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Authors: Julio Espinoza Guerra

La fría piel de agosto (5 page)

BOOK: La fría piel de agosto
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En medio de la oscuridad escucha que su corazón se desacelera y, más tranquila, introduce en el bolso primero la punta de los dedos, luego el resto de la mano. A tientas, mueve un par de objetos hacia los costados hasta encontrar las llaves. Con la misma certeza de la búsqueda reciente, encaja la llave en la cerradura, abriendo la puerta de una manera rápida y limpia.

Entra a su piso y con las bolsas agarradas con seguridad camina hasta el salón. Las deja sobre el sofá y se acerca a las ventanas, levantando persianas y abriendo sus batientes. Se queda un rato observando la plaza y recuerda la primera vez que lo vio. Su espalda entrando en el supermercado. Chileno, se dice, y lo primero que se le viene a la cabeza son los nombres de Neruda, Mistral, Donoso, Bolaño. Todos escritores. Después piensa en Allende, Pinochet y la dictadura. Olga se acuerda bien de los exiliados, de La Moneda ardiendo, de algunas canciones. En ese momento tocan el timbre. No reacciona de inmediato. Casi no recuerda cómo suena. Solo cuando lo escucha de nuevo se anima a avanzar por el pasillo. Luego observa por la mirilla. Al otro lado está Andrés.

A Olga se le acelera el corazón, se le aprieta el estómago y se le traba la lengua. De todas maneras abre sonriendo. Andrés le pregunta si tiene algo de sal gorda, un par de kilos, por ejemplo. Se le ha olvidado comprarla y como tiene los pescados sobre el lavaplatos y el horno encendido, no puede bajar por ella. Olga sonríe. No encuentra excusa más tonta para intentar entablar una conversación. No se le podía ocurrir otra cosa más manejable, piensa. Dos kilos de sal gruesa es mucha sal; además, pesa bastante; por último, casi nadie la compra.

Creo…, dice dejando la frase sin terminar, para adentrarse en el pasillo. No lo ha invitado a pasar. En la despensa, Olga mueve tarros de conserva, servilletas, arroz, pasta, hasta que encuentra una bolsa. La coge. Camina de vuelta por el pasillo, cargando el paquete como si se tratase de un niño en brazos de su madre.

En el umbral Andrés sigue quieto, con su calva reluciente, sus gafas de pasta negra, su camisa blanca arremangada hasta los codos. Al pasarle la sal le regala un gracias. Y cuando Olga está a punto de cerrar la puerta después de un no pasa nada, ya me la retribuirás, él le dice que puede ser luego, a la hora de la comida. Lo ha dicho con la cabeza gacha, gesto que lo hace parecer más viejo de lo que es. Luego la va levantando hasta que sus ojos claros la quedan mirando fijamente. ¿A comer?, dice ella, asombrada. Bueno, no es mi intención molestarte; si no puedes, lo dejamos para otro día. Olga está a punto de decirle que sí, que mejor otro día, pero recuerda los cuadros y le responde que no, que está bien, que si quiere puede ser a eso de las tres. Él mira su reloj. Es la una y media. Sí, está bien, dice y se marcha, dejándola nuevamente sola.

Cuando se apaga la luz del rellano, mantiene un instante la puerta abierta, como si necesitara que corriese el aire para refrescarle el cuerpo y las ideas. Las cosas están pasando muy rápido, piensa. Pero luego reflexiona que las cosas, en el último año, han ido demasiado lentas y que quizá es normal este proceso, este ir y venir, este péndulo que a veces se acelera y luego se retarda, como un reloj mal ajustado, como un coche en el que al meter primera, en vez de avanzar, retrocediese.

Olga tiene una sonrisa marcada en el rostro que resalta sus facciones haciéndolas más bellas. Pareciera que esa luz que ha estado viendo durante todo el día desde que se levantó, se le ha pegado al cuerpo. Si Andrés la viera la encontraría guapa, aunque es muy probable que ya la encuentre guapa. Sabe que aunque no se atreva a confesarlo, estaba esperando desde el primer día este encuentro. El nudo en el estómago, el temblor en el hablar, sus palpitaciones, van cambiando de color. Es cierto que siguen allí, pero no de la misma forma: antes era algo parecido al miedo, ahora es ilusión. ¿Ilusión?, se dice, y no le gusta. De qué, piensa cuando cierra la puerta. De quién.

En el salón se detiene frente a las compras. No quiere ilusionarse porque las desilusiones duelen. Pero de todas maneras toma las bolsas, las lleva a su habitación y comienza una ceremonia de acicalamiento de la que no tiene memoria. Uno tras otro los vestidos, las faldas, los pantalones van cayendo sobre su cuerpo y luego al suelo, hasta que llega al primer vestido que se probó: es negro, con líneas rojas y verdes. Olga está encantada de cómo se ve. Un sentimiento de querer seducir y ser seducida le sube por el esófago, pasa por su garganta y, en vez de salir por la boca, atraviesa su nariz, para luego desviarse hacia el cerebro, llenándolo de sensaciones placenteras.

Camina hacia el baño decidida a darse una ducha. Se saca el vestido con lentitud, luego el sujetador, para terminar bajándose las bragas, deslizando las palmas de sus manos por los muslos. Desnuda, se mira en el espejo de cuerpo entero. Se regodea un rato notando que aun sin ser la que era a los veinte, a sus treinta y siete sigue teniendo la carne prieta, quizá por la delgadez, gracias a la delgadez. El proceso de seducción, se dice, comienza por una misma. Entonces entra en la bañera, abre la ducha y deja que el agua fría le moje el rostro y la piel, le endurezca los pezones, le baje por el vientre, se escurra piernas abajo, hasta mojar la planta de los pies. La escena podría ser sensual si no fuera por el gorrito que lleva puesto para no mojarse el pelo, que la asemeja a ciertas fotos antiguas de mujeres preparándose para su baño particular, dentro de tinas o, directamente, de barriles, en estancias llenas de vapores y sales y sirvientas solícitas a mojar espaldas o raspar talones con piedras volcánicas.

Cuando sale de la ducha, se siente la misma pero otra. Otra más segura, más luminosa, más fresca. Vuelve a ponerse el vestido y después de deslizar sus pies dentro de unas sandalias adornadas con libélulas, avanza a la cocina para beber algo de agua. Allí de nuevo se asombra con el cuadro que se asoma a la ventana. Sobre un trípode descansa una bata llena de manchas, de gotas de diferentes colores. Olga recuerda a Andrés, su camisa blanca, su pantalón negro, su normalidad de hombre calvo con gafas de pasta que luego de trabajar un rato en el taller, se ha puesto a cocinar, vistiendo la ropa de todos los días, de todos los momentos, de todas las labores.

Al pensarlo, se siente incómoda enfundada en ese vestido de colores hermosos, pero tan formal, tan intencionado para algo que no es más que una simple comida un mediodía de verano en la casa del vecino, que seguramente está aún más solo que ella y sin duda necesita a alguien con quien conversar, alguien a quien decirle cosas, aunque sean prosaicas, aunque al final no lleguen a salir nunca de sus labios. Es por eso que Olga retorna a la habitación, se saca el vestido nuevo y se enfunda los vaqueros y la camisa blanca. Al fin de cuentas están limpios y sin sudor. Se da el capricho de quedarse con las sandalias de libélulas y de añadir a su inexistente maquillaje un par de pendientes de color verde y rojo que le dan un toque femenino, casi aniñado, tipo protagonista de la
nouvelle vague
. Le encantaría ponerse una boina o algo por el estilo, pero no usa desde que a los dieciséis años las compañeras de instituto se rieron de ella; además, hace calor.

Los minutos pasan rápido y se retoca el pelo sin mirarse en el espejo en ese gesto típico y cotidiano de las mujeres, aunque no lo sea para ella, que se ha hundido en el sofá y cruzado el Mediterráneo tantas veces. Ese es otro motivo de felicidad contenida, como lo es que en unos minutos vaya a estar tocando el timbre de Andrés, su vecino, el pintor; el timbre de un hombre que no es su padre ni su hermano ni su marido.

A los náufragos que ven la costa tan próxima, les suele entrar un temblor muy fuerte en las rodillas y un miedo creciente ante lo que parece un espejismo. Es por eso que a Olga, que quisiera volar hacia el descansillo del edificio, hacia el timbre de Andrés, se le doblan las piernas y tiene que sujetarse a las paredes que rodean el pasillo para no caerse. Se trata de una cosa mental y lo sabe. Así que piensa que no puede ser, que todo el mundo se merece una oportunidad y que por último solo se trata de una comida y, más aún, de un gesto de gratitud de su vecino por regalarle dos kilos de sal gorda. ¡Dos kilos de sal gorda! Olga espera que no se le haya pasado de sal lo que sea que ahora esté cocinando. Y riéndose de esa petición tan curiosa y tan fuera de lugar para los románticos anuncios de café o vino, logra traspasar el umbral que la separa de la zona de nadie que es la escalera. A las tres en punto, apretando los labios e intentando que la lengua no se le trabe en el momento del saludo, Olga toca el timbre de Andrés.

 

 

 

 

Olga toca el timbre y siente pasos al otro lado de la puerta. Andrés abre. Está vestido casi de manera idéntica a ella, solo que sus pantalones son negros y las sandalias, en vez de llevar libélulas multicolores, son como las de los franciscanos. Le sonríe y la invita a pasar con un gesto. Disculpa el desorden, se excusa antes de desembocar en el salón, que hace también de estudio de pintura.

Sobre el sofá, cubierto de papel de periódico, están la paleta, los óleos y los pinceles, que apenas se equilibran dentro de frascos con trementina. Sé que no huele muy bien; tendrás que perdonarme, le dice, y Olga le responde, mientras se sienta a la mesa que ya está arreglada, que no se preocupe, que se trata de uno de los mejores olores que hay en el mundo. Andrés no agrega nada, pero tuerce los labios en una sonrisa que no acaba de salirle de los labios. Así camina hasta la cocina, no sin antes comentarle que, mientras vuelve, puede mirar todo lo que quiera.

Olga se queda sentada. Observa la mesa: un mantel verde con dos sobremanteles rojos. Las servilletas son de papel y en vez de copas hay vasos, uno para el agua y otro para el vino. Al centro hay una ensalada de tomate, lechuga, canónigos y queso de cabra. Se nota el vinagre de Módena sobre las hojas. Los cubiertos son de metal; los cuchillos, de pescado. La botella de vino blanco está al lado de la jarra del agua. La toca. Está fresca. Lee su nombre: Novas. Es un Chardonnay de 2004 sin abrir. Lo coge y observa las anotaciones del dorso. Lo que más le llama la atención es que es de Chile, como él.

Al dejar la botella sobre el mantel, gira la cabeza y se queda mirando el cuadro que está sobre el atril del salón, junto al ventanal y que hasta ahora no había advertido. Es solo una silla vacía, de respaldo naranja y asiento azul. Abandonada en una sala blanca, pareciera que un ser invisible observa a quien la mira. La soledad y la muerte se cuelan en forma de vellos erizados en su brazo derecho. Para calmar los recuerdos que de pronto quieren escapar de esa lámpara de Aladino que es el día que está viviendo, mira en dirección contraria. Se encuentra con una brecha desde la que se vislumbra la pequeña habitación donde Andrés ha dejado el cuadro de la ventana de su cocina, renegrida por los humos, sucia de soledad. Está a punto de naufragar en medio de dos pinturas que le remueven diferentes recuerdos: el dolor que provoca el vacío cuando llega de golpe y sin justificación. Por suerte, esta vez no hay nada de manchas de sangre. Están ocultas tras la pared blanca que rodea la silla y detrás de ese mismo blanco ennegrecido de su ventana.

Olga piensa que esa ventana y esa silla son metáforas perfectas de su naufragio. No hay que mirarlas mucho para distinguir que ocultan un barquito de cáscara de nuez intentando atravesar su propio estrecho, su propio Golfo de Penas.

En ese instante escucha los pasos de Andrés y de inmediato su voz, diciéndole que ya está. Pone frente a sus ojos dos doradas a la sal adornadas con patatas fritas, tomates cherry, perejil y aceite de oliva. Parecen una pareja de gordos retozando su lujuria y su gula. Olga se sorprende de lo hermoso que se ve el plato dentro de la fuente de cristal. Esa abundancia de colores y los dos bichos juntos, casi abrazados, le hacen olvidar por completo sus temores, o casi, porque antes de comenzar a comer le pide a Andrés que, por favor, si no le molesta, le dé la vuelta a la pintura de la silla.

No te gusta, dice él, y Olga le tiene que aclarar que no se trata de eso. Mirándola, deja la fuente sobre la mesa. No pasa nada, agrega, y se acerca al atril y la gira. Cuando se sienta, Olga nota que la cara se le ha oscurecido e insiste en decirle que no es que no le guste, al contrario, pero… esa soledad, susurra. Andrés repite: esa soledad, sin que Olga pueda mirarlo porque ha bajado la vista dirigiéndola más allá del mantel, más allá de la cubierta de la mesa, dentro de la madera, al lugar donde los nudos, los aros destrozados por las sierras eléctricas cuentan, igual que la pupila de Andrés, una historia secreta. Ella, quizá para llenar el silencio, quizá porque siente que algo acaba de quebrarse dentro de ese día tan luminoso, tan perfecto, añade rápidamente que son sus cosas y que, quizá, quién sabe, algún día se las contará.

Por momentos solo se escucha el sonido del corcho saliendo de la botella, el vino cayendo sobre los vasos y las bocas sorbiéndolo, primero levemente y después de un solo sorbo. Lo que queda en el aire es el metal de los cubiertos sobre el cristal de la fuente, ese continente de objetos inanimados, de peces ahogados en la nada, y el masticar de ambos: diente contra diente, muela contra carne. Rebotan los sonidos sobre la pared blanca del salón, sobre los tubos de los óleos, sobre el papel de periódico que envuelve el sofá. De pronto parecen pequeñas figuras mudas dentro de su casa de muñecas manejadas por una niña que después de convocarlos los ha olvidado. No se miran porque no saben por dónde proseguir. Así que comen. Por lo menos comen. Al mismo tiempo que sus rostros se evitan, que se sienten más desconocidos que nunca.

Cuando solo quedan espinas, Olga se atreve a decir muy bajo la comida ha estado bien; qué va, en realidad ha estado estupenda. Andrés la mira y se lo agradece con esa cordialidad seca de quien no cree en lo que le están diciendo. Olga insiste. No te miento, de verdad que ha estado riquísimo. Si pudiese, me hubiera comido hasta las espinas, le dice, llevándose el último trozo de dorada a la boca, bebiendo una vez más ese vino, Novas, que ahora sí, cuando ya no queda nada para comer sobre la mesa, le refresca la garganta.

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