La gaya ciencia (31 page)

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Authors: Friedrich Nietzsche

Tags: #Filosofía

BOOK: La gaya ciencia
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375. ¿Por qué parecemos epicúreos?

Los modernos somos cautos frente a las convicciones definitivas; nuestra desconfianza descree de los encantamientos y las trampas en las que cae la conciencia ante una creencia fuerte, una afirmación o una negación absolutas…

¿Cómo se explica esto? Quizá por el hecho de que, en buena parte, se puede notar así la precaución del «gato suspicaz», del idealista desengañado, pero la mejor explicación sería ver aquí la curiosidad jubilosa de quien, pegado antiguamente a su rincón hasta desesperarse, se deleita ahora con lo contrario y se entusiasma ante «la apertura total». De manera que se desarrolla una inclinación casi epicúrea al conocimiento, de la cual no se escapa fácilmente el carácter conflictivo de las cosas; paralelamente se desarrolla una repugnancia hacia las palabras grandilocuentes, un gusto que rechaza todas las antítesis pesadas y toscas, y que tiene conciencia no sin orgullo de que practícale recato. Efectivamente, esto es lo que constituye nuestro orgullo, sujetar las riendas ligeramente cuando nuestro afán nos impulsa con fuerza hacia la certeza, ese autodominio que muestra el jinete en sus más diabólicas galopadas; no dejamos de montar animales rabiosos y fogosos y, si vacilamos, no es indudablemente a causa del peligro.

376. Las lentitudes de la vida.

Todos los artistas, todos los creadores de «obras», que son hombres de carácter maternal, al final de cada período de su vida, que coincide con la finalización de una obra, se imaginan que ya han llegado a la meta y se sienten dispuestos a aceptar pacientemente la muerte por creer que están maduros para ella. Esto no es una expresión de cansancio, sino más bien de una especie de luz y de dulzura otoñales que en cada ocasión la obra en sí y su madurez suscitan en el autor. Entonces el ritmo de la vida se vuelve más lento hasta el punto de espesarse y deslizarse como si fuera miel, incluso con largas pausas, con la creencia en la larga pausa.

377. Nosotros, los apátridas.

Entre los europeos de hoy no faltan esos hombres que tienen derecho a llamarse apátridas en un sentido que los distingue y los llena de orgullo; ¡qué a ellos en especial les sean encomendadas expresamente mi sabiduría secreta y mi gaya ciencia! Porque su suerte es dura, su esperanza incierta, cuesta muchísimo idear algo que los consuele. Nosotros, hijos del futuro, ¿cómo íbamos a sentirnos en nuestro hogar en un presente como éste? Nos desagrada todo ideal en virtud del cual uno de nosotros pudiera no sentirse demasiado fuera de su tierra, incluso en este período transitorio, frágil y quebradizo; pero en cuanto a las «realidades» de dicho período no creemos que sean duraderas. La capa de hielo que hoy se mantiene aún se ha hecho ya muy delgada; sopla el viento del deshielo y nosotros, los apátridas, somos algo que rompe el hielo y otras «realidades» demasiado endebles… Nosotros no «conservamos» nada, tampoco queremos volver a cualquier época del pasado, no somos «liberales» en modo alguno, no trabajamos por el «progreso» ni necesitamos taparnos los oídos para no oír a las sirenas de la plaza pública que hablan del futuro en sus cantos. No nos seducen cuando cantan aquello de la «igualdad de derechos», «sociedad libre», «ni amos ni esclavos». Sencillamente no queremos que se consolide en este mundo el reino de la justicia y de la concordia (porque sería en todos los sentidos el reino de la mediocridad más profunda y algo similar a la sociedad china); nos regocijamos con todos los que, como nosotros, aman el peligro, la guerra, la aventura, que no se dejan acomodar, captar, reconciliar ni avasallar; nos incluimos entre los conquistadores, reflexionamos sobre la necesidad de una nueva jerarquía y también de una nueva esclavitud —pues siempre que se fortalece y se eleva el tipo «hombre» se requiere asimismo una nueva forma de esclavitud—. Por todo esto, debemos sentirnos disconformes en medio de una época que reivindica el honor de ser la más humana, más dulce y más equitativa que haya existido nunca bajo la faz del sol. ¡Lo peor es que esas bellas palabras despierten en nosotros desgraciadas segundas intenciones!, ¡qué no veamos en ellas más que la expresión —y también la careta— del profundo debilitamiento, del cansancio, de la vejez, de la decrepitud! ¿Qué nos importan los chirimbolos con los que un enfermo adorna su debilidad? Problema de él si la exhibe como una virtud suya, pues es indudable que la debilidad vuelve tan dulce, tan equitativa, tan inofensiva, tan «humana». ¡Demasiado bien conocemos a esos hombrecitos y mujercitas histéricos que hoy necesitan ponerse el velo y las vestimentas ridículas de esa «religión del amor» que pretenden hacernos adoptar! Nosotros no somos humanitarios; nunca nos atreveríamos a hablar de nuestro «amor a la humanidad», ninguno de nosotros es lo bastante cómico para eso, ni lo suficiente saintsimoniano, ni lo suficiente francés. Verdaderamente hay que estar afectado por esa excitabilidad erótica desmesurada y por esa impaciencia característicamente francesa para acercarse con ardor y buena fe a la humanidad… ¡a la humanidad! ¿Hubo nunca una vieja más odiosa entre todas las viejas? (a no ser que estemos hablando de «la verdad», que es una cuestión reservada a los filósofos). No, no amamos a la humanidad; pero, por otro lado, estamos muy lejos de ser lo bastante alemanes, en el sentido corriente en que se utiliza hoy esta palabra, para convertirnos en voceros del nacionalismo y del odio racial, para regocijarnos con esa infección nacionalista por la que hoy los pueblos de Europa se atrincheran unos contra otros y se acuartelan. Somos demasiado desenvueltos para eso, demasiado maliciosos, demasiado mimados, pero también demasiado prevenidos, hemos «viajado» demasiado. Preferimos mucho más vivir en los montes, apartados, «inactuales», en los siglos pasados o futuros, aunque sólo por el hecho de ahorrarnos la cólera silenciosa a la que nos condenaría el ser testigos de una política que esteriliza al espíritu alemán al hacerlo vanidoso, y que es además una política pequeña. ¿No ha de colocar su creación entre dos odios mortales para evitar que se descomponga al instante?

¿No es preciso que se encamine a eternizar la división de Europa en pequeños Estados?… Nosotros, los apátridas, somos demasiado variados y demasiado mezclados en cuanto a la raza y al origen, para ser «hombres modernos» y, por consiguiente, nos sentimos poco inclinados a tomar parte en ese exceso y en ese engaño que es la autoidolatría racial que hoy se exhibe en Alemania como distintivo de las virtudes alemanas, ya que tratándose de un pueblo con «sentido histórico» resulta doblemente falsa e inconveniente. En definitiva, somos —y éste será nuestro título más honroso— buenos europeos, los herederos de Europa, herederos ricos y satisfechos, pero herederos también infinitamente deudores de varios milenios de espíritu europeo; así que como tales, procedemos del cristianismo y somos a la vez anticristianos, precisamente porque procedemos de él y porque nuestros antepasados fueron cristianos radicalmente honrados, que sacrificaron voluntariamente por su fe sus bienes, su sangre, su posición social y su patria. Nosotros… hacemos igual. ¿A favor de qué?

¿De nuestra incredulidad? ¿De toda clase de incredulidad? ¡No, ustedes lo saben muy bien, amigos míos! El sí que esconden es mucho más fuerte que cualquier clase de no y de tal vez, que sufren en solidaridad con su poca; y si tuvieran que expatriarse, emigrantes, lo que los impulsaría a hacerlo, ¡sería también… una creencia!

378. «Y volver a ser transparentes».

Nosotros, generosos y ricos de espíritu que estamos como pozos al borde del camino sin impedir a nadie beber de nuestra agua, no sabemos, ¡ay!, defendernos cuando quisiéramos, no podemos impedir de ningún modo que nos enturbien y nos oscurezcan. Que la época en que vivimos arroje en nosotros lo que tiene de «más actual», que sus sucios pájaros nos lancen sus inmundicias, los muchachos sus baratijas y los caminantes agotados que descansan a nuestro lado sus miserias pequeñas y grandes. Pero haremos lo que hemos hecho siempre: absorber en nuestras profundidades lo que nos arrojan —pues somos profundos, no lo olvidemos— y volver a ser transparentes…

379. Intermedio del loco.

Quien ha escrito este libro no es un misántropo; odiar a los hombres es algo que actualmente se paga caro. Para odiar como se odiaba antiguamente a los hombres, a la manera de Timón, sin límites, de todo corazón, con todo el amor del odio, habría que poder renunciar al desprecio, y una enormidad de un goce sutil, de paciencia, incluso de bondad le debemos precisamente a nuestro desprecio… De este modo somos además los «elegidos de Dios»; el desprecio sutil constituye nuestro gusto y nuestro privilegio, nuestro arte, nuestra virtud quizá, para nosotros, los más modernos de los modernos… El odio, en cambio, iguala, pone frente a frente, en el odio hay honor, en el odio hay miedo, una gran parte de miedo. Pero nosotros, que no tenemos miedo, nosotros, los más espirituales de este siglo, conocemos las ventajas que reporta poder vivir sin miedo frente a esta época, como los más espirituales. Es muy difícil que nos decapiten, nos encarcelen o nos destierren; ni siquiera prohibirán ni quemarán nuestros libros. Esta época ama al espíritu, nos ama, nos necesita, aunque debamos darle a entender que somos unos artistas en materia de desprecio; que todo trato con los hombres nos produce un ligero escalofrío; que a pesar de toda nuestra dulzura, paciencia, sociabilidad, cortesía, no podríamos hacer que nuestra nariz renunciase al prejuicio que tiene contra la proximidad de un ser humano; que cuanto menos humana se muestra la naturaleza, más la amamos, que amamos el arte cuando consiste en la huida del artista ante el hombre, o en la burla que hace el artista del hombre, o en la burla que hace el artista de sí mismo…

380. Habla el «caminante».

Para apreciar desde lejos nuestra moral europea, para compararla con otras morales pasadas o futuras, hay que hacer como el caminante que trata de captar la altura de las torres de una ciudad. Para ello sale fuera de la ciudad. Los «pensamientos sobre los prejuicios morales», en caso de que no sean a su vez prejuicios de prejuicios, suponen una posición fuera de la moral, un más allá del bien y del mal, al que hay que subir, trepar, volar; y, en el caso en cuestión, un más allá de nuestra noción del bien y del mal, una libertad respecto a toda «Europa», considerada ésta en última instancia como la totalidad de juicios de valor imperativos que han entrado en nuestra sangre. Querer situarse fuera y por encima de tales juicios es tal vez un poco insano, la exigencia de un «debes» singular e irracional, pues quienes buscamos el conocimiento tenemos también nuestra idiosincrasia de la «voluntad no libre». La cuestión está en saber si puede llegar a esa altura. Esto puede depender de numerosas condiciones; lo esencial es saber en qué medida somos livianos o pesados, es decir, es el problema de nuestro «peso específico». Hay que ser muy liviano para dejarse impulsar por la voluntad de conocer hasta semejante lejanía y, por así decirlo, más allá de la época en la que se vive, para adquirir una mirada que abarque milenios, y tener además unos ojos como el cielo claro. Nos desprendemos de todo lo que nos oprime, nos entorpece, nos abruma y nos obstaculiza a nosotros, los europeos de hoy. El hombre de un más allá, así, quiere discernir las valoraciones supremas de su época, debe antes «superar» el espíritu de dicha época dentro de él mismo —es la prueba de su fuerza— y por consiguiente no sólo ha de superar a su época, sino también la repugnancia que ha sentido hasta entonces hacia esa época, su oposición contra ella, su dificultad de vivir en ella, su inactualidad, su romanticismo…

381. La cuestión de la inteligibilidad.

Cuando se escribe, no se pretende sólo ser entendido, sino también no serlo. Que una persona cualquiera considere incomprensible un libro no constituye una objeción suficiente contra ese libro; tal vez era eso lo que pretendía el autor, es decir, no quería ser comprendido por cualquiera. Cuando un espíritu y un gusto muy elevados quieren comunicarse eligen a su auditorio y, al mismo tiempo, trazan una barrera frente a los «demás». De aquí proceden las leyes más refinadas del estilo; separan, crean distancia, prohíben la «entrada», la comprensión, como decía antes, mientras que abren los oídos de quienes son próximos a nosotros. Y hablando entre nosotros, en lo que a mí respecta, no quisiera que ni mi ignorancia ni la vehemencia de mi temperamento les impidan comprenderme, amigos míos. He dicho ni la vehemencia de mi espíritu porque ésta me impulsa a abordar rápidamente una cosa, en cuanto puedo hacerlo. Creo que los problemas de cierta profundidad son como un baño de agua fría: hay que entrar y salir rápidamente de allí. Pensar que por esto no se puede alcanzar la profundidad, ni descender lo bastante, es una superstición característica de quienes le tienen miedo al agua y los horroriza el agua fría; hablan sin tener experiencia. ¡El frío intenso nos hace rápidos! Y dicho sea de paso; ¿no se comprende realmente una cosa ni se la reconoce por el simple hecho de haberla tocado sólo al tacto, o de haberla mirado de reojo? ¿Hay que pegarse a ella necesariamente, sentarse sobre ella y, por así decirlo, incubarla hasta llegar a comprenderla, «incubando noche y día», como decía Newton de sí mismo? Por lo menos hay verdades particularmente ariscas y delicadas de las que sólo nos podemos apoderar de repente y por sorpresa —o dejarlas—. Finalmente, mi brevedad tiene además otro valor; tratándose de las cuestiones que me preocupan, he de decir muchas cosas con brevedad para que me entiendan más brevemente aún. Efectivamente, como inmoral hay que guardarse de corromper la inocencia, me refiero a los asnos y a las solteronas de ambos sexos, que no han vivido de la vida más que su inocencia; aún más, ¡mis escritos deben entusiasmarlos, exaltarlos, animarlos a ser virtuosos! No hay en la tierra un espectáculo más divertido que el de los viejos asnos entusiastas y el de las solteronas excitadas por los dulces sentimientos de la virtud. «Esto lo he visto yo» —así habló Zaratustra—. Dicho esto sobre mi intención de ser breve, me preocupa más mi ignorancia que de ningún modo se me oculta. Hay momentos en que esto me avergüenza, aunque también hay otros en que me avergüenzo de esa vergüenza. Tal vez estemos hoy los filósofos mal dispuestos para el saber; la ciencia se desarrolla, los más sabios de nosotros están a punto de descubrir que saben demasiado poco. Aunque sería peor que ocurriera lo contrario, o sea, que supiéramos demasiado. Nuestra tarea es y sigue siendo ante todo no confundirnos con lo que no somos. Somos diferentes de los científicos, si bien es inevitable que en alguna ocasión podamos ser científicos. Tenemos otras necesidades, otro crecimiento, otra digestión; a veces precisamos más, otras precisamos menos. No hay una fórmula que determine la cantidad de alimento que un espíritu requiere; pero si le gusta ser independiente, ir y venir a toda prisa, viajar, entregarse quizá a aventuras para las que sólo son aptos los espíritus más alertas, preferirá vivir libre con una comida frugal, a vivir dependiente y con la panza llena. Un bailarín no aspira a que su alimento le proporcione grasas, sino vigor y la máxima agilidad, y yo no sabría decir qué más podría desear el espíritu de un filósofo que llegar a ser un buen bailarín. La danza es, efectivamente, su ideal, también su arte y, por último, su única religiosidad, su «culto divino».…

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