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Authors: Patricia Cornwell

La granja de cuerpos (37 page)

BOOK: La granja de cuerpos
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—Lo mismo digo del tuyo —respondí con la misma sinceridad—. Pero la violencia y el afán de dominio de unas personas sobre otras son motivo de que tú y yo tengamos los trabajos que tenemos.

—Entonces, no usaremos más palabras como devorar, dominar o violentar. Se acabaron las palabras así. Inventaremos un nuevo lenguaje.

Las palabras de nuestro nuevo idioma surgieron con facilidad y enseguida adquirimos una gran fluidez.

Después del baño me sentí mucho mejor y revolví la bolsa de viaje en busca de algo nuevo y distinto que ponerme. Pero, naturalmente, era un deseo imposible, y volví a vestir los pantalones, el jersey de cuello de cisne y la chaqueta azul marino que llevaba desde hacía días. Mi botella de whisky estaba acabándose y di un lento trago mientras contemplaba en el televisor las noticias nacionales. Pensé varias veces en llamar a la habitación de Marino, pero en todas ellas colgué el teléfono auricular antes de marcar. Mis pensamientos viajaron al norte, a Newport, y deseé hablar con Lucy, pero también resistí este impulso. Aunque pudiera comunicarme, mi llamada no la ayudaría. Lucy necesitaba concentrarse en su tratamiento y no en lo que había dejado atrás. En lugar de llamarla a ella, marqué el número de mi madre.

—Dorothy se queda a pasar la noche en el Marriott y volverá a Miami mañana por la mañana —me informó—. ¿Dónde estás, Katie? Llevo llamándote a casa todo el día.

—Estoy de viaje —respondí.

—Vaya, tú siempre tan comunicativa. Ese trabajo tuyo de espías y misterios... Pero a tu madre puedes decírselo, ¿sabes?

La imaginé al otro extremo de la línea, fumando un cigarrillo y sosteniendo el teléfono. A mi madre le gustaban los pendientes grandes y el maquillaje aparatoso y no parecía una italiana del norte, como yo. Ella no era rubia.

—¿Cómo está Lucy, mamá? ¿Qué ha dicho Dorothy?

—De entrada, dice que es lesbiana y te echa la culpa a ti. Yo le he dicho que es una acusación ridicula. Le he dicho que el hecho de que nunca se te vea con hombres y de que probablemente no te guste el sexo no significa que seas homosexual. Lo mismo sucede con las monjas. Aunque he oído rumores...

—Mamá —la interrumpí—, ¿Lucy se encuentra bien? ¿Cómo fue el viaje a Edgehill? ¿Qué comportamiento tuvo?

—¿Eh? ¿Es que tu sobrina es una testigo, ahora? ¡Qué «comportamiento»...! Ni siquiera te das cuenta de cómo le hablas a tu pobre madre. Si te interesa saberlo, durante el viaje pilló un borrachera.

—¡No puedo creerlo! —repliqué, furiosa con Dorothy una vez más—. Pensaba que si a Lucy la acompañaba su madre era para evitar que sucediese algo semejante.

—Dorothy dice que si Lucy no estaba borracha en el momento de ingresar en desintoxicación, el seguro no pagaría. Así pues, Lucy se pasó todo el vuelo bebiendo destornilladores.

—Me importa un bledo si el seguro paga o no. Y Dorothy no es pobre, precisamente.

—Ya sabes cómo es con el dinero.

—Yo pagaré todo lo que Lucy necesite, eso ya lo sabes, tú, mamá.

—Hablas como si fueras Ross Perot.

—¿Qué más ha hecho Dorothy?

—En pocas palabras, lo único que sé es que Lucy estaba de muy mal humor y enfadada contigo porque no te has molestado en llevarla a Edgehill. Sobre todo porque tú escogiste el lugar y eres médico y tal.

Solté un gruñido, pero fue como si discutiera con el viento:

—Dorothy no quería que fuese con ellas.

—Como de costumbre, es tu palabra contra la suya. ¿Vendrás para el día de Acción de Gracias?

No es preciso decir que, cuando concluyó nuestra conversación —o sea, cuando ya no pude aguantar más y, simplemente, colgué—, los efectos del baño habían desaparecido. Empecé a servirme más whisky pero me detuve, porque no había alcohol suficiente en el mundo cuando mi familia me ponía furiosa. Pensé en Lucy. Dejé la botella a un lado y, no muchos minutos después, oí que llamaban a la puerta.

—Soy Benton —dijo su voz.

Nos dimos un largo abrazo y notó mi desesperación en mi manera de agarrarme a él. Me condujo hasta la cama y se sentó junto a mí.

—Empieza por el principio-dijo.

Me tomó ambas manos entre las suyas. Empecé. Cuando hube terminado, su rostro conservó aquella expresión impávida que le conocía del trabajo y que, allí, me desconcertó y me irritó. No quería ver aquella mirada allí, cuando estábamos a solas.

—Kay, es preciso que te contengas un poco —comentó después—. ¿Te das cuenta de lo que representa que llevemos a término una acusación semejante? No podemos cerrarnos sin más a la posibilidad de que Denesa Steiner sea inocente. Sencillamente, no lo sabemos.

»Y lo sucedido en el avión debería hacerte comprender que no eres del todo analítica en tus razonamientos. O sea, eso que me has contado me preocupa, de veras. Un gilipollas de la tripulación de tierra se hace el héroe y tú piensas de inmediato que la señora Steiner está también detrás del incidente, que una vez más pretende volverte loca.

—No es que pretenda volverme loca, simplemente —repliqué al tiempo que retiraba mis manos de las suyas—. Ha intentado matarme.

—Eso también son especulaciones.

—No lo son, según lo que me han dicho después de hacer varias llamadas por teléfono.

—No puedes demostrarlo. Y dudo que puedas algún día.

—Tenemos que encontrar el coche de Denesa.

—¿Quieres ir a su casa esta noche?

—Sí, pero yo todavía no tengo coche —respondí.

—Yo tengo uno.

—¿Te llegó la copia de la ampliación fotográfica?

—La tengo en el maletín. La he estudiado —Se puso en pie y se encogió de hombros—. No me dice nada. No es más que una mancha difusa que ha sido matizada con un millón de tonos de gris para, finalmente, seguir siendo una mancha difusa, ahora más densa y más detallada.

—Tenemos que hacer algo, Benton. Se quedó mirándome largo rato y apretó los labios, como solía cuando se sentía decidido pero escéptico.

—Para eso estamos aquí, Kay. Para hacer algo.

Benton había alquilado un Máxima granate y, cuando salimos, me di cuenta de que el invierno no andaba lejos, sobre todo allí, en las montañas. Cuando subí al coche estaba temblando y comprendí que, en parte, se debía a la tensión.

—Por cierto, ¿cómo tienes la mano y la pierna? —pregunté.

—Como nuevas, te lo aseguro.

—Vaya, es un auténtico milagro, porque no eran nuevas cuando te cortaste.

Soltó una carcajada, más sorprendido que otra cosa. En aquel momento Wesley no esperaba una nota de humor.

—Tengo cierta información sobre la cinta adhesiva —dijo a continuación—. Hemos investigado quién de esta zona pudo trabajar en Shuford Mills en la época en que se fabricó.

—Una idea excelente —comenté.

—Había un tipo llamado Rob Kelsey que fue supervisor en la fábrica. Vivía en la zona de Hickory en la época en que se fabricó la cinta, pero se instaló en Black Mountain cuando se jubiló, hace cinco años.

—¿Y dónde vive ahora?

—Murió, me temo. Mierda, pensé.

—¿Qué sabes de él?

—Blanco, fallecido de apoplejía a los sesenta y ocho años. Tenía un hijo en Black Mountain; por eso decidió instalarse aquí, supongo. El hijo aún sigue en el pueblo.

—¿Tienes la dirección?

—Puedo conseguirla.

Wesley me observaba detenidamente.

—¿Cómo se llama el hijo?

—Igual que el padre. La casa de Denesa Steiner está después de esa curva. Mira qué oscuro está el lago. Es como un charco de brea.

—Exacto. Y sabes muy bien que Emily no habría seguido la orilla, de noche. La declaración de Creed lo atestigua.

—No pienso discutirlo. Desde luego, yo no tomaría esa ruta.

—Benton, no veo el coche de la mujer.

—Quizás ha salido.

—Ahí está el coche de Marino.

—Eso no significa que no hayan salido.

—Tampoco significa que no estén dentro.

Benton no dijo nada.

Las ventanas aparecían iluminadas e intuí que Denesa estaba en casa. No tenía ninguna prueba, ningún indicio, en realidad, pero presentía que ella notaba mi proximidad, aunque no fuera consciente de ello.

—¿Qué crees que hacen ahí dentro? —pregunté.

—¿Qué te parece a ti? —dijo Benton, y el sentido era claro.

—¡Qué barato, Benton! Es muy fácil insinuar que la gente se dedica a practicar el sexo.

—Es muy fácil insinuarlo porque practicarlo es igualmente fácil.

Me sentí ofendida, porque quería que Wesley fuera más profundo:

—Me sorprende oír ese comentario de ti.

—No debería sorprenderte si se trata de ellos. A eso me refería.

De todos modos, yo no estaba segura.

—Kay —añadió él—, ahora no hablamos de nuestra relación.

—A mí, desde luego, ni se me había ocurrido.

Benton se percató de que no le decía toda la verdad. Nunca me habían resultado más evidentes las razones de que se desaconsejara que los colegas de trabajo mantuvieran entre sí relaciones sentimentales.

——Tenemos que volver. Aquí no podemos hacer nada más, de momento —dijo él finalmente.

—¿Cómo investigaremos lo del coche?

—Ya nos ocuparemos mañana. Pero por el momento hemos descubierto algo: el coche no está ahí delante, con aspecto de haber sufrido un accidente.

El día siguiente era domingo. Me despertó el tañido de las campanas y me pregunté si serían las de la pequeña iglesia presbiteriana donde estaba enterrada Emily. Eché un vistazo al reloj y decidí que probablemente no, ya que apenas pasaban unos minutos de las nueve. Calculaba que el servicio religioso empezaría a las once pero lo cierto era que apenas sabía nada de las prácticas presbiterianas.

Wesley dormía en lo que yo consideraba mi lado de la cama. Ésa era tal vez nuestra única incompatibilidad como amantes. Los dos estábamos acostumbrados al lado de la cama más alejado de la ventana o puerta por la que era más probable que entrara un intruso, como si el espacio de varios palmos de colchón importara mucho a la hora de coger el arma. Benton tenía su pistola en su mesilla de noche y yo, mi revólver en la mía. Si, en efecto, se presentaba un intruso, lo más probable era que Wesley y yo nos matáramos el uno al otro.

Las cortinas, como pantallas de lámpara, dejaban pasar un ligero resplandor que anunciaba un día soleado. Me levanté y pedí que subieran café a la habitación; después pregunté por el coche de alquiler y el empleado de recepción me aseguró que estaba en camino. Me senté en una silla de espaldas a la cama para no distraerme con los hombros y los brazos desnudos de Wesley, que asomaban sobre el lío de colcha y sábanas. Cogí la copia impresa de la imagen ampliada, varias monedas y una lupa y me puse a trabajar. Wesley tenía razón al decir que la ampliación no hacía sino añadir más tonalidades de gris a un borrón inidentificable; sin embargo, cuanto más miraba la marca que había quedado impresa en las nalgas de la niña, más empecé a ver siluetas y trazos.

La intensidad de los grises era mayor en una zona descentrada del círculo incompleto que formaba la marca, aunque no pude determinar a qué posición horaria correspondería si el círculo hubiera sido un reloj, pues ignoraba dónde estaba el arriba y el abajo del objeto que había empezado a oxidarse debajo del cuerpo.

El contorno que me interesaba me recordaba la cabeza de un pato o de alguna otra ave. Vi una forma abombada y una prominencia que parecía un pico grueso, pero no podía tratarse del águila de la moneda de cuarto de dólar porque era demasiado grande. La silueta que estaba estudiando llenaba una buena cuarta parte de la marca y se apreciaba lo que parecía una ligera muesca en lo que sería la parte posterior del cuello del ave.

Cogí el cuarto de dólar que utilizaba como referencia y le di la vuelta. Lo hice girar lentamente mientras lo observaba y, de pronto, apareció ante mí la solución. La coincidencia era tan clara y precisa que me sorprendió y me emocionó. En efecto, el objeto que había empezado a oxidarse bajo el cadáver de Emily Steiner era una moneda de cuarto de dólar. Pero la marca correspondía a la otra cara: el contorno parecido al de un ave era la muesca correspondiente a los ojos de George Washington y la cabeza y el pico eran la orgullosa coronilla y los rizos de la peluca empolvada de nuestro primer presidente. Tal cosa, naturalmente, sólo era perceptible si volvía la moneda de modo que Washington mirase hacia el borde de la mesa, con su nariz aristocrática apuntando a mi rodilla.

¿Dónde podía haber estado el cuerpo de Emily? Había muchísimos lugares en los que una moneda de cuarto de dólar caída en el suelo podía pasar inadvertida. Pero también había trazas de pintura y de médula vegetal. ¿Dónde podía una encontrar médula vegetal y un cuarto de dólar? En un sótano, probablemente; en un sótano donde alguna vez se hubiera hecho algo que involucrase médula vegetal, pinturas y maderas como la de nogal y la de caoba.

Tal vez alguien había utilizado el sótano como taller donde dedicarse a su afición. ¿Y cuál podía ser ésta? ¿Limpiar piezas de joyería? No, eso no encajaba. ¿Reparar relojes, tal vez? Tampoco parecía que fuera eso. Entonces recordé los relojes de la casa de Denesa Steiner y el pulso se me aceleró un poco más. Me pregunté si su difunto marido habría reparado relojes como trabajo extra. Me pregunté si habría utilizado el sótano como taller y la médula vegetal para sujetar los pequeños engranajes y proceder a su limpieza.

Wesley mantenía la respiración lenta y acompasada que quien está profundamente dormido. Se frotó la mejilla como si algo se hubiera posado en ella; después, tiró de la sábana y se tapó hasta las orejas. Saqué la guía de teléfonos y busqué el del hijo del hombre que había trabajado en Shuford Mills. Había dos Robert Kelsey, el «hijo» y el «tercero». Descolgué el teléfono.

—¿Diga? —respondió una voz de mujer.

—¿Es la señora Kelsey?

—Depende de si pregunta por Myrtle o por mí.

—Busco a Rob Kelsey, hijo.

—¡Ah! —Soltó una risilla y percibí que era una mujer dulce y amistosa—. En ese caso, seguro que no pregunta por mí. Pero Rob ha salido. Está en la iglesia. Algunos domingos ayuda en la comunión, ¿sabe?, y tiene que ir más temprano.

Me asombró que me proporcionara aquella información sin preguntar siquiera quién quería saberlo. De nuevo, me conmovió que todavía existieran lugares en el mundo donde la gente se mostrara tan confiada.

—¿A qué iglesia se refiere? —pregunté a la señora Kelsey.

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