La fortuna de los Rougon

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Asociado políticamente a la defensa de los derechos humanos en el célebre «asunto Dreyfus», el nombre de Émile Zola (1840-1902) ha pasado a la historia de la literatura no sólo como fundador y teórico del naturalismo, sino también como vigoroso narrador del clima social y político de una época. En la extensísima serie denominada «Los Rougon-Macquart», en la que utilizó como laxo hilo conductor las vidas de los diferentes miembros de dos ramas dispares provenientes de un tronco común, alumbró un vasto fresco histórico y social de la Francia del Segundo Imperio, esto es, el período que transcurre entre la coronación de Luis Bonaparte como Napoleón III en 1852 y su destronamiento tras la guerra franco-prusiana de 1871. Situada en los revueltos tiempos que marcaron la efímera experiencia de la III República francesa,
La fortuna de los Rougon
, primera de esta serie de novelas autónomas, establece el origen de esta frondosa saga y narra el ascenso social de la rama de los Rougon a favor de los vendavales políticos y la instauración del imperio.

Émile Zola

La fortuna de los Rougon

ePUB v1.1

Griffin
23.06.12

Título original:
La fortune des Rougon

Émile Zola, 1871

Traducción: Esther Benítez

Editor original: Griffin (v1.0 al 1.1)

ePub base v2.0

Prólogo

Quiero explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta en una sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos que parecen, en un primer vistazo, profundamente disímiles, pero que el análisis muestra íntimamente ligados unos con otros. La herencia tiene sus leyes, como la gravedad.

Trataré de encontrar y de seguir, resolviendo la doble cuestión de los temperamentos y el medio, el hilo que conduce matemáticamente de un hombre a otro hombre. Y cuando tenga todos los hilos, cuando esté entre mis manos todo un grupo social, mostraré a ese grupo en acción, como actor de una época histórica, lo crearé actuando en la complejidad de sus esfuerzos, analizaré a la vez la suma de voluntad de cada uno de sus miembros y el impulso general del conjunto.

Los Rougon-Macquart, el grupo, la familia que me propongo estudiar, se caracteriza por el desbordamiento de los apetitos, la amplia agitación de nuestra época, que se abalanza sobre los placeres. Fisiológicamente, son la lenta sucesión de los accidentes nerviosos y sanguíneos que se declaran en una raza, a consecuencia de una primera lesión orgánica, y que determinan, según el medio, en cada uno de los individuos de esa raza, los deseos, las pasiones, todas las manifestaciones humanas, naturales e instintivas, cuyos productos adoptan los nombres convencionales de virtudes y vicios. Históricamente, salen del pueblo, irradian por toda la sociedad contemporánea, ascienden a todas las posiciones, gracias a ese impulso esencialmente moderno que reciben las clases bajas en marcha a través del cuerpo social, y narran así el Segundo Imperio, con ayuda de sus dramas individuales, desde la celada del golpe de Estado hasta la traición de Sedán.

Desde hace tres años reunía yo los documentos de esta gran obra, y el presente volumen estaba incluso escrito cuando la caída de los Bonaparte, que yo necesitaba como artista y que siempre encontraba fatalmente al final del drama, vino a darme el desenlace terrible y necesario de mi obra. Ésta se halla, desde hoy, completa; se agita en un círculo cerrado; se convierte en el cuadro de un reinado muerto, de una extraña época de vergüenza y locura.

Esta obra, que constará de varios episodios, es, pues, en mi intención, la Historia natural y social de una familia bajo el Segundo Imperio. Y el primer episodio, La fortuna de los Rougon, debe llamarse con su título científico: Los orígenes.

ÉMILE ZOLA

París, 1 de julio de 1871

Capítulo 1

Cuando se sale de Plassans por la puerta de Roma, situada al sur de la ciudad, se encuentra, a la derecha de la carretera de Niza, después de haber dejado las primeras casas del arrabal, un baldío designado en la región con el nombre de ejido de San Mittre.

El ejido de San Mittre es un cuadrilátero de cierta extensión, que se alarga a ras del borde de la carretera, del que lo separa una simple franja de hierba gastada. Por un costado, a la derecha, una callejuela sin salida lo bordea con una hilera de casuchas; a la izquierda y al fondo, lo cierran dos lienzos de muralla roídos por el musgo, por encima de los cuales se divisan las altas ramas de las moreras del Jas-Meiffren, la gran finca que tiene su entrada más lejos, en el arrabal. Así cerrado por tres lados, el ejido es como una plaza que no lleva a ninguna parte y que sólo cruzan los paseantes.

Antiguamente había allí un cementerio colocado bajo la protección de San Mittre, un santo provenzal muy honrado en la comarca. Los viejos de Plassans recordaban aún, en 1851, haber visto en pie las tapias de ese cementerio, que llevaba años cerrado. La tierra, que se hartaba de cadáveres desde hacía más de un siglo, rezumaba muerte, y habían tenido que abrir un nuevo campo de sepulturas, en el otro extremo de la ciudad. Abandonado, el viejo cementerio se había depurado cada primavera, al cubrirse de una vegetación negra y tupida. Aquel suelo feraz, en el que los sepultureros no podían dar un golpe de laya sin arrancar algún jirón humano, tuvo una fertilidad extraordinaria. Desde la carretera, tras las lluvias de mayo y los soles de junio, se divisaban las puntas de las hierbas que desbordaban las tapias; en el interior, era un mar de un verde oscuro, profundo, salpicado de flores anchas, de singular esplendor. Se notaba abajo, en la sombra de los tallos apretados, el mantillo húmedo que hervía y rezumaba savia.

Una de las curiosidades de este campo eran entonces unos perales de brazos retorcidos, de nudos monstruosos, cuyos frutos enormes no habría querido coger ni un ama de casa de Plassans. En la ciudad se hablaba de aquella fruta con muecas de asco; pero los chiquillos del arrabal no tenían esas delicadezas, y escalaban los muros, en pandilla, por la tarde, con el crepúsculo, para robar las peras antes aún de que estuviesen maduras.

La ardiente vida de las hierbas y de los árboles pronto devoró toda la muerte del viejo cementerio de San Mittre; la podredumbre humana se la comieron ávidamente flores y frutas, y sucedió que, al pasar por aquella cloaca, ya no se sentía sino el penetrante aroma de los alhelíes silvestres. Fue sólo cuestión de algunos veranos.

Por aquel entonces, la ciudad pensó en sacar partido de aquella propiedad comunal, que dormía inútil. Se derribaron las tapias que bordeaban la carretera y el callejón sin salida, se arrancaron las hierbas y los perales. Después se trasladó el cementerio. Se excavó el suelo varios metros, y se amontonaron, en un rincón, las osamentas que la tierra tuvo a bien devolver. Durante cerca de un mes los chiquillos, que lloraban por los perales, jugaron a los bolos con las calaveras; unos bromistas pesados colgaron, una noche, fémures y tibias de todos los cordones de las campanillas de la ciudad. Este escándalo, cuyo recuerdo conserva aún Plassans, sólo cesó el día en que decidieron arrojar el montón de huesos en el fondo de un hoyo cavado en el nuevo cementerio. Pero, en provincias, las obras se hacen con prudente lentitud, y los habitantes vieron, durante una semana larga, un solo volquete que, de tarde en tarde, transportaba despojos humanos, como si hubiera transportado cascotes. Lo peor era que el volquete tenía que cruzar Plassans de punta a punta, y que el mal pavimento de las calles le hacía diseminar, a cada bache, fragmentos de huesos y puñados de tierra feraz. Nada de ceremonias religiosas: un acarreo lento y brutal. Jamás una ciudad se sintió más asqueada.

Durante varios años el terreno del viejo cementerio de San Mittre siguió siendo motivo de espanto. Abierto al primero que llegase, al borde de una carretera principal, siguió desierto, presa de nuevo de los hierbajos. La ciudad, que sin duda contaba con venderlo, y con ver edificar allí casas, no debió de encontrar comprador; quizá el recuerdo del montón de huesos y del volquete yendo y viniendo por las calles, solitario, con la pesada terquedad de una pesadilla, echó para atrás a la gente; quizá haya que explicar el hecho por la pereza de la provincia, por esa repugnancia que experimenta a destruir o reconstruir. Lo cierto es que la ciudad conservó el terreno y acabó incluso olvidando su deseo de venderlo. Ni siquiera lo rodeó con una empalizada; entró quien quiso. Y poco a poco, con ayuda de los años, se acostumbraron a aquel rincón vacío; se sentaron en la hierba de los bordes, cruzaron el campo, lo poblaron. Cuando los pies de los paseantes gastaron la alfombra de hierba, y la tierra batida se volvió gris y dura, el viejo cementerio tuvo cierto parecido con una plaza pública mal nivelada. Para borrar mejor todo recuerdo repugnante, los habitantes, sin darse cuenta, se vieron inducidos lentamente a cambiar la denominación del terreno; se contentaron con conservar el nombre del santo, con el cual bautizaron también el callejón sin salida que se abre en un rincón del campo; hubo el ejido de San Mittre y el callejón de San Mittre.

Estos hechos datan de lejos. Desde hace más de treinta años, el ejido de San Mittre tiene una fisonomía particular. La ciudad, demasiado indiferente o dormida para sacarle partido, lo ha alquilado, por una pequeña suma, a unos carreteros del arrabal, que lo han convertido en depósito de maderas. Todavía hoy está atestado de enormes vigas, de diez a quince metros de largo, yaciendo aquí y allá, en montones, semejantes a haces de columnas derribadas al suelo. Esas pilas de vigas, esa especie de mástiles colocados en paralelo, y que van de un extremo a otro del campo, son una continua alegría para los chavales. Al haberse deslizado algunas piezas de madera, el terreno se encuentra, en ciertos lugares, totalmente recubierto por una especie de entarimado de tablas redondeadas sobre el cual sólo se logra caminar con milagros de equilibrio. Pandillas de niños se entregan a este ejercicio todo el día. Se los ve saltando los gruesos tablones, siguiendo en fila las estrechas aristas, arrastrándose a horcajadas, juegos variados que terminan en general entre empellones y lágrimas; o bien una docena de ellos se sientan, apretados unos contra otros, en el extremo delgado de una viga elevada unos cuantos pies sobre el suelo, y se columpian durante horas. El ejido de San Mittre se ha convertido así en sitio de recreo donde se desgastan desde hace más de un cuarto de siglo los fondillos de los galopines.

Lo que ha acabado de imprimir a ese rincón perdido un extraño carácter es que, por costumbre tradicional, los gitanos que van de paso lo eligen como domicilio. En cuanto una de esas casas rodantes, que encierran una tribu entera, llega a Plassans, va a guarecerse al fondo del ejido de San Mittre. Así, el lugar nunca está vacío; siempre hay allí alguna banda de facha singular, alguna cuadrilla de hombres feroces y de mujeres horriblemente enjutas, entre los cuales se ve revolcarse por el suelo grupos de hermosos niños. Esa gente vive al aire libre, sin avergonzarse, delante de todos, calentando el puchero, comiendo cosas sin nombre, desplegando sus pingos agujereados, durmiendo, peleándose, besándose, apestando a suciedad y miseria.

El campo muerto y desierto, donde antaño sólo los abejorros zumbaban alrededor de las flores ubérrimas, entre el silencio aplastante del sol, se ha convertido así en un lugar bullidor, lleno del ruido de las disputas de los gitanos y de los gritos agudos de los golfillos del arrabal. Un aserradero, que corta en una esquina las vigas del depósito, chirría, sirviendo de fondo sordo y continuo a las voces agrias. Este aserradero es muy primitivo: colocan la pieza de madera sobre dos altos caballetes y dos chiquichaques, uno arriba, montado en la propia viga, otro abajo, cegado por el serrín que cae, imprimen a una ancha y fuerte sierra un continuo movimiento de vaivén. Durante horas esos hombres se doblan, parecidos a títeres articulados, con regularidad y sequedad de máquinas. La madera que cortan se alinea, a lo largo de la muralla del fondo, en pilas de dos o tres metros de alto, y metódicamente construidas, tabla a tabla, en forma de cubo perfecto. Esa especie de almiares cuadrados, que a menudo permanecen allí varias temporadas, comidos por las hierbas a ras del suelo, son uno de los encantos del ejido de San Mittre. Forman senderos misteriosos, estrechos y discretos, que llevan a una vereda más ancha, que queda entre las pilas y la muralla. Es un desierto, una franja de verdor desde donde sólo se ven trozos de cielo. En esa vereda, cuyos muros están tapizados de musgo y cuyo suelo parece cubierto de una alfombra de alta lana, reinan aún la vegetación exuberante y el silencio estremecido del viejo cementerio. Se sienten correr por ella esos soplos cálidos y vagos de la voluptuosidad de la muerte que salen de las viejas tumbas caldeadas por los grandes soles. No hay, en la campiña de Plassans, un lugar más emocionante, más vibrante de tibieza, de soledad y de amor. Allí es exquisito amar. Cuando se vació el cementerio, debieron de apilar los huesos en ese rincón, pues no resulta raro, todavía hoy, desenterrar fragmentos de calavera al hurgar con el pie entre la hierba húmeda.

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