—No hables así, Joram —lo amonestó Mosiah en voz baja, mirando a su alrededor nerviosamente—. Ellos niegan la magia. Niegan la Vida. Utilizando sus siniestras Artes, la destruirían. ¡Estuvieron a punto de destruirla, durante las Guerras de Hierro!

—Eso es absurdo —masculló Joram—. ¿Por qué querrían destruirse a sí mismos?

—Si están Muertos en su interior, como algunos dicen, ellos no iban a perder nada.

—¿Qué quiere decir «Muertos en su interior»? —preguntó Joram en voz baja, sin mirar a Mosiah, pero mirando fijamente a la piedra a través de la maraña de negros cabellos que le caía sobre el rostro.

—A veces nacen niños sin Vida —contestó Mosiah, mirando a Joram, algo sorprendido—. ¿No has oído nunca hablar de ellos? Pensaba que tu madre te lo habría explicado...

Mosiah se detuvo, confuso.

—No —respondió Joram en el mismo tono de voz bajo e inexpresivo de antes, aunque su rostro palideció y su mano se cerró con fuerza alrededor del palo.

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