Michelina empezó a temer la mirada de otro hombre.
Les dieron sus mantas que ellos usaron atávicamente como sarapes y los subieron en autobuses. Bastó sentir el frío entre la salida de la terminal y la subida al camión para agradecer la chamarra previsora, la ocasional bufanda, el calor de los demás cuerpos. Se buscaban e identificaban socialmente, era perceptible una pesquisa para ubicar al compañero que pudiera parecerse a uno mismo, pensar igual, tener un territorio común. Con los campesinos, con los lugareños, siempre había un puente verbal, pero su condición era una especie de formalidad antiquísima, formas de cortesía que no lograban ocultar el patronazgo, aunque nunca faltaran los majaderos que trataban como inferiores a los más humildes, tuteándolos, dándoles órdenes, regañándolos. Eso era imposible aquí, ahora. Todos estaban amolados y la joda iguala.
Entre ellos, los que no tenían cara ni atuendo pueblerinos, se imponía también, por ahora, una reserva angustiosa, una de no admitir que estaban allí, que las cosas andaban tan mal en México, en sus casas, que no les quedaba más remedio que rendirse ante tres mil pesos mensuales por dos días de trabajo en Nueva York, una ciudad ajena, totalmente extraña, donde no era necesario intimar, correr el riesgo de la confesión, la burla, la incomprensión en el trato con los paisanos de uno.
Por eso un silencio tan frío como el del aire corría de fila en fila dentro del autobús donde se acomodaban noventa y tres trabajadores mexicanos y Lisandro Chávez imaginó que todos, en realidad, aunque tuvieran cosas que contarse, estaban enmudecidos por la nieve, por el silencio que la nieve impone, por esa lluvia silenciosa de estrellas blancas que caen sin hacer ruido, disolviéndose en lo que tocan, regresando al agua que no tiene color. ¿Cómo era la ciudad detrás de su largo velo de nieve? Lisandro apenas pudo distinguir algunos perfiles urbanos, conocidos gracias al cine, fantasmas de la ciudad, rostros brumosos y nevados de rascacielos y puentes, de almacenes y muelles…
Entraron cansados, rápidos, al gimnasio lleno de catres, echaron sus bultos encima de los camastros del ejército americano comprados por Barroso en un almacén de la Army & Navy Supply Store, pasaron al buffet preparado en una esquina, los baños estaban allá atrás, algunos empezaron a intimar, a picarse los ombligos, a llamarse mano y cuate, incluso dos o tres cantaron muy desentonados La barca de oro, los demás los callaron, querían dormir, el día empezaba a las cinco de la mañana, yo ya me voy al puerto donde se halla la barca de oro que ha de conducirme.
El sábado a las seis de la mañana, ahora sí era posible sentir, oler, tocar la ciudad, verla aún no, la bruma cargada de hielo la hacía invisible, pero el olor de Manhattan le entraba como un puñal de fierro por las narices y la boca a Lisandro Chávez, era humo, humo agrio y ácido de alcantarillas y trenes subterráneos, de enormes camiones de carga con doce ruedas, de escapes de gas y parrillas a ras de pavimentos duros y brillantes como un piso de charol, en cada calle las bocas de metal se abrían para comerse las cajas y más cajas de frutas, verduras, latas, cervezas, gaseosas que le recordaron a su papá, súbitamente extranjero en su propia ciudad de México, como su hijo lo era en la ciudad de Nueva York, los dos preguntándose qué hacemos aquí, acaso nacimos para hacer esto, no era otro nuestro destino, ¿qué pasó…?
—Gente decente, Lisandro. Que nadie te diga lo contrario. Siempre hemos sido gente decente. Todo lo hicimos correctamente. No violamos ninguna regla. ¿Por eso nos fue tan mal? ¿Por ser gente decente? ¿Por vivir como clase media honorable? ¿Por qué siempre nos va mal? ¿Por qué nunca acaba bien esta historia, hijito?
Evocaba desde Nueva York a su padre perdido en un apartamento de la Narvarte como si anduviera caminando por un desierto, sin refugio, sin agua, sin signos, convirtiendo el apartamento en el desierto de su perplejidad, agarrado en un vértigo de sucesos imprevistos, inexplicables, como si el país entero se hubiese desbocado, saltado las trancas, fugitivo de sí mismo, escapando a gritos y balazos de la cárcel del orden, la previsión, la institucionalidad, como decían los periódicos, la institucionalidad. ¿Dónde estaba ahora, qué era, para qué servía? Lisandro veía cadáveres, hombres asesinados, funcionarios deshonestos, intrigas sin fin, incomprensibles, luchas a muerte por el poder, el dinero, las hembras, los jotos… Muerte, miseria, tragedia. En este vértigo inexplicable había caído su padre, rindiéndose ante el caos, incapacitado para salir a luchar, trabajar. Dependiente de su hijo como él lo estuvo de niño de su padre. ¿Cuánto le pagaban a su madre por coser ropa rota, por tejer eternamente un chal o un suéter?
Ojalá que sobre la ciudad de México cayera también una cortina de nieve, cubriéndolo todo, escondiendo los rencores, las preguntas sin respuesta, el sentimiento de engaño colectivo. No era lo mismo mirar el polvo ardiente de México, máscara de un sol infatigable, resignándose a la pérdida de la ciudad, que admirar la corona de nieve que engalanaba los muros grises y las calles negras de Nueva York, y sentir un pulso vital: Nueva York construyéndose a sí misma a partir de su desintegración, su inevitable destino como ciudad de todos, enérgica, incansable, brutal, asesina ciudad del mundo entero, donde todos podemos reconocernos y ver lo peor y lo mejor de nosotros mismos…
Éste era el edificio. Lisandro Chávez se negó a mirar como payo hasta las alturas de los cuarenta pisos; sólo se preguntó cómo iban a limpiar las ventanas en medio de una tormenta de nieve que a veces lograba disolver el perfil mismo de la construcción, como si el rascacielos también estuviera fabricado de hielo. Era una ilusión. Al clarear tantito el día, podía verse un edificio todo de cristal, sin un solo material que no fuese transparente: una inmensa caja de música hecha de espejos, unida por su propio vidrio cromado, niquelado; un palacio de barajas de cristal, un juguete de laberintos azogados.
Venían a limpiarlo por dentro, les explicaron reuniéndolos en el centro del atrio interior que era como un patio de luz gris de cuyos seis costados se levantaban, como acantilados ciegos, seis muros de vidrio puro. Hasta los dos elevadores eran de cristal. Cuarenta por seis, doscientos sesenta rostros interiores del edificio de oficinas que vivía su vida a la vez secreta y transparente alrededor de un atrio civil, un cubo excavado en el corazón del palacio de juguete, el sueño de un niño en la playa construyendo un castillo, sólo que en vez de arena, le dieron cristales…
Los andamios los esperaban para subirlos a los distintos pisos, de acuerdo con la superficie de cada piso en una construcción que se iba angostando, piramidal, al llegar a la cima. Como en un Teotihuacan de vidrio, los trabajadores empezaron a subir hasta el piso diez, el veinte, el treinta, para desde allí limpiar los vidrios y descender de diez en diez, armados de limpiadores manuales y con tubos de ácido nomónico en la espalda, como los tanques de oxígeno de un explorador submarino: Lisandro ascendía al cielo de cristal, pero se sentía sumergido, descendiendo a un extraño mar de vidrio en un mundo desconocido, patas arriba…
—¿Es seguro el producto? —inquirió Leonardo Barroso.
—Segurísimo. Es biodegradable. Una vez usado, se descompone en elementos inocuos —le contestaron los socios yanquis.
—Más les vale. Metí una cláusula en el contrato haciéndolos responsables a ustedes por enfermedades de trabajo. Aquí uno se muere de cáncer nomás de respirar.
Ah qué don Leonardo —rieron los yanquis—. Es usted más duro que nosotros.
—Wellcome a tough Mexican —concluía el hombre de negocios.
—You're one tough hombre! —celebraron los gringos.
Ella había caminado con un sentimiento de gratitud desde su apartamento en la calle 67 Este al edificio situado en Park Avenue. El viernes en la noche lo pasó encerrada, dejó órdenes con el portero de no dejar pasar a nadie, menos que nadie a su ex-marido, cuya voz escuchó toda la noche insistiendo en el teléfono, hablándole al contestador automático, pidiéndole que lo recibiera, mi amor, escucha, déjame hablar, fuimos muy apresurados, debimos pensarlo mejor, esperar a que se cerraran las heridas, tú sabes que yo no quiero dañarte, pero la vida a veces se complica, y yo lo que siempre sabía, hasta en los peores momentos, es que te tenía a ti, podía regresar a ti, tú entenderías, tú perdonarías, porque si el caso fuera al revés, yo te habría perdonado a…
—¡No! —le gritó la mujer desesperada al teléfono, a la voz de su ex-marido invisible para ella—. ¡No! Te lo habrías cobrado cruel, egoístamente, me habrías esclavizado con tu perdón…
Pasó una noche temerosa, yendo y viniendo por el apartamento pequeño pero bien arreglado, hasta lujoso en muchos detalles, yendo y viniendo entre el ventanal con las cortinas de paño abiertas para entregarse al lujoso escenario de la nieve, y el ojo deformado del cíclope que protege a la gente de la acechanza eterna, la amenaza desvelada de la ciudad, el hoyo de cristal en la puerta que permite ver el pasillo, ver sin ser visto, pero ver a un mundo deformado, submarino, el ojo ciego de un tiburón fatigado pero que no puede darse el lujo de descansar. Se ahogaría, se iría al fondo del mar. Los tiburones tienen que moverse eternamente para sobrevivir.
No sintió temor a la mañana siguiente. La tormenta había cesado y la ciudad estaba polveada de blanco, como para una fiesta. Faltaban tres semanas para la Navidad y todo se engalanaba, se llenaba de luces, brillaba como un gran espejo. Su marido jamás se levantaba antes de las nueve. Eran las siete cuando ella salió para caminar a la oficina. Dio gracias de que este fin de semana le brindara la ocasión de encerrarse a trabajar, poner los papeles al día, dictar instrucciones, todo sin telefonazos, sin faxes, sin bromas de los compañeros, sin el ritual de la oficina neoyorquina, la obligación de ser a la vez indiferente y gracioso, tener el wise-crack, la broma, a flor de labios, saber cortar las conversaciones y los telefonazos con rudeza, nunca tocarse, sobre todo nunca tocarse físicamente, jamás un abrazo, ni siquiera un beso social en las mejillas, los cuerpos apartados, las miradas evitables… Qué bueno. Aquí no la encontraría su marido. Él no tenía idea… Se volvería loco llamándola, tratando de colarse al apartamento…
Una mujer que se sentía libre esa mañana. Había resistido al mundo externo. A su marido; ahora exterior a ella, expulsado de la interioridad, física y emocional, de ella. Resistía a la multitud que la absorbía todas las mañanas al caminar al trabajo, haciéndola sentirse parte de un rebaño, insignificante individualmente, despojada de importancia: ¿no hacían los centenares de personas que en cualquier momento de la mañana transitaban la cuadra de Park entre la 67 y la 66 algo tan importante o más que lo que ella hacía, o quizás tan poco importante, o menos…?
No había caras felices.
No había caras orgullosas de lo que hacían.
No había caras satisfechas de su ocupación.
Porque la cara trabajaba también, guiñaba, gesticulaba, ponía los ojos en blanco, hacía muecas de horror fingido, de asombro real, de escepticismo, de falsa atención, de burla, de ironía, de autoridad: rara vez, se dijo caminando rápidamente, gozando la soledad de la ciudad nevada, rara vez daba ella o le daban el rostro verdadero, espontáneo, sin la panoplia de gestos aprendidos para agradar, convencer, atemorizar, imponer respeto, compartir intrigas…
Sola, inviolable, dueña de sí misma, posesionada de todas las partes de su cuerpo y de su alma, adentro y afuera, unida, entera. La mañana fría, la soledad, el paso firme, elegante, propio, le dieron todo eso en el camino entre su apartamento y su oficina.
Ésta estaba llena de trabajadores. Se olvidó. Se rió de sí misma. Había escogido para estar sola el día en que iban a limpiar los cristales interiores del edificio. Lo habían anunciado a tiempo. Se olvidó. Ascendió sonriendo al último piso, sin mirar a nadie, como un pájaro que confunde su jaula con su libertad. Caminó por el pasillo del piso cuarenta —muros de cristal, puertas de vidrio, vivían suspendidos en el aire, hasta los pisos eran de un cristal opaco, el arquitecto era un tirano y había prohibido tapetes en su obra maestra de cristal—. Entró a su despacho, situado entre el pasillo de cristal y el atrio interior. No tenía vista a la calle. No circulaba el aire contaminado de la calle. Puro aire acondicionado. El edificio estaba sellado, aislado, como ella quería sentirse hoy. La puerta daba al corredor. Pero todo el muro de cristal daba al atrio y a veces a ella le gustaba que su mirada se desplomase cuarenta pisos convirtiéndose, en el trayecto, en copo de nieve, en pluma, en mariposa.
Cristal sobre el corredor. Cristales a los costados, de manera que las dos oficinas junto a la suya también eran transparentes, obligando a sus colegas a guardar una cierta circunspección en sus hábitos físicos, pero manteniendo una buena naturalidad de costumbres a pesar de todo. Quitarse los zapatos, poner los pies sobre la mesa, les era permitido a todos, pero los hombres podían rascarse las axilas y entre las piernas, las mujeres no. Pero las mujeres podían mirarse en el espejo y retocarse el maquillaje. Los hombres —salvo algunas excepciones— no.
Miró frente a ella, al atrio, y lo vio a él.
A Lisandro Chávez lo subieron solo en el tablón hasta el piso más alto. A todos les habían preguntado si sufrían de vértigo y él recordó que a veces sí, una vez en una rueda de la fortuna en una feria le dieron ganas de tirarse al vacío, pero se calló.
Al principio, ocupado en acomodar sus trapos e instrumentos de limpieza, pero sobre todo preocupado por ponerse cómodo él mismo, no la vio a ella, no miró hacia adentro. Su objetivo era el cristal. Se suponía que en sábado nadie iba a trabajar en la oficina.
Ella lo vio primero y no se fijó en él. Lo vio sin verlo. Lo vio con la misma actitud con que se ve o deja de ver a los pasajeros que la suerte nos deparó al tomar un elevador, abordar un autobús u ocupar una butaca en un cine. Ella sonrió. Su trabajo de ejecutiva de publicidad la obligaba a tomar aviones para hablar con clientes en un país del tamaño del universo, los USA. Nada temía tanto como un compañero de fila hablantín, de esos que te cuentan sus cuitas, su profesión, el dinero que ganan, y acaban, después de tres Bloody Marys, poniéndote la mano sobre la rodilla. Volvió a sonreír. Había dormido muchas veces con varios desconocidos al lado, envueltos cada uno en su frazada de avión, como amantes virginales…