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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (39 page)

BOOK: La Forja
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—Ya os la he contado, ¡oh! Despiadado Señor. El Patriarca Vanya lo ha enviado.

El Señor de la Guerra miró fijamente al joven. Simkin palideció.

—Es la verdad. Ha venido a buscar a Joram —musitó.

Blachloch enarcó una ceja.

—¿Joram? —repitió.

Simkin se encogió de hombros con indiferencia.

—El joven que trajeron del poblado, medio muerto. Aquel que siempre está sombrío, de cabellos... El chico que mató al capataz. Trabaja en la forja...

—Lo conozco —dijo Blachloch con un dejo de irritación. Continuó mirando fijamente al joven, que seguía observando por la ventana a Saryon—.
Mírame
, Simkin —siguió en voz baja.

—Muy bien, si insistís, aunque os encuentro extremadamente poco interesante —repuso Simkin, intentando ahogar un bostezo. Repantigándose en su asiento, pasando una pierna envuelta en seda por encima del brazo de la silla, miró a Blachloch con expresión servicial—. Me pregunto, ¿os enjuagáis con limón el pelo? Si es así, empieza a oscurecerse en las raíces. —Repentinamente, Simkin se quedó rígido, su alegre voz se tornó chillona—. Deteneos, Blachloch. Sé lo que... estáis intentando hacer... —Sus palabras se desvanecieron, soñolientas—. He pachado por echto... antech...

Sacudiendo la cabeza, Simkin intentó liberarse pero los apagados ojos azules del Ejecutor lo tenían totalmente bajo su poder, mirándolo firmes y sin pestañear. Lentamente, los párpados del joven se agitaron, pestañearon, se abrieron de par en par, luego volvieron a agitarse, pestañear, agitarse y finalmente se cerraron.

Murmurando unas palabras mágicas, un antiguo y poderoso encantamiento, Blachloch se puso en pie lenta y silenciosamente y rodeó la mesa hasta llegar junto a Simkin. Salmodiando las palabras una y otra vez en un dulce estribillo, colocó las manos sobre la lisa y brillante cabellera de Simkin. El Señor de la Guerra cerró los ojos y, echando atrás la cabeza, ejerció todos sus poderes de concentración sobre el joven.

—Déjame penetrar en tu mente. La verdad, Simkin, dime todo lo que sepas...

Simkin empezó a musitar algo.

Sonriendo, Blachloch se inclinó junto a él para oír.

—Lo llamo...
Uva Rosada
... Cuidado con las espinas... No creo que... sean venenosas.

9. El experimento

La noche inundó el poblado como si se tratara de las oscuras aguas del río, sumergiendo temores y penas en sus tranquilas aguas. Se deslizó alrededor de las casas de ladrillo, cuyas sombras se proyectaban más y más largas cada vez, bajo el cielo encapotado y sin luna. Poco a poco, casi sin excepción, todas las luces de la aldea fueron siendo engullidas por la creciente oscuridad, y también casi sin excepción, todo el mundo permitió que el sueño se adueñase de él, hundiéndose en las lóbregas profundidades de los sueños.

Pero cuando la noche lo hubo inundado ya todo, y las silenciosas aguas del sueño corrían a más profundidad, la luz de la forja seguía brillando con un impresionante resplandor rojizo, consumiendo el sueño y las ilusiones de, al menos, una persona.

El resplandor del fuego relucía sobre un negro y ensortijado cabello, parpadeaba en unos ojos oscuros y azotaba un rostro que ahora no aparecía ni hosco ni enojado, sino determinado y ansioso. Joram estaba calentando mineral de hierro en un crisol, en el fuego de la fragua, un hierro que había triturado tan finamente como había podido. A un lado del joven había el molde de una daga, pero no vertió el hierro fundido en su interior, sino que, por el contrario, levantó otro crisol del fuego, conteniendo éste un líquido fundido de apariencia semejante a la del hierro, excepto por un extraño color morado blanquecino.

Joram contempló pensativo el segundo crisol con una mirada de frustración que hizo que sus espesas y negras cejas se contrajeran.

—Si tan sólo pudiera saber a qué se referían —murmuró—. ¡Si pudiera comprenderlo!

Cerrando los ojos, trajo a su memoria aquellas viejas páginas manuscritas. Podía ver las letras, de hecho, podía ver cada uno de los rasgos, peculiaridades e idiosincrasias de la mano que las había formado, tantas veces había estudiado y reflexionado sobre aquella página. Pero no le sirvió de nada. Una y otra vez aparecían ante sus ojos aquellos extraños símbolos, que podían haber estado en otro idioma para lo que le servían a él.

Finalmente, encogiéndose de hombros con una expresión torva y sacudiendo la cabeza con resignación, pasó el contenido del segundo crisol al primero, observando con atención cómo aquel líquido caliente se derramaba sobre el hirviente hierro. Continuó vertiendo líquido hasta casi doblar la cantidad de hierro, entonces se detuvo. Examinando la mezcla, se encogió de nuevo de hombros y añadió un poco más sin que hubiera ninguna razón especial para ello, excepto que le pareció que debía hacerlo. Dejando el segundo crisol a un lado cuidadosamente, Joram removió la mezcla, estudiándola con ojo crítico. No descubrió nada extraordinario. ¿Era aquello bueno o malo? No lo sabía y, encogiéndose de hombros una vez más con frustración, vertió la aleación en el molde en forma de daga.

Se enfriaría rápidamente, explicaba el libro, se necesitarían unos minutos sólo, comparado con las horas que precisaba el hierro para enfriarse. Sin embargo, a Joram no le parecía lo suficientemente rápido; sus dedos estaban impacientes por quitar el molde y ver el objeto que había creado. Para distraerse entretanto, levantó el segundo crisol y lo devolvió a su escondite entre un montón de herramientas desechadas y rotas, y otros desperdicios de la herrería. Hecho esto, se dirigió a la entrada de la caverna y miró atentamente a través de las rendijas de la tosca puerta de madera. La aldea estaba en silencio, sumida en un profundo sueño. Asintiendo satisfecho con la cabeza, Joram regresó a la fragua. Ya debía de estar listo. Con las manos temblándole de ilusión, quitó de un golpe las piezas de madera que sujetaban el molde; luego rompió el molde mismo.

El objeto que había en su interior tenía tan sólo un muy tosco parecido al arma en que se convertiría. Levantándolo con unas tenazas, lo sumergió en las brasas de la fragua, calentándolo hasta ponerlo al rojo vivo tal y como indicaba el texto. Llevó luego la daga hasta el yunque, levantó el martillo y, con expertos golpes, le dio forma. Lo hizo apresuradamente, sin ser demasiado exigente en cuanto a la forma del arma, ya que aquello no era más que una prueba. Lo que venía después era de suma importancia y estaba ansioso por seguir adelante. Por fin, considerando la daga lo bastante buena para lo que se proponía, la levantó de nuevo con las tenazas y, conteniendo la respiración, sumergió el ardiente objeto en un cubo de agua.

Se elevó una nube de vapor, cegándolo momentáneamente. Pero junto con el siseo que produjo el hierro al rojo al sumergirlo en el agua, se oyó también otro sonido, un seco chasquido. Las espesas cejas de Joram se unieron en un gesto de malhumor. Agitando la mano impacientemente para disipar el humo, sacó la daga del agua con brusquedad. Pero extrajo únicamente un pedazo roto. Arrojándolo al montón de desperdicios con una maldición, estaba a punto de deshacerse de la inútil aleación que había producido cuando un hormigueo en la base del cuello lo hizo volverse rápidamente.

—Trabajas hasta muy tarde, Joram —dijo Blachloch.

El rostro del Señor de la Guerra se hizo visible cuando penetró en el círculo de luz de la fragua, al igual que las manos que mantenía cruzadas frente a él, a la manera de los Ejecutores. Aparte de eso, no era más que un pedazo de oscuridad en la rojiza luz que iluminaba la herrería, la negrura de sus ropas absorbía la luz e incluso el calor que despedía el fuego.

—Estoy castigado —dijo Joram con frialdad, ya que tenía la respuesta preparada de antemano—. Hoy he sido descuidado en mi trabajo y el patrón me ordenó que me quedara hasta que estuviera terminada la daga.

—Parece que tendrás que pasarte aquí casi toda la noche —manifestó el Señor de la Guerra, dirigiendo su fría mirada hacia el montón de desechos.

Joram se encogió de hombros. La amargura y el enojo fluyeron a su rostro de manera muy parecida a como se había deslizado el hierro fundido por el molde.

—Tendré que hacerlo si no se me permite continuar con mi trabajo —dijo con voz hosca, apartándose para darle a los fuelles.

Dándole la espalda deliberadamente al Señor de la Guerra, estuvo a punto de apartar a un lado a la enlutada figura de un empujón.

Una pequeña arruga cruzó la lisa frente de Blachloch, y sus labios se apretaron con fuerza, pero no había ninguna muestra de enfado o irritación en su voz.

—Tengo entendido que dices provenir de noble cuna.

Gruñendo a causa del esfuerzo que estaba realizando, Joram no se molestó en contestar. Sin parecer sorprendido ni desconcertado por ello, Blachloch se colocó donde pudiera ver el rostro del muchacho.

—Sabes leer.

Joram detuvo su trabajo durante un instante, pero continuó con él casi inmediatamente, con los músculos de su espalda y los brazos tensándose y destensándose por el esfuerzo de hacer funcionar el mecanismo que enviaba un chorro de aire a los carbones de la fragua.

—He oído que has estado leyendo libros.

Joram parecía estar sordo. Sus brazos se agitaban con movimientos incesantes y rítmicos, los oscuros cabellos le caían hacia adelante, enroscándose alrededor del rostro.

—Unos pocos conocimientos en alguien que por lo demás es un ignorante, son como un puñal en las manos de un niño, Joram. Pueden hacerle mucho daño —continuó Blachloch—. Creí que habías aprendido la lección cuando cometiste aquel asesinato.

Mirando a Blachloch a través de su enmarañada cabellera negra, Joram sonrió con una sonrisa que tan sólo era visible en los oscuros ojos iluminados por el resplandor de las llamas.

—Yo creía que eso os había enseñado algo a vos —dijo Joram.

—¿Lo ves? Me estás amenazando. —A juzgar por su tono tranquilo y calmado, Blachloch podría haber estado hablando del tiempo—. El niño empuña la daga. Te cortarás con sus afilados bordes, Joram —murmuró el Señor de la Guerra—. Lo harás. O bien tú —Blachloch alzó los hombros—, o algún otro. ¿Sabe tu amigo? ¿Cómo se llama? ¿Mosiah? ¿Sabe él leer?

El rostro de Joram se oscureció, el continuo bombeo de los fuelles disminuyó ligeramente su velocidad.

—No —respondió—. Dejadle fuera de esto.

—Ya pensaba que no —dijo Blachloch suavemente—. Tú y yo somos los únicos del pueblo que sabemos leer, Joram. Y creo que sobra uno, pero no hay nada que pueda hacer, excepto hacer que tus ojos desaparezcan.

Por primera vez, el Señor de la Guerra movió las manos, separándolas y levantando una de ellas para acariciarse el rubio y delgado bigote que le cruzaba el labio superior. Joram había dejado de trabajar. Con las manos en las palancas que movían los fuelles, miraba fijamente al fuego.

Blachloch se le acercó.

—Me dolería destruir los libros.

Joram se agitó.

—El anciano nunca os dirá dónde están.

—Lo haría —dijo Blachloch con una sonrisa—, con el tiempo. Con el tiempo buscaría incluso cosas que contarme. No lo he presionado con anterioridad sobre este asunto porque simplemente no valía la pena trastornar a esta gente recurriendo a la violencia. Sería una lástima si me viera obligado a cambiar mi política, particularmente ahora que tengo la magia.

Joram se puso colorado, ardiendo bajo el resplandor de los encendidos carbones.

—No tendréis que hacerlo —murmuró.

—Bien. —Blachloch volvió a cruzar las manos—. Nosotros, los
Duuk-tsarith
, sabemos algunas cosas sobre estos libros, ¿sabes? Hay cosas escritas en ellos que es mejor para el mundo que sigan siendo ignoradas.

El Señor de la Guerra miró atentamente a Joram, que seguía en el mismo sitio, contemplando el fuego.

—Me recuerdas a mí mismo, muchacho —dijo Blachloch—. Y eso hace que me sienta nervioso. También yo odiaba la autoridad. También yo me creía por encima de ella —un ligerísimo toque de sarcasmo animó aquella voz normalmente monótona—, aunque yo
no
soy de noble cuna. Para librarme de aquellos que yo creía me estaban oprimiendo cometí, al igual que tú, crímenes por los que nunca me sentí culpable ni tuve remordimientos. Te gustó esa sensación de poder, ¿verdad? Y ahora ansias más. Sí, lo veo, lo siento ardiendo en tu interior. Te he visto aprender, durante este año, a manipular a la gente, a utilizarla y conseguir de ella lo que quieres. Así fue como conseguiste que el viejo te mostrara sus libros, ¿verdad?

Joram no contestó, ni apartó la mirada de las llamas; pero su puño izquierdo se crispó.

Blachloch sonrió, con una sonrisa que brilló siniestra a la luz del fuego.

—Veo que estás llamado a hacer grandes cosas. Con el tiempo aprenderás a dominar ese anhelo que te consume. Pero eres todavía un niño, tan joven como lo era yo cuando cometí mi primera acción irreflexiva, la acción que me trajo aquí. Existe una diferencia, no obstante, entre tú y yo, Joram. El hombre a quien yo buscaba reemplazar no estaba enterado de mi existencia ni de mis ambiciones. Me dio la espalda. —Separando las manos, el Señor de la Guerra colocó una de ellas sobre el brazo del muchacho. Incluso con el calor que despedía la fragua, Joram tiritó al sentir aquel helado contacto—. Yo
estoy
alerta, Joram, y no te daré la espalda.

—Por qué no me matáis simplemente —musitó Joram con una sonrisa de desprecio—, y acabáis con ello.

—Porque no —repitió Blachloch—. No me eres de mucha utilidad ahora, aunque me lo puedes ser cuando seas mayor. El que te hagas
mayor
o no dependerá de ti y de aquellos que se interesen por ti.

—¿Qué queréis decir con «aquellos que se interesen por mí»?

Joram lo miró.

—El catalista.

Joram se encogió de hombros.

—Está aquí por causa tuya. ¿Por qué?

—Porque soy un asesino...

—No —dijo Blachloch quedamente—. Los Ejecutores son los que cazan asesinos, no los catalistas. ¿Por qué? ¿Qué ha venido a buscar?

—No tengo ni idea —replicó Joram con impaciencia—. Preguntádselo a él... o a Simkin.

Los ojos de Blachloch miraron los de Joram con perspicacia. El Señor de la Guerra empezó a pronunciar unas palabras mágicas. Vio cómo los castaños ojos se volvían vidriosos y le caían los párpados. Moviendo una mano para tocar el rostro de Joram, enarcó una ceja.

—Estás diciendo la verdad. Tú
no
lo sabes, ¿verdad, muchacho? Lo que es más, no crees a Simkin. Tampoco estoy seguro de que yo lo haga y sin embargo... ¿Cómo arriesgarme? ¿Cuál es el juego de Simkin?

BOOK: La Forja
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