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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

La Forja (41 page)

BOOK: La Forja
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La noche anterior a la salida de los hombres del pueblo junto con Blachloch para atacar las comunidades agrícolas, la Ceremonia del Scianc fue particularmente delirante, siendo utilizada con mucha habilidad por el ex
Duuk-tsarith
en forma parecida a como el
Dkarn-Duuk
utiliza la danza de la guerra: para hacer que hierva la sangre hasta que todo atisbo de compasión o escrúpulo se consume en aquel delirio. Los cantores danzaron dando vueltas y más vueltas alrededor de la Rueda, mientras el golpear y rasgar de los instrumentos añadía su inhumana voz a la confusión. La oscuridad estaba iluminada por antorchas y, bajo su luz, la Rueda —forjada en algún tipo de reluciente metal, que ya nadie recordaba cómo hacer— brillaba como un sol pagano. De vez en cuando, uno de los danzantes saltaba sobre la plataforma de piedra negra que sostenía el monumento, y, agarrando uno de los martillos de la herrería, golpeaba el centro de aquella Rueda de nueve radios, obligándola a unirse a los cánticos con una resonante voz de hierro que parecía surgir de las mismas entrañas de la tierra.

La mayoría de los Hechiceros participó en la Ceremonia del Scianc, hombres, mujeres y niños, entonando aquellas frases que nadie entendía, danzando bajo la llameante luz, o contemplándola con sentimientos contradictorios.

Andon la contemplaba con pena, oyendo en la letra de la canción las voces de los antiguos pidiéndoles a sus descendientes que recordasen el pasado.

Saryon la miraba con tal horror que fue un milagro que no perdiera la razón. Las luces resplandecientes, la estridente música, las saltarinas figuras de hombres y de mujeres sedientos de sangre, todo parecía salido de aquella imagen del Infierno que tan cuidadosamente le había sido inculcada. No prestó la menor atención a la letra de aquellos cánticos, se sentía demasiado mareado para hacerlo. Allí residía la Muerte, y él se encontraba en medio de ella.

Por el contrario, Blachloch la observaba con satisfacción. Su negra figura permanecía bien apartada del círculo de danzantes, tranquila, atenta, pasando totalmente inadvertida. Él sí oyó las palabras de la canción, pero las había oído a menudo y ya no importaban.

Joram, en cambio, tenía un profundo sentimiento de frustración. También él oyó las palabras y, lo que es más, las escuchó y las entendió, en parte. Únicamente él había leído los libros ocultos. Únicamente él, de entre todos los allí presentes, se daba cuenta de que en ese lugar estaban los conocimientos que aquellos antiguos Hechiceros habían esperado transmitir a sus descendientes. Sabía que estaban allí, pero no era capaz de descifrarlos. Aquellos conocimientos permanecían encerrados en aquellas palabras, en los libros, y le era imposible encontrar la llave, que se hallaba oculta bajo la forma de extraños e insondables símbolos.

Simkin observaba, aburrido.

La Ceremonia del Scianc terminó al salir la luna. De pie en el centro del llameante círculo que formaban las antorchas, Blachloch blandió el martillo, golpeando nueve veces la Rueda. La gente alzó la voz lanzando nueve gritos salvajes. Luego el ardiente círculo se rompió, y los Hechiceros se dirigieron a sus hogares, comentando las grandes hazañas que realizarían cuando, una vez más, el Noveno Misterio gobernara el mundo.

Pronto, las negras arcadas de piedra quedaron solitarias, proyectando extrañas sombras a medida que la luna se elevaba en el cielo, su pálida luz brillando sobre la Rueda como un espectral reflejo del fuego de las antorchas. El pueblo dormía en aquella oscuridad iluminada por la luna, envuelto en un silencio roto tan sólo por el sonido de las hojas muertas que el otoño empezaba a hacer caer y que —empujadas por un viento helado— recorrían susurrantes las desiertas calles.

1. Escoge tres cartas

Una brillante y soleada mañana de finales de otoño, la mayoría de los hombres y muchachos del poblado de los Hechiceros salió a caballo para tomar, según su punto de vista, lo que el mundo les debía. Andon los vio marchar con ojos que guardaban la tristeza de siglos. Había hecho todo lo que había podido para detenerlos, pero había fracasado. Se dijo que tenían que aprender la lección por sí mismos y el anciano tan sólo esperó que no resultase demasiado amarga. Ni demasiado cara.

Los primeros días del viaje fueron soleados y despejados, cálidos y agradables durante las horas de luz, frescos y vivificadores, insinuando la proximidad del invierno, durante la noche. La banda de Blachloch se sentía alegre y satisfecha; los jóvenes, especialmente, disfrutaban con aquella interrupción de su pesado trabajo en la fragua o en el molino, en las minas o como albañiles. Liderados por el bullicioso Simkin, que vestía de nuevo su traje de guardabosque en honor a la ocasión («a este color le llamo
Barro con Excrementos
»), los jóvenes reían, bromeaban y se tomaban el pelo los unos a los otros a causa de las dificultades que experimentaban para montar los peludos y medio salvajes caballos que criaban en el pueblo. Por la noche se reunían alrededor de un brillante fuego para intercambiar historias y jugar a juegos de azar con los hombres de más edad, apostando sus raciones de comida para el invierno y perdiéndolas tan a menudo que lo más probable era que ninguno de ellos pudiera comer hasta la primavera.

Incluso el generalmente taciturno Joram parecía haber mejorado con el cambio, sorprendiendo a Mosiah con sus ganas de hablar, cuando no estaba tomando parte en las peleas amistosas y en las bromas. Pero también, reflexionó Mosiah, aquello podía estar relacionado con el hecho de que Joram acababa de salir de uno de sus oscuros estados melancólicos.

No obstante, a la segunda semana la alegría había desaparecido del viaje. Una lluvia helada chorreaba de las amarillentas hojas de los árboles, penetrando a través de las capas y resbalándoles por la espalda. El ruido sordo de las gotas acompañaba rítmicamente el pesado golpeteo de los cascos de los caballos. La lluvia no cesó, sino que siguió cayendo con regularidad durante días. Además, por orden de Blachloch no se podían encender hogueras, ya que ahora estaban en territorio centauro, y también se había doblado la vigilancia, lo que significaba que muchos perdían media noche de sueño. Todo el mundo se sentía desgraciado y de mal humor, pero había una persona que era tan evidente que se sentía aún más desdichada que los demás, que Mosiah no pudo evitar darse cuenta de ello.

Aparentemente, Joram también lo había notado. De vez en cuando Mosiah veía una expresión de sombrío placer en los oscuros ojos de Joram y una media sonrisa casi afloraba a sus labios. Siguiendo su mirada, Mosiah vio que contemplaba al catalista, que cabalgaba frente a ellos, saltando incómodo en la silla, la cabeza tonsurada inclinada, los hombros caídos. A caballo, el catalista ofrecía un espectáculo patético. Los primeros días había montado rígido como un palo a causa del miedo. Ahora estaba simplemente anquilosado. Le dolía cada hueso y cada músculo de su cuerpo. Evidentemente el solo hecho de sentarse en la silla le resultaba doloroso.

—Me da pena ese hombre —dijo Mosiah la segunda semana de su viaje hacia el norte.

Helados y empapados, Joram, Simkin y él cabalgaban juntos por un trecho del sendero que era lo suficientemente ancho como para haber permitido a una brigada de caballería cabalgar de frente. Eran los gigantes quienes habían abierto aquel camino, les comunicó Blachloch, avisándoles de que se mantuvieran alerta.

—¿Qué hombre? —preguntó Joram.

Había estado escuchando las explicaciones de Simkin de cómo el Duque de Westshire había contratado a todo el Gremio de Moldeadores de Piedra, junto con seis catalistas, para rehacer completamente su residencia palaciega en Merilon, cambiando la estructura de cristal por una de mármol rosado, veteado de verde pálido.

—En la corte no se habla de nada más. Una cosa así no se había hecho nunca. Imagínate, ¡mármol! Tiene un aspecto bastante... pesado... —estaba diciendo Simkin.

—El catalista. ¿Cómo se llama? Me da pena —dijo Mosiah.

—¿Saryon? —Simkin pareció ligeramente desconcertado—. Perdóname, querido muchacho, pero ¿qué tiene que ver él con el mármol de color rosa?

—Nada —contestó Mosiah—. Sencillamente estaba observando la expresión de Joram. Parecen divertirle los sufrimientos del pobre hombre.

—Es un catalista —replicó secamente Joram—. Y te equivocas. No me interesa lo suficiente como para pensar en él en un sentido u otro.

—Hummm —murmuró Mosiah, al ver cómo los oscuros ojos de Joram se oscurecían aún más al clavarlos en la espalda, cubierta por una túnica verde, del catalista.

—Viene de vuestro pueblo, ¿sabéis? —comentó Simkin, inclinándose sobre el cuello de su montura para hablar confidencialmente en un tono de voz tan alto que podían oírle casi todos los de la fila.

—¡Baja la voz! Nos va a oír. ¿Qué quieres decir con que es de nuestro pueblo? —preguntó Mosiah, asombrado—. ¿Por qué no dijiste nada antes? ¡Quizá conoce a mis padres!

—Estoy seguro de que comenté algo —protestó Simkin, con aire ofendido—, cuando os conté que venía a buscar a Joram...

—¡Chisst! —siseó Mosiah—. ¡Esas tonterías! —Mordiéndose el labio, el joven se quedó mirando al catalista, pensativo—. Me pregunto cómo estarán mis padres. Hace tanto tiempo...

—¡Oh, adelántate! ¡Habla con él! —soltó Joram, y sus cejas se unieron en una línea gruesa y dura que le cruzaba la frente.

—Sí, ve a charlar con el viejo —dijo Simkin lánguidamente—. No es mala persona, realmente, si tenemos en cuenta cómo son los catalistas. Y a mí no me gustan más que a ti, ¡oh Sombrío y Melancólico Amigo! Ya te conté cómo se llevaron a mi hermanito pequeño, ¿no es así? Al pequeño Nat. ¡Pobre chiquillo! No pasó las Pruebas. Lo tuvimos escondido hasta que cumplió los cinco años, pero ellos lo descubrieron. Uno de los vecinos lo delató. Estaba resentido con mi madre. Yo era el favorito de Nat, ¿sabes? El pobrecillo se aferró a mí cuando se lo llevaban.

Dos lágrimas rodaron por el rostro de Simkin hasta perderse en su barba. Mosiah exhaló un exasperado suspiro.

—¡Eso! —exclamó Simkin, sorbiendo por la nariz—. Búrlate de mi aflicción. No le des importancia a mi dolor. Si me perdonáis —musitó, mientras numerosas lágrimas le corrían por el rostro, mezclándose con el agua de lluvia—, daré rienda suelta a mi pena en privado. Vosotros dos seguid adelante. No, no sirve de nada que intentéis consolarme. En absoluto...

Hablando entre dientes de forma incoherente, Simkin hizo dar media vuelta a su caballo de repente y abandonó el sendero, galopando hacia atrás en dirección a la retaguardia de la columna.

—¡Burlarme de su aflicción! Con éste, ¿cuántos hermanos van que han sufrido una muerte horrible? —Con un resoplido de indignación, Mosiah volvió la vista hacia Simkin, quien se estaba secando las lágrimas del rostro, mientras al mismo tiempo le lanzaba una grosería a uno de los secuaces de Blachloch—. Sin mencionar el surtido de hermanas que han sido hechas prisioneras por nobles o arrebatadas por centauros, sin tener en cuenta la que huyó de casa porque estaba enamorada de un gigante. Luego, también está la tía, que se ahogó en una fuente pública porque creía que era un cisne, y su madre, que ha muerto ya cinco veces de cinco diferentes y raras enfermedades, y una vez de dolor porque los
Duuk-tsarith
arrestaron a su padre por conjurar ilusiones ópticas ofensivas del Emperador. Todo lo cual le ha sucedido a un huérfano al que se encontró flotando en un cesto hecho de pétalos de rosa en las alcantarillas de Merilon. ¡Es un mentiroso monumental! ¡No entiendo cómo puedes aguantarlo!

—Porque es un mentiroso divertido —replicó Joram, encogiéndose de hombros—. Y eso hace que sea diferente.

—¿Diferente?

—Del resto de vosotros —dijo Joram, mirando a Mosiah por debajo de sus espesas y oscuras cejas. ¿Por qué no vas a hablar con tu catalista? —sugirió fríamente, al ver que el rostro de Mosiah se ponía rojo de ira—. Si lo que he oído es verdad, es candidato a castigos aún peores que las llagas que produce la silla de montar.

Clavando los talones en los ijares del caballo, Joram galopó hacia adelante, pasando junto al catalista sin dirigirle una sola mirada, los cascos de su caballo salpicándolo de barro. Mosiah vio cómo el catalista alzaba la cabeza y seguía con la mirada al joven, cuya larga y negra cabellera, agitándose libre de ataduras, brillaba bajo la lluvia como el plumaje de un pájaro mojado.

—¿Por qué te aguanto a
ti
? —murmuró Mosiah, contemplando la figura de su amigo—. ¿Por compasión? Me odiarías por ello. Pero, en cierto modo, es verdad. Puedo comprender por qué te niegas a confiar en nadie. Tus cicatrices no son únicamente las de las heridas de tu pecho. Pero, algún día, amigo mío, ¡esas cicatrices no serán nada, nada, comparadas con la cicatriz de la herida que recibirás cuando descubras que estabas equivocado!

Sacudiendo la cabeza, Mosiah hizo adelantarse a su caballo hasta que se colocó junto al catalista.

—Perdonadme por interrumpir vuestras meditaciones, Padre —dijo el joven, indeciso—, pero ¿os importaría... os importaría si os hago compañía?.

Saryon levantó los ojos temeroso, su rostro estaba cansado y tenso. Entonces, al ver únicamente al muchacho, pareció relajarse.

—No, me gustaría mucho, en realidad.

—Vos... vos no estabais rezando ni nada de eso, ¿verdad, Padre? —preguntó Mosiah, turbado—, puedo irme, si vos...

—No, no estaba rezando —dijo Saryon con una débil sonrisa—. No he estado rezando mucho últimamente —añadió en voz baja, contemplando aquella región inhóspita con un estremecimiento—. Estoy acostumbrado a encontrar a Almin en los pasillos de El Manantial. No aquí fuera. No creo que Él esté aquí.

Mosiah no comprendió, pero viendo una oportunidad para romper el hielo, comentó:

—Mi padre habla así algunas veces. Dice que Almin cena con los ricos y arroja las sobras a los pobres. Que no se preocupa de nosotros, y que por lo tanto debemos vivir nuestras vidas según nuestro propio honor e integridad, porque cuando morimos ésa es la cosa más importante que dejamos tras de nosotros.

—Jacobias es una persona muy sensata —dijo Saryon, mirando a Mosiah con atención—. Lo conozco. Tú eres Mosiah, ¿verdad?

—Sí. —El muchacho se ruborizó—. Sé que vos lo conocéis. Es por eso que me acerqué... Es decir, no lo sabía o me hubiera acercado antes... Quiero decir que Simkin me lo acaba de decir...

—Comprendo —Saryon asintió gravemente—. Debiera haber ido a verte. Tengo mensajes de tus padres, pero... no he estado bien.

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