La gaya ciencia (30 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: La gaya ciencia
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370. ¿Qué es el romanticismo?

Algunos de mis amigos recordarán al menos que al principio me lancé sobre nuestro mundo moderno con algunos errores graves y algunas valoraciones exageradas. En cualquier caso, como alguien que espera. Concebía —¡quién sabe después de qué experiencias personales!— que el pesimismo filosófico del siglo XIX era un síntoma de una fuerza superior del pensamiento, de una valentía más audaz, de una plenitud de vida más triunfante que las correspondientes al siglo XVIII, al siglo de Hume, de Kant, de Condillac y de los sensualistas. Hasta llegué a pensar que el conocimiento trágico constituía el lujo propiamente dicho de nuestra cultura, la clase de despilfarro más preciada, más noble, más arriesgada de esta cultura, pero también un lujo legítimo, dada su superabundancia. Del mismo modo interpretaba la música alemana; creía percibir en ella el temblor de tierra en el que acaba descargándose una fuerza originaria condensada desde siglos atrás, indiferente al hecho de que, al mismo tiempo, vacilara todo lo que entendemos normalmente por cultura. Como puede verse, desconocía yo entonces lo que caracteriza especialmente tanto al pesimismo filosófico como a la música alemana: su romanticismo. ¿Qué es el romanticismo? Todo arte, toda filosofía pueden ser considerados como medios al mismo tiempo saludables y auxiliares al servicio de la vida en crecimiento, en lucha; presuponen siempre sufrimientos, seres que sufren. Pero hay dos clases de seres que sufren: los que sufren por su abundancia de vida, que desean un arte dionisiaco y que tienen asimismo una visión y una comprensión trágicas de la vida; y aquellos que sufren por su empobrecimiento de vida, que buscan en el arte y en el conocimiento el descanso, el silencio, el mar en calma, la entrega personal o, por el contrario, la borrachera, la crispación, el estupor, el delirio. A la doble necesidad de esta segunda clase responde el romanticismo en todas las artes y en todos los conocimientos. A esta clase de seres pertenecían (y pertenecen) tanto Schopenhauer como Richard Wagner, por citar a los dos románticos más célebres y expresivos que otrora fueron objeto de un malentendido por mi parte que no los desfavorecía, como se me concederá con toda equidad. El ser más rico en abundancia vital, el dios y el hombre dionisiacos pueden permitirse no sólo ver lo terrible y problemático, sino también cometer incluso una acción terrible y entregarse a todo lujo de destrucciones, descomposiciones y negaciones; para ellos, el mal, el absurdo y la fealdad horrible están, por así decirlo, permitidos, en virtud de un excedente de fuerzas generadoras y fecundas, capaces de convertir cualquier desierto en un país fértil. Por el contrario, el ser más doliente y más pobre de vida tendrá mayor necesidad de mansedumbre, de tranquilidad, de bondad en pensamientos y en acciones… hasta de un dios, especialmente de un dios para enfermos, de un «Salvador». Necesitará también la lógica y la inteligibilidad conceptual de la existencia —pues la lógica tranquiliza, da confianza—. En definitiva, necesita que su horizonte optimista sea algo estrecho e inclusivo, para que le dé calor y le disipe el miedo. Así fui entendiendo poco a poco a Epicuro, el opuesto a un pesimista dionisiaco, y al «cristiano» que, en realidad, no es más que una variedad del epicúreo y, como él, esencialmente romántico. Mi vista se ejercitaba en discernir cada vez mejor para saber hacer uso de esa forma tan sumamente difícil e insidiosa de inducción que se encuentra en el origen de la mayoría de los errores, aquella que va de la obra al creador, del acto al actor, del ideal a quien tiene necesidad de él, de cualquier forma de pensamiento y de apreciación a la necesidad que la determina imperiosamente. Frente a todos los valores estéticos me sirvo ahora de esta distinción principal; en cada caso pregunto: «¿es el hambre o es la abundancia quien se ha convertido aquí en creador?». A primera vista parecería ser más aconsejable hacer una distinción de otro tipo —mucho más evidente— que consistiría en determinar si lo que se encuentra en el origen del acto creador es el deseo de estabilizarse, de eternizarse, de ser; o es, por el contrario, el deseo de destrucción, de cambio, de novedad, de futuro, de desarrollo. Pero ambas clases de deseos, consideradas con más profundidad, se muestran susceptibles de una doble interpretación precisamente según el modo de distinción que acabo de indicar y que, a mi juicio, merece con justo título la preferencia. El deseo de destrucción, de cambio, de desarrollo puede ser la manifestación de una fuerza abundante e impregnada de futuro (el término que yo uso para designarla es, como se sabe, «dionisiaca»), pero puede ser también el odio del fracasado, del menesteroso, del desfavorecido por la fortuna, que destruye, que debe destruir, porque lo subleva y lo irrita el estado de cosas existente, e incluso toda existencia, toda forma de ser —para entender esta pasión no hay más que mirar de cerca a nuestros anarquistas—. La voluntad de eternización exige también una doble interpretación. Por un lado, puede provenir de un sentimiento de gratitud y de amor; un arte que tenga este origen será siempre un arte apoteósico y ditirámbico quizás en Rubens, serenamente irónico en Hafiz, claro y afable en Goethe, envolviéndolo todo en un resplandor homérico. Pero puede ser también la voluntad tiránica de un ser afectado por un gran dolor, de uno que lucha, torturado, que aspira a conferir el carácter obligatorio de una ley universal a la idiosincrasia misma de su dolor, a lo que éste tiene de más personal, de más particular, de más cercano, y que se toma venganza en cierto modo de todas las cosas imprimiendo en ellas su imagen, marcando en ellas al rojo vivo su imagen, la imagen de su tortura. Esto es lo que constituye el pesimismo romántico en su forma más expresiva, como filosofía schopenhaueriana de la voluntad, o como música wagneriana; el pesimismo romántico representa el último acontecimiento grande en el destino de nuestra cultura. (La posibilidad de que exista otro pesimismo, un pesimismo clásico, es una captación y una visión que me pertenece como inseparable de mí mismo, como mi
proprium
y mi
ipsissinlum
. Salvo que la definición de «clásico» suene mal en mis oídos, por ser un término demasiado usado y rotundo, que ha llegado a resultar irreconocible. Al pesimismo del futuro —¡pues está en camino!, ¡lo veo venir!— lo llamo pesimismo dionisiaco).

371. Nosotros, los incomprensibles.

¿Nos hemos quejado alguna vez de que no nos comprenden, de que nos ignoran, de que nos confunden con otros, de que nos calumnian, de que no nos escuchan o de que apenas lo hagan? Eso es precisamente lo que nos ha tocado afrontar, y lo que nos seguirá tocando por mucho tiempo. Digamos, modestamente, hasta 1901; y eso es también nuestra distinción; no nos valoraríamos bastante a nosotros mismos, si deseáramos que fuese de otro modo. Nos dejarnos confundir. Estamos creciendo y en nuestro cambio perpetuo nos desprendemos de las cortezas viejas, estrenamos piel nueva cada primavera, no dejamos de ser cada vez más jóvenes, más futuros, más elevados y más fuertes, echamos raíces cada vez con más fuerza en lo profundo —en el Mal—, mientras a la vez abrazamos el cielo siempre con más amor y amplitud y absorbemos su luz, cada vez más sedientos, con todas nuestras ramas y todas nuestras hojas. Crecemos como los árboles —como todo lo que vive, ¡qué difícil es comprender esto!—. Crecemos no sólo por un lado, sino por todas partes, no en una dirección, sino tanto hacia arriba y hacia fuera como hacia dentro y hacia abajo. Nuestra fuerza actúa a la vez en el tronco, en las ramas y en las raíces, no nos corresponde hacer algo por separado ni ser algo separado… Esto, como he dicho, es lo que nos ha tocado afrontar; crecemos hacia lo alto, ¡y eso debería ser nefasto para nosotros, pues habitamos cada vez más cerca del rayo! Tanto mejor, no por eso lo vamos a honrar menos, y permanece lo que no queremos compartir ni comunicar: la fatalidad de la altura, nuestra fatalidad.

372. ¿Por qué no somos idealistas?

Antiguamente, los filósofos temían a los sentidos; ¿no habremos olvidado demasiado ese temor? Hoy todos los filósofos, tanto los actuales como los futuros, somos sensualistas, y no en cuanto a la teoría, sino en la práctica. Aquellos, por el contrario, estimaban que los sentidos corrían el riesgo de atraerlos fuera de su mundo, del frío reino de las «ideas», y de llevarlos a una isla peligrosa y más meridional donde temían que se les derritieran sus virtudes de filósofos igual que la nieve se derrite al sol. El requisito para filosofar antes era ponerse cera en los oídos, un verdadero filósofo no tenía entonces oídos para la vida; como la vida es música, negaba la música de la vida —considerar que toda música es música de sirenas constituye una superstición muy antigua del filósofo—. Pero hoy tenderíamos a pensar precisamente lo contrario (lo que podría ser no menos falso); es decir, que la educación de las ideas es peor que la de los sentidos, con toda su apariencia fría y anémica y a pesar de esa apariencia. Estas ideas han vivido siempre de la «sangre» del filósofo, han vaciado siempre sus sentidos y, si se nos quiere creer, también su «corazón». Los filósofos antiguos no tenían corazón, filosofar consistía siempre una en especie de vampirismo. ¿No notan en tales fisonomías, como la del propio Spinoza, algo profundamente enigmático e inquietante? ¿No comprenden el espectáculo que se representa aquí, ese palidecer progresivamente, la insensibilización interpretada de un modo cada vez más idealista? ¿No adivinan que detrás se encuentra una sanguijuela, oculta desde mucho tiempo, que empieza atacando a los sentidos para acabar dejando sólo los huesos y el crujido que hacen éstos, es decir, categorías, fórmulas, palabras? (que se me perdone, pero todo lo que ha quedado de Spinoza, de su amor intelectual a Dios, no es nada más que crujido de huesos. ¿Qué amor y qué Dios van a existir sin la menor gota de sangre?). En definitiva, todo idealismo filosófico ha sido hasta ahora una especie de enfermedad, cuando no era, como en el caso de Platón, la precaución de una salud exuberante y peligrosa, el miedo al poder excesivo de los sentidos, la sabiduría de un socrático prudente. ¿Acaso los modernos estamos lo bastante sanos como para necesitar el idealismo de Platón? Y no tememos a los sentidos, por lo cual…

373. La «ciencia» como prejuicio.

De las leyes de la jerarquía surge que los científicos, por no pertenecer más que a la clase media intelectual, no deben ser admitidos para ver los grandes problemas e interrogantes propiamente dichos; ni su valentía ni su mirada serían suficientes. Su necesidad, que es lo que los motiva a investigar, su manera de anticipar y de desear interiormente que las cosas estén constituidas de determinada manera, su miedo y su esperanza se tranquilizan y se conforman muy rápido. Lo que, por ejemplo, entusiasma de algún modo a ese pedante inglés llamado Herbert Spencer y lo impulsa a poner un límite a su esperanza y un horizonte a lo deseable, esa reconciliación final entre «el egoísmo y el altruismo» que lo hace conjeturar, es precisamente algo que a nosotros nos asquea; una humanidad con esas perspectivas spencermanas, como fines últimos, nos parecería digna de desprecio, digna de ser aniquilada. Pero el solo hecho de que lo que él considera la esperanza suprema, otros lo vean y no puedan verlo legítimamente más que como una posibilidad repugnante, constituye un interrogante que Spencer no habría sido capaz de anticipar… Lo mismo sucede con esa creencia que tanto satisface hoy a los científicos materialistas, la creencia en un mundo que se supone que tiene su equivalente y su medida en el pensamiento humano, en los conceptos valorativos humanos, la creencia en un «mundo verdadero» que se podría captar de forma definitiva mediante nuestra estrecha y reducida razón humana. ¿Qué podemos decir a esto? ¿Aceptaríamos en serio que se degradara la existencia a un ejercicio servil de cálculo, a una vida sedentaria de matemático? No intentemos quitarle a la existencia su carácter ambiguo, pues lo exige el buen gusto, señores, sobre todo el gusto por el respeto, algo que supera el horizonte que ustedes vislumbran. Eso de que sólo sea legítima una interpretación del mundo, en la que ustedes subsisten genuinamente, donde sólo se puede explorar y continuar trabajando de acuerdo con el sentido que impongan (¿quieren decir, en realidad, de una manera mecánica?), y que sólo admite contar, calcular, pesar, ver y tomar no es más que necedad e ingenuidad, por no decir alienación y cretinismo. ¿No sería, en cambio, muy verosímil que lo que la existencia tiene de más superficial y de más externo —de más aparente, su epidermis, lo que la hace palpable— fuese la primera cosa que se pudiera captar de ella?, ¿tal vez la única? Una interpretación «científica» del mundo, de acuerdo con la visión del mundo que les pertenece, sería, una de las más estúpidas; es decir, una de las más pobres de significados de todas las interpretaciones imaginables; esto es lo que hay que decir al oído y llevar a la conciencia de esos señores mecanicistas que hoy acuden a mezclarse gustosamente con los filósofos y creen que la mecánica es la doctrina de las leyes primeras y últimas sobre las que debe edificarse toda existencia, como sobre unas piedras fundamentales. ¡Pero si un mundo esencialmente mecánico sería un mundo esencialmente absurdo! Supongamos que sólo se estimara el valor de una obra musical en función de la cantidad de elementos susceptibles de contarse, calcularse y convertirse en fórmulas, ¡qué absurda sería semejante estimación «científica» de esa obra musical! ¿Qué habríamos retenido, comprendido y reconocido de ella? ¡Nada, absolutamente nada de lo que constituye esencialmente la «música».!

374. Nuestro nuevo «Infinito».

Existen preguntas que ni el más activo de los intelectos, aun por medio de laboriosos análisis o concienzudos esfuerzos, pueden llegar a contestarse. Saber hasta dónde llega el carácter perspectivista de la existencia, o incluso si tiene además algún otro carácter; si una existencia sin interpretación, sin ningún «sentido» no se convierte en un «sin sentido»; si, por otra parte, toda existencia no es esencialmente una existencia interpretativa, son ese tipo de interrogantes. Es por eso que el intelecto humano no puede hacer otra cosa que verse bajo sus formas perspectivistas y nada más que en ellas. No podemos mirar más allá de nuestro ángulo… Es una curiosidad desesperante tratar de saber si pueden existir otros tipos de intelectos y de perspectivas. Por ejemplo, si hay de verdad seres capaces de captar el tiempo hacia atrás o alternativamente hacia atrás y hacia delante (lo que daría lugar a otra orientación de la vida y a otra noción de causa y efecto). Pero creo que al menos hoy estamos lejos de la ridícula soberbia que supone determinar desde nuestro ángulo que sólo son válidas las perspectivas obtenidas desde dicho ángulo. Por el contrario, el mundo se nos ha vuelto «infinito» una vez más; es decir, en la medida en que no podemos ignorar la posibilidad de que implique infinitas interpretaciones. Una vez más nos conmueve un gran temblor, pero ¿quién tendría ganas de divinizar, recogiendo inmediatamente esa antigua costumbre, ese monstruo que es el mundo desconocido? ¿A quién se le ocurriría adorar a ese desconocido como el «dios desconocido».? ¡Ay! Existen tantas posibilidades no divinas de interpretación inscritas en ese desconocido, tantas interpretaciones endiabladas, tontas y locas, incluyendo nuestra propia interpretación humana, demasiado humana, que ya conocemos…

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