La gaya ciencia (29 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: La gaya ciencia
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363. Cómo cada sexo tiene sus prejuicios acerca del amor.

A pesar de todas las concesiones que estoy dispuesto a hacer al prejuicio monogámico, no aceptaré nunca que se hable de una igualdad de derechos en el amor entre el hombre y la mujer, porque no existe. Esto implica que el hombre y la mujer entienden cada uno a su vez cosas diferentes por el término «amor» —y una de las condiciones del amor entre los dos sexos es que uno no presuponga en el otro el mismo sentimiento, la misma idea de «amor»—. Está bastante claro lo que la mujer entiende por amor: perfecta entrega (no sólo abandono) del cuerpo y del alma sin limitaciones ni reservas; la idea de una entrega condicionada y casual es para la mujer motivo de vergüenza y de terror. Dada esta carencia de condiciones, su amor es una creencia, la única que tiene la mujer. Cuando el hombre ama a una mujer, exige de ella precisamente ese amor, por lo que él está totalmente alejado de este principio previo del amor femenino. Suponiendo que existieran también hombres a quienes no les resultara extraño el deseo de abandono total, éstos no serían hombres. Un hombre que ama a una mujer se convierte en esclavo; pero una mujer que ama como mujer se convierte en una mujer más perfecta… La pasión de la mujer en su renuncia absoluta a los derechos propios presupone precisamente que no existe en el amante un
pathos
, una voluntad de renuncia idénticos, pues si ambos renunciasen igualmente a sí mismos por amor, resultaría… ¿qué sé yo?, tal vez un espacio vacío. La mujer quiere ser tomada y aceptada como propiedad, quiere fundirse en la idea de «propiedad», de «ser poseída»; por consiguiente, desea que un hombre la agasaje, que no se deje estar ni se abandone, puesto que, por el contrario, debe enriquecer su «yo» mediante un aumento de fuerza, de felicidad y de creencia —esto constituye lo que la mujer le da cuando se entrega a él—. La mujer se abandona, el hombre se enriquece; creo que ningún contrato social ni la mejor voluntad de justicia permitirán nunca superar este antagonismo natural, por deseable que pueda ser no estar constantemente contemplando todo lo que ese antagonismo tiene de duro, de terrible, de enigmático y de inmoral. Pues el amor, entendido en su totalidad, su grandeza, su plenitud, es naturaleza y en cuanto tal algo eternamente «inmoral». La fidelidad, según esto, está incluida en el amor de la mujer, brota de la noción misma de este amor; en el hombre puede fácilmente crecer después de su amor, por gratitud, por una idiosincrasia de su gusto o por una llamada afinidad electiva, pero no pertenece a la esencia de su amor —tan poco forma parte de ella que sería lícito hablar de una contradicción natural entre el amor y la fidelidad en el hombre—. Este amor varonil no es sino una voluntad de tener y no una renuncia ni un abandono, pues la voluntad de tener acaba por lo general cuando se tiene la posesión… Realmente, en el hombre, que raras veces y muy tarde reconoce ante sí mismo este «tener», lo que hace que subsista su amor es la sed más sutil y recelosa de poseer, de manera que es posible incluso que aumente todavía después del abandono de la mujer, ya que no acepta fácilmente que una mujer no tenga nada que «entregarle».

364. Habla el ermitaño.

El arte del trato con la gente se basa esencialmente en la habilidad (lo que supone un largo ejercicio) de aceptar, de tomar una comida cuya preparación culinaria no inspira confianza. Si uno se sienta a la mesa con un hambre de perros, todo resultará fácil («la peor compañía te hace sentir», como dice Mefistófeles); ¡pero no tenemos ese hambre terrible cuando queremos! ¡Ay! ¡Son tan difíciles de digerir nuestros semejantes! Primer principio: como cuando se trata de una desgracia, acudir con toda valentía, servirse con resolución, admirarse de uno mismo, masticar la repugnancia, tragarse el asco. Segundo principio: «mejorar» al prójimo, en caso necesario mediante algún elogio que lo haga destilar felicidad por su causa, o bien sacar por la punta una de sus cualidades buenas o «interesantes» hasta que salga toda su virtud para envolver su semblante en los pliegues de aquélla. Tercer principio: autohipnotización. Fijar la vista en el objeto de trato como en un botón de cristal hasta que cese toda sensación de placer o de dolor; dormirse imperceptiblemente, ponerse rígido, y adquirir compostura. Este es un remedio casero practicado en la vida conyugal y en la amistad, debidamente comprobado, considerado indispensable, pero que no ha encontrado todavía su definición científica. Su nombre vulgar es… paciencia.

365. Habla el ermitaño otra vez.

También nosotros mantenemos relaciones con «personas», también nosotros nos ponemos modestamente el traje con el cual (y como el cual) se nos conoce, estima y busca. Vestidos así, nos presentamos en sociedad, es decir, entre personas disfrazadas que no quieren que se les diga que lo están. También nosotros actuamos con máscaras discretas y nos deshacemos de toda curiosidad que trate de ir más allá de los límites de nuestro «disfraz». Pero hay otras artimañas para «tratar» con la gente entre la gente; por ejemplo, vestirse de fantasma —lo cual es muy recomendable si queremos desembarazarnos pronto de ellos y asustarlos—. Probemos; extienden la mano sobre nosotros y no nos pueden agarrar. Eso asusta. O bien pasamos a través de una puerta cerrada, o cuando están las luces apagadas o incluso cuando estamos muertos. Este último recurso es por excelencia el del hombre póstumo. («¿Qué creen, eh? —decía un día uno de éstos con impaciencia—. No íbamos a estar de buen humor soportando este aislamiento, este frío, este silencio sepulcral, toda esta soledad subterránea, escondida, muda, ignorada, que en nuestro caso se llama vida y que también podría llamarse muerte, si no supiéramos lo que nos sucede, puesto que sólo después de la muerte llegamos a nuestra vida y nos convertimos en seres vivos. ¡Oh, muy vivos! ¡Nosotros, los hombres póstumos!».)

366. A la vista de un libro erudito.

No soy de los que sólo tienen ideas entre los libros, en contacto con libros; de hecho, estoy acostumbrado a pensar al aire libre, caminando, saltando, escalando, bailando, sobre todo en montes solitarios o muy cerca del mar, allí donde hasta los caminos se demuestran ensimismados. Mis primeras preguntas para juzgar el valor de un libro, de un hombre, de una música son: «¿Sabe caminar?, mejor aún, ¿sabe bailar?». Rara vez leo, sin que esto signifique que lea peor.

¡Ah! ¡Qué pronto adivino cómo le han llegado al autor sus ideas, allí sentado, delante del tintero, con el vientre oprimido y la cabeza inclinada sobre el papel! ¡Pero qué pronto también acabo con su libro! La obra se resiente de los intestinos comprimidos del autor, no hay posibilidad de engaño, como tampoco de la atmósfera cargada, de la poca altura del techo y de la pequeñez de la habitación. Esto era lo que sentía cuando terminaba de cerrar un libro honrado y erudito, quedando agradecido, muy agradecido, pero también un tanto aliviado… El libro de un erudito desprende siempre algo que oprime, algo oprimido. Por alguna parte se trasluce el «especialista», su celo, su seriedad, su cólera, su estimación exagerada del rincón donde está sentado bordando y, por último, su joroba —todo especialista tiene joroba—. El libro de un erudito refleja también un alma arqueada; todo oficio nos vuelve arqueados. Basta volver a ver a nuestros amigos de juventud, una vez que se han hecho de su ciencia. ¡Ah!, ¡qué cierto es siempre también lo contrario! ¡Son ellos quienes han sido invadidos y poseídos por la ciencia para siempre! Pegados a su rincón, descompuestos hasta resultar irreconocibles, esclavizados, desequilibrados, flacos y angulosos, salvo en un lugar donde son extraordinariamente redondos —cuando los encontramos así, nos acongojamos y guardamos silencio—. Cualquier oficio, aunque tenga un suelo de oro, tiene también un techo de plomo que no cesa de oprimir al alma hasta arquearla y convertirla en algo extraño. Nada se puede cambiar. Sobre todo no se crea que se puede evitar esta deformación mediante algún procedimiento pedagógico. Toda clase de maestría se paga muy cara en este mundo, donde tal vez todo se paga muy caro. Se llega a dominar un oficio al precio de ser víctima de él. Pero a ustedes les gustaría que fuese de otro modo —«a un precio más bajo», sobre todo con más comodidad, ¿no es así, señores contemporáneos míos? —Pues, ¡manos a la obra! Pero conseguirán algo distinto; en lugar del artesano y del maestro, tendrán al escritor, al flexible escritor que «sabe de todo un poco», a quien le falta sin duda la joroba —a excepción de la que se forma al doblar el espinazo ante ustedes, como dependiente de la tienda del ingenio y «mantenedor» de la cultura—, al escritor que no es nada a fin de cuentas pero «representa» a casi todo, que hace el papel de «competente», «ocupando su lugar», y que incluso se llena de modestia para hacer que le paguen, lo honren y lo agasajen, en lugar del competente. ¡No, mis queridos eruditos!

¡Los bendigo hasta por su joroba! ¡Y también por el desprecio que muestran a ese parásito de la cultura que es el escritor! ¡Porque ustedes son incapaces de traficar con el talento! ¡Por todas sus opiniones que no pueden pagarse con dinero! ¡Por no representarse más que a ustedes mismos! Los bendigo porque su único deseo es ser maestros en su oficio por respeto a toda maestría y a toda capacidad, y rechazan todo lo que no es más que apariencia, inauténtico, fachada, virtuosismo vano, demagogia, farsa en las letras y en las artes; ¡todo lo que no podría dar pruebas de una probidad absoluta en su disciplina y en su aprendizaje! (Ni siquiera el genio compensa semejante carencia, por más que sepa disimular al respecto; esto se ve rápidamente si se ha podido observar de cerca el trabajo de nuestros pintores y músicos mejor dotados, pues todos, casi sin excepción, están llenos de astucia para las fantasías, las maneras, los subterfugios y hasta los principios, y saben adquirir artificialmente, llegado el caso, la apariencia de esa probidad, de esa formación y de esa cultura sólidas, sin engañarse a sí mismos, sin tener que estar continuamente reduciendo al silencio a su mala conciencia. Porque, ya saben, todos los grandes artistas modernos sufren de mala conciencia…).

367. Primera distinción que se ha de hacer en materia de obras de arte.

Todo lo que se concibe, todo lo que se imagina poéticamente, lo que se pinta o se compone en música, o incluso se construye y se forma pertenece al arte del monólogo o pertenece al arte ante testigos. En esta última categoría hay que incluir también ese aparente arte del monólogo que implica la creencia en Dios, toda la lírica de la oración, pues para un espíritu piadoso nunca se está solo —este último descubrimiento lo hemos hecho nosotros, los ateos—. No conozco en toda la óptica del artista una diferencia más profunda que aquella en la que ve progresar su obra desde el punto de vista del testigo (es decir, se ve «a sí mismo»), o en la que, por el contrario, «se ha olvidado del mundo». Eso que resulta esencial en todo arte del monólogo, arte que reside en el olvido, arte que es música del olvido.

368. Habla el cínico.

Mis objeciones a la música de Wagner son objeciones fisiológicas, no necesito disfrazarlas con fórmulas estéticas. Mi «hecho» es que cuando esa música actúa en mí, mi respiración se vuelve más difícil, mis pies se enojan y se rebelan contra ella, pues necesitan compás, danza, cadencia; esperan de la música el encanto que supone caminar, saltar y bailar agradablemente. Asimismo, protestan también mi estómago, mi corazón, mi circulación sanguínea, mis entrañas. Me pongo ronco al oírla. De modo que me pregunto qué espera todo mi cuerpo de la música en general. Creo que alivio. Como si todas las funciones animales debieran acelerarse mediante ritmos ligeros, audaces, desenfrenados, seguros de sí mismos, como si esta vida de bronce y de plomo debiera dorarse mediante agradables y tiernas armonías. Mi melancolía quiere descansar en los recovecos y los abismos de la perfección, por eso necesito la música. ¡Qué me importa el drama! ¡Qué me importan las convulsiones de sus moralizantes éxtasis que satisfacen al «pueblo».! ¡De qué me vale toda la charlatanería gesticulante del actor! Por lo que se ve, soy una naturaleza esencialmente antiteatral. Wagner, en cambio, era esencialmente un hombre teatral, un actor, el fanático más entusiasta del mimo que haya existido jamás, incluso entre los músicos… Y dicho sea de paso, si en teoría Wagner afirmaba que «el drama es el fin y la música no es nunca más que el medio», su práctica del principio al final revelaba por el contrario que para él la actitud era el fin, y que tanto el drama como la música no eran más que el medio. La música era para él el medio de ajustar, reforzar, interiorizar el gesto dramático y la fisonomía externa del actor; ¡el drama de Wagner no era sino un pretexto para numerosas actitudes dramáticas! Tenía, entre otros, el instinto de mando de un gran actor, en todo y para todo, hasta como músico, según he dicho. Es lo que un día hacía que entendiera, no sin esfuerzo, un wagneriano leal. Y tenía razón cuando añadí: «¡Sea usted un poco más sincero consigo mismo, que no estamos en el teatro! En el teatro sólo se es sincero como multitud; como individuo se miente, uno se miente a sí mismo. Cuando se va al teatro, se deja su yo en casa, se renuncia al derecho de hablar, de elegir y de tener un gusto propio; se renuncia al derecho a mostrar esa valentía que se tiene entre cuatro paredes frente a Dios y los hombres. Nadie lleva al teatro lo más sutil de su sentido artístico, ni siquiera el artista que trabaja para el teatro; allí no es más que pueblo, público, rebaño, mujer, fariseo, elector, demócrata, ciudadano, prójimo, hasta la conciencia más personal se rinde allí a la magia niveladora de “la mayoría”, allí actúa la estupidez como ansia y contagio; sólo impera el vecino y uno se vuelve vecino…». Olvidaba añadir lo que mi wagneriano ilustrado replicó a mis objeciones fisiológicas: «¿No será que no está usted lo bastante sano para nuestra música?».

369. Una coexistencia que se da en nosotros.

¿No tendríamos los artistas que reconocer interiormente que hay en nosotros una discordancia inquietante, que nuestro gusto y nuestra fuerza creadora tienen cada uno una extraña manera de ser y de conservarse, y que cada uno tiene un crecimiento propio? Me refiero a los grados y a las épocas totalmente diferentes en cuanto a la edad, la juventud, la madurez, la fragilidad, la putrefacción. Así, por ejemplo, un músico sería capaz de crear obras que estuviesen en contra de lo que sus oídos y su corazón de experto oyente aprecian, saborean, prefieren, aunque ni siquiera sintiese la necesidad de tener conciencia de esta contradicción. Como muestra una experiencia que ya resulta dolorosa de tanto repetirse, fácilmente nuestro gusto sobrepasa el gusto de nuestra fuerza creadora, sin que por ello ésta última se paralice, ni le impida producir. Pero también puede ocurrir lo contrario, y a esto precisamente quiero llamar la atención de los artistas. Un creador constante, una especie de hombre «maternal» en el amplio sentido de la palabra, que no tuviese ya otra preocupación que los embarazos y los partos de su talento, que ni siquiera tuviese tiempo de reflexionar sobre sí mismo y sobre su obra, ni de medirse con ella, que ni siquiera deseara ejercitar su gusto y que simplemente se olvidara de él, abandonándolo o dejando que se extinguiera; ese autor, digo, acabaría tal vez produciendo obras cuyo alcance no sería capaz de juzgar desde largo tiempo atrás. De esta forma, no diría ni pensaría más que tonterías al respecto. Creo que esta es la relación que casi normalmente mantienen los artistas fecundos con sus obras. Nadie conoce peor a un niño que sus padres e, incluso, por poner un ejemplo colosal, todo el mundo poético y artístico de Grecia no «supo» nunca lo que hacía…

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