—¿Cómo perdió el brazo,
Hauptmann
?
El rostro de Visser permaneció impávido, congelado, como si el hielo que exhalaban sus ojos fuera el mejor sistema de ocultar la furia que ardía debajo de la superficie.
—Cerca de la costa de Francia, en 1939 —respondió cortante.
—¿Un Spitfire?
Visser esbozó una pequeña y cruel sonrisa.
—El Spitfire británico es un caza propulsado por un motor Merlin de la Rolls-Royce capaz de alcanzar velocidades superiores a los quinientos kilómetros por hora. Está armado con ocho metralletas del calibre cincuenta de fuego secuencial, cuatro montadas en cada ala. Uno de esos magníficos aviones me pilló desprevenido cuando cumplía una misión rutinaria de escolta. Un desgraciado accidente, aunque logré saltar en paracaídas y salvarme. No obstante, una bala me destrozó el brazo, que me fue amputado en el hospital.
—De modo que ya no puede volar.
—Eso parece, teniente. —Visser emitió una ácida carcajada.
—Pero en 1939, justamente cuando Alemania había alcanzado sus mayores triunfos, usted no estaba dispuesto a renunciar a su carrera en el ejército.
—Nuestros triunfos, como usted los llama, eran la envidia del mundo entero.
—Usted no quería retirarse, a pesar de su herida, ¿no es así? Era joven, ambicioso y deseaba seguir formando parte de esa grandeza.
El alemán tardó unos instantes en responder.
—Es cierto —dijo al cabo de unos segundos midiendo sus palabras—. No quería renunciar a ello.
Era joven y, pese a mi herida, fuerte. Tanto física como anímicamente, teniente. Estaba convencido de poder aportar aún mucho a mi patria.
—De modo que fue instruido en otras materias, ¿no es así?
Visser volvió a vacilar.
—Supongo que no hay ningún mal en reconocerlo. Sí, fui instruido en otras materias y me asignaron otras misiones.
—Ese adiestramiento no tenía nada que ver con pilotar un caza, si no me equivoco.
—Efectivamente —repuso Visser sonriendo—. Nada que ver.
—Le instruyeron en operaciones de contraespionaje, ¿no es cierto?
—No responderé a esa pregunta.
—Bien —dijo Tommy con cautela—, ¿tuvo usted oportunidad de estudiar técnicas y tácticas policiales modernas?
Visser volvió a reflexionar antes de dar una respuesta.
—Sí, tuve esta oportunidad —contestó por fin.
—¿Y adquirió experiencia en esta materia?
—Estoy bien instruido, teniente. Siempre he terminado mis estudios, en la academia de aviación, en lenguas y en técnicas forenses, con la nota máxima. En la actualidad asumo las obligaciones que me encomiendan mis superiores e intento cumplirlas lo mejor posible.
—Y una de esas obligaciones fue la investigación del asunto que nos trae aquí. El asesinato del capitán Bedford.
—Esto es obvio, teniente.
—¿Qué importancia puede tener para las autoridades alemanas el asesinato de un oficial aliado en un campo de prisioneros de guerra? ¿Por qué se interesaron en ello sus superiores?
Visser dudó unos segundos.
—No responderé a esa pregunta —contestó.
Un murmullo recorrió la sala.
—¿Por qué se niega a hacerlo? —inquirió Tommy.
—Es un asunto que afecta a la seguridad, teniente. Es cuanto estoy dispuesto a decir.
Tommy cruzó los brazos, tratando de hallar otra ruta para obtener la respuesta, pero en aquellos momentos no se le ocurrió ninguna. No obstante, en su fuero interno tomó nota de un concepto significativo: si el asesinato de Trader Vic no fuera importante para los alemanes, no habrían enviado a un hombre como Visser al campo de prisioneros.
—Teniente —terció el coronel MacNamara con brusquedad—, haga el favor de atenerse al interrogatorio del testigo.
Tommy asintió con la cabeza, aunque al mismo tiempo se preguntó a qué venían esas prisas.
—De modo —dijo—, que de todos los hombres que han declarado desde este estrado, y de todos los hombres implicados en este caso hasta la fecha, cabe decir que usted es el único instruido en investigaciones y procedimientos criminales, ¿no es así? El único instruido en esta materia que examinó el cadáver de Trader Vic y la escena del crimen. El único auténtico experto que ha investigado este crimen.
—¡Protesto! —gritó Walker Townsend.
—¡Protesta denegada! —se apresuró a responder MacNamara—. ¡Responda,
Hauptmann
!
—Bien, teniente —repuso Visser con seguridad—, su compatriota, el teniente de aviación Renaday, tiene ciertos conocimientos rudimentarios basados en sus primitivas experiencias en un cuerpo de policía rural. El teniente coronel de aviación Pryce, que ya no se encuentra aquí, tenía una considerable experiencia en estos temas. Al parecer, el capitán Townsend también está bien instruido en estos procedimientos. —El alemán no ocultó su sonrisa de satisfacción al asestar un golpe contra el fiscal—. Todo ello hace que me pregunte cómo se le ocurrió concebir un escenario tan absurdo y ridículo para explicar este crimen.
Townsend golpeó la mesa con las palmas de ambas manos al tiempo que se levantaba gritando:
—¡Protesto! ¡Protesto! ¡Protesto!
Visser calló, no sin esbozar una despectiva sonrisa de falsa cortesía mientras Townsend replicaba furioso. Detrás de Tommy, los
kriegies
prorrumpieron de nuevo en acalorados murmullos. Docenas de voces rivalizaban por hacerse oír.
Tras asestar varios golpes con el martillo, el coronel MacNamara logró imponer orden en la sala.
—Hauptmann
—dijo volviéndose hacia Visser—, le agradecería que se limitara a responder a las preguntas que le formulen, sin añadir comentarios personales.
—Por supuesto,
Herr
coronel —repuso el alemán—. Lo expresaré de otro modo: mi examen de la escena del crimen y las pruebas recogidas hasta el momento indican unos sucesos distintos de los que se han expuesto aquí. ¿Lo prefiere así, señoría? ¿Desea que elimine los términos «absurdo» y «ridículo»? —preguntó Visser pronunciando estas palabras con evidente desdén.
—Sí —respondió MacNamara—. Precisamente.
Tommy tuvo la impresión de que el odio que llenaba la sala podía palparse. Se dijo que sería mejor abordar el asunto de inmediato.
—Aclaremos una cosa antes de continuar hablando del caso,
Hauptmann
. Usted nos odia, ¿no es así? —dijo después de carraspear dos o tres veces.
Visser sonrió.
—¿Cómo dice?
—Que nos odia —repitió Tommy haciendo un gesto con el brazo para indicar a los
kriegies
congregados en la sala—. Nos odia sin conocernos. Simplemente porque somos americanos o británicos; aliados, en una palabra. Usted me odia, odia al capitán Townsend, al teniente de aviación Renaday, al coronel MacNamara y a todos los hombres sentados en esta sala. ¿No es cierto,
Hauptmann?
Visser dudó unos instantes y luego se encogió de hombros.
—Ustedes son el enemigo. Hay que odiar a los enemigos de la patria.
Tommy respiró hondo.
—Esa es una respuesta demasiado fácil,
Hauptmann
. Parece un escolar que se ha aprendido la lección de memoria. Su odio va más allá.
Visser hizo de nuevo una pausa, midiendo bien sus palabras y pronunciándolas con voz sosegada, dura, fría.
—Nadie que haya sido herido como lo he sido yo, que haya visto a su familia, a su madre, padre y hermanas, asesinada por bombardeos terroristas, como he visto yo, y que recuerda toda la hipocresía y las mentiras dichas por su nación, puede evitar sentir ira y odio, teniente. ¿Responde esto mejor a su pregunta?
Las palabras de Visser eran como una lluvia glacial. Cada palabra golpeó a los espectadores, pues sus palabras eran, de algún modo, compartidas por sus enemigos. En aquel segundo, Visser consiguió recordar a todos que más allá de la alambrada el mundo estaba enzarzado en una guerra a muerte y que todos lamentaban no participar en ella.
—Debe de ser duro para usted encontrarse aquí —comentó Tommy lentamente—, encargado de mantener vivos a unos hombres que preferiría ver muertos.
La sonrisa de Visser no se desplazó un milímetro cuando respondió:
—Esto es casi totalmente cierto, señor Hart.
Tommy se detuvo, perplejo.
—¿Casi totalmente? —preguntó.
Visser asintió con la cabeza.
—La única excepción, señor Hart, es su cliente. El aviador
Schwarze
, Scott, el cual me es indiferente.
Este comentario desconcertó a Tommy, que formuló su próxima pregunta un tanto precipitadamente, sin pensar en lo que decía.
—¿Puede usted explicarse mejor?
Visser se encogió de hombros, casi como si ese gesto le diera tiempo suficiente para conferir a su voz un tono despectivo.
—A los negros no los consideramos humanos —dijo con calma, mirando a Lincoln Scott—. Al resto de ustedes, sí, son el enemigo. Pero él es simplemente una bestia mercenaria empleada por las fuerzas aéreas de su país, teniente. No es distinto que el perro de un
Hundführer
que patrulla junto a la alambrada del campo. Uno puede temer a ese perro, teniente, e incluso respetarlo debido a sus dientes, sus garras y su devoción al amo. Pero sigue siendo poco más que un animal adiestrado.
Tommy no tuvo que volverse para ver cómo Lincoln Scott se ponía rígido y crispaba los puños.
Confiaba en que lograra controlarse. Tommy percibió un murmullo entre los
kriegies
que abarrotaban la sala, como un viento persistente soplando a través de las copas de los árboles, y comprendió que Visser acababa de contribuir a que el juicio de Lincoln Scott traspasara una línea importante.
Tommy se frotó la barbilla durante unos momentos.
—¿Qué hace que un hombre sea un hombre,
Hauptmann
?
Visser no respondió de inmediato, sino que dejó que una sonrisa se extendiera sobre su rostro.
Las cicatrices que tenía en las mejillas debidas a su encontronazo con el Spitfire parecían relucir.
Por fin, se encogió de hombros.
—Es una pregunta compleja, teniente, que ha confundido a filósofos, clérigos y científicos desde hace siglos. No pretenderá que yo la responda aquí, hoy, en este tribunal militar.
—No,
Hauptmann
, pero quiero que nos ofrezca su propia definición. Su definición personal.
Visser se detuvo para reflexionar antes de responder.
—Existen muchos factores, teniente Hart. Sentido del honor. Valor. Dedicación. Combinados con la inteligencia, con la capacidad de razonar.
—¿Unas cualidades que el teniente Scott no posee?
—No en grado suficiente.
—¿Se considera usted un hombre inteligente e instruido,
Hauptmann
? ¿Un hombre de mundo?
—Desde luego.
Tommy decidió arriesgarse. Temía que la indignación que le provocaban las arrogantes respuestas del fanático alemán dominara sus emociones y se esforzó en conservar en la medida de lo posible la frialdad de su voz y la precisión de sus preguntas. Al mismo tiempo confiaba en ser capaz de recodar lo que había aprendido en el instituto. Los profesores de allí insistían en que convenía memorizar algunas grandes obras, porque algún día podía resultar necesario recitar un pasaje de las mismas. Tommy confió en que ésta fuera una de esas ocasiones.
—Ah, un hombre instruido e inteligente debe de conocer a los clásicos, supongo. Dígame,
Hauptmann
, ¿reconoce el siguiente pasaje?:
«Arma virumque cano, Troiae qui primus ab oris Italiam fato profugus…»
Visser miró a Tommy Hart con aspereza.
—El latín es una lengua muerta, procedente de una cultura corrupta y decadente, y no figura entre mis conocimientos.
—De modo que no reconoce… —Tommy se detuvo—. Bien, no seré yo quien… —De pronto se volvió, dispuesto a arriesgarse—. ¿Teniente Scott? —preguntó en voz alta.
Scott se levantó de un salto. Miró al alemán esbozando a su vez una breve y cruel sonrisa.
—Cualquier hombre verdaderamente culto reconocería las primeras líneas de la
Eneida
de Virgilio —se apresuró a responder—. «Canto sobre armas y el hombre que en primer lugar llegó de las costas de Troya destinado al exilio en Italia…» ¿Quiere que siga,
Hauptmann?«… multum ille et terris iactatus at alto Vi superam, saevae memorem lunoris ob iram…»
Lo cual significa:
«Zarandeado en tierra y en el mar por la intensa fuerza de los dioses debido a la persistente ira de la feroz Juno…»
Lincoln Scott permaneció inmóvil mientras recitaba las palabras del poeta. Los asistentes guardaron silencio durante un largo momento que pareció cargado de electricidad, después del cual Scott, sin perder su expresión de ira contenida, prosiguió en voz alta pero sosegada, sin apartar los ojos del alemán:
—Una lengua muerta, sí. Pero los versos hablan con tanta elocuencia hoy como hace siglos —dudó unos instantes antes de agregar—; pero quizá sea injusto, señor Hart, hacer a este hombre tan culto una pregunta sobre una lengua que desconoce. Quizá,
Herr Hauptmann
, pueda utilizar sus conocimientos para identificar esta frase:
«Es irr der Mensch, so lang er strebt…»
Visser sonrió despectivamente.
—Me complace que el teniente haya leído también a los maestros alemanes. El
Fausto
de Goethe es una obra clásica en nuestros institutos y universidades.
Scott mostraba una expresión de fría satisfacción.
—Pero en Estados Unidos no tanto. ¿
Hauptmann
, tendría la bondad de traducirlo para los aquí presentes?
La sonrisa de Visser se disipó ligeramente al tiempo que asentía con la cabeza.
—«El hombre yerra, al tratar de resolver sus conflictos…» —repuso el alemán con tono enérgico.
—Estoy seguro de que comprende lo que quiso decir el poeta,
Hauptmann
—terminó Scott.
El aviador negro se sentó, haciendo una breve inclinación de la cabeza hacia Tommy. Tommy observó que hasta Walker Townsend se había quedado como hipnotizado por el diálogo mantenido.
Miró a Visser y comprobó que mostraba un aspecto sereno, sin que al parecer el toma y daca le hubiera afectado. Tommy dudaba que en su fuero interno el alemán se sintiera tan tranquilo como aparentaba. Pensó que Visser era tan buen actor como policía, y sospechaba que parte de su fuerza obedecía a su habilidad para ocultar sus sentimientos. Tommy respiró hondo, recordando que el nazi permanecía alerta, al acecho, y era extremadamente venenoso.