Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—Los casos no son siempre una sola cosa, porque las personas tampoco lo son, Benton. Lo sabes muy bien. Y las asesinas en serie suelen serlo de maridos, parientes y otras personas importantes para ellas. En general, sus métodos son diferentes de los utilizados por los asesinos en serie varones. Las mujeres psicópatas no violan y estrangulan. Prefieren los venenos, o asfixiar a una víctima que no puede defenderse, porque es demasiado pequeña o demasiado anciana o está incapacitada por alguna otra razón. Las fantasías son distintas porque las mujeres son distintas de los hombres.
—Nadie que conozca a la señora Steiner querrá creer lo que planteas —respondió Wesley—. Y aunque tengas razón, será complicadísimo demostrarlo.
—En casos como éste, siempre es complicadísimo encontrar pruebas.
—¿Sugieres que le exponga esta posibilidad a Marino?
—Espero que no se te ocurra hacerlo. Desde luego, no quiero que la señora Steiner se entere de lo que pensamos. Tengo que interrogarla y necesito su colaboración.
—Estoy de acuerdo —asintió Wesley, y comprendí que tenía que ser muy duro para él cuando añadió—: La verdad es que ya no podemos mantener a Marino trabajando en el caso un minuto más. Como mínimo, existe una relación personal con una posible sospechosa. Puede que esté acostándose con la asesina.
—Como hacía el anterior investigador... —le recordé.
No dijo nada. No era preciso que expresáramos nuestro temor por la segundad de Marino. Max Ferguson había muerto y la huella dactilar de Denesa Steiner había aparecido en una prenda que vestía el cadáver al ser descubierto. Habría resultado muy sencillo atraer a Ferguson a un jueguecito sexual fuera de lo habitual y a continuación, de un puntapié, quitarle el taburete que aguantaba su peso.
—No me gusta nada la idea de que te involucres más en esto, Kay —apuntó Wesley.
—Es una de las complicaciones de conocernos tan bien —respondí—. A mí tampoco me gusta. Y ojalá que tú tampoco estuvieras metido.
—No es lo mismo. Tú eres una mujer y eres médica. Si tu teoría es buena, Denesa Steiner querrá atraerte a su juego.
—Ya me ha atraído a él.
—Te arrastrará más aún.
—Espero que lo haga —murmuré, y me volvió a invadir la rabia.
—Quiero verte —susurró él.
—Yo también. Pronto.
L
a Unidad de Investigaciones sobre Descomposición de la Universidad de Tennessee era más conocida como la Granja de Cuerpos, nombre que ya tenía mucho antes de lo que yo podía recordar. Cuando alguien como yo la llamaba así, no lo hacía con el menor ánimo irreverente, pues nadie respeta más a los muertos que quien trabaja con ellos y escucha sus silenciosos relatos con el propósito de ayudar a los vivos. Este había sido el objetivo de la creación de la Granja de Cuerpos hacía más de veinte años, cuando los científicos decidieron ampliar sus conocimientos sobre la determinación del momento de la muerte. En un día cualquiera, las instalaciones —un par de hectáreas de terreno arbolado— contenían decenas de cuerpos en diversos grados de descomposición. A lo largo de los años, diversos proyectos de investigación me habían llevado allí periódicamente y, aunque nunca sería una maestra en el tema del momento de la muerte, había mejorado bastante.
La propiedad y gestión de la Granja correspondían al departamento de Antropología de la universidad, dirigido por el doctor Lyall Shade y ubicado, curiosamente, en el sótano del estadio de fútbol. A las 8,15, Katz y yo bajamos las escaleras, dejamos atrás los laboratorios de moluscos y los de primates neotropicales y pasamos ante la colección de titís y macacos y ante extraños proyectos identificados mediante números romanos. Muchas de las puertas mostraban pegatinas de chistes gráficos y expresivas frases que me provocaron una sonrisa.
Encontramos al doctor Shade sentado tras su escritorio, examinando unos fragmentos de hueso humano chamuscado.
—Buenos días —le saludé.
—Buenos días, Kay —me respondió con una sonrisa distraída.
Shade era conocido en el campus por el mote de «doctor Sombras» y se decía de él que se comunicaba con el espíritu de los muertos a través de su carne y de sus huesos y de lo que revelaban tras yacer durante meses en el terreno acotado.
Sin embargo, era un hombre introvertido y discreto, una persona muy comedida que aparentaba muchos más de los sesenta años que había cumplido. Tenía el cabello corto y canoso y unas facciones agradables y preocupadas. De buena estatura, su cuerpo recio y curtido por la intemperie semejaba el de un campesino, algo que, curiosamente, encajaba con otro de sus alias: Shade, el Granjero. Su madre vivía en un asilo y con retales de tela le hacía rodetes para sostener cráneos. Los que Shade me había enviado parecían rosquillas de percal, pero eran realmente útiles cuando había que trabajar con un cráneo, que es difícil de manejar y tiene propensión a rodar, no importa de quién fuera el cerebro que contuvo.
—¿Qué tenemos aquí? —Me acerqué más a los fragmentos óseos, que recordaban astillas de madera.
—Una mujer asesinada. Su marido intentó quemarla después de matarla y lo hizo admirablemente bien. Mejor que cualquier crematorio, la verdad. Pero cometió una solemne estupidez. Lo hizo en el patio trasero de su propia casa.
—Sí, coincido en que fue una solemne estupidez. Pero también hay violadores que dejan caer la cartera cuando huyen de la escena del delito.
—Una vez tuve un caso así —intervino Katz—. Conseguí recuperar una huella dactilar del coche de la víctima y estaba muy ufano hasta que me dijeron que el tipo se había dejado la cartera en el asiento trasero. Con eso, la huella apenas fue necesaria para acusarlo.
—¿Qué tal va su invento? —preguntó Shade a Katz.
—No me haré rico con él.
—Katz ha conseguido una espléndida huella latente de unas bragas —aseguré a Shade.
—El tipo sí que era un latente... Cualquier hombre que se vista de aquel modo tiene que serlo —comentó Katz con una sonrisa.
De vez en cuando podía ser bastante vulgar.
—Su experimento ya está preparado y estoy impaciente por echar una ojeada, doctora. Shade se levantó del asiento.
—¿Todavía no lo han hecho? —pregunté.
—No; hoy, todavía no. Queríamos que estuviera presente usted para efectuar la inspección final.
—Por supuesto, ésa es su costumbre, ¿no? —comenté.
—Y lo seguirá siendo, a menos que usted no quiera estar presente. Algunos prefieren no estar.
—Yo siempre querré asistir. Y si no quisiera, creo que debería cambiar de profesión —declaré.
—El tiempo ha colaborado, realmente —precisó el doctor Katz.
—Ha sido perfecto —asintió Shade, complacido—. Ha sido exactamente el mismo que hubo, según los datos, en el intervalo entre la desaparición de la chica y el hallazgo de su cadáver. Y hemos tenido suerte con los cuerpos, porque necesitaba dos y hasta el último momento pensé que no sería posible. Ya sabe cómo son esas cosas.
Lo sabía.
—A veces, tenemos más de la cuenta. Otras, no llega ninguno —continuó el doctor Shade.
—Los dos que nos trajeron tienen una triste historia —intervino Katz mientras subíamos de nuevo los peldaños.
—Todos tienen una triste historia —apunté.
—Eso es muy cierto. Muy cierto. El hombre padecía cáncer y llamó para ver si podía donar el cuerpo a la ciencia. Le dijimos que sí y rellenó los papeles correspondientes. Después se marchó al bosque y se pegó un tiro en la cabeza. A la mañana siguiente, la viuda, que tampoco estaba bien de salud, metió la cabeza en el horno.
—¿Y los cuerpos son ésos?
Noté que mi corazón perdía el ritmo durante unos instantes, como solía sucederme cuando oía historias como aquélla.
—Sucedió justo después de que usted me contara lo que quería, doctora —explicó Shade—. Y resultó muy oportuno porque no disponía de cuerpos recientes. Justo entonces, se presenta ese pobre hombre y... En fin, la pareja nos ha prestado un magnífico servicio.
—Sí. Eso, sí.
Deseé poder dar las gracias de algún modo a aquel par de pobres enfermos que habían deseado morir porque el resto de sus vidas se anunciaba insoportablemente doloroso.
Ya en el exterior, subimos al gran camión blanco con los distintivos de la universidad que utilizaban Katz y Shade para recoger los cuerpos donados o no reclamados y llevarlos al lugar al que ahora nos dirigíamos. Era una mañana despejada y vigorizante. Las colinas se sucedían y se elevaban hacia las lejanas cimas de Smoky Mountains; los árboles a nuestro alrededor resplandecían, y yo pensé en las cabañas que había visto en el camino sin pavimentar cerca del cruce de Montreat. Recordé a Deborah y sus ojos estrábicos. Me acordé de Creed. Había momentos en que me sentía abrumada ante un mundo tan espléndido y, a la vez, tan horrible. Creed Lindsey iría a prisión si yo no hacía algo enseguida para evitarlo. Tenía miedo de que Marino muriese y no quería que mi última imagen de él fuese como la de Ferguson.
Continuamos la conversación y pronto dejamos atrás los establos de la escuela de Veterinaria y los campos de trigo y de maíz utilizados para investigaciones agrícolas. Me pregunté cómo le iría a Lucy en Edgehill y temí por ella, también. Al parecer, temía por toda la gente que amaba. Y, sin embargo, siempre me mostraba tan reservada, tan sensata... Mi mayor vergüenza era, tal vez, sentirme incapaz de expresar mis sentimientos, y me preocupaba que nadie supiera nunca cuánto me importaba. Unos cuervos picoteaban junto a la carretera y el sol que entraba por el parabrisas me deslumbraba.
—¿Qué opinan de las fotos que les envié? —pregunté a mis acompañantes:
—Las traigo conmigo —dijo el doctor Shade—. Hemos colocado diversas cosas bajo el cuerpo del hombre para ver qué sucedía.
—Clavos y un pedazo de tubería de hierro —añadió Katz—. Una chapa de botella, monedas y otros objetos metálicos.
—¿Por qué metálicos?
—Estoy bastante seguro de eso.
—¿Se formaron alguna opinión antes de proceder a los experimentos?
—Sí —contestó Shade—. La chica estuvo tumbada sobre algo que empezaba a oxidarse. El cuerpo de la chica, me refiero. Cuando ya era cadáver.
—¿Qué pudo dejar esa marca?
—Lo ignoro. Dentro de un momento sabremos bastante más. Pero la decoloración que causó la extraña marca en las nalgas de la niña es de algo que se oxidó debajo del cuerpo. Eso es lo que opino.
—Espero que hoy no tendremos aquí a la prensa —comentó Katz—. Me pone en verdaderos apuros, sobre todo en esta época del año.
—Por la Noche de Difuntos —asentí—. O de las Ánimas.
—Imagine. Ya he encontrado a más de un fisgón enganchado en el alambre de espino y que ha terminado en el hospital. La última vez fueron unos estudiantes de derecho.
El camión se detuvo en un aparcamiento que, en los meses de calor, debía de resultar muy incómodo a los empleados del hospital allí destinados. Una valla alta de madera sin pintar, rematada con alambre de espino, empezaba donde terminaba el asfalto. Más allá se extendía la Granja. Cuando bajamos del vehículo, dio la impresión de que una vaharada de pestilencia oscurecía el sol. No importaba cuántas veces me llegara aquel hedor, jamás lograría acostumbrarme a él. Pero había aprendido a bloquearlo sin negar su presencia y jamás lo amortiguaba con cigarros, perfumes o inhaladores nasales. Los olores formaban parte del lenguaje de los muertos; una parte tan importante como las cicatrices y los tatuajes.
—¿Cuántos inquilinos tienen aquí hoy? —pregunté al doctor Shade mientras Katz marcaba la combinación de un gran candado que cerraba la puerta.
—Cuarenta y cuatro.
—Todos llevan bastante tiempo aquí, excepto los suyos —añadió Katz—. Esos dos hace seis días, exactamente, que los tenemos.
Seguí a los dos hombres al interior de aquel reino suyo, grotesco pero necesario. El olor no era demasiado fétido porque el aire era frío como el de un frigorífico y la mayoría de huéspedes llevaba allí el tiempo suficiente para haber dejado atrás los peores momentos. Aun así, las imágenes eran tan anómalas que siempre me inducían a detenerme. Vi aparcada una camilla de transporte de cadáveres, una carretilla y pilas de arcilla roja, y había unos hoyos forrados de plástico en los que se mantenían sumergidos en agua varios cuerpos, anclados a pesados ladrillos. Diversos coches oxidados guardaban repulsivas sorpresas en el portaequipajes o tras el volante. Un Cadillac blanco, por ejemplo, tenía por conductor un esqueleto.
Por supuesto, en el terreno de la finca había muchos cadáveres. Y se confundían tan perfectamente con el entorno que algunos de ellos me habrían pasado inadvertidos de no ser por el destello de un diente de oro o por unas mandíbulas abiertas. Los huesos parecían palos y piedras y las palabras ya no volverían a herir a ninguno de los que allí se encontraban, salvo a los donantes —que esperaba que estuvieran aún en el remo de los vivos— de la colección de miembros amputados.
Una calavera me sonrió desde debajo de una morera y el agujero de bala entre las órbitas me evocó un tercer ojo. Vi un caso perfecto de dientes rosa y volví a preguntarme por qué sucedía aquello, pues nadie había descubierto la causa real, aunque en casi todos los congresos forenses se presentase alguna hipótesis nueva. El recinto estaba salpicado de nogales, pero en modo alguno habría yo probado sus frutos, pues la muerte saturaba la tierra y los fluidos corporales formaban riachuelos entre los oteros. La muerte impregnaba asimismo el agua y el aire y se elevaba hasta las nubes. En la Granja llovía muerte, y los insectos y los pequeños animales se nutrían de ella. Y no siempre consumían todo el pienso, porque el suministro era demasiado abundante.
Lo que habían hecho Katz y Shade por encargo mío era crear dos escenas. Una consistía en simular el abandono de un cuerpo en un sótano y registrar los cambios que tenían lugar en él en condiciones de oscuridad y baja temperatura; la otra, en colocar otro cuerpo en el exterior, en condiciones parecidas y durante el mismo período.
La escena del sótano se había instalado en el único edificio de la Granja, que consistía apenas en un cobertizo de ladrillos. Nuestro colaborador, el marido con cáncer, había sido colocado sobre una losa de cemento en el interior y a su alrededor se había improvisado una caja de madera contra-chapada para protegerlo de los depredadores y de los cambios de tiempo. Se habían tomado fotos a diario y el doctor Shade procedió a enseñármelas. Los primeros días apenas revelaban el menor cambio en el cuerpo. Después, empecé a notar que los ojos y los dedos comenzaban a secarse.