Al llegar arriba, asió la cuerda. Sintió dos breves tirones y sin pensárselo dos veces salió del agujero lo más rápidamente posible. Apenas reparó en que, de pronto, se hallaba fuera del túnel y corría a través del suelo tapizado de musgo y agujas de pino del bosque. Sintió que lo envolvía una ráfaga de aire frío, que cayó sobre él como una ducha en un día caluroso. Siguió adelante, sosteniendo la cuerda en las manos, hasta alcanzar el tronco de un gigantesco abeto. Habían asegurado la cuerda a él, a unos diez metros del agujero en el suelo. Tommy se apoyó en el árbol.
Oyó unos crujidos entre los matorrales y dedujo que era el ruido que hacían Murphy y el director de la banda al avanzar a través de la frondosa vegetación, dirigiéndose hacia la carretera que conducía a la ciudad. Durante unos segundos el sonido se le antojó un ruido inmenso, estrepitoso, destinado a atraer todos los reflectores, todos los guardias y todos los fusiles hacia ellos. Tommy se apretó contra el árbol, aguzando el oído, dejando que el silencio cayera sobre el mundo.
Luego cobró aliento y dio media vuelta.
El túnel desembocaba dentro del oscuro límite del bosque. Los muros de alambre de espino relucían a unos cincuenta metros de distancia. La torre de vigilancia equipada con una ametralladora más próxima se hallaba unos treinta metros más allá, hacia el centro del campo y orientada hacia el interior de éste. Los gorilas estarían de espalda al trayecto de fuga. Asimismo, cualquier
Hundführer
que patrullara por el perímetro miraría en la dirección opuesta. Los ingenieros del túnel habían calculado minuciosamente las distancias y habían hecho un excelente trabajo.
Durante unos momentos, Tommy se sintió aturdido al percatarse de dónde se hallaba. Más allá de la alambrada. Más allá de los reflectores. Detrás del punto de mira de la ametralladora. Alzó la vista y a través de las hojas que cubrían las ramas del árbol contempló las últimas estrellas nocturnas pestañeando en el vasto firmamento. Durante un segundo, tuvo la sensación de formar parte de esa distancia, de esos millones de kilómetros sumidos en la oscuridad.
«Soy libre», pensó.
Estuvo a punto de romper a reír. Se restregó contra el tronco del árbol, abrazándose el torso, como para contener la excitación que estaba a punto de estallar en su pecho.
Luego se concentró en la tarea que le aguardaba. Un rápido vistazo al reloj que Lydia había colocado en su muñeca hacía muchos años le indicó que comenzaría a clarear dentro de poco; no habría tiempo para que los setenta y cinco hombres salieran del túnel. No podrían salir al ritmo de uno cada tres minutos. Tommy miró rápidamente a su alrededor, escudriñando la oscuridad, y comprobó que estaba solo. Dio dos rápidos tirones a la cuerda. Al cabo de unos segundos vio la vaga silueta de Número Tres salir a toda prisa del túnel.
Los dos guardias que habían acompañado a Hugh desde el campo de revista hasta el barracón del alto mando estaban sentados en los escalones de madera, fumando la amarga ración de cigarrillos alemanes y quejándose de que debieron haber registrado al canadiense y arrebatarle sus Players antes de conducirlo a las oficinas. Ambos se levantaron a toda prisa cuando Fritz Número Uno salió por la puerta, colocándose en posición de firmes y arrojando sus cigarrillos encendidos en la oscuridad.
Fritz miró hacia atrás, para cerciorarse de que el
Hauptmann
Visser no le había seguido hasta el recinto. Luego habló con tono apresurado y seco a los dos soldados rasos.
—Tú —dijo señalando al hombre de la derecha—, entra inmediatamente y vigila al prisionero. El
Hauptmann
Visser ha ordenado su ejecución, y debéis evitar que se escape.
El guardia dio un taconazo y saludó.
—Jawohl!
—respondió con tono enérgico. El guardia asió su arma y se dirigió a la entrada de las oficinas.
—En cuanto a ti —dijo Fritz, hablando suavemente y con cautela—, quiero que obedezcas estas órdenes al pie de la letra.
El segundo guardia asintió con la cabeza, dispuesto a prestar atención.
—El
Hauptmann
Visser ha ordenado la ejecución del oficial canadiense. Debes dirigirte de inmediato al barracón de los guardias en busca del
Feldwebel
Voeller. Esta noche está de servicio.
Comunícale las órdenes
del Hauptmann
y pídele que reúna en seguida a un pelotón de fusilamiento y lo traiga aquí en el acto.
El hombre volvió a asentir. Fritz respiró hondo. Tenía la garganta pastosa y seca; comprendió que pisaba un terreno tan peligroso como el que había pisado anoche Hugh Renaday.
—En el barracón de los guardias hay un teléfono de campo. Di a Voeller que es indispensable que reciba cuanto antes confirmación de esta orden del comandante Von Reiter. Así, llegará aquí con el pelotón de fusilamiento antes de que los prisioneros se hayan despertado. Todo esto debe llevarse a cabo con extrema rapidez, ¿entendido?
El soldado se cuadró.
—Confirmación del comandante…
—Aunque haya que despertarlo en su casa… —le interrumpió Fritz.
—Y regresar con el pelotón de fusilamiento. ¡A la orden, cabo!
Fritz Número Uno asintió lentamente e indicó con un gesto al guardia que podía retirarse. El hombre dio media vuelta y se alejó a la carrera por el polvoriento camino del campo hacia el barracón de los guardias. Fritz confiaba en que el teléfono del barracón funcionara. Tenía la mala costumbre de averiarse cada dos por tres. Tragó saliva no sin cierto esfuerzo. No estaba seguro de que Von Reiter confirmara la orden de Visser. Sólo sabía que alguien iba a morir esa noche.
Fritz Número Uno oyó a su espalda una puerta que se abría y las pisadas de unas botas sobre las tablas. Al volverse vio al
Hauptmann
Visser salir de las oficinas. El hurón se cuadró.
—¡He transmitido sus órdenes,
Herr Hauptmann
! Un soldado ha ido en busca del
Feldwebel
Voeller y un pelotón de fusilamiento.
Visser emitió un gruñido a modo de respuesta y devolvió el saludo. Bajó los escalones, alzó la vista al cielo y sonrió.
—El oficial canadiense tenía razón. Hace una noche espléndida, ¿no cree, cabo?
—Sí señor —respondió Fritz Número Uno.
—Lo sería para muchas cosas. —Visser se detuvo—. ¿Tiene usted una linterna, cabo?
—Sí señor.
—Démela.
Fritz Número Uno le entregó la linterna.
—Creo —comentó Visser con los ojos fijos en el oscuro cielo, antes de bajarlos y recorrer con ellos toda la explanada del campo y la alambrada que relucía bajo las luces distantes—, que daré un pequeño paseo. Para gozar de esta hermosa noche, como ha sugerido tan oportunamente el teniente de aviación. —Visser encendió la linterna. Su haz de luz iluminó el polvoriento suelo a unos pocos pasos frente a él—. Encárguese de que mis órdenes se cumplen sin dilación alguna —dijo.
Luego, sin volverse, echó a andar con paso rápido y decidido hacia la línea de árboles que se divisaba al otro lado del campo de prisioneros.
Fritz Número Uno le observó durante unos minutos, a solas en la oscuridad frente al edificio de administración. Estaba en un compromiso, entre obedecer órdenes o cumplir con su deber. Sabía que al comandante, que era su gran benefactor, no le gustaba que Visser hiciera cosas bajo mano.
Fritz pensó que no dejaba de ser irónico que su obligación en el campo le exigiera espiar a dos clases de enemigos.
Dejó que el
Hauptmann
se adelantara un par de minutos. Hasta alcanzar un punto donde la débil luz de la linterna que el oficial sostenía con su única mano casi desapareció en la lejana oscuridad.
Entonces Fritz Número Uno se alejó de la fachada del edificio, caminando rápidamente a través de las sombras, y le siguió.
Tommy seguía ayudando a pasar a los
kriegies
que iban a fugarse a través del túnel de forma pausada y sistemática, adhiriéndose al pie de la letra a las instrucciones que el director de la banda le había dado, tirando de la cuerda cada dos o tres minutos. Los aviadores salían uno tras otro por el tosco orificio practicado en el suelo y se arrastraban hasta la base del árbol tras el cual Tommy se escondía. Un par de hombres se asombraron al comprobar que estaba vivo, otros se limitaron a emitir un ruido gutural antes de desaparecer en el bosque que se extendía detrás. Pero la mayoría de los
kriegies
le dedicaron unas breves palabras de aliento. Una palmadita en la espalda al tiempo que susurraban: «Buena suerte», o «¡Nos veremos en Times Square!» El hombre de Princeton añadió:
«Buen trabajo, Harvard. Debiste de recibir una magnífica formación en esa institución de tercer orden…», antes de correr también para ocultarse entre árboles y matorrales.
Tommy sintió miedo. Más de una vez se vio obligado a contener el aliento al detectar la figura de un
Hundführer
y su perro moviéndose por el perímetro de la alambrada. En cierta ocasión se había encendido el reflector en la torre de vigilancia más próxima a la ruta de escape, pero su haz escudriñador se había orientado en la dirección opuesta. Tommy permaneció agazapado junto al árbol, atento a percibir el menor ruido a su alrededor, pensando que cualquier sonido podía ser el sonido de la traición y, por tanto, la muerte, la suya o la de uno de los hombres que se dirigían hacia la ciudad, la estación y los trenes matutinos que les conducirían lejos del Stalag Luft 13.
Cada pocos segundos, miraba el dial de su reloj pensando que la operación de fuga avanzaba con excesiva lentitud. Las primeras luces del alba obligarían a suspender la operación tan rápidamente como si les hubieran descubierto. Pero sabía que las prisas también acabarían con el intento de fuga.
Así pues, apretó los dientes y siguió con el plan previsto.
Unos diecisiete hombres distribuidos a lo largo del túnel habían conseguido salir cuando Tommy divisó la débil luz de una linterna moviéndose erráticamente hacia él, a no más de treinta metros. La luz avanzaba por el límite del bosque, no por el perímetro de la alambrada, en manos de un
Hundführer
, describiendo una trayectoria que se cruzaba con la salida del túnel.
Tommy se quedó petrificado; no podía apartar la vista de la luz.
Ésta exploraba y penetraba entre la vegetación, oscilando hacia un lado, luego hacia otro, como un perro que ha percibido un olor extraño arrastrado por el viento. Dedujo que la persona que había detrás de esa luz buscaba algo, pero no de forma sistemática y deliberada, sino curiosa, inquisitiva, con cierto elemento de incertidumbre en cada movimiento. Tommy retrocedió, tratando de confundirse con el árbol, situándose con cautela detrás del tronco para que le ocultara por completo.
Entonces comprendió que era inútil ocultarse.
La luz avanzó, reduciendo la distancia que los separaba.
Sintió que su corazón latía cada vez más rápido.
Hay un punto más allá del temor que los soldados conocen, donde todas las criaturas del terror y la muerte les acechan. Es un punto terrible y mortal, en el que algunos hombres se sienten paralizados y otros quedan atrapados en un miasma de perdición y agonía. Tommy se hallaba peligrosamente cerca de ese punto, sintiendo que sus músculos se tensaban y respirando trabajosamente, observando cómo la luz avanzaba lenta y de modo inexorable hacia el túnel de fuga. Comprendió que era imposible que el alemán que sostenía la linterna no reparara en la salida del túnel, y menos aún que no viera la cuerda extendida en el suelo. Asimismo, comprendió que no podía echarse a correr y deslizarse por el túnel sin ser sorprendido de inmediato. En aquel segundo, lo comprendió: estaba a punto de ser atrapado. O de morir de un tiro.
Contuvo el aliento.
Sabía que el Número Dieciocho aguardaba sobre el peldaño superior de la escalera los dos tirones de la cuerda que indicarían que había llegado su turno. En aquel momento Tommy trató de recordar quién era Dieciocho. Había pasado junto a él, en el estrecho túnel, hacía unas horas, había estado lo bastante cerca de él para percibir su olor a sudor, a angustia, para sentir su aliento, pero no lograba poner un rostro a ese número. El Número Dieciocho era un aviador, al igual que él, y Tommy sabía que aguardaba a escasos centímetros debajo de la superficie del suelo, ansioso, nervioso, excitado, ilusionado, quizás algo impaciente, sujetando la cuerda con fuerza, rezando para que llegara al fin su oportunidad y quizá para lo que rezan todos los hombres que saben que la muerte, con su carácter caprichoso, les acecha.
La luz se aproximó unos metros.
En aquel segundo, Tommy comprendió que todo dependía de él.
Con cada metro que traía la luz más cerca, la elección se revelaba más clara, más definida. El problema no era que Tommy tuviera que ponerlo todo en juego, sino que todos los demás habían arriesgado mucho y él era el único hombre capaz de proteger las oportunidades y esperanzas que habían asumido esa noche. Tommy había pensado con ingenuidad que la única prueba que tendría que superar esa noche consistiría en descender por el túnel y luchar por averiguar la verdad con respecto a Lincoln Scott y Trader Vic. Pero se equivocaba, pues la auténtica batalla se hallaba frente a él, avanzando lenta pero sistemáticamente hacia la salida del túnel. Tommy era joven cuando se había alistado en el cuerpo de la aviación, lleno de fervor patriótico cuando había participado en su primer combate, y no había tardado en comprender que la guerra tiene mucho de valor, pero poco de nobleza. Sólo la lejana conclusión que debaten los historiadores contiene a ésta en cierta medida.
La verdad cruda y descarnada son las elecciones más elementales, terribles y sucias que uno debe tomar, y todo cuanto Tommy había sido y confiaba en llegar a ser palidecía en comparación con las perentorias necesidades de los hombres aquella noche.
El intelectual Tommy Hart, estudiante de derecho y soldado a pesar suyo, que lo único que deseaba era regresar a su casa para reunirse con la chica que amaba y reanudar la vida que había vivido, la vida que se había prometido con su trabajo duro y sus estudios, tragó saliva, crispó los puños y comenzó a moverse lentamente, dirigiéndose hacia la luz que se aproximaba. Se movía de forma resuelta, como un comando, los ojos fijos en la amenaza, la garganta seca. El corazón le latía violentamente, pero vio su misión terriblemente diáfana.
Recordó lo que el director de la banda le había dicho en el túnel: «Todos somos asesinos.»