Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
Nuestro barrio —porque éste es nuestro barrio— se extiende aún por un dédalo de callejas antiguas hasta la calle Mayor. Son calles estrechas y retorcidas, como las hacían, no sé por qué, nuestros abuelos. Tienen nombres pintorescos: primero los santos, Santa Clara, Santiago; después nombres heroicos, Luzón, Lepanto, Independencia; finalmente los de fantasía: Espejo, Reloj, Escalinata. Estas calles son las más viejas y las más retorcidas, las que sirven mejor para jugar a «justicias y ladrones». Tienen solares con vallas rotas y ruinas dentro, casas viejas con portales vacíos, patios de piedra con árboles solitarios, placitas más pequeñas que la calle. Se retuercen y se enroscan favorables al escondite y a la huida.
En ella jugamos al «te veo». El que se queda espera a oír el grito de la banda que se dispersa por las callejas:
—¡Te veooo!
Echa a correr y detrás de él van surgiendo de los portales los chicos agazapados en los rincones:
—¡Traspasado, no visto y salvo!
Sigue corriendo, husmeando como perro de caza todos los huecos hasta que encuentra alguno, sorprendido en cuclillas o detrás de alguna puerta carcomida:
—¡Visto!
A veces los dos gritos coinciden y surge la discusión que acaba a trompazos entre los dos.
Tenemos nuestro barrio y nuestra ley. A veces invade nuestro terreno la banda de un barrio vecino y entonces se defiende el terreno a pedradas que rebotan en las esquinas. La guerra suele durar días y cuesta chichones y escalabraduras. Después, los atacantes se cansan y nos dejan en paz. Otras veces somos nosotros los que atacamos un barrio vecino, porque son unos cobardes o porque han pegado a uno de los nuestros que ha pasado por ahí. Lo que hay en nuestro barrio es nuestro.
Son nuestros los agujeros de la calle donde se juega a las bolas. La barandilla de la plaza donde se juega a la parva. Las ranas y los sapos —«cabezotas» los llamamos— del estanque de la plaza de Oriente. El derecho sobre las tablas de las vallas de los solares que nos cambian por bizcochos rotos en el horno de la pastelería de la calle del Espejo. Es nuestro el derecho de cazar mariposas en los focos de la calle del Arenal, el de romper farolas a pedradas y el de saltar los escalones de la escalinata de la iglesia de Santiago o hacer fogatas en la plaza de Ramales.
Ésta es la ley.
Los consejos se celebran en la puerta de la yesería. Pablito es el hijo del yesero y el amo de la puerta. Nos sentamos allí todos y nos pintamos los pantalones de blanco del yeso caído de los sacos. Pablito es muy rubio, muy flaco, muy chico. Pero es el peor de todos. Eladio, el chico del tabernero de la calle de la Independencia, es el más fuerte y el más bruto. Entre los dos suelen resolver todos nuestros problemas y organizar los juegos o las travesuras. A veces se anulan el uno al otro.
En la calle de Lemus hay un solar con la valla rota. Dentro están las cuevas de una casa derribada de las que nadie se cuida. Un día, Eladio nos desafía a todos:
—Yo me meto dentro. Para vencerme me tengo que dar por vencido. Pero si le escalabro a alguno, ¡que no se queje! También me podéis escalabrar a mí.
Pasa la valla por uno de sus rotos y se pierde entre las cuevas en las que crece la hierba y se amontonan los ladrillos y la basura de los que se meten a ensuciar allí. Y nosotros planeamos el asalto. Él es el «Vivillo»,
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nosotros la Guardia Civil.
Cuando intentamos entrar por los huecos de la valla, nos recibe el diluvio de piedras de Eladio, que golpean las tablas, y retrocedemos para aprovisionarnos de cascotes. La gente se cruza de acera con miedo de recibir una pedrada y nos chilla. Eladio se defiende heroicamente en sus agujeros, y cada vez que entramos en el solar tenemos que volver a salir porque tira a dar, con todas sus tuerzas de hijo de tabernero gallego o asturiano.
Pablito se sienta detrás de la valla y se pone a pensar. Las aventuras de Dick Navarro le dan la solución. Encendemos a toda prisa una fogata en la calle y envolvemos piedras en papeles. Cuando arden bien las tiramos a Eladio que nos llama cobardes para incitarrnos a entrar. El solar está lleno de papeles, de trapos, de paja, de basuras que los vecinos tiran allí, y pronto empieza a haber hogueras por todas partes. Unos tiramos piedras con papeles encendidos y otros solamente piedras en un diluvio que contesta Eladio, rabioso, a ladrillazos, saltando entre las llamas.
Por último entramos en grupo cerrado, los bolsillos llenos de piedras, con tablas de la valla encendidas.
Eladio se rinde y los vecinos nos echan a puntapiés. Las ruinas comienzan a incendiarse y el carnicero, el carbonero, el lechero y el tabernero sacan cubos de agua y los vuelcan de prisa. Tenemos agujeros de chispas en los delantales. Eladio chilla en la esquina a los vecinos:
—¡Calzonazos! ¡Hijos de zorra!
Todas las piedras que llevamos en los bolsillos granizan sobre los vecinos y el barrio entero se convierte en un escándalo de abrir y cerrar puertas y balcones, persiguiéndonos. El panadero francés de la calle del Espejo nos persigue con una garrota y le da un palo a «Antoñeja», el más infeliz de todos.
Al día siguiente, las ruinas están llenas de barro y de humos. Los panes del francés reciben una carga de boñigas de caballo. Con las manos llenas de estiércol cogidas en las cuadras de la casa donde yo vivo, hemos llegado en pandilla y las hemos volcado sobre los panecillos amontonados en el mostrador.
El francés coge a un chico y le da una paliza con una vara de retama de las que usa para cocer el pan. Entonces la madre arma un escándalo terrible y baja con un cuchillo para matar al francés. Todas las mujeres del barrio, y algunos hombres, quieren asaltar la panadería.
—¡Un gabacho! ¡Se atreve a pegar a mi hijo!
Los chicos apedreamos furiosamente la tienda. La gente nos aplaude. Ya nadie se acuerda del solar. Una vieja le dice a un hombre:
—¿Sabe usted? Me contaba mi padre, que en gloria esté el pobre, que los franceses clavaban a los chicos del colegio con la bayoneta en la tripa y los paseaban así por la calle.
No perdió la parroquia, porque hacía el mejor pan del barrio. Pero durante semanas tuvo que aguantar el manoseo de los panecillos.
—¡Jesús! ¡Este pan está crudo! ¡Está quemado! Yo quiero un pan bien cocido.
La paz vino con una carreta cargada de retama para el horno. La retama está llena de bellotitas que bailan como perinolas. Los chicos asaltamos el carro de retamas olientes y pegajosas y elegimos varas y nos llenamos los bolsillos de bellotas resinosas. El hombre nos dejó hacer pacientemente y los chicos volvimos a comprar los panecillos calientes de la merienda y a reconocer nuestra culpa.
Faltan unos días para que empiecen las clases y estos días los paso enteros con el tío José. Por la mañana coge su bastón de puño de plata —tiene otro de puño de oro—, cepilla su sombrero hongo de fieltro sedoso con un cepillo chiquito, de cerdas muy finas, pasándole suavemente por la copa abombada y por las alas duras y curvadas en el borde. Nos vamos despacio por el sol calle de Campomanes arriba y hablamos. Me cuenta historias de cuando él era niño. Para mí es imposible imaginármelo como niño y creo que siempre debió ser tal como le veo hoy.
—Cuando yo era como tú ya me ganaba el pan. A los ocho años yo era como esos niños que has visto en Brunete. Gateaba a las ancas de un burro y bajaba por agua a la fuente. Llevaba la comida a mi padre y a mis hermanos mayores, allá, a las tierras donde estaban labrando, y me ocupaba de que el botijo tuviera siempre agua fresca. No podía, claro es, llevar el arado, pero llevaba el trillo en la era, y arrancaba las hierbas del campo con una escarda. Segaba y ataba los haces de espigas que me dejaban en montón los hombres. En la noche me levantaba a la luz de las estrellas y salía al corral. El caldero del pozo era tan grande que casi podía yo sentarme dentro de él y estaba siempre sobre el brocal. Yo le dejaba caer dentro y luego le subía dando contra las paredes. Pesaba tanto que a veces temía que la cuerda me levantara en el aire y me metiera en el pozo. Cuando llegaba el caldero a la altura del brocal, tiraba de él para sentarle en el borde y desde allí, inclinándolo, llenaba los cubos de agua para las bestias que volvían la cabeza dentro de la cuadra esperándome. Cuando hacía mucho frío, recogía mi manta de las piedras del hogar y me tumbaba al lado de las mulas hasta el amanecer.
Cuando yo le escuchaba me parecía esta vida una vida maravillosa de niño, un juego. Sabía hablar de los hombres y de las cosas despacio, con la lentitud inexorable del castellano viejo acostumbrado a ver pasar las horas con la tierra plana delante de él y forzado a buscar la ciencia en la hierba que se mueve, en el insecto que salta.
—Cuando todavía era niño, ya trabajaba como hombre. Comíamos mal, éramos muchos y el padre separaba los garbanzos amarillos de ictericia y los negros para comer. Para sembrar quedaban los buenos y de ellos salían garbanzos rosados con el pellejo como la piel seca de un hombre. La mejor comida era el gazpacho fresco en el verano y las patatas cocidas de la cena. Ninguno de mis hermanos fue soldado, pero yo sí y entonces, a los veinte años, empecé a hacer lo que ahora haces tú: empecé a estudiar. Tenía los dedos gordos y duros de callos y lloraba de rabia de no poder escribir. Se me escapaban de los dedos los manguilleros hasta que me hice uno para mí. Entonces aún no se usaban manguilleros como tú los conoces, más que entre las gentes ricas. Se hacían las plumas de plumas de ave que había que aprender a cortar con la navaja; y con ellas yo no podía escribir. También escribíamos con cañas cortadas como plumas. De una caña gorda me hice una pluma que no se me escapaba ya de los dedos. Pero aunque estudié mucho, nunca he podido llegar a saber ni la mitad de lo que tú sabes hoy. Aprendí los números, pero nunca hubiera podido aprender el álgebra —agregando como para sí mismo—: ¿Cómo se pueden sumar las letras?
—Es muy fácil, tío —contesto—. Igual que se suman los números se suman las letras. —Y comienzo, orgulloso, a darle una lección de álgebra elemental. Me escucha, pero no me comprende. Hace esfuerzos para seguir mis razonamientos y yo casi me enfado de que no comprenda cosas tan sencillas. Me suelta la mano y lleva la suya a mi hombro, acariciándome el cuello:
—Es inútil. Contra esto no podemos nada, ni tú ni yo. Lo que no se aprende de muchacho, no se aprende de machucho. Parece como si los sesos se endurecieran.
La plaza del Callao está llena de puestos de libros. Todos los años, cuando van a empezar las clases, hay feria de libros y Madrid se llena de puestos. Donde más hay es aquí, que es el barrio de los libreros, y en la Puerta de Atocha. Aquí llenan la plaza y en la Puerta de Atocha, el paseo del Prado. A mi tío y a mí nos gusta recorrer los puestos y buscar gangas. Cuando no hay ferias, entramos en las librerías de la calle de Mesonero Romanos, de la Luna y de la Abada. La mayoría son barracones de madera en los solares. En la esquina de la calle de la Luna y de la calle de la Abada está la librería mayor. Es una barraca de madera, pintada de verde, tan grande como una cochera. El dueño, un viejo, es amigo de mi tío y, como él, fue labrador; se lían a hablar de sus tiempos y de la tierra. Yo, mientras, revuelvo todos los libros y hago un montón con los que me gustan. Son baratos. La mayoría valen diez o quince céntimos. Cuando mi tío ve el montón se enfada siempre, pero yo sé que el librero no me dejará que me vaya sin ellos, ni dejará que mi tío separe la mitad. Si no me los compra, él me los regala. Lo único que hace a veces es quitar libros que no debo leer, según dice. Lo malo es que luego estos libros no puedo vendérselos. Cuando los he leído se los llevamos y se los dejamos gratis. También compro yo libros en la calle de Atocha, pero éstos me los vuelven a comprar por la mitad de lo que me cuestan.
Hay un escritor valenciano que se llama Blasco Ibáñez, que ha hecho todos estos libros. Los curas de mi colegio dicen que es un anarquista muy malo, pero yo no lo creo. Un día dijo que en España no se leía porque la gente no tenía bastante dinero para comprar libros. Debe de ser verdad, porque los libros del colegio cuestan muy caros. Entonces dijo: «Yo voy a dar de leer a los españoles». Y en la calle de Mesonero Romanos puso una tienda y empezó a hacer libros. Pero no los libros de él, porque dice que eso no le interesa a nadie, sino los libros mejores que se encuentran en el mundo. Y todos valen, nuevos, treinta y cinco céntimos. La gente los compra a millares y cuando los ha leído los vende a los puestos de libros viejos, y allí los compramos los chicos y los pobres. Así yo he leído ya a Dickens y a Tolstoi, a Dostoievsky, a Dumas, a Víctor Hugo, a muchos otros.
En seguida le han imitado: la Casa Calleja, que hace todos los libros de colegio y todos los cuentos de niños, ha hecho otra colección que se llama
La Novela de Ahora
, enfrente de la de Blasco que se llama
La Novela Ilustrada
. En esta colección han publicado muchas cosas de aventuras de Mayne Reid, de Salgari y también de los clásicos españoles. Y se hacen la competencia los dos, pero la mayoría de la gente compra todas las semanas las dos colecciones. A los catalanes les ha dado envidia y la casa Sopena ha empezado a hacer unos tomos muy gordos con papel muy malo, pero con una portada con muchos colorines. La gente los compra menos, porque hay pocos que puedan gastarse una peseta que cuestan. Los albañiles, que son los que más ganan ahora, por la huelga que ha hecho Pablo Iglesias, que es otro revolucionario como Blasco, ganan sólo cuatro pesetas el que más, es decir, los oficiales, y siete reales los peones. Así que claro, muchos compran libros en los puestos de viejo, pero sólo los de quince céntimos.
Como el camino de casa al colegio es largo, yo llevo siempre dos o tres novelas para leer y para cambiarlas con los otros chicos. Pero tenemos que tener cuidado con los curas del colegio. Cuando nos cogen alguna
Novela Ilustrada
nos la rompen. Sólo podemos llevar las
Novelas de Ahora
y los cuadernos de aventuras de diez céntimos. Con esto me ha pasado una cosa muy graciosa:
En las dos colecciones se ha publicado la misma obra de Balzac, pero en
La Novela Ilustrada
se titulaba
Eugenia Grandet
y en la de
Ahora, Los avaros de provincias
. Se las llevé al padre Vesga, que es el más carca de todos los curas nuestros, y le dije si también tenía que romper aquella
Novela Ilustrada
que era la misma que la otra. Se puso conmigo hecho una fiera, me castigó y se quedó con los dos libros. Después se puso de pie en la tarima y, dando puñetazos en la mesa y en los dos libros, nos explicó: