Fenelli mostró una expresión de incertidumbre. Era visible que no esperaba la estrategia de Tommy. Durante ese instante de vacilación, el capitán Townsend se levantó y rodeó lentamente la mesa de la acusación. El coronel MacNamara lo miró.
—¿Desea hacer alguna objeción, capitán? —preguntó.
—Es posible, señor —repuso Townsend lentamente, tratando en vano de ocultar su tono de vacilación—. Me pregunto adonde quiere ir a parar el teniente con este interrogatorio. Lo que en este caso pudo hacerse en Estados Unidos no tiene nada que ver con lo que se plantea hoy aquí. Esto es una guerra, y en estas circunstancias extraordinarias…
MacNamara asintió con la cabeza y miró a Tommy.
—Estas preguntas, señor Hart…
—Si se me permite un cierto margen de maniobra, señoría, dentro de unos breves momentos el tribunal comprenderá la intención de las mismas.
—Confío en que no tarde en ocurrir.
Tommy sonrió y se volvió hacia Fenelli.
—De modo que su respuesta es… —dijo.
Fenelli se encogió de hombros.
—Tiene usted razón, teniente Hart. En Estados Unidos las cosas hubieran sido distintas. El caso habría sido investigado por expertos.
—Gracias —se apresuró a decir Tommy, haciendo un breve gesto con la cabeza al empleado de la funeraria—. No haré más preguntas al testigo, señoría.
Fenelli esbozó una sonrisa de sorpresa. MacNamara miró a Tommy con perplejidad.
—¿No desea hacerle más preguntas? —inquirió.
—No. El testigo puede retirarse —dijo Tommy indicando a Fenelli.
Cuando éste se levantó, observó al oficial superior americano y a los otros dos miembros del tribunal.
—Un segundo, teniente —dijo MacNamara—. ¿La acusación no desea hacerle más preguntas?
Tras unos instantes de vacilación, Townsend negó con la cabeza. El fiscal también parecía confundido.
—No señor. De momento, la acusación no seguirá interrogando a más testigos.
—El testigo puede retirarse.
—¡Sí señor! —repuso Fenelli sonriendo satisfecho—. ¡Me largo en seguida!
Este comentario provocó la risa de los
kriegies
que estaban presentes y MacNamara recurrió de nuevo al martillo para imponer silencio. Fenelli atravesó la sala rápidamente, dirigiendo a Tommy una mirada que éste interpretó como de gratitud. A su espalda, la sala volvió al silencio.
MacNamara fue el primero en romperlo.
—¿La acusación ha terminado? —preguntó a Townsend.
—Sí señor. Como he dicho, de momento no interrogaremos a más testigos.
El oficial superior americano se volvió hacia Tommy Hart.
—¿Desea usted pronunciar ahora su alegato?
—Sí señor —respondió Tommy sonriendo—. Seré breve, señor.
—Se lo agradezco.
Tommy tosió y habló en voz bien audible.
—Deseo aprovechar esta oportunidad para recordar a los miembros del tribunal, a la acusación y a todos los hombres del Stalag Luft 13, que Lincoln Scott comparece hoy acusado de asesinato.
Nuestra Constitución garantiza que hasta que la acusación haya demostrado su culpabilidad más allá de toda duda razonable, sigue siendo inocente.
Walker Townsend se puso en pie, interrumpiendo a Tommy.
—¿No cree que es un poco tarde para esta lección de civismo?
MacNamara asintió.
—Su alegato, teniente…
Tommy se apresuró a interrumpirlo.
—He concluido, señoría. La defensa está preparada para proseguir.
MacNamara arqueó la ceja izquierda en una expresión de sorpresa y emitió un breve suspiro de alivio.
—Muy bien —dijo—. Proseguiremos de acuerdo con lo previsto. ¿Piensa usted llamar ahora al teniente Scott al estrado?
Tommy se detuvo y meneó la cabeza.
—No señor.
Se produjo un momento de silencio. MacNamara miró a Tommy.
—¿No?
—No, señor. De momento no.
Townsend y Clark se habían puesto en pie.
—Bien, ¿desea llamar a otro testigo? —volvió a preguntar el coronel MacNamara—. Todos esperábamos oír ahora la declaración del teniente Scott.
—Eso supuse, coronel —replicó Tommy sonriendo. Sus ojos reflejaban una auténtica expresión de gozo, pero en su interior sentía una fría, dura y violenta agresividad, pues por primera vez desde el comienzo del juicio sabía que estaba a punto de asestar un golpe que ni el fiscal ni los jueces esperaban, lo cual le producía una intensa y deliciosa sensación. Sabía que todos los presentes en la sala creían que la acusación le había dejado tan sólo con la posibilidad de presentar protestas de inocencia airadas y endebles del acusado.
—¿Entonces a quién desea llamar a declarar? —preguntó MacNamara.
Tommy dio media vuelta y señaló con el dedo un ángulo de la sala.
—¡La defensa llama al estrado al
Hauptmann
de la Luftwaffe Heinrich Visser! —exclamó.
Dicho esto, cruzó los brazos mientras experimentaba una profunda satisfacción, plantado como una apacible isla en medio de la sala agitada por los vientos de las voces exaltadas.
Tommy gozó con el tumulto que había provocado entre los asistentes al juicio. Todos parecían tener una opinión y la imperiosa necesidad de expresarla en voz alta. Las voces caían en cascada a su alrededor, reflejando una mezcla de curiosidad, ira y excitación. El coronel MacNamara tuvo que utilizar su martillo repetidas veces para imponer silencio a los
kriegies
que abarrotaban el teatro. A su espalda, el ambiente entre la multitud de aviadores parecía cargado de electricidad. Si el juicio de Lincoln Scott por el asesinato de Vincent Bedford se había convertido en el espectáculo del lugar, Tommy le había conferido, mediante una sola maniobra, una mayor fascinación, en especial a los centenares de hombres afectados por el aburrimiento y la angustia de su cautiverio.
A la décima vez que MacNamara pidió orden en la sala, los hombres se calmaron lo bastante para que la sesión continuara. Walker Townsend se había levantado y gesticulaba como un poseso.
Al igual que el comandante Clark, cuyo rostro rubicundo presentaba en esos momentos un color más acentuado que el habitual. Tommy pensó que parecía a punto de estallar.
—¡Señoría! —gritó Townsend—. ¡Esto es inaudito!
MacNamara volvió a dar golpes de martillo, aunque en la sala reinaba el suficiente silencio para que pudieran proseguir.
—¡Protesto enérgicamente! —insistió el capitán de Virginia—. ¡Llamar al estrado a un miembro de una fuerza enemiga en medio de un juicio americano es improcedente!
Tommy guardó silencio unos momentos, esperando que MacNamara asestara otro golpe contundente con el martillo, cosa que el oficial superior americano hizo, tras lo cual se volvió hacia la defensa. Tommy avanzó un paso y así logró apaciguar con más eficacia los ánimos de los asistentes. Los
kriegies
callaron y se inclinaron hacia delante para no perder palabra.
—Coronel —empezó Tommy con lentitud—, el argumento de que esta petición es improcedente no se tiene en pie, ya que todo el proceso es improcedente. El capitán Townsend lo sabe, y la acusación se ha aprovechado de la relajación de las reglas ordinarias que presiden un tribunal de justicia militar. El fiscal protesta porque le he cogido desprevenido. Al comienzo de este juicio, usted prometió a la defensa y a la acusación que les concedería suficiente margen de tolerancia con el fin de averiguar la verdad. También prometió a la defensa que podríamos llamar a cualquier testigo que pudiera ayudarnos a demostrar la inocencia del acusado. Me limito a recordárselo al tribunal. De paso, le haré notar que nos hallamos aquí en circunstancias especiales y únicas, y que es importante que todos comprobemos que la justicia de las reglas elementales de nuestro sistema judicial son aplicadas democráticamente. En especial el enemigo.
Volvió a cruzarse de brazos, pensando que su breve discurso habría resultado más eficaz con una banda de viento interpretando
America the Beautiful
como telón de fondo, pues habría tenido el doble efecto de enfurecer a MacNamara y colocarlo al instante en una posición en que no podía rechazar la petición de Tommy. Éste lo miró a los ojos, sin molestarse en ocultar una sonrisa de satisfacción.
—Teniente —repuso MacNamara con frialdad—, no tiene usted que recordar al tribunal sus deberes y responsabilidades en tiempos de guerra.
—Me alegra oírlo, señoría. —Tommy sabía que se la estaba jugando.
—Señoría —dijo Townsend furioso—, sigo sin comprender cómo este tribunal puede permitir que un oficial de un ejército enemigo sirva de testigo. ¿Cómo haremos para no dudar de su veracidad?
No bien hubo hablado, Townsend pareció arrepentirse de haberlo hecho, pero era demasiado tarde. Con una sola frase, había ofendido a dos hombres.
—El tribunal es muy capaz de determinar la veracidad de cualquier testigo, capitán, al margen de su procedencia y de sus lealtades —replicó MacNamara tajante, con un tono más cáustico que nunca.
Tommy miró de hurtadillas a Heinrich Visser. El alemán se había puesto de pie. Estaba pálido, con la mandíbula crispada. Miraba a Townsend con los párpados entrecerrados, como si acabara de recibir la bofetada de un rival.
Las cosas salían a pedir de boca para Tommy. Visser estaba furioso por haber sido llamado a declarar, pero el americano sospechaba que sin duda lo que más le había indignado era que alguien hubiera puesto en duda su impecable integridad nazi. Nada es más irritante que oírse llamar mentiroso antes de que uno haya tenido ocasión de abrir la boca.
MacNamara se frotó la barbilla y la nariz, tras lo cual se volvió hacia el alemán manco.
—Hauptmann
—dijo con voz pausada—, me inclino a permitir esto. ¿Está usted dispuesto a declarar?
Visser dudó. Tommy le vio sopesar en aquellos segundos varios factores. Abrió la boca para responder, pero de improviso se oyó una voz proveniente del fondo del teatro que gritaba a voz en cuello:
—¡Por supuesto que el
Hauptmann
prestará declaración, coronel!
Los asistentes volvieron la cabeza al unísono para ver al comandante Von Reiter en la entrada.
Echó a andar por el pasillo central al tiempo que sus lustrosas botas de montar negras resonaban sobre el suelo de madera como disparos de pistola.
Von Reiter se plantó en el centro de la sala, se cuadró y efectuó un breve saludo y una reverencia simultáneamente.
—Como es lógico, coronel —dijo con tono enérgico—, el
Hauptmann
quedará eximido de revelar datos militares. Y no podrá responder a preguntas que puedan comprometer secretos de guerra.
Pero, por lo que respecta a sus conocimientos sobre este crimen, creo que su experiencia será muy útil al tribunal a la hora de determinar la verdad de este desdichado acontecimiento.
Von Reiter se volvió un poco, haciendo una señal de asentimiento con la cabeza a Visser, antes de añadir:
—¡Yo mismo respondo de su integridad, coronel! El
Hauptmann
Visser tiene en su haber muchas condecoraciones. Es un hombre de honor intachable y respetado por sus subordinados. Por favor, proceda a tomarle juramento.
Visser, con expresión impertérrita, se dirigió lentamente y de mala gana hacia el estrado, tanto más, pensó Tommy, cuando que ahora tenía la aprobación de Von Reiter y sin duda imaginaba que éste trataría de sacar alguna ventaja política de su declaración. Saludó con energía al comandante del campo y se volvió luego hacia MacNamara.
—Estoy preparado, coronel —le dijo.
El oficial superior americano le ofreció la Biblia y le indicó que ocupara la silla de los testigos.
—Señor —dijo el capitán Townsend tratando por última vez de salirse con la suya—, protesto una vez más.
MacNamara torció el gesto y meneó la cabeza.
—Aquí tiene a su testigo, teniente Hart. Puede usted interrogarlo.
Tommy asintió. Observó una pequeña y malévola sonrisa en el rostro de Von Reiter cuando éste ocupó un asiento junto a la ventana, sentándose en el borde de la silla con el torso inclinado hacia delante, al igual que los prisioneros del campo, pendiente de cada palabra que se dijera. Luego Tommy se volvió hacia Visser. Durante unos momentos, trató de interpretar la actitud corporal del alemán, su cabeza ladeada, los ojos entrecerrados, la crispación de la mandíbula y la forma en que había cruzado las piernas. «Es un hombre capaz de odiar con facilidad», pensó Tommy. El problema que se le planteaba era descifrar sus aversiones y hallar las adecuadas para ayudar a Lincoln Scott, aunque comprendió, por la furibunda mirada que Visser dirigió a Townsend, que la acusación, al poner en tela de juicio la integridad del alemán, ya había ayudado a Tommy en su afán de alcanzar el meollo de Visser.
—Diga su nombre completo y rango, para que conste en acta,
Hauptmann
—dijo Tommy tras un ligero carraspeo.
—
Hauptmann
Heinrich Albert Visser. En la actualidad ostento el rango de capitán en la Luftwaffe, asignado recientemente al campo de prisioneros de aviadores aliados número 13.
—¿Sus obligaciones incluyen la administración del campo?
—Sí.
—¿Y la seguridad del mismo?
Tras dudar unos segundos, Visser asintió con la cabeza.
—Desde luego. Es una obligación que todos cumplimos, teniente.
«Sí —pensó Tommy— pero tú más que otros.» No obstante se abstuvo de manifestarlo en voz alta.
Visser habló con voz sosegada y lo bastante alta como para que le oyeran todos los presentes.
—¿Dónde aprendió a hablar inglés?
Visser hizo otra pausa y se encogió ligeramente de hombros.
—De los seis a los quince años viví en Milwaukee, en Wisconsin, en casa de mi tío tendero —respondió—. Cuando su negocio se hundió durante la Depresión, toda la familia regresó a Alemania, donde yo completé mis estudios y seguí perfeccionando mi inglés.
—¿Cuándo partió usted de América?
—En 1932. Ni mi familia ni yo teníamos motivos para quedarnos allí. Por otra parte, en nuestra nación se estaban registrando unos acontecimientos de gran importancia, en los que estábamos llamados a participar.
Tommy asintió. No era difícil deducir a qué acontecimientos se refería Visser, el nazismo, la quema de libros o la brutalidad. Durante unos momentos observó a Visser con fijeza. Sabía por Fritz Número Uno que el padre de Visser ya era miembro del partido nazi cuando el adolescente regresó a Alemania. Su inmediato legado probablemente había consistido en la Escuela y las juventudes hitlerianas. Tommy se impuso prudencia hasta lograr sonsacar a Visser lo que necesitaba. Pero su próxima pregunta no fue cauta ni prudente.