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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventura, Histórico

La Galera del Bajá (15 page)

BOOK: La Galera del Bajá
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—¿No podremos alcanzar la ensenada de Capso sin caer bajo sus cimitarras?

—No te inquietes. Ya no son más de nueve y aunque se unan a ellos los tres o cuatro rezagados, somos bastantes para enfrentarnos a ellos. En la otra ocasión también se ocultaron en el viñedo y todos murieron dejándonos libres de sus implacables amenazas.

En aquel instante se escucharon otras dos detonaciones y la voz de Mico exclamó jubilosamente:

—Otro pájaro desmontado. Si continúo por estos lugares un par de meses, retornaré a Albania siendo un muy célebre tirador. ¡Bandoleros! ¿No queréis abandonar vuestro campamento? Disparad, amigos, mientras vuelvo a cargar el arcabuz.

Los cuatro cretenses abrieron fuego, reservándose Nikola y Damoko en prevención de una nueva carga.

Los turcos que se encontraban en la viña saltaron a un lado y se hallaron sobre los huesos de sus compañeros.

Entonces huyeron a galope tendido, no sin antes haber disparado sus pistolas sobre los cristianos cobijados en la granja.

Pero aquel galope no duró demasiado. A doscientos metros obligaron a tenderse a sus caballos y se tumbaron ellos, protegiéndose ellos detrás y vociferando:

—¡Muerte a los cristianos! ¡Mueran los cristianos!

10.- Las flechas incendiarias

Los asediados, viendo que los turcos permanecían tranquilos, habían dejado de disparar, comenzando a preparar las municiones. Después, se sentaron ante la gran mesa para tratar de lo que convenía hacer, en tanto que dos cretenses vigilaban tras la puerta de la granja.

Cada instante que pasa —afirmaba Damoko —es mayor el peligro. He observado que uno de esos merodeadores huía en dirección a Candía y en verdad que no habrá marchado para tomar al asalto el bastión del puente de la Lid. En consecuencia, de aquí a poco veremos llegar un destacamento turco que acaso acabará con todos nosotros.

—Me pareces más preocupado de lo que es costumbre en ti y me sorprende, ya que jamás te he visto temblar ante el peligro —observó Muley-el-Kadel.

—Me parece que tenéis razón, señor. Ahora no será sencillo, como lo fue la vez anterior, atraer a los turcos hasta este lugar, hacerles beber y terminar con ellos.

—Falta poco tiempo para el alba. ¿Por qué no intentamos lanzarnos a la carga? —adujo la duquesa.

—Nuestros caballos están agotados y caeríamos en los surcos antes de alcanzar el lugar donde se encuentran ellos.

—¿Se halla muy distante la ensenada?

—A cinco horas a todo galope.

—Nuestros caballos no podrán aguantar, ¿no es cierto, Muley? Después de un galope tan desenfrenado...

—No, Leonor. Precisan descansar.

—¡Y que tengamos tan próxima la escuadra!...

—No te quepa la menor duda de que llegaremos, querida, aunque nos persigan otros destacamentos turcos.

—¿Hasta cuándo piensas, Muley, que debemos permanecer aquí cruzados de brazos?

—Pocas horas. Si estás fatigada, túmbate en una cama y reposa tranquila. Nosotros vigilamos.

La duquesa movió su hermosa cabeza y repuso:

—Estoy habituada a la fatigosa guardia de los bastiones de Candía y prefiero ver lo que hace el enemigo. Por algo me llamabais el capitán Tormenta —contestó la joven con una encantadora sonrisa.

—¡Y con motivo! Eres la mujer más valerosa y audaz de la Cristiandad.

—¡Oh! Hay otras muchas. Ahí tienes, sin ir más lejos, a Haradja, que no tiene nada que envidiarme.

—No obstante, la venciste.

—Sí. Pero no es posible negar que posee valor, audacia, resolución y fuertes y vigorosos músculos. No ha sido educada indudablemente en la inactividad enervante de la vida cortesana, y menos aún en las degeneradas delicias del harén.

—Fue su maestro su tío, y su padre, un célebre corsario, le transmitió sangre guerrera.

—¿Por qué esa mujer se habrá transformado en verdugo de mi Enzo?

—No te inquietes. Ya sabes que el bajá, no sé por qué raro capricho, lo defiende incluso contra su sobrina.

—¡Cuándo lo recobraremos!

—Aguardemos a la gran batalla entre la Cristiandad y el Islam. Allí nos encontraremos nosotros y nos lanzaremos al abordaje con la nave almirante de Veniero, contra la galera del bajá. Ya me lo ha prometido y el almirante veneciano es incapaz de no cumplir sus promesas.

—¡Es un extraordinario marino!

—¡Y tan anciano!

Guardaron silencio. Los cretenses disparaban de cuando en cuando sus arcabuces para impedir que los turcos se aproximaran. Un gran desaliento parecía dominar a los esposos, a pesar de la promesa del gran almirante.

—En fin; ya veremos. Confiemos en Dios y no nos desalentemos, Leonor. De todas maneras alcanzaremos la ensenada de Capso, aunque debamos pasar por encima de los cadáveres de cien mahometanos.

Tras pronunciar aquellas palabras, el valeroso guerrero se incorporó y se dirigió a la puerta. Los cinco cretenses, el albanés y el griego, se hallaban parapetados detrás de grandes sacas de lana, soberbia barricada que no dejaba pasar hasta ellos las balas turcas. En consecuencia se limitaban, de vez en cuando, a gastar algo de pólvora.

—¿Cómo va eso, Nikola? —indagó Muley.

—Mal, señor.

—¿Por qué lo aseguras cuando los turcos no se resuelven a atacarnos?

—Preferiría, desde luego, que atacasen. Si no lo hacen todavía es porque esperan refuerzos.

—¡Bah! No te preocupes.

—Me preocupo tan poco, señor, que si ordenarais montar a caballo y lanzarnos a la carga me hallaría muy contento.

—¿Piensas que nuestros caballos podrán aguantar?

—Eso es lo malo, señor; que hemos de dejar que descansen aún un par de horas si deseamos que sean capaces de llegar hasta la cala, puesto que ya sabéis que el camino es difícil.

—Es cierto.

—¿Y si, mientras tanto, reciben los refuerzos que sin duda han pedido?

—¡Qué se le va a hacer!

—Los diezmaremos como nos sea posible. No nos queda otra solución.

—Y aguantaremos cuanto nos sea posible.

—Sí, señor.

—¿Qué hacen esos hombres?

—Una maniobra sospechosa que empieza a preocuparme. Comienzan a tirar contra las cuadras, que se hallan abarrotadas de paja.

Muley sintió un estremecimiento.

—¡Ah! ¡Si los caballos pudieran resistir una carga!

—En este momento podrían, mas luego se desplomarían a causa de la fatiga antes de llegar a Capso.

—En tal caso no podemos hacer otra cosa que esperar.

—Y liquidar el mayor número posible.

—¿Tenemos muchas municiones?

—Bastantes. Aún nos quedan unos cincuenta tiros por cabeza.

—Entonces, disparemos.

Y el León de Damasco cogió también un arcabuz y encendió la mecha. Los turcos pretendían aproximarse a los pajares con el fin de incendiarlos. Pero los cretenses vigilaban y cada vez que un turco subía sobre su caballo e intentaba cruzar por entre el viñedo le recibían a tiros, que no siempre eran desaprovechados.

Aunque ya se les habían unido los rezagados, a las cuatro de la madrugada los enemigos eran ya sólo nueve. Los otros cinco habían muerto. En aquel momento exclamó Muley:

—Ha llegado la ocasión de lanzarnos a la carga.

—Sí, señor —contestó Nikola. —¡A caballo! ¡A caballo!

Efectuaron una descarga y entraron. La duquesa se había adormilado, formando almohada con los brazos cruzados sobre la mesa.

—¿Estás preparada, Leonor?

—Cuando quieras, Muley —contestó la mujer, encendiendo la mecha de sus pistolas.

Los caballos ya estaban descansados y fueron ensillados. Se disponían a montar para irse, cuando percibieron distantes gritos que se iban aproximando con rapidez.

—¡Los refuerzos turcos! —exclamó Nikola. —Estaos quietos.

—¡Hemos tardado en exceso! —dijo contrariado Muley, haciendo un gesto de cólera.

—¡Bah! —observó Damoko. —La casa es resistente. Lo que más me preocupa es la cuadra, casi abierta. Si la incendian, el fuego hará arder la casa.

—Treinta —exclamó en aquel instante Nikola, que se hallaba examinando. —Y todos son ballesteros.

—Y por añadidura los que disparan contra nosotros. Son muchos. Solamente tú, Nikola, puedes salvarnos.

—Decid, señor. Mi vida está a vuestra disposición.

—Monta a caballo y corre al instante hacia la ensenada de Capso para prevenir a Sebastián Veniero respecto a lo que acontece. Infórmale sobre nuestra crítica situación.

Casi no había terminado de pronunciar aquellas palabras Muley-el-Kadel, cuando el valeroso griego, escogiendo el caballo que le parecía más resistente, montó de un brinco y salió al galope como un huracán. Los turcos le dispararon algunos pistoletazos, pero fallaron. Sin embargo, no se preocuparon de darle caza, esperando la llegada de sus camaradas, que acudían al galope en dirección a ellos, entre inmenso vocerío.

—¡Mueran los cristianos! ¡Mueran los cristianos!

Los turcos empleaban, desde luego, armas de fuego, en especial las pesadas. Pero seguían haciendo uso de sus ballestas, en cuyo manejo eran muy hábiles, mucho más que con los arcabuces y pistolas. Y sus flechas eran terroríficas. Con sus puntas de acero o de hierro dispuestas en forma de sierra, ocasionaban gravísimas heridas, muy difíciles de curar. Ya señalamos que el refuerzo turco consistía todo en ballesteros.

En cuanto se reunieron con sus compatriotas, desmontaron, formaron parapeto con sus caballos y empezaron a lanzar flechas, en cuya punta iban pedazos de algodón empapados de un líquido ardiente, acaso una especie de fuego griego.

Los cercados, al observar el peligro, reforzaron su parapeto con más sacas de lana, material difícil de inflamar, y después empezaron a disparar con nutridas descargas. Las flechas incendiarias se abatían como lluvia, pero los asediados se hallaban también bien atrincherados y a resguardo, en tanto que los ballesteros debían disparar de pie y casi todos al descubierto, ya que sus caballos, espantados, huían por el campo. De todas maneras avanzaban, aunque con mucha lentitud y siendo diezmados por los cristianos, sobre todo por la duquesa, su esposo y Mico, magníficos tiradores que casi nunca fallaban el tiro.

—Muley —inquirió la duquesa luego de haber disparado una docena de tiros y no siempre sin fortuna. —¿Imaginas que podremos mantenernos hasta que lleguen los venecianos?

Damoko, que se había aproximado en aquel instante, replicó:

—Mi reloj suena porque le he soltado la cuerda, y, si no llegan los venecianos del almirante de la República, vendrán todos los cretenses que viven en las granjas de los alrededores. Ya recordaréis, señor Muley, que en la otra ocasión recibimos refuerzos merced a mi viejo reloj. Otro tanto ocurrirá, por consiguiente, hoy.

—Sí, Damoko —concordó el León. —¡Siempre que esta vez no acudan demasiado tarde!... Las flechas incendiarias caen también en tus cuadras y pueden prender fuego a la paja. En resumen, hasta el momento hemos liquidado a siete y ocho ballesteros que en estos instantes estarán divirtiéndose con las huríes del Profeta. Pero todavía quedan bastantes. ¡Si intentásemos efectuar una carga!

—No, señor. Son muchos.

—En tal caso no nos queda otro remedio que darnos a la fuga en el momento oportuno; antes, no.

—No obstante, con mi esposa me siento capaz de lanzarme a la carga y aniquilarlos.

—No cometáis semejante imprudencia, señor. Los turcos poseen aún demasiadas cimitarras y exceso de flechas. Si se prende fuego a la casa, intentaremos primero extinguir éste, ya que no con agua, con el vino almacenado en mi bodega.

—Vino que sería mejor beberse —adujo Mico, que para volver a cargar su arcabuz se había apartado hacia aquel lado, para protegerse de las flechas.

—¿Cuántos has liquidado hasta el momento, Mico?

—He contado siete, señor. De no haberles llegado el refuerzo, ya no tendríamos frente a nosotros enemigos.

—Lo cierto es —comentó Damoko —que estos montañeses son excelentes tiradores. Ahora deja tranquilo un instante tu arcabuz y ven conmigo a la bodega.

—¡A realizar el sacrificio del vino!

—No queda otra solución. La cisterna se halla fuera de la casa y sería peligroso perder el tiempo en sacar ahora toda el agua que podemos precisar. Empleemos la cosecha del año del generoso zumo de Noé, y de momento inundaremos la barricada. Si bien la lana es dificilísima de quemar, ocasiona mucho humo, y por añadidura infinidad de chispas que nos sofocarían. ¡Eh, bravo albanés! ¡A la bodega! Te permito que, antes de derramarlo, bebas a tu antojo.

—Cuando todos los turcos estén muertos o se hayan marchado.

—No tardarán, compañero.

—De momento, sacrifiquemos la bodega.

En tanto que ambos esposos acudían a defender el parapeto con sus arcabuces, el cretense y el albanés bajaron rápidamente a las bodegas y subieron en seguida con enormes botas llenas de vino.

Los turcos, aunque bastante maltrechos a consecuencia de los disparos de los cristianos, no se resolvían a dejar el campo y proseguían lanzando flechas incendiarias, no sólo contra la barricada, sino asimismo contra la cuadra, que, con techo de madera, podía ser pasto del fuego de un instante a otro y destruir las llamas toda la alquería. Los fardos de lana empezaban a arder y Mico y Damoko vertieron sobre ellos el vino, apartándose enseguida para no ser alcanzados por alguna flecha.

—Ya está —suspiró Mico. —¡Qué desgracia que se trague el fuego tan estupendo vino!

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