La invitó a pasar el fin de semana en Madrid. Su jefe el señor Barroso y su nuera, la señora Michelina, volaron a Roma. Quería pasearla, enseñarle la Cibeles, la Gran Vía, la Calle de Alcalá y El Retiro.
Se miraron y no tuvieron que decir las palabras de su acuerdo. Somos dos solitarios y ahora estamos juntos.
El viejo vestido de negro, con el sombrero negro clavado hasta las orejas peludas, conduce la camioneta y no te mira nunca; quiere estar seguro de que vas junto a él y cumplirás tu parte de la apuesta.
No te mira pero te habla. Es como si sólo su voz te reconociera, jamás su mirada. Su voz te da miedo, soportarías mejor su mirada, por terribles, encarcelados, justicieros que sean sus ojos. Algo que nunca habías pensado te habla adentro de tu pecho, como si allí, en tu aliento capturado, pudieses hablar con tu carcelero, el prisionero que terminó de cumplir su sentencia, salió al mundo y en seguida te hizo prisionero a ti…
Tú y tus amigos tampoco se miraban entre sí. Tenían miedo de ofenderse con la mirada. El contacto de los ojos era peor, más peligroso que el de las manos, el sexo, la piel. Era preciso evitarlo. Ustedes eran muy hombres porque nunca se dirigían la mirada, caminaban por las calles del pueblo mirándose las puntas de los zapatos y a los demás, invariablemente, los veían con algo feo, desdén o provocación, burla o inseguridad. Pero el Paquito sí te miró, te miró derecho, muerto de susto pero directo, y eso no se lo perdonaste, por eso lo agarraste a golpes, le zurraste…
Pasan cien, doscientos venados color de durazno maduro corriendo por las tierras de Extremadura, como si buscaran el refuerzo final de su número. El viejo los mira y te dice que no mires a los venados, que mires arriba, a los buitres que circulan ya en espera de que algo le ocurra a un venado…
—Hay jabalíes también —dijiste por decir algo, por animar la conversación con el padre, el verdugo, el vengador del idiota Paquito.
—Ésos son los peores —te contestó el viejo—. Son los más cobardes.
Dijo que los jabalíes viejos, antes de bajar al agua, mandaban por delante a los críos y a las hembras, a los machos jóvenes y a las hembras, guiados por el viento y el olfato para comunicarle al jabalí viejo que el camino estaba libre para ir a beber. Sólo entonces descendía al agua el viejo jabalí.
—A los machos jóvenes que van por delante los llaman escuderos —dijo el viejo, primero con seriedad, luego ganado poco a poco por la risa—. Los jóvenes escuderos son los que son cazados, los que mueren. En cambio el jabalí viejo cada vez sabe más por viejo, deja que los críos y las hembras se sacrifiquen por él…
Ahora sí, ahora sí volvió a verte con una mirada roja, encendida como una brasa reavivada, la última brasa en el centro de la ceniza que todos creían muerta.
—Se ponen grises de viejos. Los jabalíes. Salen sólo de noche, cuando los críos ya fueron cazados o regresaron vivos a decir que el camino está despejado.
Reía con ganas.
—Sólo salen de noche. Se vuelven grises con el tiempo. Se les retuerce el colmillo. Jabalí viejo, colmillo torcido.
Dejó de reír y se pegó con un dedo sobre los dientes.
Te contrató el auto de este lado del túnel. No necesitó decirte que confiaba en tu honor. Te dejaba solo para ir del otro lado. Tomaba catorce minutos exactos cruzar el túnel de la Luna. Mediría el tiempo de tu salida. A los quince minutos, tú te darías la vuelta para entrar otra vez al túnel y él, el viejo, empezaría a correr en sentido contrario.
—Adiós —dijo el viejo.
Salieron de la carretera entre el humo de la central eléctrica mezclado con la neblina de las altas montañas, junto a pozos de hulla abandonados que cicatrizaban lentamente en la tierra. Los chicos jugaban fútbol. Las viejas se encorvaban sobre las hortalizas. El hormigón, las varas, los bloques de cemento y los muros de contención iban desmontando la tierra para dar paso a la carretera y a la sucesión de túneles que penetraban, venciéndola, la Sierra Cantábrica. Era una espléndida carretera y Leandro conducía el Mercedes de su jefe de prisa, con una sola mano. Con la otra apretaba la de su Encarna y ella le pedía ir más despacio, Jesús, que no la asustara, se trataba de llegar vivos a Madrid, pero él que ni modo, por más que ella lo suavizara, él tenía costumbres y reacciones de macho que no iba a dejar de un día para otro, además el Mercedes ronroneaba como un gato, era una delicia manejar un carro que se deslizaba sobre la carretera como mantequilla sobre un bolillo, sonrió cuando entraron al larguísimo túnel de los Barrios de la Luna, dejando atrás el paisaje tutelar de picachos nevados y brumas rasgadas. Leandro encendió las luces como dos ojos de gato, seguido de la vieja camioneta manejada por un hombre vestido de negro, con el sombrero negro hundido hasta las orejas inmensas y la barba gris picándole el cuello blanco de la camisa sin cuello. Se rascó el lóbulo de la oreja peluda. Se cuidó de cambiar de carril y pasarse al izquierdo, exponiéndose a un choque seguro. Mejor siguió a la distancia, con seguridad, a ese elegante Mercedes con placas de Madrid. Se carcajeó. El honor se lo dejaba a los gilipollas. Él iba a vengar a su pobre hijo.
Tú corrías a noventa por hora, avergonzado de pensar que lo hacías para que te detuviera la policía de caminos y te impidiera entrar al túnel que se avecinaba. Te mareó el paso súbito del sol duro a la bocanada de humo, al aliento de niebla negra dentro del túnel. Tomaste con decisión el carril izquierdo, arrancaste en sentido contrario, diciéndote que ibas a dejar la aldea de piedra, la lengua de piedra, eso era mejor que irse a América, esto era ser auténtico, ser tú mismo, exponerte para ganar una apuesta, y qué apuesta, doscientos mil duros, de un golpe, exponías la vida pero con suerte te hacías rico de un golpe, a ver si la suerte te protegía, si no te la jugabas ahora ya no lo harías nunca, la suerte era igual que el destino y todo dependía de una apuesta, esto era igual que meterse de torero, pero en vez del toro lo que avanzaba velozmente hacia ti era un par de luces encendidas, cegantes para ti y para el que conducía el carro contrario, dos cuernos luminosos, apostaste: ¿sería el viejo hijo de su puta madre y padre de sus putos hijos, quién, quién o quiénes serían estos seres a los que ibas a darles un gran abrazo de piedra, tú con tus cuernos de toro luminosos también, como esos que sostienen a todas las vírgenes de España y de América?, pensaste en una mujer antes de estrellarte contra el auto que venía en sentido contrario, que era el sentido correcto, pensaste en el pan de las vírgenes, el pan de las novias de todo el mundo, pan de chourar, el pan del llanto convertido en piedra.
A David Carrasco
Hijo de la altura, descendiente de la nieve, los hielos del cielo lo bautizan cuando brota en las montañas de San Juan, rompe el escudo virginal de las cordilleras, inicia su abrupta juventud desafiando cañones y abriendo tajos para que pasen las aguas tormentosas de mayo a junio, pierde altura pero gana desierto, gasta la madurez en dejar limosnas de agua aquí y allá entre el mezquite, su vejez lujosa la dispensa en fértiles tierras labrantías y su muerte se la regala, exhausto, al mar río grande, río bravo, ¿siempre crecieron contigo, desde la creación, los cedros gruesos y aromáticos que fueron madera de tus nodrizas, siempre anunciaron tu llegada las plantas rodadoras del desierto, siempre te defendieron de los intrusos las espinas del palo verde y las bayonetas de las yucas, siempre perfumaron tus amores los inciensos del piñón, siempre te escoltaron los séquitos de álamos blancos y te disfrazaron los abetos rojos, siempre te mecieron las olas color aceituna de tus pastos inmensos, no impidieron tu muerte las nerviosas lechuguillas enfermeras, no la conmemoraron los frutos negros del enebro, no lloraron los sauces tu réquiem, río grande, río bravo, no te olvidaron el creosote, el cacto y la artemisa, tan sedientos de tu paso, tan obsesionados por tu siguiente renacimiento que ya no se acuerdan de tu muerte? el río de varios pisos viaja de regreso a sus orígenes desde las llanuras costaneras, su fértil media luna arrastra una capa de pantanos, el valle se ancla entre el pino y el ciprés hasta que lo vuelve a levantar un vuelo de palomas, llevándose el río a un mirador escarpado donde la tierra se quebró desde el primer día de la creación, bajo la mano de Dios: ahora Dios, todos los días, le da la mano al río grande, río bravo, para que suba a su balcón y ruede por los tapetes de su antesala antes de abrirle las puertas de su siguiente estancia, el escalón que lleva sus aguas, si logran escalar los enormes barrancos, a los techos del mundo donde cada meseta tiene su nube fiel que la acompaña y la reproduce como un espejo de aire, pero ahora la tierra se seca y el río nada puede hacer por ella salvo plantar estacas que guíen su curso y el de sus viajeros, pues es aquí donde todos se perderían si no fuese por la protección de las montañas de Guadalupe que devuelven el río a su seno, río grande, río bravo, de regreso en su cueva nutricia de donde nunca debió salir rumbo al exilio de la sangre y el trabajo, el exilio de la muerte y la ceguera huracanada del mar que lo espera de nuevo para ahogarle…
BENITO AYALA Detenido en la noche a la orilla del río, Benito Ayala estaba rodeado de hombres parecidos a él. Todos entre los veinte y los cuarenta años, todos tocados con sombreros de petate, todos vestidos con camisas y pantalones de mezclilla, zapatos fuertes para el trabajo en clima frío, chamarras de colores y diseños variados.
Todos levantan los brazos, los abren en cruz, cierran los puños, ofrecen su trabajo silenciosamente, del lado mexicano del río, esperando que alguien los note, los salve, les haga caso. Prefieren exponerse a ser fichados que dejar de anunciarse, hacerse presentes: Aquí estamos. Queremos trabajo.
Todos se parecen, pero Benito Ayala sabe que cada uno va a cruzar el río con un costal de recuerdos diferentes, una mochila invisible en la que sólo cabe la memoria particular de cada uno de ellos.
Benito Ayala cerró los ojos para olvidar la noche e imaginar el cielo. Por su cabeza pasó un lugar. Era su pueblo, en las montañas de Guanajuato. No muy distinto de muchos pueblitos mexicanos de montaña. Una sola calle por donde pasaba la carretera. A ambos lados, las casas todas de un piso. Allí mismo los comercios, las tlapalerías, la fonda, la farmacia. A la entrada, la escuela. A la salida, la gasolinera y los mejores excusados del pueblo, el mejor radio, los refrescos mejor refrigerados. Pero para usar los excusados, había que llegar en coche. Conocían a los lugareños. Los mandaban a cagar al monte, riéndose de ellos.
Atrás de las casas, las huertas, los jardincitos, el riachuelo. Todos los muros pintados, anunciando cervezas, propaganda del PRI, elecciones próximas o pasadas. Viéndolo bien y a pesar de todo, un pueblo bueno, un pueblo dulce, un pueblo con historia y con lo que el pasado le regala a sus descendientes para hacer una vida buena.
Pero de nada de esto vivía el pueblo.
El pueblo de Benito Ayala vivía de enviar trabajadores a los Estados Unidos y de las remesas que los trabajadores hacían al pueblo.
Los viejos y los niños, los escasos comerciantes, hasta los poderes políticos, se acostumbraron a vivir de esto. Era el principal y puede que el único ingreso del pueblo. ¿Para qué inventarse otro? Las remesas eran hospital, seguro social, pensión, maternidad, todo junto.
Con los ojos cerrados, detenido de noche del lado mexicano del río, con los brazos abiertos y los puños cerrados, Benito Ayala iba recordando a las generaciones de su pueblo.
Fue el bisabuelo Fortunato Ayala el primero que salió de México huyendo de la Revolución.
—Esta guerra no se va a acabar nunca —anunció un día poco antes de la batalla de Celaya allí mismo en Guanajuato—. La guerra va a durar más que mi vida. Mientras todos nos unimos contra el tirano Huerta, me aguanté. Pero ahora que nos vamos a matar los hermanos los unos a los otros, mejor me voy.
Se fue a California y trató de poner un restorán. Nomás que a los gringos no les gustaba nuestra comida. Ponerle chocolate al pollo les daba náusea. Quebró. Buscó trabajo en la industria, porque decía que para agacharse a recoger tomates, mejor se regresaba a Guanajuato. Sólo que a donde quiera que fue, la respuesta fue siempre la misma, como si se hubieran aprendido un catecismo: —Ustedes no fueron hechos para trabajar en fábricas. Mírense. Son bajitos. Están cerca de la tierra. Agáchense, recojan frutas y verduras. Para eso los hizo Dios—. Se rebeló. Llegó como pudo (máximamente en los vagones de carga de los trenes, escondido pero de a oquis) hasta Chicago y le importó madres el frío, el viento, la hostilidad. Encontró trabajo en el acero. Cerca de la mitad de los trabajadores de la acerera eran mexicanos. Ni siquiera tuvo que aprender inglés. Mandó a Guanajuato los primeros dineritos. En esa época todavía funcionaba el correo y un sobre con dolaritos llegaba a su destino en la cabecera municipal de Purísima del Rincón y allí iban a recogerlo sus familiares. Veinte, treinta, cuarenta dólares. Una fortuna para un país devastado por la guerra donde cada facción rebelde emitía sus propios billetes, los famosos «bilimbiques».
Fortunato Ayala, antes de enviar sus dólares, los miraba largamente, acariciándolos con los ojos, imaginándolos de satín, de seda, no de papel, tan brillantes y planchaditos, los miraba largamente a contraluz, como para asegurarse de su validez y aun de su belleza verde, presidida por Jorge Washington y el Ojo de Dios de los Huicholes. ¿Qué hacía el símbolo sagrado de los indios mexicanos en el billete de a dólar gringo? En todo caso, el triángulo de la mirada divina significaba protección y previsión, aunque también fatalidad. Jorge Washington parecía una abuelita protectora con cabecita de algodón y dientes postizos.
Pero nadie protegió al bisabuelo Fortunato cuando el desempleo norteamericano de 1930 lo arrojó fuera de los Estados Unidos, deportado junto con miles de mexicanos. Fortunato salió con pesadumbre, además, porque en Chicago dejó a una muchacha mexicana embarazada a la que nunca le ofreció nada más que amor. Ella sabía que Fortunato era casado y con hijos: sólo le pidió el apellido, Ayala, y Fortunato se lo dio, con un poco de miedo pero resignándose a ser generoso.
Se fue. Estableció una tradición: el pueblo viviría de las remesas de sus trabajadores emigrados. Su hijo, Fortunato como él, pudo llegar a California durante la segunda guerra, legalmente. Era un bracero. Entraba legalmente; sus patrones le hacían saber, de todas maneras, que su situación era muy precaria. Estaba a un paso de su propio país, México. Era fácil deportarlo sí las cosas se ponían mal en los USA. Qué bueno que no le interesaba hacerse ciudadano norteamericano. Qué bueno que amaba tanto a su país y sólo quería regresar a él. Qué bueno que soy trabajador y no ciudadano —les contestó Fortunato Hijo y eso no les gustó a sus patronos—. Qué bueno que soy barato y seguro, ¿verdad?