330. Aprobación.
El pensador no necesita aprobaciones ni aplausos, siempre que esté seguro de aplaudirse a sí mismo, pues de esto último no podría prescindir. ¿Hay hombres que puedan pasar sin ningún tipo de aprobación en absoluto? Lo dudo. Tácito, nada sospechoso de calumniar a los sabios, dijo de éstos:
guando etiam sapientibus gloriae cupido novissima exuitur
, es decir, nunca.
331. Más vale sordo que ensordecido.
Antiguamente trataba uno de hacerse un buen nombre. Hoy esto ya no es suficiente porque el mercado sé ha vuelto demasiado grande, por lo que es necesario hacerse oír a gritos. El resultado es que hasta las mejores gargantas se desgañitan, y que se ofrecen los mejores artículos con voces enronquecidas. Así, el genio ya no se reconoce sin gritos de mercado, sin ronquera. Sin duda corren malos tiempos para el pensador; ha de aprender a aprovechar el silencio que se produce entre dos ruidos y a hacerse el sordo hasta acabar siéndolo realmente. Hasta que lo aprende, corre el riesgo seguro de morirse de impaciencia y de dolores de cabeza.
332. El mal cuarto de hora.
Todo filósofo ha tenido indudablemente su mal cuarto de hora en el que ha llegado a pensar: «seré insignificante cuando ni si quiera se crean mis peores argumentos». Y entonces pasaba por su lado un pajarito malicioso que le gorjeaba: «¡No importas lo más mínimo! ¡No importas lo más mínimo!».
333. ¿Qué significa conocer?
«¡No reírse, no lamentarse ni insultar, sino entender!», dijo Spinoza con esa sencillez sublime que lo caracteriza. Pero ¿qué es en el fondo ese entender sino la forma misma en que se nos hacen perceptibles a la vez las otras tres cosas, un resultado de esos impulsos distintos y contradictorios que son los deseos de burlarse, de deplorar y de denigrar? Antes de que fuera posible un acto de conocimiento, fue preciso que cada uno de esos impulsos manifestara previamente su opinión parcial sobre el objeto o el acontecimiento en cuestión; después se produjo el conflicto entre esas opiniones parciales y de ahí surgió un estado intermedio, un apaciguamiento, una concesión mutua entre los tres impulsos, una especie de equidad y de pacto entre ellos. En virtud de la equidad y del pacto, pueden sobrevivir estos tres impulsos y conservar mutuamente su razón de ser. Como sólo tenemos conciencia de los últimos actos de conciliación, de los últimos ajustes de cuentas de este largo proceso, consideramos que entender constituye algo conciliador, justo, bueno, algo esencialmente contrario a los impulsos, aunque no se trata más que de cierto comportamiento mutuo de determinados impulsos. Durante largos períodos de tiempo concibió al pensamiento consciente como el pensamiento en un sentido absoluto; sólo ahora estamos empezando a vislumbrar que la mayor parte de nuestra actividad intelectual se desarrolla de un modo inconsciente e insensible para nosotros mismos. Yo creo, no obstante, que estos impulsos que luchan entre ellos pueden percibirse mutuamente y causarse daño los unos a los otros. A esto puede deberse ese agotamiento extremo y repentino que afecta a todos los pensadores (el agotamiento del campo de batalla). Sí, es posible que en el seno de nuestra interioridad en lucha se oculte un heroísmo, pero lo cierto es que no hay nada de divino, nada que descanse eternamente en sí mismo, como imaginaba Spinoza. El pensamiento consciente, principalmente el del filósofo, es el más débil, y por ello también el más dulce y apacible. Ese es el motivo por el que se equivoca el filósofo con tanta facilidad respecto a la naturaleza del conocimiento.
334. Hay que aprender a amar.
Observemos lo que sucede en el campo de la música: primero hay que aprender a oír un terna, una melodía, saber distinguirla con el oído, aislarla y delimitarla con su vida propia; luego se requiere esfuerzo y buena voluntad para soportarla, a pesar de que sea extraña, y tener paciencia con su aspecto y con su forma de expresarse, además de ternura con lo que tiene de singular. Por último nos acostumbraremos a ella, la esperaremos y la extrañaríamos si nos faltara. De ahora en más no dejará de ejercer en nosotros su coacción y su encanto hasta convertirnos en sus amantes dóciles y rendidos, que no conciben que haya nada en el mundo sino ella, ni desean otra cosa que no sea ella. Esto no nos ocurre sólo con la música; es precisamente la forma en que hemos aprendido a amar todo lo que ahora amamos. Siempre acabamos siendo recompensados por nuestra buena voluntad, nuestra paciencia, nuestra equidad, nuestra ternura hacia lo extraño, cuando lo extraño se va quitando el velo poco a poco ante nosotros y acaba ofreciéndosenos como una belleza nueva e inefable. Es la forma que tiene de agradecernos nuestra hospitalidad. Quien se ama a sí mismo habrá llegado a ello por este camino, no hay otro. El amor debe también aprenderse.
335. ¡Viva la física!
¿Cuántos hombres hay que sepan simplemente observar? Y entre ellos, ¿cuántos son capaces de observarse a sí mismos? Todos los que sondean el alma saben, muy a su pesar, que «cada uno es para sí mismo lo más lejano». El adagio «conócete a ti mismo», en boca de un dios y dirigida a los hombres es casi una maldad. Nada prueba mejor lo difícil que resulta conocerse a uno mismo que la forma en la que casi todos suelen hablar de la naturaleza de un acto moral; una forma rápida, atenta, convencida, locuaz, acompañada de esa mirada, de esa sonrisa, de ese celo afable. Parece que quieren decir: «Pero, amigo mío, ¡si éste es precisamente mi tema! Te has dirigido justamente a quien puede contestarte con todo derecho; ¡casualmente no existe nada que sea más de mi competencia! La naturaleza de su acto es moral cuando el hombre considera que “una cosa es justa”, y concluye: “luego, ha de hacerse”, y hace lo que ha reconocido como justo y definido como necesario». Pero, amigo mío, no me estás hablando de un acto, sino de tres: tu juicio «esto es justo» ya es un acto, y podría considerarse tanto inmoral como moral. ¿Por qué consideras que esto, y precisamente esto, es justo? «Porque me lo dice la conciencia, que no habla nunca de una forma inmoral, ¡ya que determina previamente lo que debe ser moral!». Y ¿por qué escuchar lo que dice tu conciencia? ¿Qué derecho tienes a considerar que ese juicio es verdadero e inefable? ¿No puede haber conciencia de esa creencia? ¿No sabes nada de una conciencia intelectual, de una conciencia que está detrás de tu conciencia? Tu juicio «esto es justo» tiene su prehistoria en tus impulsos, en tus inclinaciones, en tus repulsiones, en tus experiencias y en tus faltas de experiencia. Así que debes preguntarte: «¿cómo ha podido producirse ese juicio?», y a continuación: «¿qué es lo que, en última instancia, me impulsa a escucharlo?». Puedes obedecer su orden como un buen soldado que oye la voz de su oficial. O como una mujer que ama a quien la manda. O como un cobarde adulador que tiene miedo a quien le da órdenes. O como un imbécil que obedece porque no tiene nada para oponer. En definitiva, puedes escuchar a tu conciencia de cien modos diferentes. Pero el hecho de que consideres que determinado juicio es la voz de la conciencia y consideres por ello que una cosa es justa puede deberse a que nunca has reflexionado sobre ti mismo y a que has aceptado ciegamente todo lo que ha sido prescrito como justo desde tu infancia. También a que hasta hoy eso que llamas tu deber te ha garantizado el pan de cada día y los honores. Te parece que ese deber, que a tus ojos pasa por «justo» constituye la «razón» de ser de tu existencia (¡te resulta irrefutable que tengas derecho a la existencia!). La solidez de tu juicio moral podría ser también una prueba de miseria personal, una prueba de falta de personalidad; tu «fuerza moral» podría deberse a tu testarudez, o a tu incapacidad de concebir nuevos ideales. En pocas palabras, si hubieses pensado con más sutileza, observado mejor y aprendido más, no llamarías nunca deber ni conciencia a ese «deber» y a esa «conciencia» que consideras tuyos; si comprendieras cómo han podido nacer los juicios morales, perderías la devoción por esos términos patéticos —al igual que has perdido la afición por otros términos patéticos parecidos como «pecado», «salvación del alma», «redención»—. Y no me hables, amigo mío, del imperativo categórico, porque esa palabra me hace cosquillas en los oídos y me causa risa, a pesar de esa cara tan seria que pones. Considero que fue el castigo reservado al viejo Kant, quien, por haber espiado y atrapado subrepticiamente a «la cosa en sí» —que es algo sumamente risible también—, fue a su vez espiado y sorprendido por el «imperativo» categórico. Estoy seguro de que en lo más íntimo de su corazón, volvió a caer en esos errores que son «Dios», «el alma», la «libertad» y la «inmortalidad», como un zorro que equivocadamente se vuelve a meter en la jaula ¡a pesar de que su fuerza y su inteligencia habían roto ya esa jaula! ¿De modo que admiras el imperativo categórico que hay dentro de ti, la «solidez» de ese juicio tuyo que llamas moral, ese convencimiento «absoluto» de que en esa cuestión todos los demás deben juzgar lo mismo que tú? ¡Admira más bien aquí tu egoísmo, el carácter ciego, mezquino y nada exigente de tu egoísmo! Dado que considerar que el juicio propio y personal es una ley universal constituye una forma de egoísmo, un egoísmo ciego, mezquino y nada exigente, pues revela que aún no te has descubierto a ti mismo, que todavía no te has creado un ideal propio, aquel que no podría ser nunca el ideal de otro, ¡y no digamos ya el ideal de todos los demás!… Quien todavía juzga que «en tal caso todos deberían obrar así», no ha dado ni un paso todavía en el conocimiento de sí mismo; de otro modo, sabría que no hay actos idénticos, ni puede haberlos nunca, y que todo acto se realiza de un modo completamente único e irrepetible, de la misma manera que sucede con todo acto futuro. Todas las prescripciones relativas a la acción sólo afectan a su aspecto exterior y bruto (incluso las prescripciones más interiores y sutiles de todas las morales que ha habido hasta ahora) y mediante ellas puede obtenerse, ciertamente, una apariencia de identidad, que no deja se ser apariencia. Todo acto que se examine y reconsidere es y sigue siendo algo impenetrable; nuestros actos no pueden nunca demostrar nuestras opiniones de lo que es «bueno», «noble», «grande», porque cada uno de ellos es incomprensible. Si bien nuestras opiniones, nuestras valoraciones y nuestras tablas de valores son algunas de las palancas más poderosas de la maquinaria de nuestros actos, la ley de su funcionamiento en cada caso particular es indemostrable. ¡Limitémonos, pues, a depurar nuestras opiniones y valoraciones, a crear tablas de valores nuevas y personales, pero no sigamos devanándonos los sesos con «el valor moral de nuestros actos»! Sí, amigos míos, hoy por hoy, ¡nos asquea toda esa palabrería moral de unos respecto a otros! ¡Emitir juicios en nombre de la moral debe ser ya algo contrario a nuestro gusto! ¡Dejemos esa palabrería a quienes no tienen otra cosa que hacer que prolongar el pasado a través del tiempo, a quienes nunca representan el presente! —que son la mayoría—. Pero nosotros queremos llegar a ser lo que somos, ¡los nuevos, los únicos, los incomparables, los que legislamos para nosotros mismos, los que nos creamos a nosotros mismos! Y para ello debemos convertirnos en los mejores discípulos, los mejores descubridores de todo lo que hay en un mundo conforme a la ley y a la necesidad. Hemos de ser físicos para poder ser en ese sentido creadores, mientras que hasta ahora todos los juicios de valor y todos los ideales o se han basado en la ignorancia de la física o han estado en contradicción con ella. Por eso; ¡viva la física! ¡Y viva aún más lo que nos impulsa hacia ella, es decir, nuestra honradez!
336. Avaricia de la naturaleza.
¿Por qué la naturaleza ha sido tan mezquina con el hombre que no ha dejado brillar a uno más, a otro menos, según la abundancia de luz interior de cada uno? ¿Por qué los grandes hombres no tienen una evidencia tan bella como la del sol tanto en el momento de su aurora como en el de su ocaso? ¡Qué certera sería la vida entre los hombres!
337. El «sentimiento de humanidad» del futuro.
Si analizo este siglo con la mirada puesta en una época lejana, no encuentro nada más extraño en la naturaleza del hombre contemporáneo que esa virtud y esa enfermedad tan singulares conocidas como «sentido histórico». Se trata de la sedimentación de algo totalmente nuevo y extraño en la historia. Si se le otorga a este germen unos siglos más, es factible que acabe produciendo una planta maravillosa, de perfume admirable, que haga más grata la estancia en la tierra de lo que nunca lo fuera hasta entonces. Sin saber apenas lo que hacemos, los hombres de hoy hemos empezado a formar, eslabón tras eslabón, la cadena de un sentimiento futuro muy poderoso. Casi parece que no se trata de un sentimiento nuevo, sino del retroceso de todos los sentimientos antiguos. El sentido histórico es todavía algo tan pobre y tan frío, que muchos sienten como si fueran sorprendidos por una helada, volviéndose más pobres y más fríos. Otros creen experimentar el síntoma de una vejez que se acerca poco a poco arrastrándose, pareciéndoles nuestro planeta un enfermo lleno de melancolía que, para olvidar su presente, se pone a escribir la historia de su juventud. En realidad, no estamos sino ante un matiz de ese nuevo sentimiento; quien sabe considerar la historia de los hombres globalmente como si fuera su propia historia, percibe en una especie de inmensa generalización la amargura del enfermo que piensa en la salud, del anciano que recuerda los sueños de su juventud, del amante que ha perdido a su amada, del mártir que ve desplomarse su ideal, del héroe en la tarde de la batalla indecisa que le ha costado heridas y la pérdida del amigo. Soportar esa suma enorme de amarguras de toda especie, tolerarlas siendo a la vez el héroe que, al despuntar el segundo día de batalla, saluda a la aurora y a su muerte pues tiene ante sí y tras de sí un horizonte de milenios, como heredero de toda la nobleza del espíritu del pasado, aunque cargado de deudas, como el más noble de los nobles antiguos, aunque primogénito de una nueva aristocracia que nunca pudo ver ni soñar época alguna; asumir en su alma lo más antiguo y lo más nuevo; las pérdidas, las esperanzas, las conquistas, las victorias de la humanidad; tener, en fin, todo esto en una sola alma, resumirlo en un solo sentimiento, debería representar una felicidad totalmente desconocida hasta hoy. Una felicidad de un Dios lleno de poder y de amor, pletórico de lágrimas y de risas, una felicidad que, como el sol del atardecer, brinde continuamente su inagotable riqueza y la derrame en el mar, el cual, semejante al sol, nunca se sienta tan rico como cuando el más pobre pescador rema con remos de oro. Entonces, ese divino sentimiento se llamaría… ¡sentimiento de humanidad!