Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
Ella se acercó al fuego y se sentó en el suelo, apoyada contra el hogar de piedra, a beber una cerveza Ice house directamente de la botella. Se había enfundado un chándal de atrevidos colores que yo me ponía en las escasas ocasiones en que últimamente jugaba a tenis; iba descalza y llevaba los cabellos, aún mojados, peinados hacia atrás. Pensé que si no la conociera y pasara a mi lado, me volvería sólo por admirar su porte y su rostro. Una percibía la facilidad con la que Lucy hablaba, caminaba y gobernaba su cuerpo y sus ojos hasta en el menor detalle. Hacía que todo pareciese fácil, y ésa era en parte la razón de que no tuviera muchos amigos.
—Lucy —empecé a decir—, ayúdame a entender...
—Me han jodido —me cortó, y tomó otro trago de la botella.
—Si es así, ¿cómo...?
—¿Qué significa «si es así»? —Me fulminó con la mirada antes de que sus ojos se llenaran de lágrimas—. ¿Cómo te puede pasar por la imaginación...? ¡Oh, mierda, tanto da!
Desvió la mirada.
—No puedo ayudarte si no me cuentas la verdad —declaré.
Me puse en pie, tras decidir que yo tampoco tenía hambre. Me acerqué al mueble bar y me serví un whisky con hielo picado.
—Afrontemos los hechos —sugerí mientras volvía a ocupar mi asiento—. Sabemos que alguien entró en el ERF hacia las tres de la madrugada del martes pasado. Sabemos que se utilizó tu número de identificación y que el sistema de seguridad verificó tu pulgar. También ha quedado constancia de que esa persona... la cual, insisto, dispone de tu número de identificación y de tu imprenta digital, accedió a numerosos expedientes. El registro de salida del sistema quedó marcado exactamente a las 4,38.
—Soy víctima de una trama y de un sabotaje —declaró Lucy.
—¿Dónde estabas mientras sucedía todo esto?
—Dormía.
Lucy apuró el resto de la cerveza con aire furioso y se levantó a por otra botella.
Yo di cuenta del whisky poco a poco porque era imposible beber un Dewar's Mist deprisa.
—Corren comentarios de que algunas noches tu cama estaba vacía —dije con voz pausada.
—¿Y qué? Eso no es asunto de nadie.
—Bueno, sí que lo es y tú lo sabes. ¿Estabas en tu cama la noche que sucedió?
—En qué cama estoy, cuándo y dónde, es cosa mía y de nadie más —fue su respuesta.
Guardamos silencio mientras yo recordaba a Lucy sentada encima de la mesa de picnic, en la oscuridad, con el rostro iluminado por la cerilla que sostenía entre sus manos otra mujer. Recordé el diálogo con su amiga y las emociones que había captado en sus palabras, pues el de la intimidad era un lenguaje que yo conocía bien. Sabía cuándo en la voz de alguien había amor, y cuándo no.
—¿Dónde estabas, exactamente, a la hora en que se produjo la violación de la seguridad en el ERF? —insistí—. ¿O debo, mejor, preguntar con quién?
—Yo no te pregunto con quién estás tú.
—Lo harías si con ello pudieras ahorrarme un montón de problemas.
—Mi vida privada no interesa a nadie —se resistió.
—No, lo que tienes es miedo al rechazo —declaré.
—No sé de qué hablas.
—La otra noche te vi en la zona de picnic. Estabas con una amiga.
Lucy apartó la mirada. Cuando habló, le temblaba la voz:
—De modo que ahora también me espías. Bueno, no' malgastes tus sermones conmigo. Y puedes olvidarte del sentimiento de culpa católico porque no creo en esas zarandajas.
—Lucy, no te estoy juzgando —le dije, pero en cierto modo sí lo hacía—. Ayúdame a entenderlo. :
—Con eso insinúas que soy anormal, antinatural; de lo contrario, no necesitarías entender nada. Me aceptarías sin más.
—¿Tu amiga puede confirmar dónde estabas a las tres de la madrugada del martes?
—No.
—Ya veo —me limité a murmurar.
La aceptación de su postura fue un reconocimiento por mi parte de que la chica que yo conocía había desaparecido.
A esta Lucy no la reconocía y me pregunté en qué me habría equivocado.
—¿Qué vas a hacer ahora? —me interrogó ella.
—Me ocupo de un caso en Carolina del Norte. Tengo la impresión de que voy a estar bastante tiempo por allí.
—¿Y tu despacho aquí?
—Fielding defenderá el fuerte —respondí—. Por la mañana tengo juzgado, creo. En realidad, he de llamar a Rose para saber la hora.
—¿Qué caso es ése?
—Un homicidio.
—Lo imaginaba. ¿Puedo ir contigo?
—Si te apetece.
—Bueno, tal vez decida volver a Charlottesville.
—¿Y hacer qué?
—No lo sé —Lucy pareció preocupada—. Tampoco sé cómo llegar hasta allí.
—Puedes tomar mi coche cuando yo no lo use. También podrías irte a Miami hasta el final del semestre y, luego, volver a la universidad.
Lucy apuró el último sorbo de cerveza y se puso en pie. De nuevo advertí en sus ojos brillo de lágrimas.
—Vamos, tía Kay, adelante. Reconócelo: piensas que lo hice yo, ¿verdad?
—Mira, Lucy, no sé qué pensar —respondí con franqueza—. Tú y los indicios decís cosas opuestas.
—Yo nunca he dudado de ti —murmuró ella, y me miró como si le hubiera roto el corazón.
—Si quieres, puedes quedarte aquí hasta Navidad —le ofrecí.
E
l gángster de North Richmond a quien se juzgaba aquella mañana llevaba un traje azul marino de chaqueta cruzada y una corbata de seda italiana con un perfecto nudo grueso. Con la camisa blanca impoluta y cuidadosamente rasurado, sólo le traicionaba el arete en el lóbulo de la oreja.
El abogado defensor, Tod Coldwell, había vestido bien a su cliente porque sabía que a los jurados les cuesta muchísimo resistirse a la idea de que lo que ven es lo que hay. Yo también estaba convencida de este axioma, desde luego, y por ello presentaba como prueba todas las fotografías en color de la autopsia de la víctima como me había sido posible. Era evidente que a Coldwell, quien conducía un Ferrari rojo, yo no le caía del todo bien.
—¿No es cierto, señora Scarpetta —pontificaba el abogado ante el estrado aquella fría mañana de otoño—, que las personas bajo la influencia de la cocaína pueden volverse muy violentas e incluso mostrar una fuerza sobrehumana?
—Es cierto que la cocaína puede provocar alucinaciones y excitación en el consumidor —Dirigí mi respuesta al jurado—. Pero la «fuerza sobrehumana», como usted la ha llamado, se asocia más a menudo con el uso de PCP, que es un tranquilizante para caballos, y no con la cocaína.
—Y la víctima tenía cocaína y benzoilecgonina en la sangre —continuó Coldwell como si yo acabara de darle la
razón.
—
Sí, así es.
—Señora Scarpetta, ¿querría explicarle al jurado qué significa eso?
—En primer lugar, querría explicar al jurado que soy doctora en medicina y titulada en derecho, que soy especialista en patología y tengo la subespecialidad de patología forense, tal como usted ha estipulado, señor Coldwell. Por ello, le agradecería que se dirigiera a mí como doctora Scarpetta, en lugar de «señora».
—Sí, señora.
—¿Le importaría repetir la pregunta?
—¿Querría explicar al jurado qué significa que alguien presente cocaína y... —consultó brevemente sus notas— y benzoilecgonina en la sangre?
—La benzoilecgonina es el metabolito de la cocaína. Que alguien presente ambas sustancias en su cuerpo significa que parte de la cocaína ingerida se ha metabolizado ya y otra parte, no —respondí.
Descubrí la presencia de Lucy en un rincón del fondo, medio oculta tras una columna. Con aspecto compungido.
Tod Coldwell dijo:
—Lo cual indicaría que es un consumidor crónico, sobre todo a la vista de sus numerosas señales de pinchazos. Y también podría indicar que cuando mi cliente se encontró ante él la noche del tres de julio, estaba ante una persona muy excitada, agitada y violenta y no tuvo más remedio que actuar en defensa propia.
Coldwell deambulaba frente el estrado, mientras que su aseadísimo cliente me observaba como un gato crispado.
—Señor Coldwell —señalé—, la víctima, Jonah Jones, recibió dieciséis disparos de un subfusil Tec—9 de nueve milímetros que lleva cargadores de treinta y seis balas. Siete de los disparos los recibió en la espalda y tres de ellos se efectuaran a corta distancia o en contacto con la parte posterior del cráneo del señor Jones.
»En mi opinión, esto se contradice con la versión según la cual el autor de los disparos actuó en defensa propia, sobre todo si se toma en consideración que el señor Jones tenía una tasa de alcohol en sangre de 0,29, que es casi el triple del límite legal en Virginia. En otras palabras, la capacitad motriz y el discernimiento de la víctima estaban sustancialmente reducidos en el momento del asalto. Con franqueza, me sorprendería incluso que el señor Jones se tuviera en pie.
Coldwell se volvió en redondo hacia el juez Poe, quien ya recibía el apodo «el Cuervo» cuando yo me había establecido en Richmond, hacía años. El juez estaba harto hasta su vieja médula de traficantes de drogas que se mataban entre ellos y de chicos que acudían a la escuela con pistola y que se disparaban unos a otros en los autobuses.
—Señoría —proclamó Coldwell con gesto dramático—, solicito que la última afirmación de la señora Scarpetta sea eliminada del acta ya que es especulativa y tendenciosa y, sin duda, se aparta de sus atribuciones como perito forense.
—Verá usted, señor Coldwell, no creo que las explicaciones de la doctora se aparten de sus atribuciones. Y le recuerdo que nuestra forense ya le ha pedido que tenga la cortesía de llamarla «doctora». Abogado, me está agotando la paciencia con sus ardides y bufonadas...
—Pero señoría...
—La realidad es que he contado con la doctora Scarpetta en mi tribunal en muchas ocasiones y tengo buena constancia de sus conocimientos forenses —continuó el juez con su acento sureño, que me recordaba la dulzura de la miel.
—¿Señoría...?
—Tengo la impresión de que la doctora se ocupa de estos asuntos de forma cotidiana...
—¿Señoría?
—¡Señor Coldwell! —tronó el Cuervo, y su calva enrojeció—. ¡Si vuelve a interrumpirme, lo sancionaré por desacato y le haré pasar unas cuantas noches en el depósito municipal! ¿Queda claro?
—Sí, señoría.
Lucy estiraba el cuello para ver mejor y todos los jurados estaban muy alerta.
—Las actas reflejarán con exactitud lo que ha dicho la doctora Scarpetta —continuó el juez.
—No tengo más preguntas —
El juez Poe dio por concluido el incidente con un violento golpe de maza que despertó a una anciana que había pasado la mayor parte de la mañana dormida bajo un sombrero de paja negro, casi al fondo de la sala. Sobresaltada, la mujer se irguió en su asiento y farfulló una pregunta, «¿Qué pasa?». Enseguida recordó dónde estaba y se echó a llorar.
—Vamos, mamá, no es nada —oí que le decía otra mujer mientras el juez aplazaba la sesión para el almuerzo.
Antes de dejar el centro de la ciudad, me detuve en la oficina de Estadística del departamento de Salud Pública, donde trabajaba una vieja amiga y colega mía. En Virginia, nadie nacía ni era enterrado legalmente sin la firma de mi amiga Gloria Loving, jefe del registro. Y aunque Gloria apenas había salido de Richmond, conocía a sus equivalentes de todos los estados de la Unión. A lo largo de los años, había confiado en ella muchas veces para verificar si determinada persona había existido o no, si había estado casada o divorciada, si había sido adoptada, etcétera.
Me informaron de que estaba almorzando en la cafetería del edificio Madison y, a la una y cuarto, encontré a Gloria a solas en una mesa, dando cuenta de un yogur de vainilla y una macedonia de frutas envasada. Cuando la vi, estaba asimismo concentrada en la lectura de un grueso libro de bolsillo que, según la cubierta, era un
best seller
recomendado por el
New York Times.
—
Si tuviera que almorzar así yo ni me molestaría en empezar —comenté mientras tomaba asiento.
Gloria alzó la vista y su expresión de perplejidad se transformó enseguida en alegría.
—¡Cielo santo! ¡Señor! ¿Qué se te ha perdido por aquí, Kay?
—Trabajo al otro lado de la calle, por si lo has olvidado. Mi amiga se echó a reír, complacida.
—¿Te pido un café? Querida, pareces cansada.
Gloria Loving había nacido marcada por su apellido, «Amorosa», y hacía honor a él desde pequeña. Era una mujerona grande y generosa, de unos cincuenta años, que se ocupaba meticulosamente de cualquier certificado que cruzara su despacho. Para ella, un registro era algo más que papel y códigos de referencia, y era capaz de matar, quemar y arrasar en nombre de uno cualquiera de ellos. Cualquiera.
—Café no, gracias —respondí.
—Oye, me habían dicho que ya no trabajabas al otro lado de la calle.
—Me encanta ver cómo la gente me destituye apenas me ausento un par de semanas. Ahora trabajo como consultora del FBI; por eso entro y salgo tanto.
—Entras y sales de Carolina del Norte, supongo, a juzgar por lo que cuentan las noticias. Incluso Dan Rather habló del caso de la niña Steiner, la otra noche. También salió en la CNN. ¡Jesús, qué frío hace aquí!
Eché una ojeada a la desangelada cafetería de la administración estatal, en la que pocos de los presentes parecían entusiasmados con sus respectivas vidas. La mayoría estaba inclinada sobre las bandejas, con las chaquetas y los jerséis abrochados hasta el mentón.
—Han fijado todos los termostatos a dieciséis grados para ahorrar energía, pero es una excusa que da risa —continuó Gloria—. Aquí la calefacción funciona con vapor sobrante del MCV, de modo que bajar los termostatos no hace ahorrar un vatio de electricidad.
—Pues ni siquiera parece haber dieciséis grados —comenté.
—Eso es porque estamos a once, que es más o menos la temperatura que hay fuera.
—Si quieres, te invito a cruzar la calle y a utilizar mi despacho —le ofrecí con una sonrisa socarrona.
—¡Ah!, seguro que es el lugar más caldeado de la ciudad. Bien, Kay, ¿qué puedo hacer por ti?
—Necesito localizar un caso de síndrome de muerte súbita infantil que, supuestamente, se produjo en California hace unos doce años. El nombre del bebé fallecido, una niña, es Mary Jo Steiner, hija de Denesa y Charles.
Gloria estableció la relación inmediatamente, pero su profesionalidad le impidió demostrarlo.