La granja de cuerpos (20 page)

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Authors: Patricia Cornwell

BOOK: La granja de cuerpos
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—¿Conoces el apellido de soltera de Denesa Steiner?

—No.

—¿En qué lugar de California?

—Tampoco lo sé —contesté.

—¿Tienes alguna forma de averiguarlo? Cuanta más información me des, mejor.

—Preferiría que intentaras buscar con los datos que he conseguido. Si no bastan, veré de qué más puedo enterarme.

—Has dicho «supuestamente». ¿Existe alguna sospecha de que quizá no fuera síndrome de muerte súbita infantil? Tengo que saberlo, porque el caso puede haber sido codificado de otra manera.

—Se supone que la pequeña tenía un año cuando murió. Y este dato me preocupa bastante. Como sabes, la edad en la que se producen más casos del síndrome es entre los tres y los cuatro meses. Por encima del sexto mes de vida, el síndrome es improbable. En niños de más de un año, es casi seguro que se trata de otra forma sutil de muerte súbita. Por lo tanto, tienes razón: este caso podría haberse atribuido a otra causa distinta.

Gloria se puso a jugar con la bolsita del té.

—Si hubiera ocurrido en Idaho, llamaría a Jane y ella seleccionaría los códigos nosológicos de ese síndrome y me daría una respuesta en apenas noventa segundos. Pero California tiene treinta y dos millones de habitantes. Es uno de los estados más difíciles. Seguramente hará falta un tratamiento especial. Vamos, te acompañaré hasta la salida. Será mi ejercicio físico de hoy.

—¿El registro de California está en Sacramento? —le pregunté mientras avanzábamos por un pasillo deprimente, abarrotado de desesperados ciudadanos necesitados de servicios sociales.

—Sí. Voy a llamar al registrador tan pronto vuelva a mi oficina.

—Supongo que le conoces, pues.

—Desde luego —Gloria sonrió—. Sólo somos cincuenta. Y no tenemos a nadie con quien hablar, como no lo hagamos entre nosotros.

Por la noche, llevé a Lucy a La Petite France, donde me puse en manos del
chef Paul
, quien nos sentenció a lánguidas horas de pinchos morunos de cordero marinado con frutas y a una botella de Chateau Grand Larose de 1986. Prometí a mi sobrina una crema
di cioccolata da eletta
cuando volviéramos a casa, era una deliciosa
mousse
de chocolate con pistacho y marsala que guardaba en el congelador para emergencias culinarias.

Pero antes de regresar nos llegamos a Shockhoe Bottom y paseamos por el adoquinado bajo la luz de las farolas, en una zona de la ciudad a la que no hacía tanto tiempo no me habría aventurado acercarme.

Estábamos junto al río y el cielo tenía un color azul medianoche tachonado de estrellas. Pensé en Benton y a continuación, por razones muy distintas, me vino a la mente la imagen de Marino.

—Tía Kay, ¿puedes conseguir un abogado? —me preguntó Lucy cuando entrábamos en The Frog and the Redneck a tomar un capuchino.

—¿Con qué objeto? —dije, aunque lo sabía muy bien.

—Incluso si el FBI no llega a demostrar que he hecho lo que dicen, seguro que querrán darme con la puerta en las narices de por vida.

Su voz firme y controlada no podía ocultar del todo el resentimiento.

—Dime qué quieres.

—Un pez gordo.

—Te buscaré uno —asentí.

No regresé a Carolina del Norte el lunes, como había previsto. En lugar de ello, volé a Washington. Tenía varias reuniones pendientes en la sede central del FBI pero, en primer lugar, necesitaba ver a un viejo amigo.

El senador Frank Lord y yo habíamos asistido al mismo instituto católico en Miami, aunque no en la misma época. El me llevaba muchos años y nuestra amistad se remontaba a cuando yo trabajaba en el despacho del médico forense del condado de Dade y él era fiscal de distrito. Cuando llegó a gobernador, y más tarde a senador, ya hacía mucho tiempo que yo me había marchado de mi ciudad natal. No reanudamos el contacto hasta que él fue nombrado presidente del Comité Judicial del Senado.

Lord me había pedido que fuera consejera suya en su batalla por hacer aprobar la ley anticrimen más formidable en la historia de la nación, y yo también había solicitado su ayuda. Sin que Lucy lo supiera, el senador había sido el santo patrón de mi sobrina, pues, sin su intervención, ella no habría obtenido permiso ni crédito académico para las prácticas de internado aquel otoño.

Yo no estaba segura de cuál sería la mejor manera de exponerle a él la noticia.

Casi a mediodía, le esperé en un sofá de lustrosa tapicería, en un salón de ricas paredes rojas, alfombras persas y un espléndido candelabro de cristal. Fuera, se oían voces en el pasillo de mármol y algún esporádico turista asomaba la cabeza por la puerta con la esperanza de ver fugazmente a algún senador u otra personalidad importante que acudiese al comedor del Senado. Lord llegó puntual y lleno de energía y me dio un abrazo breve y rígido. Era un hombre amable y recatado, tímido a la hora de demostrar afecto.

—Te he dejado carmín en la mejilla —dije, y procedí a limpiarle la marca.

—¡Oh!, deberías dejarla para que mis colegas tengan algo que comentar.

—Sospecho que tienen temas suficientes, de todos modos.

—Kay, es maravilloso verte otra vez —dijo él mientras me escoltaba hasta su mesa.

—Quizá no te parezca tan maravilloso —le respondí.

—Claro que sí.

Ocupamos una mesa ante una vidriera emplomada que mostraba un retrato ecuestre de George Washington. No consulté la carta porque nunca variaba. El senador Lord era un hombre de aire distinguido, con abundantes cabellos canosos y ojos de un azul intenso. Muy alto y delgado, tenía predilección por las corbatas de seda elegantes y por refinamientos pasados de moda, como chalecos, gemelos, relojes de bolsillo y alfileres de corbata.

—¿Qué te trae a la capital? —me preguntó mientras extendía la servilleta sobre sus pantalones.

—Tengo que verificar unas pruebas con el laboratorio del FBI.

—Estás trabajando en ese caso terrible de Carolina del Norte, ¿no es cierto?

—Sí.

—Hay que capturar a ese psicópata. ¿Crees que está allí?

—No lo sé.

—Yo me pregunto por qué tendría que seguir allí —continuó Lord—. Uno creería que ya se habría trasladado a otra parte, donde poder pasar inadvertido durante un tiempo. Pero, claro, supongo que la lógica tiene poco que ver con las decisiones que toman esos maníacos.

—Frank —le dije—, Lucy está metida en un serio problema.

—Ya veo que algo anda mal —respondió él con llaneza—. Lo leo en tu cara.

Me escuchó durante la media hora que tardé en contárselo todo; y le agradecí muchísimo su paciencia, pues sabía que el senador tenía que asistir a varias votaciones aquel mismo día y que mucha gente reclamaba unos minutos de su tiempo.

—Eres un buen hombre —le dije con sinceridad—. Y te he fallado. Te pedí un favor, que es algo que casi nunca hago, y la situación ha terminado por volverse embarazosa.

—¿Lucy es responsable de lo sucedido? —preguntó. Apenas había tocado las verduras a la plancha.

—No lo sé. Las pruebas la incriminan —Carraspeé y continué—: Ella dice que no.

—¿Siempre te ha contado la verdad?

—Creía que sí, pero últimamente también he descubierto que hay muchas facetas importantes de su personalidad de las que no me ha hablado nunca.

—¿Le has preguntado?

—Ha dejado muy claro que ciertos asuntos no son cosa mía. Y no debo juzgarla.

—Si temes formarte juicios prematuros, Kay, probablemente es porque ya lo haces. Y Lucy lo habrá notado, digas lo que digas.

—Nunca me ha gustado ser la encargada de criticarla y de corregirla —contesté, abatida—. Pero Dorothy, su madre, mi única hermana, es una persona demasiado dependiente de los hombres y demasiado egocéntrica como para afrontar la realidad de una hija.

—Y ahora, Lucy está en un apuro y tú te preguntas hasta qué punto es culpa tuya.

—No soy consciente de preguntarme tal cosa —repliqué.

—Rara vez somos conscientes de esas ansiedades primitivas que surgen por debajo de la razón. Y el único modo de ahuyentarlas es encender todas las luces. ¿Crees que tienes suficiente fuerza para hacerlo?

—Sí.

—Déjame recordarte que, si preguntas, también debes ser capaz de vivir con las respuestas.

—Lo sé.

—Supongamos por un momento que Lucy es inocente —propuso el senador.

—¿Y bien? —pregunté.

—Si no fue Lucy quien violó la seguridad, es evidente que lo hizo otro. La cuestión es por qué.

—La cuestión es cómo —repliqué.

El senador indicó por gestos a la camarera que trajera café.

—Lo que debemos determinar es el motivo —insistió—. ¿Y cuál podría tener Lucy? ¿Cuál podría tener cualquiera?

La respuesta más sencilla era el dinero, pero yo no creía que se tratara de eso y se lo dije.

—El dinero es poder, Kay, y todo gira en torno al poder. Nosotros, criaturas caídas, nunca tenemos suficiente.

—Ya: la fruta prohibida.

—Por supuesto. Todos los crímenes proceden de ella —sentenció.

—Cada día veo esa trágica verdad transportada en una camilla —asentí.

—¿Y qué te dice esto sobre el problema que nos interesa? Revolvió el
azúcar
del café.

—Me dice el motivo.

—Sí, por supuesto. El poder, en efecto. Por favor, ¿qué quieres que haga al respecto?

—Lucy no será acusada de ningún delito a menos que se demuestre que robó información del ERF. Pero ahora mismo, mientras hablamos, su futuro se ha ido a pique, por lo menos en lo que se refiere a una carrera en las fuerzas policiales o en cualquier otro trabajo que exija una investigación de antecedentes.

—¿Han demostrado que fue ella quien entró a las tres de la madrugada?

—Tienen todas las pruebas que necesitan, Frank. Ahí está el problema. No creo que pongan mucho empeño en limpiar su nombre aunque sea inocente.

—¿Aunque lo sea?

—Intento mantener una actitud abierta.

Tendí la mano hacia la taza de café pero decidí que, si algo no necesitaba en aquel momento, eran más estimulantes físicos. Tenía el corazón al galope y era incapaz de mantener las manos quietas.

—Puedo hablar con el director —propuso Lord.

—Lo único que quiero es que alguien, tras las bambalinas, se asegure de que todo esto se investiga a fondo. Una vez apartada Lucy, quizá piensen que no importa hacerlo, sobre todo cuando hay tantas cosas más que resolver. Y, al fin y al cabo, ella sólo es una estudiante universitaria, ¿no? ¿Por qué habrían de molestarse?

—Espero que el FBI se tome el asunto más en serio de lo que dices —murmuró con gesto sombrío.

—Comprendo las burocracias. He trabajado en ellas toda la vida.

—Igual que yo.

—Entonces, sabes a qué me refiero.

—Sí, lo sé.

—Quieren que se quede en Richmond conmigo hasta el próximo semestre —señalé.

—Ahí tienes su veredicto, entonces.

El senador volvió a levantar su taza de café.

—Exacto. Así resulta muy fácil para ellos pero, ¿y mi sobrina? Tiene apenas veintiún años y su sueño acaba de estallar en pleno vuelo. ¿Qué ha de hacer ahora? ¿Volver a la universidad después de Navidad y fingir que no ha pasado nada?

—Escucha —Lord me tocó el brazo con una ternura que siempre me hacía desear que fuera mi padre—, haré lo que pueda sin cometer la incorrección de entrometerme en un problema administrativo. ¿Cuento con tu confianza para ello?

—Sí.

—Mientras tanto, si no te molesta que te dé un pequeño consejo personal... Vaya, se me hace tarde —Echó un vistazo al reloj y llamó a la camarera con un gesto. Después, me miró de nuevo—: Tu principal problema es de orden doméstico.

—No estoy de acuerdo —respondí con vehemencia.

—Puedes decir lo que te parezca —El senador sonrió a la camarera cuando ésta le entregó la cuenta—. Eres lo más parecido a una madre que Lucy ha tenido en su vida. ¿Cómo vas a ayudarla en este trance?

—Yo diría que eso es lo que he venido a hacer, hoy.

—Y yo que pensaba que habías venido porque tenías ganas de verme... —Lord hizo una seña a la camarera—. Perdone, pero me parece que ésta no es nuestra cuenta. Nosotros no hemos tomado cuatro raciones de nada.

—Permítame... ¡Oh, vaya! ¡Oh!, le aseguro que lo siento, senador Lord. Es de la mesa de ahí.

—En ese caso, dígale al senador Kennedy que abone las dos cuentas, la suya y la nuestra —Lord le devolvió ambas—. El senador no protestará. Es un fiel creyente en los impuestos y en los gastos de representación.

La camarera era una mujerona vestida de negro, con un delantal blanco y los cabellos peinados en una negrísima melena de paje. Sonrió y, de pronto, dejó de lamentarse de la equivocación.

—¡Sí, señor! Puede estar seguro de que se lo diré.

—Y dígale también que añada una propina generosa, Missouri —agregó Lord mientras ella se alejaba—. Dígale que lo he dicho yo.

Missouri Rivers no tenía menos de setenta años y, desde que saliera de Raleigh en un tren rumbo al norte, había visto a los senadores celebrar banquetes y seguir dietas, dimitir y ser reelegidos, enamorarse y caer de la gloria. Sabía cuándo era momento de interrumpir y proceder a servir la comida y cuándo limitarse a llenar de nuevo la taza de té o, sencillamente, desaparecer. Conocía los secretos del corazón —siempre cuidadosamente disimulados en aquella sala deliciosa—, pues la auténtica valía de un ser humano era el trato que daba a personas como ella cuando no lo observaba nadie. Y Missouri adoraba al senador Lord. Me di cuenta de ello por la suave luz que brillaba en sus ojos cuando le miraba o cuando oía su nombre.

—Te animo a que pases algún tiempo con Lucy —continuó el senador—. Y no te empeñes en intentar matar los dragones de los demás. Sobre todo, los de tu sobrina.

—No creo que Lucy pueda acabar con este dragón ella sola.

—Escucha, Kay, no es preciso que Lucy sepa por ti de esta conversación. No es preciso que le digas que tan pronto vuelva al despacho descolgaré el teléfono para hacer gestiones en beneficio suyo. Si alguien tiene que contarle algo, Kay, deja que sea yo.

—De acuerdo —asentí.

Poco después tomé un taxi frente al edificio Russell, y encontré a Benton Wesley donde había dicho que estaría, a las dos y cuarto en punto: sentado en un banco del anfiteatro ante la sede central del FBI; y aunque parecía concentrado en una novela, percibió mi presencia mucho antes de que yo pronunciase su nombre. Un grupo de turistas pasó junto a nosotros sin prestarnos atención, y Wesley cerró el libro y lo guardó en el bolsillo al tiempo que se ponía en pie.

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